1. La metáfora médica
Si el planeta se ha convertido en
un vasto campo de experimentación de las corporaciones y de los poderes
financieros trasnacionales, España por su parte se ha constituido en un
laboratorio de las políticas neoconservadoras más agresivas, bautizadas de
forma eufemística como “políticas de saneamiento”. El gobierno español, sin
embargo, no tiene exclusividad ni siquiera en la aplicación de este recetario que pretende salvar a los
pacientes matándolos. Grecia, Italia, Portugal, Irlanda y Chipre forman parte
de este listado de damnificados que probablemente seguirá aumentando en nombre
de la restitución de una presunta “salud perdida”.
La metáfora médica, sin embargo,
nada dice sobre los «criterios de salud» que presupone esta política de ajuste
infinito: dar por bueno el “diagnóstico” oficial y plantear una “terapia de
choque” a las poblaciones como forma de resolver una crisis sistémica que no
han creado en absoluto. En otras palabras: semejante metáfora acepta sin más
que el neoconservadurismo podría restablecer la “salud” del capitalismo, como
si ambos términos no fueran parte de la “enfermedad”. Los médicos, en este
caso, se parecen a comerciales de una farmacéutica multinacional que, en vez de
limitarse a vender sus productos, no dudan en experimentar con los “pacientes” (evaluando
el grado de resistencia colectiva al tratamiento y sus posibles “efectos
secundarios”), así como en apelar a “medios persuasivos” (desde los reclamos
mediáticos hasta la policía misma) cuando éstos no aceptan de buena gana que
les extirpen sus órganos junto al cáncer que les han diagnosticado.
El discurso médico, extrapolado
al campo político, oculta lo decisivo: una economía globalizada que para
perpetuar un régimen de privilegios no duda en sacrificar a millones de seres humanos, sea mediante diversos
procesos de marginación sistémica, sea mediante mecanismos de eliminación más o
menos directa. La troika misma (BCE, CE y FMI) puede ser interpretada como la
consolidación de los métodos de estrangulamiento ya conocidos y padecidos en
América Latina a partir de la década de los 70, instrumentados entonces por las
dictaduras militares. De hecho, sus prescripciones no cesan de propagarse bajo
amenaza de muerte: la reforma laboral y previsional, el recorte de las
prestaciones públicas, el proceso de privatizaciones, la reducción salarial, el
salvataje estatal del sistema financiero, la reducción del déficit, el
incremento de los impuestos indirectos o el pago de los intereses de la deuda,
entre otros, serían instrumentos de obligatoria obediencia si España pretende
“sanear su economía”. No hacerlo sería, según esa misma lógica, el colapso o la
bancarrota.
Por supuesto que podríamos
preguntarnos si no es precisamente esa serie de prescripciones lo que está
produciendo la actual crisis sistémica, esto es, la reestructuración radical
del capitalismo y su escandalosa transferencia de riqueza a los grandes grupos
económicos y financieros trasnacionales. Hay buenas razones para suponer que
ese es el caso, a condición de admitir simultáneamente que se trata de «prescripciones» en tanto y en cuanto los estados nacionales
las reconocen como tales.
Interpretar este proceso como
«pérdida de soberanía», aunque retiene lo que hay de coactivo en estos
organismos internacionales, no deja de tener un momento engañoso: pierde de
vista la complicidad objetiva de los estados con respecto a esas prescripciones
orientadas a la «desregulación de los mercados», esto es, a la supresión de las
restricciones al capital privado y la promoción de medidas que favorezcan las
condiciones de su rentabilidad. En el nuevo (des)orden mundial, sin embargo, no
todo es impuesto. El neoconservadurismo como agencia política no se limita a
acatar unos mandatos económicos centralizados; a nivel nacional, despliega
algunas iniciativas relativamente
autónomas con respecto a esos mandatos: la financiación millonaria al clero
católico y el apoyo activo a sus grupos más ortodoxos y reaccionarios, la
defensa entusiasta de una monarquía desacreditada, el elitismo educativo y la
creciente exclusión de las clases populares y medias del sistema universitario,
el arrase medioambiental y el modelo de urbanización salvaje, el asalto
ideológico a los medios públicos de comunicación, la desfinanciación de la
investigación científica y la producción artística, las políticas de
criminalización de movimientos sociales, la consolidación del control ejecutivo
sobre el sistema judicial, la amnistía fiscal de los grandes evasores, la
arremetida contra los derechos de las mujeres y de los inmigrantes, la política
de desahucios (cuestionada incluso por la Comisión Europea)
y, en general, la regresión en términos de derechos sociales, económicos, políticos
y culturales.
