-I-
El 20 de junio de 2011 se
conmemoró el Sexagenario Día Mundial del Refugiado, como forma de recordar la
drástica realidad que padecen más de 43 millones de personas forzadas a
desplazarse de sus lugares de origen, aunque jurídicamente apenas 15 millones
cuenten con la protección internacional en condición de «refugiadas». Según la
Convención de Ginebra, «refugiada» es la persona que sufre algún tipo de
persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un
determinado grupo social u opiniones políticas. A esos motivos hay sumar
recientemente la orientación sexual como factor de persecución. En términos más
concretos: un refugiado es una persona obligada a desplazarse fuera de su país
o su ciudad natal, al peligrar su vida o su integridad física y psíquica.
Ninguno de nosotros debería permanecer indiferente a esos desplazamientos
forzosos. Europa los conoce bien: los ha sufrido en varias ocasiones, especialmente
en el siglo XX, incluyendo el éxodo de millones de españolas y españoles a
otros países de Europa y América Latina.
El “olvido”, sin embargo, merodea
al estado español. En 2009,
a pesar del aumento del número de personas refugiadas y
desplazadas, en España apenas se solicitaron 3000 peticiones de protección, un
33% menos que en 2008. Esta cifra –la más baja que se conoce en España desde
que existen estadísticas al respecto- señala una restricción grave del derecho
de asilo. Al número ya reducido de peticiones, hay que sumar el hecho de que
cada 100 solicitudes de asilo, sólo 3 se admiten a trámite. Eso equivale a
decir que apenas el 3% de las personas que solicitan asilo tienen alguna
posibilidad de obtener la condición de refugiada en territorio español (1).
La conclusión es inequívoca: el
estado español está implementando una política de asilo de signo claramente
restrictivo, que desconoce de hecho la realidad de cientos de miles de personas
desplazadas de forma obligada. Las consecuencias de estas restricciones son
múltiples. La primera es que la amplia mayoría de personas desplazadas no
acceden a ningún tipo de protección internacional, pasando a formar parte del
ejército de inmigrantes irregulares que subsisten malamente en la economía sumergida
española, siempre y cuando no sean confinados en un CIE (Centro de
Internamiento de Extranjeros), recluidos en campos de desplazados… o, en una
medida que no sabemos, expulsados a los mismos países donde sus vidas peligran.
La segunda consecuencia, no menos drástica: al impedir los accesos legales a
esta masa de personas desplazadas, se crean las condiciones propicias para que
las redes de tráfico y trata de personas se instalen como realidades paralelas
a los ya mermados estados de bienestar. Que estas redes mafiosas viven de la
extrema vulnerabilidad de estas personas para lucrar (violando los derechos
humanos más elementales) ya lo sabemos. Lo que es menos evidente es que esa
“industria” se nutra de las políticas de control de fronteras cada vez más
rígidas e impermeables.
La historia de los refugiados y
desplazados se repite en el presente, bajo formas diversas, en numerosos
países. Según ACNUR, la lista está encabezada por Afganistán, Irak, Afganistán,
Somalia, R. D. Congo, Myanmar, Colombia, Sudán, Vietnam, Eritrea y Serbia, sin
contabilizar los 5 millones de refugiados palestinos. A esa lista hay que sumar
los desplazados de Costa de Marfil, Libia, Túnez, Siria… y la lista se modifica
cada vez que, en algún rincón ignoto del planeta, reaparecen los conflictos
armados, las guerras interétnicas, las teocracias, las dictaduras militares y,
en definitiva, la supresión de libertades fundamentales. Borrar de nuestra
memoria esa historia sangrante no ayuda en absoluto a solucionar este drama
colectivo.
La política de avestruz que la
Unión Europea ha asumido no sólo es vergonzante: agrava el problema, entre
otras cuestiones, porque de un plumazo convierte a esos cientos de miles de
personas en “inmigrantes irregulares” susceptibles de expulsión y repatriación,
privados de todo acceso a la ciudadanía y, por tanto, excluidos de derechos
básicos tales como el derecho a trabajar o a disponer de una atención sanitaria
satisfactoria.
