Ya no escuchamos con tanta
frecuencia el discurso arrogante de los portavoces del “primer mundo”, entre
otras cosas, porque ese “primer mundo” ni siquiera existe en tanto realidad
homogénea. De la teoría de los tres mundos no queda, en buena parte del
planeta, más que el tercero. La mundialización del tercer mundo incluso en los
países centrales arruina cualquier pretensión de superioridad europea. Dicho de
otra manera, el eurocentrismo está herido de muerte. La lección es clara: nadie
está a salvo en el capitalismo, como no sean unas elites mundiales que gobiernan
a espaldas de los pueblos, en la más absoluta opacidad. En cualquier parte
donde se viva o sobreviva -según complejas coordenadas de clase, género, etnia,
procedencia o edad- uno se topará con escombros. La creencia en una
superioridad esencial, ligada a una etnia, una cultura o una nación, está jaqueada
por la propia dinámica capitalista desterritorializante. El desbordamiento de una
economía globalizada con respecto a los estados-nación (en tanto garantes
necesarios de su despliegue) es inocultable. Lo que rige el movimiento de
multinacionales y capitales financieros no es la lógica nacionalista sino la
lógica de la mercancía: la “patria” inlocalizable del capital.
Que todavía ese núcleo etnocéntrico
tenga anclaje social en Europa y EEUU no hace más que agravar las cosas:
contribuye a sedimentar un discurso de cuño fascista, que además de construir
al otro como sujeto inferior, lo supone inconvertible, esto es,
incapaz de advenir como «semejante». Ahora bien, ante sujetos declarados
inconvertibles lo único que se puede hacer para neutralizarlos es el control,
el confinamiento o la muerte.
En Europa, seguir acusando a otras
comunidades (“sudacas”, “moros”, “chinos”, “negros”) de las carencias
globalizadas sigue siendo una manera de desconocer un modo de producción que
sólo puede sobrevivir sobre la ruina de los otros. Agitar la amenaza demagógica
de la invasión de los bárbaros oculta la barbarie de una sociedad del
sacrificio, que transfiere la responsabilidad a los propios damnificados. Al
negar las desigualdades inherentes a un orden internacional criminal, reduciendo
el problema a una cuestión de «méritos individuales» y de «capacidades
culturales» (según un esquema desarrollista unidimensional que identifica el
«desarrollo» con el eje Europa/EEUU), esas acusaciones no pueden dar cuenta de
lo que está ocurriendo en el sur europeo, en particular, el crecimiento
descontrolado de sus periferias interiores.
La xenofobia y el racismo, como
operadores selectivos y estratificantes, en vez de haber mermado ante las
dificultades colectivas crecientes, aparece como el último refugio de una
derecha que llama a “levantar la marca-España” (como si se tratara de un sello
diseñado a través del marketing) hundiendo a los otros: supresión de fondos de
integración, reducción drástica del presupuesto para políticas de codesarrollo
y cooperación, desfinanciación de partidas destinadas a los colectivos de
inmigrantes, refuerzo de una política de control migratorio, aumento de la
presión contra la inmigración irregular, mantenimiento de los centros de
internamiento de extranjeros, taponamiento de una política de asilo, etc. Si
por un lado los hermanos ricos del norte son recibidos como agua bendita por la
industria del turismo y los empresarios
chinos -no sin ambivalencias- elogiados en su laboriosidad infatigable y sobre
todo su empuje inversor, la suerte mira a otra parte cuando se trata de trabajadores
inmigrados, de los cuales más de un tercio está en situación de desempleo.
Ningún ejercicio de autocrítica ni llamado a la humildad cabe esperar en esta
coyuntura. Se trata, según la política en curso, de afianzar el sacrificio de
los otros, de hacerlo más perdurable, de convertirlo en un punto irreversible
(incluso cuando eso signifique, a largo plazo, la propia bancarrota).
Puede que muchos grupos
identificados con la derecha sigan acusando a esas víctimas de ser
responsables de lo que padecen (especialmente, si no forman parte de la propia
comunidad nacional). De todas maneras, incluso si se representan como
“superiores”, también están condenados. Casi todos, como no sea
haciéndose propietarios de una empresa de seguridad o convirtiéndose en lacayos
útiles y dóciles. Ni siquiera eso los inmuniza y también ellos serán
“sacrificados” a su tiempo.
La reestructuración sistémica
actual pone en jaque las prerrogativas de las que gozó antaño Europa. “Europa”
misma es el nombre de una fractura política y una desigualdad económica
manifiesta entre sus países-miembro. En esas condiciones, la inculpación a “los
extranjeros” de la “crisis” es ridícula e inconsistente. La derecha más
informada lo sabe y por eso necesita hacer malabarismos para ocultar la correlación
entre «inmigración» y «crecimiento económico» -basado, por lo demás, en un modelo
productivo insostenible-. Agotada la ilusión del derrame de la riqueza, usar
como chivo expiatorio al otro no pasa de ser una estrategia desesperada
para desviar la atención de los auténticos responsables de la debacle
económico-financiera actual.