Lo anterior invita a preguntarse
si la «infra-regulación económica» (esto es, el déficit normativo que agrava las desigualdades socioeconómicas
presentadas como “economía de libre mercado”) no tiene como contraparte necesaria
una «sobre-regulación político-cultural» inédita, esto es, una multiplicación
de codificaciones restrictivas en lo que atañe a la configuración de nuestras
formas de vida, de las instituciones públicas y privadas y de los modos en que
construimos la convivencia humana. Porque, una vez más, no se trata sólo del despliegue
del aparato represivo del estado o de una escalada autoritaria sin precedentes
inmediatos; es la sedimentación de una cultura hegemónica que, simultáneamente,
legitima la obtención fraudulenta de riqueza y la exhibición distintiva de
poder, reafirma un cierto tradicionalismo jerárquico (como fuente de autoridad que pretende restablecer de
forma reverencial) y consagra las desigualdades en nombre de una concepción
individualista y meritocrática de la sociedad (1).
2. Crisis y corrupción
Afirmar que la causa de la crisis
es la corrupción política (2) es una coartada ideológica que deja intacto el
dogma de que, si no fuera por esas irregularidades ético-jurídicas, el
capitalismo podría constituir una alternativa “saludable”, honesta y justa. Sin
embargo, abogar por un “giro ético de la política” es radicalmente
insuficiente: no sólo no basta la
honestidad, sino que es preciso
un giro político radical tan
improbable como necesario.
Por lo demás, la coartada que
estigmatiza lo público en general y capitaliza el descrédito de la política profesional
es invocada de forma regular para justificar un proceso de privatizaciones que,
presuntamente, subsanaría la corrupción estatal. Incluso si dicha corrupción fuera
planteada como justificativo de una política reformista (destinada a hacer
“transparentes” las reglas de juego y reestablecer la “buena marcha de la
economía”) el dogma se mantiene: la tesis de un capitalismo de libre competencia en el que todos los jugadores
aceptarían las mismas reglas de juego, como si las tendencias monopólicas del
capital privado no comprometieran ya la eliminación estratégica de los sujetos
competidores por cualquier medio.
Las actuaciones de las grandes
corporaciones trasnacionales al margen de las legislaciones nacionales vigentes,
con la complicidad de las autoridades públicas, es cada vez más manifiesto. La
corrupción forma parte de sus tácticas de posicionamiento de mercado y
ampliación de sus cuotas de participación. A menos que demos a esa categoría un
contenido especialmente restringido, la cleptocracia
está institucionalizada y rebasa de forma evidente la esfera estatal: no
constituye una “perversión” con respecto a una pauta de rectitud diferente,
sino que es el modo regular de funcionamiento de la economía-mundo y las
democracias parlamentarias actuales.
Para contrastar una afirmación
semejante resulta plausible apelar a los informes de Transparencia
Internacional, obtenidos mediante la mayor encuesta de opinión pública sobre
corrupción a nivel mundial. Los resultados son lapidarios: el pago de sobornos
es “una práctica generalizada” de las empresas hacia las autoridades públicas o
hacia otras empresas para la obtención de favores (3), especialmente en el
sector de obras públicas y construcción, del sector petrolero o del gas. Los
avances efectuados con respecto a 2008 son en su abrumadora mayoría inferiores
al 2 % (4). Si bien los niveles de corrupción sistémica varían
significativamente según los países, su omnipresencia variable y modulada en diferentes sectores e instituciones a
nivel mundial está fuera de discusión. En España, si la percepción de
corrupción en los partidos políticos es 4,4 (siendo 1 “Nada corrupto” y 5 “Muy
corrupto”), en el sector privado es de 3,3 (5).