-II-
A pesar de los prejuicios
extendidos en esta materia, las personas refugiadas tienen serias dificultades
de acceder a la protección internacional en los países industrializados: sólo
el 20% es acogida por estas naciones. Eso significa que cuatro de cada cinco
damnificados o bien deambulan por países económicamente subdesarrollados
(improbablemente, en “vías de desarrollo”) o bien terminan en algún campo de
desplazados en condiciones infrahumanas.
La creciente reticencia, cuando
no hostilidad, de las sociedades y estados europeos hacia los refugiados,
atizada por la fábrica de estereotipos que circulan en los medios de
comunicación, contrasta con su presunta defensa incondicional de los derechos
humanos. En particular, la política europea de asilo entierra la historia de
sus sociedades ligadas a movimientos forzados. Lo que es igualmente grave:
anticipa un porvenir en el que los «muros blancos» terminan siendo la realidad
más consistente.
Si, por lo demás, los estados
europeos (y estadounidense) buscaran la democratización de países gobernados
despóticamente, sea apoyando revueltas populares o incluso interviniendo de
forma militar, tal como ocurre en Libia, ¿cómo pueden desentenderse de uno de
sus efectos inmediatos, como es la diáspora forzosa de miles de personas que
quieren salvar sus vidas? En el terreno, la preocupación de Unión Europea es
menos por el fenómeno que por sus efectos: asegurarse que no llegue ninguna
“avalancha” a sus costas. Y si llega, dosificarla por la cuadrícula del vallado
policial. Los que logran atravesar esa cuadrícula, desde luego, no tienen demasiadas
garantías. Con suerte, se estará en ese irrisorio porcentaje del 3% a los que
se les acepta a trámite la solicitud de asilo; con algo menos de suerte,
terminará formando parte de la cuadrilla de “indocumentados” que no sólo están
expuestos a una segura sobreexplotación laboral, sino también a una nueva
criminalización: ser uno más de los “sin papeles” susceptibles de ser
confinados hasta 18 meses en un centro de internamiento, según dicta la
“directiva de retorno de los inmigrantes” (conocida como “directiva de la
vergüenza”), aprobada en 2008 (2).
Volvamos, sin embargo, a los que
quedan en el camino. A los cientos de miles que terminan en los campos de
refugiados. Para formularlo con una pregunta tan penosa como necesaria: ¿cuál
es la distancia que separa los campos de refugiados de los campos de
concentración? No sugiero, desde luego, que sean idénticos. Sin embargo, si
consideramos que en ambos casos se produce la suspensión temporal de derechos
básicos, la privación de libertades no menos básicas, así como el hacinamiento
y la precariedad material, la brecha se reduce de forma escandalosa.
Quizás debamos tomar más en serio
lo que sugiere Agamben sobre la filiación entre campos de internamiento, campos
de concentración y campos de exterminio. Incluso si planteáramos que no hay una
línea de continuidad inexorable entre unos y otros, es innegable que en los
tres espacios se constituyen espacios de control en los que el sujeto, al ser
estigmatizado, está bajo sospecha permanente. Hasta el nazismo alegó como
motivo de estos campos la necesidad de una “custodia protectora”, esto es, el
desarrollo de una policía preventiva con independencia a cualquier contenido
penal significativo que pudiera imputársele a una persona (3). Sin negar la
existencia de especificidades irreductibles, en el interior de cualquiera de
esos campos -tal como Hannah Arendt advirtió hace décadas en referencia al
«totalitarismo»- “todo es posible” a
plena luz del día. Si esto es cierto, no estamos tan lejos como quisiéramos de
un «núcleo totalitario» en el corazón mismo de las democracias parlamentarias
de Europa y EEUU.
