1) Un desplazamiento de problemática: del paro a la marginación
Producir una interpretación crítica del presente reclama ante todo desplazarse de unas problemáticas y unas categorías de análisis que, a fuerza de circulación, tienden a instalarse como obvias. Es esa obviedad de las lecturas la que dificulta la posibilidad de
la crítica. La repetición dogmática y omnipresente de un discurso de la crisis, con su centramiento excluyente en el problema del paro, omite una problemática comparativamente más grave en las sociedades europeas actuales: el crecimiento acelerado y constante de la «pobreza» y de la «exclusión social». Aunque la cuestión del «desempleo» es sin dudas relevante, tal como es construido en el discurso hegemónico produce un efecto de oscurecimiento con respecto a un drama mayor, que es el número creciente de personas que no acceden a una cobertura satisfactoria de sus necesidades vitales más elementales, con todas las consecuencias psíquicas y sociales que ello acarrea.
Incluso una tasa de paro inaceptable como la actual -que en España se acerca ya al 25 %- resulta insuficiente para reconstruir un diagnóstico crítico del presente. La tasa de desempleo no representa de forma suficiente la magnitud de la catástrofe social, producto de unas políticas públicas que han recortado drásticamente el gasto social y de una economía que estructuralmente no sólo no está en condiciones de garantizar el pleno empleo, sino que expulsa a una parte cada vez más relevante de la “población activa”.
En estas condiciones, el actual sistema político-económico produce un excedente que no tiene ninguna probabilidad de inclusión laboral (de la misma manera que también dificulta su acceso a la vivienda, a servicios públicos crecientemente restrictivos como la educación escolar y la sanidad, a la participación en proyectos culturales autónomos o a consumos culturales que no se agoten en la estereotipia normalizante de los
massmedia y de la industria cultural dominante).
La lógica de lo urgente posterga la reflexión sobre lo que, en este contexto, podría ser otra forma de existencia social. El hueso del “paro” –convertido en un significante vacío que explicaría todos nuestros males presentes- impide siquiera pensar en las condiciones económicas, políticas y culturales determinantes que han provocado esta situación. Difícilmente podremos desarticular ese discurso hegemónico si no cuestionamos el modo y los términos en que construye los “problemas” que luego promete resolver de forma falaz. Para formular la pregunta en la terminología aséptica al uso: ¿qué posibilidad de “reinserción laboral” tienen los “parados de larga duración”, pertenecientes a “colectivos especialmente vulnerables” en “riesgo de exclusión social” en las condiciones del presente? La respuesta es evidente: ninguna. Constituyen un sobrante de vidas humanas de las que puede prescindir sin dificultad alguna.
Dicho lo cual, seguir insistiendo en resolver el problema del paro sin inscribir esa problemática en un contexto histórico-político concreto resulta una necedad. Si bien una alta tasa de paro sigue resultando funcional al disciplinamiento social -garantizando la caída del salario real, modalidades precarias de contratación, condiciones laborales inaceptables y creciente desindicalización-, resulta ilusorio suponer que la inclusión estadística en esa “tasa de paro” podría equivaler, sin más y de forma general, a la posibilidad de una reinclusión laboral de todas las categorías de parados. Dicho de otra manera, en nuestro presente resulta cada vez más nítida la segmentación de los parados, en la que algunas de sus categorías ni siquiera cuentan como “ejército de reserva”: forman parte estructural de la «periferia interior» del capitalismo; el punto muerto de una economía del excedente que en su derroche necesita desechar ingentes masas de seres humanos “no-reciclables”, esto es, definitivamente no-empleables.
En ese sentido, podría hablarse de una suerte de desacople entre lo simbólico y lo real en el discurso hegemónico: por una parte, una tecnología estadística y unos medios masivos que a la vez de garantizar la hipervisibilidad de unas cifras de desempleo absolutamente desmesuradas, impiden conocer las condiciones que las producen; por otro, unos cuerpos sufrientes que sólo son incluidos en su equivalencia económica general (como desempleados), pero no en la singularidad irrepresentable de su drama vital.
