sábado, 23 de noviembre de 2013

La institucionalización del estado policial: «ley de seguridad ciudadana» y represión social

 
 


 
Al gobierno español no le bastaron las medidas jurídicas y policiales que ya a principios de 2012 barajaba para contener la movilización popular que, previsiblemente, sus políticas de ajuste perpetuo vienen generando desde entonces. Todo indica que en los próximos años no habrá cambio de dirección: la oligarquía gobernante continuará con sus prácticas de saqueo privado y estrangulamiento público, apadrinando el enriquecimiento ilícito de las clases dominantes y el empobrecimiento generalizado de las clases subalternas. En ese contexto, no es difícil anticipar que el arco de la conflictividad social se tensará más todavía. De ahí el nuevo movimiento anticipado del gobierno, preocupado por regular los movimientos sociales contestatarios y ocupado en el oneroso trabajo de destrucción de los restos del estado de bienestar, la reestructuración oligopólica del mercado capitalista y la restauración de una cultura tradicionalista y jerárquica.
 
La escalada autoritaria que se sucede desde hace varios años reafirma que la política represiva es la contraparte necesaria del neoconservadurismo. La inminente aprobación de la nueva “Ley de Seguridad Ciudadana”, en este sentido, debe interpretarse como un capítulo más de esa política. El planteamiento de ese proyecto de ley es claro: proscribir aquellos instrumentos de lucha popular que, virtualmente, se muestran más eficaces. Realizar convocatorias por medios digitales, participar en escarches, insultar a la policía, manifestarse frente a instituciones del estado o filmar las actuaciones policiales, entre otros actos, podrían ser considerados faltas graves o muy graves penalizadas con multas siderales. A partir de ese momento, la discrecionalidad de los poderes estatales quedará reasegurada por ley: una suerte de mordaza ciudadana que amplía la impunidad policial, blinda a las autoridades políticas ante las protestas, abre la puerta a la generalización de detenciones arbitrarias y a las identificaciones masivas y, en definitiva, penaliza a aquellos que manifiestan su disconformidad con respecto a las políticas oficiales.
 
No se trata de ninguna exageración. La gravedad institucional de esta iniciativa legislativa está fuera de duda. Y -lo que no es menos grave- es de temer que los posibles conatos de protesta ciudadana no sean suficientes para detener la deriva antidemocrática que implica. El respaldo inconmovible de una parte del electorado que permitió a la derecha neoconservadora el acceso al gobierno constituye un contrapeso retórico frente a los movimientos disidentes, sumidos en una fragmentación alarmante que es preciso revertir. La política de la fuerza se ampara en la tautología de invocar la fuerza (electoral) para hacer política (reaccionaria). Da lugar a la institucionalización del «estado policial»  (instaurando la excepcionalidad como norma de actuación). Con ello, cortocircuita el discurso dominante que presupone la condición democrática de nuestras sociedades. Ante semejante regresión histórica, los llamados a la conciliación son tan vacíos como indeseables.
 
Si la derecha mediática presenta esta iniciativa legal como una suma de rectificaciones y actualizaciones de una regulación “deficitaria” del derecho de manifestación (que favorecería el “vandalismo” o el “incivismo”), es tarea de la izquierda mostrar cómo detrás de esta intervención lo que se pone en jaque es la libertad de organizar y participar en acciones de protesta sin convertirse en objeto de una vigilancia permanente y un castigo siempre latente, sustraídos ellos mismos de cualquier control público.
 
Lejos de tratarse de una “sana tarea de administración de los límites” para garantizar la “normalidad democrática”, esta nueva regulación autoriza el uso discrecional de las fuerzas policiales y la limitación autoritaria del derecho de reunión y manifestación. No sólo cabe sospechar esa presunta “normalidad”, demasiado próxima a la regularidad del abuso. Lo relevante en ese contexto es la representación de la protesta como una “amenaza a la paz social”. El correlato de esa representación es concebir el «orden público» como un cementerio en el que no hay posibilidad de discrepancia. Construir esa discrepancia como “atentado” es la violencia misma de un sistema político que rebasa las fronteras nacionales: sanciona la censura ideológica como procedimiento de una (pseudo)democracia tutelada por los poderes económico-financieros trasnacionales más concentrados.
 
Por eso sería un error, desde este ángulo, leer la política de criminalización en clave exclusivamente local. Más bien, constituye una respuesta glocal a una previsión técnica de los expertos del ajuste: es seguro que ciertos grupos no se limitarán a consentir sin más la nueva contracción de oportunidades sociales que afecta al capitalismo en su fase actual. La intensificación de la represión, por tanto, no es en absoluto un fenómeno territorialmente circunscripto. Los proyectos de control -dignos de ciencia ficción- no cesan de multiplicarse, incluyendo desde luego el espionaje masivo, la persecución de activistas o el asedio a los que conciben el periodismo como una actividad informativa esencialmente crítica con respecto a los poderes establecidos. Ante la mirada incrédula de quienes reducen estas prácticas para-legales a cuestiones de seguridad, la globalización del estado policial es cada vez más real. Augura una nueva era de control: una suerte de ciudad gótica que, para prevenirse de la “turba revolucionaria”, es gobernada por mafias organizadas que han instalado el crimen y la corrupción como parte normal de su funcionamiento.
 
En suma, el endurecimiento de las leyes jurídicas en España es síntoma de una transformación política mucho más vasta. La restricción globalizada de las libertades ciudadanas, sea bajo el pretexto de la lucha contra el Terror o de la defensa del Orden, continúa su curso totalitario. El umbral que estamos atravesando no parece uno más entre tantos. La pesadilla de una sociedad administrada -proyectada en una pantalla de plasma en la que hablan personajes inapelables-, tanto más consistencia adquiere cuanto más teme el espectro de una revuelta. En particular, esa pesadilla se hace más vívida cuando lo fáctico se convierte en ley. Armar la fuerza de derecho es la estrategia al uso. Doble constatación: el abuso de autoridad como práctica normalizada y la conversión del abuso en norma legalmente sancionada.
 