En términos cualitativos: la
corrupción percibida afecta de forma
abrumadora tanto al sector público como privado, aunque en menor proporción. Las
prácticas de corrupción (y la opacidad que le es inherente) no sólo no son
excepcionales, sino que constituyen una regularidad estructural para la obtención
de favores y prerrogativas que vulneran un principio de igualdad. La corrupción
percibida, sin embargo, no agota una
práctica multifacética, a menudo indemostrable, que incluye puertas giratorias,
evasión fiscal, donaciones ilegales, trato de favor, leyes especiales,
comisiones especiales, nepotismo, lobbies, quiebras fraudulentas, extorsión, préstamos
blandos, adjudicaciones de obras y licitaciones públicas, etc. En esa práctica transversal
participan directivos y gerentes, operadores bursátiles, sindicalistas,
juristas y abogados, economistas, periodistas, clérigos, policías y un
sinnúmero de profesionales. La ingeniería de la corrupción organizada es, a
menudo, estadísticamente invisible: representa la argamasa de un sistema
económico, político y cultural que acepta como regla de juego infringir las reglas
cuando se trata de obtención de beneficios privados.
3. Corrupción y capitalismo
Suponer que las autoridades europeas
tienen como objetivo impedir la
corrupción gubernamental es como mínimo una ingenuidad; a lo sumo, su propósito
consiste más bien en regular las
prácticas corruptas para que no sobrepasen ciertos límites que podrían
dificultar la obtención de los resultados previstos.
La corrupción del partido
gobernante en España, en este sentido, no perturba el proyecto político
hegemónico -del que la troika no es sino uno de sus portavoces privilegiados-: es
una de sus condiciones de realización. Sin esa corrupción, difícilmente podría
explicarse cómo distintos gobiernos nacionales implementan unas políticas
públicas manifiestamente
antipopulares, que tienen como claros beneficiarios a las mismas oligarquías
económico-financieras que las impulsan. Resulta inverosímil alegar que dichos
gobiernos no saben lo que están haciendo:
el enriquecimiento ilegal de sus miembros lo desmiente rotundamente.
Admitamos la hipótesis de que cierta
derecha honesta no constituye un oxímoron
o una contradicción entre los términos. En tal caso, tendríamos dos
alternativas teóricas que en principio podrían dar cuenta de estas políticas antipopulares: (i) o bien la
distinción misma entre oligarquías económico-financieras y poderes
gubernamentales es inválida, siendo los segundos meros portavoces de los
primeros, movidos por intereses económicos similares, (ii) o bien la distinción
se mantiene y la identificación entre estos grupos es de carácter estrictamente
ideológico, más allá de su pertenencia de clase, poniéndose en disputa el
sentido mismo de «lo popular»: lo que para nosotros
significa una clara afrenta al bienestar colectivo sería para ellos un modo de defenderlo.
Aunque a priori las dos alternativas teóricas son posibles, en términos
históricos este tipo de políticas ha estado asociado a prácticas de corrupción persistentes, esto es, a la obtención ilegítima
de beneficios y favores privados por parte de los miembros del gobierno en
cuestión. En síntesis, si bien estas prácticas no son patrimonio exclusivo de
una ideología política determinada (y ni siquiera de un sistema en particular),
la subordinación de las elites gobernantes a los poderes económico-financieros ha
estado ligada -y sigue ligada- a un amplio sistema de prebendas y dádivas. De
forma más general, un capitalismo sin corrupción es un contrasentido. Al
respecto, cabe preguntarse si este tipo de prácticas no es constitutivo de toda estructura económica, política y
cultural que se sostenga de hecho sobre
la desigualdad. Aunque
no pretendo resolver semejante cuestión, algunos argumentos aquí esbozados sugieren
esa dirección.
Lo antedicho, en cambio, sí
permite dar cuenta de la falta de pronunciamientos públicos por parte de la
troika con respecto a la corrupción, especialmente en los países del sur
europeo. Como he procurado argumentar, al actual «bloque histórico» (6) le
basta que los PIIGS no se desvíen de los recetarios prescritos más allá de ciertos márgenes previstos.