Por su parte, las actuales políticas económicas en España (aunque la referencia podría extenderse a otros países europeos) no hacen más que agravar esta situación estructural con medidas y decretos-ley que ahondan la opción de las contrarreformas laborales y el ensanchamiento de la desigualdad, esto es, el camino de la universalización del precariado: congelamiento salarial, ampliación de jornadas laborales, incremento de la temporalidad, aumento de la movilidad geográfica y funcional, abaratamiento del despido y ampliación de las causas objetivas para hacerlo procedente (incluyendo la disminución de ingresos en tres trimestres consecutivos), facilidad para descolgarse de los convenios colectivos por parte de las empresas, incremento de la desigualdad en los términos de la negociación colectiva, deterioro de los derechos en materia de salud de los trabajadores, etc. No es mi objetivo analizar la reforma laboral sancionada recientemente; me contentaré con señalar, como ya lo han hecho en otras ocasiones precedentes, que esa reforma agravará más aún el problema del desempleo y constituye una política regresiva que concede poderes absolutos al empresariado, consolidando la asimetría en unas relaciones laborales ya de por sí desequilibradas.
Sin embargo, el auténtico pánico moral ante la posibilidad del paro (1) no debería hacernos olvidar algo más fundamental: I) que “empleo” no equivale en absoluto a una “garantía” en la cobertura de las necesidades básicas ni mucho menos a un presunto “ascenso social” e, inversamente, II) que el “desempleo” no equivale, en términos sociales, a “pobreza” de forma invariante. En otras palabras, el acceso al empleo no equivale a salir de una situación de pobreza. La categoría de «trabajadores pobres», sin embargo, mantiene el equívoco, por sugerir la posibilidad de que un trabajador podría no serlo: la idea de un «trabajador rico» es una contradicción en los términos. En efecto, las social-democracias europeas han construido la promesa de una mejora de las condiciones económicas de vida mediante el trabajo asalariado. No es mi propósito negar algunas conquistas al respecto asociadas al estado de bienestar, pero en esta fase histórica es claro que esas conquistas están siendo literalmente demolidas por las propias políticas de estado. El brutal expolio sistémico al que están siendo sometidas las clases trabajadoras -por más dispositivos ideológicos de legitimación que se desplieguen para sostener lo contrario y a pesar de la omnipresente maquinaria de propaganda masiva que trabaja para reconvertir simbólicamente el expolio en oportunidad de empleo- no deja margen de duda. La política de “mejoras salariales” (cuestionada por Marx por no apostar a la abolición de las actuales relaciones de producción) se revela finalmente como ilusoria: la precarización de todas las categorías de trabajadores implica un nuevo lazo entre trabajo asalariado y carencia, incluso si no todas esas categorías sociolaborales están similarmente afectadas por la precarización.
Si por una parte “empleo” no significa a secas “inclusión social”, inversamente, “desempleo” no significa necesariamente “pobreza” en la medida misma en que las prestaciones sociales del estado de bienestar –minusválido por lo demás- sean preservadas y potenciadas. No es difícil advertir que también ese dique de contención está siendo dinamitado, abriendo la última compuerta para la sobreproducción de nuevos pobres. Con el giro neoliberal europeo (un giro que en España se produce explícitamente a partir de mayo de 2010, aunque con antecedentes indiscutibles) el común denominador entre “trabajadores asalariados” y “parados” será crecientemente un régimen de carencias estructurales (potenciado por una cultura consumista que produce una intensificación de deseo que termina arrasando al propio sujeto deseante).
La tesis marxiana de la paulatina proletarización de la sociedad adquiere hoy otro sentido: remite no ya a un crecimiento relativo de trabajadores asalariados (dado el aumento porcentual del paro y la disminución global de trabajadores en el aparato productivo), sino al incremento de la “prole” en situación de miseria o, en mayor medida, en condiciones deficientes de vida (con independencia a si el sujeto accede o no a los mercados de trabajo). En la raíz etimológica de término está contenida esta doble significación. Como es sabido, en El manifiesto comunista, «proletario» equivale a miembro de la clase obrera, o más ampliamente, de la clase asalariada: en contraposición a la burguesía como propietaria de los medios de producción, proletario es aquel que no puede vender sino su «fuerza de trabajo». En las condiciones actuales, la raíz del término adquiere una nueva resonancia: “proletarii” es aquel que no puede aportar más que prole a una formación que los deshecha. No cuentan ni siquiera como «fuerza de trabajo». Se trata, pues, de la producción por parte del capitalismo financiero de una ciudadanía de segunda mano global afectada por la pauperización de sus condiciones de vida y sólo tangencialmente vinculada al mundo de la producción (económica).