Pero, ¿no eran precisamente esas
potencias las garantes últimas de un régimen que iba a protegernos,
precisamente, del riesgo totalitario? En la economía binaria del discurso
hegemónico ese núcleo totalitario no puede ser concebido: es un “impensable”
que no impide la producción de experiencias como Auschwitz, Guantánamo o. de
forma más próxima, los C.I.E. Puede que no haya un encadenamiento necesario
entre estas experiencias, pero incluso si no lo hubiera, la mácula de
cualquiera de estas variantes sobre una formación social democrática es tan
inaceptable como indeleble.
Lo dicho, por lo demás, tampoco
niega la distinción entre «democracia» y «totalitarismo». Más bien, socava las
bases de un discurso hegemónico que se representa como encarnación plena de un
régimen político democrático, amenazado de hecho tanto por los estados
policiales como por los mercados económico-financieros que se desentienden del
excedente de refugiados y desplazados que han fabricado.
-III-
Para explicar esta situación
inaceptable, no es preciso poner el énfasis en la «mala fe» -o alguna otra
falta ética- de los agentes estatales y económicos. Con lo que nos enfrentamos,
en última instancia, es con la incapacidad crónica de las políticas europeas
para dar una solución global a un problema que, sin lugar a dudas, los países
industrializados han contribuido a crear. La realidad-límite de los refugiados
pone de manifiesto el fracaso radical de los organismos internacionales –en
particular, la Unión Europea, EEUU y la ONU- para dar una respuesta efectiva a
un fenómeno de masas. La existencia de organizaciones humanitarias (compensando
parcialmente las carencias de una gestión policial de estos flujos de personas)
no refuta lo dicho; por el contrario, es producto de la constatación más
directa de este fracaso.
Mientras no cambiemos las
condiciones de sufrimiento y persecución en las que viven esos millones de
personas, lo que una fecha conmemorativa nos recuerda no es más que nuestra
actual incapacidad para impedir que “todo sea posible” a la luz del día.
Duplicar nuestros esfuerzos para dar notoriedad pública a esta realidad injusta
-en la que un ejército invisible debe abandonar sus hogares, sus patrias, sus
gentes, con la incertidumbre a cuestas y el dolor del destierro- es un primer
paso, insuficiente y necesario. Insuficiente, desde luego, porque la notoriedad
pública no necesariamente se traduce en políticas transformadoras de esas injusticias.
Necesario, asimismo, porque a pesar del incremento en número total de
desplazados y refugiados en el mundo, la visibilidad de esta problemática no ha
aumentado en nuestras sociedades europeas.
Lo que es peor: los discursos y
prácticas racistas, xenófobas y discriminatorias en los últimos años se han
propagado de forma alarmante, en consonancia a una crisis económica grave, pero
también a una crisis ético-política en la que la actitud dominante es soltar la
mano a los otros, reducidos a “deshechos” de los derechos humanos. Alguien nos
recordará con razón que sustraernos del sufrimiento de los demás presagia que
otros se desentenderán, a su debido momento, de nuestro propio sufrimiento. El
punto decisivo, sin embargo, no es defender una «política de reciprocidad» en
nombre de esa anticipación negativa, sino de reivindicar la solidaridad y la
justicia como valores universales que tenemos que respetar más allá de las
conveniencias coyunturales.
Pretender resolver problemas
globales con soluciones locales no es otra cosa que querer apagar un incendio
con gasolina. Del mismo modo, construir nuevos campos de internamiento no
revierte en absoluto la proliferación de sujetos humanos fuera de campo (en el
sentido cinematográfico del término), excluidos de toda ciudadanía. La
consecuencia de esta exclusión es grave: impedir que esos sujetos puedan vivir
más allá de los umbrales de supervivencia.
En ese sentido, el día mundial
del refugiado es más que una conmemoración: es una oportunidad para reflexionar
sobre esta injusticia histórica y hacer un llamamiento a cambiar ese núcleo
inaceptable. El proyecto del bienestar cercado, rodeado de muros, está
destinado al desastre. No podemos ser dignos mientras otros padecen una vida
indigna. Apenas somos conscientes de la travesía que emprenden aquellos que ya
no tienen lugar. Comprender esa travesía es mirar lo desapercibido, en
particular, a quienes se embarcan en una aventura donde se está dispuesto a dar
la muerte por otra vida. Conmemorar el día de los refugiados, para que no se
convierta en un gesto hipócrita, debería ser también un grito colectivo, grito
que no puede silenciarse incluso si no se lo escucha, porque detrás están los
cuerpos despojados que lo sostienen. Es ese grito lo que nos interpela en el centro
de nuestra responsabilidad política y ética.