A esos países no se les pide más transparencia democrática sino obediencia a la
metafísica del mercado. Para el poder hegemónico, la opacidad es su modo de
existencia: la corrupción sólo podría convertirse en un boomerang si pusiera en jaque la resignación de una parte significativa
de los que padecen el ajuste.
No cabe descartar, pues, algún
movimiento forzoso ante la “hipótesis” de una presión colectiva creciente: la
crisis de legitimidad podría llevar más
allá de esos márgenes previstos y, con ello, obligar a los mandatarios a
tener que alterar de forma drástica sus proyecciones de recortes públicos y
capitalización privada. En la rueda del sacrificio, siempre puede sustituirse a
algún presidente más o menos inepto e inmoral a cambio de que las políticas del
saqueo se mantengan. Que algo similar ocurra depende de la presión colectiva que
pueda ejercerse mediante la movilización social. Aunque no tenemos demasiadas razones
para ser optimistas, la evidencia de una corrupción omnipresente en las
estructuras de poder constituye una nueva oportunidad para revitalizar la
promesa de otro mundo.
Arturo Borra
1)
Identificar esa cultura hegemónica con sus indiscutibles elementos «nacional-catolicistas»
siempre corre el riesgo de impedir analizar el entrecruzamiento entre esos
elementos y otros componentes heterogéneos, mucho más extendidos a nivel
mundial, como por ejemplo, la xenofobia y el racismo, la primacía de una ética
cínica, la apología del pragmatismo, o el descrédito con respecto a otras alternativas
históricas. En cualquier caso, se trata de elementos diferenciados que aparecen
articulados al «nacional-catolicismo» manifiesto en diferentes decisiones del
actual gobierno español, desde la nueva ley de fertilización asistida (que
excluye a madres solteras y lesbianas) hasta las nuevas regulaciones previstas
para la interrupción del embarazo.
2)
Aunque no cabe subestimar el perjuicio económico que la corrupción política
produce, atribuirle fuerza causal en el actual descalabro económico es inverosímil:
este tipo de prácticas es una constante
sistémica, aunque desde luego, no sea exclusiva al capitalismo
contemporáneo. Estratagemas así desconocen sin más la responsabilidad central
del sistema financiero mundial (y, a nivel nacional, del mercado de la
construcción y el sector inmobiliario) en la producción de la coyuntura actual.
3)
En el I.F.S. (índice de fuentes de sobornos) de 2011, las conclusiones del
informe son inequívocas: “En la encuesta, diversos líderes de empresas
internacionales indicaron que existe una práctica generalizada de pago de
sobornos a funcionarios públicos por parte de empresas con el fin de, por
ejemplo, conseguir la adjudicación de licitaciones públicas, evitar el cumplimiento
de reglamentaciones, agilizar procesos gubernamentales o influir en la
determinación de políticas”, en http://www.transparencia.org.es/INDICES_FUENTES_DE_SOBORNO/INDICE%20DE%20FUENTES%20DE%20SOBORNO%202011/ASPECTOS_MÁS_DESTACADOS_%20IFS_2011.pdf
4)http://www.transparencia.org.es/INDICES_FUENTES_DE_SOBORNO/INDICE%20DE%20FUENTES%20DE%20SOBORNO%202011/Tabla%20comparación%20IFS%202011%20y%202008.pdf
5)http://www.transparencia.org.es/BAROMETRO_GLOBAL/Barómetro_Global_2013/Tabla%20sintética%20Barómetro%202013.pdf
6)
Si bien Gramsci utilizó la noción de «bloque histórico» para referirse
primordialmente a las alianzas de clase, en un sentido amplio «bloque» alude
aquí a un tejido de alianzas inestables entre sujetos sociales relativamente
heterogéneos que participan en la construcción de hegemonía. Dichas alianzas
son condición de existencia de cualquier articulación hegemónica. Hay articulación precisamente porque el
bloque histórico mismo es inestable y está atravesado por conflictos.