Aunque se insista en el carácter cíclico de la economía capitalista (con sus momentos contractivos y expansivos) y se enfatice la necesidad de reconversión o “reciclaje” (y el término ya es un síntoma) de los perfiles laborales para mejorar la “empleabilidad”, lo que está en juego no es la inclusión universal de los otros en igualdad de condiciones, sino el trazado político-cultural que establece la frontera entre los sujetos que pueden acceder a algún tipo de trabajo en condiciones de creciente deterioro material y los que no tienen la más mínima posibilidad de ser reincluidos en ese campo, ni siquiera en sectores donde la explotación laboral adquiere visos más esclavizantes aún.
Abogar por un desplazamiento de problemática equivale a dejar de situar el desempleo como causa de la “pobreza”, para pensar la producción de las carencias estructurales –incluyendo el paro- como consecuencias necesarias del capitalismo financiero (avalado tanto por los estados nacionales vigentes como por las instituciones políticas y financieras internacionales). Si bien esta producción de carencias es consustancial al capitalismo –mucho más, tras el “derrumbe del Muro” en 1989-, la centralización del sistema financiero en su fase actual y la primacía mundial de las grandes corporaciones trasnacionales acrecienta de forma drástica estas condiciones en el núcleo mismo de la economía del excedente. La liquidación de millones de puestos de trabajo, el desajuste entre mano de obra excedentaria y necesidades productivas y el desguace de un fallido estado de bienestar conducen en este punto al incremento porcentual de la población en esta situación marginal. Si la promesa del “pleno empleo” constituye una imposibilidad estructural en este modo de producción, en las actuales condiciones (y no sólo en Europa) esta imposibilidad consolida la realidad de la carencia expandida en cientos de millones de personas, declaradas técnicamente prescindibles.
La conclusión es drástica: desde la perspectiva del capital, esos millones de vidas humanas carecen absolutamente de relevancia, tanto desde la dimensión de la producción como del consumo. El “problema” queda restringido a la gestión de esta masa marginal. Se trata de una ciudadanía de segunda mano, cada vez más extendida, tratada en la práctica como «deshecho humano» (por usar los términos de Zygmun Bauman), esto es, como excedente que hay que reciclar en cierta medida (2). Apenas somos suficientemente conscientes de lo que supone construir el planeta como una poderosa y descontrolada fábrica de residuos. La naturalización de una «cultura de los residuos» carece de precedentes. Ante el “horroroso espectro de la desechabilidad” (3), incluso quienes serán los próximos en la lista prefieren frecuentemente cerrar los ojos o desviarse hacia un centro comercial, soñando con hacerse «indispensables» a partir de unos «méritos» con fecha de caducidad.
Desde una perspectiva sistémica, lo que cuenta no es ya la existencia misma de esas vidas sino meramente su tratamiento: su gestión como residuos. Si por un lado la falta absoluta de reciclaje podría conducir a riesgos más o menos imprevisibles (terrorismo, criminalidad, trata de personas, etc.), la inversión que supone el reciclaje (formación para el empleo, subsidios, ayudas a la vivienda, programas de reinserción laboral, ayudas para la cooperación y el codesarrollo, etc.), en la actual ecuación basada en el rendimiento, no puede ser más elevada que el costo de desecharlos completamente. De modo periódico, la economía política del reciclaje deberá decidir hasta qué medida recicla.
No hay ningún significado estable en ese cierta medida. Si el límite de la social-democracia era la indigencia (reciclar para evitar la miseria o pobreza extrema dentro de las fronteras nacionales), el neoliberalismo no parece tener un límite intrínseco: las únicas razones para el reciclaje residen en la gestión del riesgo, esto es, en regular la aparición de la “amenaza terrorista”, el incremento de la “delincuencia” y la aparición de “movimientos sociales” con potencial subversivo (identificados, en última instancia, como una variante local del terrorismo global [4]). En el contexto de la globalización capitalista, no es la evitación de la muerte de millones lo que importa sino la gestión de un excedente de supervivientes que hay que mantener bajo control. La constitución del capitalismo en una máquina biopolítica fascista, ligada a regulaciones culturales específicas, no es ninguna metáfora: cada día, por medios diferentes, confina y elimina flujos humanos “técnicamente prescindibles”.