La maldición del “vuélvete a tu
puto país” adquiere un nuevo sentido: no sólo el retorno concreto de miles de
inmigrantes a sus países de origen, sino también la migración en sentido
inverso, especialmente de miles de jóvenes que parten en busca de las
oportunidades que el “primer mundo” les niega. En una irónica inversión, parte
de quienes ayer cerraban sus puertas deben ahora golpear aquellas otras que
miraban con reservas, cuando no con prepotencia. Para más humillación, muchos
de ellos tendrán que sufrir las trabas burocráticas y legales que el estado
español exigió a los inmigrantes en la última década.
La paradoja más notable de esta
economía política del sacrificio, sin embargo, no es el repudio de los extranjeros
en nombre de un gran Otro (el Mercado) sino la necesidad de extranjerizar a
los propios, esto es, de construir cada vez nuevos “otros” a los que
sacrificar (ya no bajo la forma de la expulsión sino de la pauperización). La
conversión de millones de ciudadanos españoles en ciudadanos de segunda mano –a
nivel político, económico y cultural- es el primer paso para la legitimación de
una política a medida de las clases dominantes. Esos conciudadanos convertidos
en extraños, son legión: jóvenes, mayores, discapacitados, dependientes,
desahuciados, desempleados… El patrón común que tienen es su específica pertenencia
de clase. Como sectores subalternos son objeto de una política que necesita
cosificarlos para abatirlos con la menor resistencia posible. Como víctimas
propiciatorias no alcanza con saquearlas y hacerlas partícipes forzosos del
sacrificio; además, se trata de estigmatizarlas, inculpándolas de no estar
sacrificándose lo suficiente, de no estar “esforzándose” todo lo necesario para
salir del pozo en el que supuestamente se han metido por negligencia, falta de
méritos o irresponsabilidad.
Lo “propio” enajenado es la
condición de sacrificabilidad. Ahora bien, ¿no se trata más bien de un pseudosacrificio
en tanto sólo se ofrenda a aquellos que nuestros amos han prejuzgado como no
valiosos (esto es, a los que considera «sobrantes estructurales»)? La
respuesta es afirmativa. De ahí el reproche perpetuo de esos poderes sin rostro
de los “mercados”: no has hecho los sacrificios suficientes. Nada señala,
pues, que esta espiral de ajustes infinitos a las clases populares y medias vaya
a detenerse. Cuando ya no alcancen quienes están tipificados como otros, esta
política necesitará construir nuevas categorías de marginados a los que
sacrificar. El genocidio al que tantos asisten como un espectáculo indiferente se
nutre de esta exigencia infinita: puesto que esos otros ya están condenados al
no-valor, es imperativo hacer nuevos sacrificios cada vez más costosos. El
compromiso de los mandatarios con esta tarea interminable, imposible de
satisfacer como no sea creando crecientes masas marginales, además de perversa,
puede resultar sorprendente: para salvar unas elites, los que gobiernan tienen
que convertir las propias poblaciones en objetos sacrificables. Y puesto que el
presupuesto fundamental de esta forma de sacrificio neoconservador es
que el sacrificado no coincida con el sujeto que sacrifica, todo hace
prever que en la lista de espera también habrá casillas para los “propios ciudadanos”
convertidos en extraños.
¿Qué límite se plantea internamente
esta política? ¿Hasta qué punto están dispuestos a llegar y cuánto les
permitiremos avanzar a nivel colectivo e individual en su ataque sin
precedentes? Y puesto que los demás son nuestro espejo y que no somos sino a
través de ellos, ¿qué suerte podría correr un sistema así, que declara una
guerra a muerte a los «otros» fabricados a medida de su ambición ilimitada?
¿qué insoportable imagen arroja ese espejo, como no sea la de una codicia
insaciable, esto es, la miseria infinita de esta subjetividad sacrificial que
encarna en los agentes del capitalismo? No basta decir, como algunos
ecologistas hacen, que “el dinero no se come”. Es cierto, pero no podemos
permitirnos esperar a que se den cuenten y recapaciten sobre la condición
constitutiva de los demás. Esperar a que estas elites mundiales se autolimiten
en términos éticos es completamente ilusorio. En primer lugar, porque dar por
sentado que no lo saben ya es algo totalmente dudoso. Pero sobre todo, porque
si alguna vez estuvieran dispuestos a recapacitar, sería demasiado tarde.
Arturo Borra