Porque –hay que recordarlo-
nuestras sociedades opulentas crecen bajo la sombra de miles de “vidas
desperdiciadas” como lanza con dureza Zygmunt Bauman: “(…) la nueva plenitud
del planeta significa, en esencia, una aguda crisis de la industria de
eliminación de residuos humanos. Mientras que la producción de residuos humanos
persiste en sus avances y alcanza nuevas cotas, en el planeta escasean los
vertederos y el instrumental para el reciclaje de residuos” (4).
La realidad de los refugiados
debe analizarse no sólo teniendo en cuenta las crecientes desigualdades
Norte-Sur o la inadecuación de las políticas de asilo predominantes, sino
también con el análisis de los actuales vertederos humanos que el “primer
mundo” produce, convirtiendo una multitud des-rostrada en recurso superfluo.
Paradójicamente, esa referencia al otro contribuye a interrogar ese nosotros
del que formamos parte, en la responsabilidad de lo que sabemos y de lo que
preferimos no saber para evitar la responsabilidad que tenemos ante los demás.
A esa responsabilidad infinita con el otro Emanuel Levinas lo llamaba
«justicia».
Puesto que no hay neutralidad
posible, tomar parte por los “sin-parte” es enfrentar, en primer lugar, el
miedo ante otros sujetos culturales, construidos de forma reduccionista -desde
una perspectiva etnocéntrica- como “barbarie”. A ese prejuicio hay que replicar
con Todorov: “El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en
bárbaros” (5). A pesar de los repudios, del otro lado, no hay más que sujetos
semejantes, demandando lo que les han usurpado. Contra toda naturalización de
ese sufrimiento anónimo, tenemos que recordar que ninguna de estas situaciones,
que han convertido lo excepcional en norma, es inevitable. Y puesto que no
cedemos a la amnesia que termina haciendo del naufragio de muchos el
espectáculo de pocos, no podemos sino volver a preguntar: ¿cómo gestionamos
nuestra disconformidad para que esta geografía de la fractura no sea nuestra
última residencia?
(1) Para un análisis de la
política de asilo en España, puede consultarse el “Informe Refugiados CEAR 2010” , disponible en
http://issuu.com/movicecapesp/docs/cearnforme2010
(2) Conviene recordar que la
Comisión Europea en la directiva mencionada, a la par de “unificar” las
regulaciones sobre inmigración ilegal, endureció sus condiciones de retención,
ampliando el tiempo de confinamiento de las personas en situación irregular.
Puede consultarse el texto completo de la “Resolución legislativa del
Parlamento Europeo, de 18 junio de 2008, sobre la propuesta de Directiva del
Parlamento Europeo y del Consejo relativa a procedimientos y normas comunes en
los Estados miembros para el retorno de los nacionales de terceros países que
se encuentren ilegalmente en su territorio”, en
http://register.consilium.europa.eu/pdf/es/08/st03/st03653-re03.es08.pdf
(3) Agamben, G., Medios sin fin, Pretextos, Valencia,
2010, p. 27 y siguientes. Con rotundidad, señala Agamben: “El campo es el
espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en
regla. En él el estado de excepción, que era esencialmente una suspensión
temporal del orden jurídico, adquiere un sustrato espacial permanente que como
tal, se mantiene, sin embargo, de forma constante fuera del orden jurídico
normal” (op.cit., p. 38).
(4) Bauman, Z., Vidas desperdiciadas, Debate, España,
2008, p.17.
(5) Todorov, T., El miedo a los bárbaros, Galaxia
Gutenberg, España, 2008, p.18.
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