2) La problemática de la marginación sistémica
Aunque el alcance de las tesis precedentes rebasa cualquier realidad nacional, algunas informaciones empíricas al respecto, atinentes a la situación en España, ilustran la realidad de esta catástrofe evitable. Según el último informe disponible realizado por la “Red de lucha contra la pobreza y la exclusión social EAPN” (5), ya en 2010 había en España 11.666.827 de personas en situación de pobreza, un millón más que en 2009. A pesar del compromiso formal con la estrategia común de la Unión Europea de reducir para el 2020 en un 25% la pobreza en los propios países miembros, la tendencia (no sólo a nivel nacional) es exactamente la contraria. La conclusión del informe es inequívoca: “La diferencias entre los datos de 2009 y 2010 muestran un avance claro de la pobreza y la exclusión social, que las medidas y estrategias no han logrado detener, menos aún disminuir”.
La medición del riesgo de pobreza y exclusión social se basa en el indicador propuesto por la Unión Europea, denominado AROPE (At Risk Of Poverty and/or Exclusion) e incluye los factores de la Renta, la Privación Material Severa (PMS) y la Intensidad de trabajo. La resultante es que en el año 2010, el índice de pobreza y exclusión social para España es del 25,5%. Esto significa que ya en 2010 uno de cada cuatro residentes era pobre. Siguiendo el informe, incluso en los momentos de prosperidad económica de la última década no se redujo en absoluto la pobreza y la exclusión. Contra cualquier fabulación ligada a una «teoría del derrame», se puede corroborar estadísticamente la hipótesis contraria: el crecimiento económico es perfectamente compatible con el crecimiento de la pobreza.
Por su parte, en la estimación del INE se plantea una variación de poco menos del 5 %. Según el Instituto Nacional de Estadística, en 2011, el 21,8% de la población residente en España está por debajo del umbral de riesgo de pobreza (situándolo en 2010 en el 20,7% [6]). Aunque la medición según el AROPE sería ostensiblemente superior para 2011, en cualquier caso los resultados son de por sí suficientemente graves como para advertir un crecimiento de la pobreza que las actuales políticas neoliberales no harán sino agravar de forma vertiginosa, tal como ocurrió en el contexto latinoamericano en la década de los 90 del siglo pasado.
Si bien no es mi propósito iniciar en este contexto una discusión técnica sobre las mediciones de la pobreza, es importante señalar que “(…) hablar de pobreza hoy en día significa aproximarse a un complejo mosaico de realidades que abarcan, más allá de la desigualdad económica, aspectos relacionados con la precariedad laboral, los déficit de formación, el difícil acceso a una vivienda digna, las frágiles condiciones de salud y la escasez de redes sociales y familiares, entre otros” (7), lo que exige, según estos autores, introducir un concepto más amplio de «exclusión social», que contempla mecanismos de marginación más complejos y multifacéticos que los considerados en el concepto de «pobreza».
Si comparamos estas informaciones con las macrotendencias mundiales se puede comprobar que los índices de pobreza nacionales se aproximan a la tasa de pobreza mundial. Sin embargo, mientras organismos como el Banco Mundial prevén una disminución de la pobreza extrema en el mundo, organismos como la OCDE prevén su aumento en España. Los altos índices de pobreza y exclusión social que en otros períodos históricos se atribuían, de forma eufemística, a los “países en vías de desarrollo”, corresponden hoy a una buena parte de los países presuntamente “desarrollados”. Por lo demás, si bien hay sobradas razones para anticipar un crecimiento de la pobreza en España en los próximos años, hay también buenas razones para poner en duda el optimismo eufórico que organismos como el Banco Mundial muestran con respecto a la disminución de la pobreza extrema o pobreza absoluta a nivel mundial en el período 2005-2010. El problema de esta medición es doble: no sólo precede a la recesión o desaceleración de los países centrales y a la crisis financiera mundial (los últimos datos refieren a 2008), sino que no establecen ninguna correlación entre diferentes políticas económicas y las variaciones significativas en la distribución geográfica de la pobreza. Según los datos aportados, la tasa de pobreza disminuyó del 52% de la población mundial en 1981 al 42% en 1990 y al 25% en 2005 (unos 1400 millones de personas), lo que probaría que el “mundo está bien encaminado”. Sobre la base de esas estadísticas, el BM estima que para 2015 la población en situación de pobreza extrema será de 883 millones de personas (correspondientes a un 15 % de la población mundial [8]). Sin embargo, no tenemos ninguna razón para tomar en serio estas proyecciones tranquilizadoras: su base estadística es inválida, en tanto omite los efectos de la debacle iniciada en 2008 sobre la población mundial.
La fantasía de un “mundo bien encaminado” hace indiscernible la pregunta acerca de qué países han logrado disminuir la pobreza extrema y cuáles no. La conclusión es nítida: en el grupo en que la pobreza extrema se ha reducido se sitúan diferentes países latinoamericanos y asiáticos, mientras que en el grupo en el que ha aumentado, se encuentran diferentes países europeos y EEUU, entre otros. Es válido, por tanto, extraer conclusiones contrarias a las del BM: los países que han mejorado sus índices de pobreza extrema son precisamente aquellos que se han negado a aplicar los recetarios neoliberales que este organismo financiero prescribe. En este sentido, su euforia infundada no permite dimensionar en lo más mínimo la magnitud del desastre en términos de un empobrecimiento social generalizado que, sin llegar al límite de la miseria o la pobreza extrema, viven en situación permanente de “riesgo de exclusión social”. Basta mencionar el Indicador de Pobreza Multidimensional (IPM), elaborado por la ONU y la Universidad de Oxford, para poner en duda las estimaciones del Banco Mundial. Según este IPM, en 2011 a nivel mundial hay más de 1.700 millones en situación de pobreza extrema, es decir, un tercio de la población mundial, planteándose graves privaciones en salud, educación o nivel de vida (9).
En síntesis, la hipótesis del declive de la pobreza extrema no hace sino ocultar la creciente desigualdad socioeconómica a nivel mundial y el aumento de personas que se mueven entre la línea de la pobreza relativa y la absoluta. Es suficientemente sintomático que 4.000 millones vivan con una renta per cápita anual inferior a los 1.500 dólares (aunque desde luego el poder adquisitivo real varíe según los países) y que el 20% de la población más rica acapare más del 85% del consumo mundial. Aunque podríamos seguir ahondando en estos aspectos, lo antedicho alcanza para concluir que España está afectada por un proceso de precarización generalizada que no es en absoluto inédito en la historia del capitalismo, sino uno de sus axiomas fundamentales: la marginación sistémica como condición de su reproducción ampliada.
3) El mundo como vertedero
La noción misma de «exclusión social» no debe inducir a engaños. Dar cuenta del umbral en el que vivimos supone no perder de vista dos realidades yuxtapuestas que aquí no puedo más que mencionar grosso modo. La primera puede conceptualizarse bajo el concepto de «inclusión subordinada», en la que cabe analizar bajo qué modos jerárquicos y subalternizantes se produce la inclusión de las personas no sólo en el campo laboral sino, en general, en la vida social y cultural tanto en los países centrales como en los periféricos. Más que reforzar la dicotomía entre inclusión y exclusión, se trata de analizar qué tipo de inclusión se produce con respecto a determinados colectivos y el modo en que se producen las «periferias interiores» de los países centrales. El ejemplo de los “colectivos de inmigrantes”, en el plano de los mercados de trabajo, es claro. Además de ser una de las poblaciones que más padece la exclusión laboral directa (en España superan en más de 13 puntos el porcentaje de parados locales), es uno de los colectivos que más afectado está por este tipo de inclusión segregada, confinados en unos pocos sectores económicos de baja cualificación, con salarios más desfavorables con respecto a los trabajadores locales, con mayor nivel de temporalidad, en puestos subalternos y otros perjuicios sistémicos (10). La tranquilizadora idea de “inclusión” oculta la desigualdad radical en la que diferentes sujetos participan en un campo específico, sea el económico, el político o el cultural. Habrá que recordar, pues, que la inclusión no basta si no incluye, como principio constitutivo, la igualdad material.
La segunda noción que resulta central considerar es la de «exclusión inclusiva», acuñada por Agamben, que remite a lo que es incluido como excepción por el sistema y que, sin embargo, no pertenece a él o, dicho de otra manera, “el ser incluido a través de una exclusión” (11). Extraer todas las implicaciones que suponen estas categorías rebasa estas páginas, pero lo dicho es suficiente para advertir que los “excluidos” son reincluidos de múltiples formas, bajo la marca de su estigma. Son objeto de múltiples políticas, situados fuera de una «normalidad» construida a partir de un «poder normalizante» (12) que desplaza de un análisis económico a un análisis institucional que implica lo político y lo cultural: los “anormales” más que meramente abandonados, tanto para el estado como para el mercado y la industria cultural de masas, son portadores de una peligrosidad que debe controlarse de forma más o menos minuciosa y someterse a estrictas regulaciones que incluyen desde una política de reciclaje hasta una política de encierro, sin excluir mecanismos de excepción como la criminalización, el asesinato selectivo, la guerra franca o la propagación planificada de hambrunas y enfermedades endémicas.
Aunque los «anormales», estudiados por Foucault en otro contexto, no pueden ser identificados de manera válida con este ejército de sujetos marginados (lo que Bauman denomina «parias de la modernidad»), también es cierto que este ejército bien podría constituir en la actualidad una de sus especies. Producto de una marginación sistémica que adquiere modalidades diferentes ligadas al eje inclusión/ exclusión, la formación capitalista actual produce categorías identitarias de lo monstruoso que, no obstante asignarle un estatuto de excepcionalidad, tiende a convertirlas en regla.
Es precisamente esa regularidad de la excepción lo que se insinúa en un sistema-mundo convertido en un inmenso vertedero humano, en el cual «inclusión exclusiva», «inclusión subordinada» y «exclusión social» no sólo no se excluyen mutuamente, sino que se articulan en relaciones de contigüidad. De forma más visible que en otras variantes del capitalismo, la alianza neoconservadora entre economía de mercado, estado policial y cultura de masas lanza con fuerza renovada el interrogante acerca de la reconstitución del fascismo en nuestra sociedad globalitaria.
Arturo Borra
(2) BAUMAN, Zygmunt (2005): Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, trad. Pablo Hermida Lazcano, Paidós, Barcelona.
(3) BAUMAN, Zygmunt, op.cit., p. 168.
(4) La regulación de estos riesgos no equivale en absoluto a su supresión: el riesgo controlado es condición necesaria para la reproducción de la industria bélica y del extraordinario negocio de la seguridad. Tomando datos oficiales aportados por SIPRI, solamente bajo el rubro de “gasto militar”, en 2010 EEUU invirtió el 4,8% de su PIB, Israel el 6,5 %, Iraq el 6%, Jordania el 5,2%, Emiratos Árabes el 5,4%, Arabia Saudita el 10,4 % y Rusia el 4 %, por mencionar algunos países que encabezan el gasto, muy por delante de China (2%) e India (2,4%) (http://datos.bancomundial.org/indicador/MS.MIL.XPND.GD.ZS/countries). A pesar de la crisis financiera y el endeudamiento invocados de forma permanente para justificar medidas de excepción y recorte, la amplia mayoría de los países han incrementado el gasto mundial en armamento, tal como informa el Instituto Internacional de Estudios para la Paz (SIPRI). A nivel global se han gastado 1,5 billones de dólares (1,2 billones de euros), lo que muestra una tendencia en aumento con respecto al año 2000 (http://www.dw.de/dw/article/0,,5643326,00.html). Si EEUU supera los 660 mil millones de dólares de gasto anuales, China le sigue con 100 mil millones de dólares y Francia con más de 60000 millones de dólares. Aunque a menudo impliquen desajustes económicos importantes para los estados, la alta rentabilidad de las guerras es incontestable, del mismo modo que lo es la venta de armamento o la industria de la seguridad.
(6) Para consultar el informe de prensa, http://www.ine.es/prensa/np680.pdf. Es claro que las variaciones metodológicas inciden en la medición. En este caso, el «umbral de pobreza» es medido en este caso por la distribución de los ingresos por unidad de consumo de las personas, fijado el umbral en el 60% de la media. De lo anterior se desprende fácilmente que la medición del INE se realiza sobre un indicador que contempla menos factores y, con ello, no es de extrañar que algunas situaciones reales de carencia no sean detectadas. Aún así, dicha investigación plantea que el 35,9% de los hogares no tiene capacidad para afrontar gastos imprevistos (op. cit).
(11) Remito al respecto a AGAMBEN, Giorgio (2010): Homo Sacer. El poder y la nuda vida¸ trad. Antonio Gimeno Cuspinera, Pretextos, Valencia, p. 35 y ss.
(12) La genealogía de ese «poder normalizante» ha sido investigada por Michel Foucault en diversos textos, especialmente en Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, trad. Aurelio Garzón del Camino, S.XXI, Argentina, 1989.