Esgrimiendo amenazas venideras, el capitalismo no cesa de expandir el campo de lo siniestro, incluyendo el abandono del que son víctimas millones de seres humanos. Es cierto que no basta la imposición del miedo a los cuerpos o la penalización de las conciencias disidentes para desmontar resistencias sociales más o menos estructuradas. Pero la ofensiva ideológica es nítida. Por otra parte, no cabe subestimar el poder de las clases dominantes para producir adhesiones colectivas, bajo la expansión de una cultura masiva que a la vez que pone el éxito económico en la cúspide, naturaliza la exclusión como parte del juego. La “democracia” reducida a un procedimiento de alternancia entre oligarquías parlamentarias convierte la participación en delito. Aunque entre ese sistema formal de representación y el totalitarismo pueden plantearse algunas diferencias relevantes, las fronteras entre uno y otro se hacen cada vez más confusas. Es claro que el objetivo de esas oligarquías no es salvaguardar la convivencia humana, sino restablecer el mandato de la obediencia: la no aceptación de la desigualdad normativizada se construye como reprobable. Y si las falsas promesas de la pertenencia auguran la posibilidad (siempre postergada) de participar en los restos de un festín obsceno, la maldición de la exclusión social también compromete, de antemano, una impugnación jurídico-policial. Por definición, los restos del sistema son sospechosos y objeto permanente de penalización: culpables metafísicos de su “fracaso” existencial.
 
Es en ese campo en el que se hace inteligible el proyecto neoconservador hegemónico. Lejos de agotarse en la disputa por el sentido de lo público o el reparto de la riqueza, ese proyecto apuesta a consagrar con fuerza de ley la cadena jerárquica de autoridad. De ahí la transformación cultural profunda que implica, en particular, el abandono del ideal mismo de la «sociedad» como «comunidad de semejantes» y de los valores y prácticas que lo sostienen. La restauración de las jerarquías y la proliferación de desigualdades son planteadas no ya como déficits a corregir, sino como normas que suplementan aquel ideal malogrado en diversas experiencias históricas. Lo que antaño se juzgaba como injusticia es formulado desde esta perspectiva como parte inevitable de la competencia ilimitada en que quieren convertir la existencia. La concentración de poder económico, en vez de ser condenada como un desequilibrio a corregir mediante la intervención estatal, es legitimada como parte del juego de la “libre iniciativa privada”. La impunidad de los poderosos no es sino la consagración de este enlace espurio entre riqueza y legitimidad: la burguesía es declarada a priori inocente; puesto que es exitosa no puede ser culpable. La falacia se institucionaliza como sistema judicial radicalmente clasista: los damnificados son inculpados por los delitos que otros cometieron. No les basta borrar las huellas del crimen perpetrado; también se proponen invertirlo, imputando a las víctimas y desplegando un aparato de control que incumple las normas jurídicas que aplica a los otros.
 
 


 
La movilización total del bloque hegemónico significa, ante todo, una declaración de guerra a las clases populares y medias, aunque esa guerra no suponga de forma invariante la eliminación directa del otro. Habitualmente, alcanza con derrotarlo en una dimensión moral e intelectual: que acepte lo existente como el mejor de los mundos posibles o, al menos, que se resigne ante su supuesta inevitabilidad. Sorprenderse del impudor cínico de sus portavoces es vano. Seguirán dando por sentado, a pesar de la evidente contradicción de los términos, que la “naturaleza” de la sociedad es la desigualdad. Dentro de esta lógica, lo que no se acepta voluntariamente ha de ser aceptado de manera forzosa mediante la coacción policial y judicial.
 
La democracia devaluada se hace manifiesta como inversión suprema: la violencia es proclamada como derecho. Invocando la razón de estado (cada vez más, la razón de mercado) la irracionalidad de la injusticia no hace sino expandirse. Seguirán experimentando con los límites de la “sociedad” convertida en laboratorio: no es dado conocer su grado de resistencia hasta que no se pone a prueba su “umbral de tolerancia”. Dicho en otros términos: hasta que no se indaga en su capacidad para soportar lo insoportable. Claro que en esa “sociedad” no se distribuyen de forma aleatoria las carencias y privilegios: la economía política del sacrificio, a la vez que amplía de forma permanente el círculo de seres humanos potencialmente sacrificables, exime a sus principales mentores.
 
A nivel nacional, las condiciones en que se despliegan las actuales luchas distan de ser favorables, en tanto las asimetrías de poder no cesan de agravarse. Que el gobierno logre amordazar a aquellos grupos políticamente más activos no es una fatalidad, sino producto (relativamente incierto) de una pugna. La situación de partida es inequívoca: el partido gobernante cuenta no sólo con el apoyo de un sistema judicial dominado por una mayoría conservadora o una fuerza policial obediente sino también con el respaldo de las oligarquías económico-financieras, el beneplácito de la troika europea y la connivencia vergonzante de una parte nada menor de la ciudadanía.
 
Seguir denunciando la criminalización de la protesta social no alcanza si no es complementada con fuertes réplicas colectivas, desplegadas de forma simultánea en diversos frentes, desde la interposición de recursos jurídicos hasta la participación crítica en los medios masivos de comunicación, sin olvidar instrumentos como la movilización social permanente, la generalización de la desobediencia civil, las huelgas generales o las huelgas de consumo, entre otros. Aunque las resistencias locales a ofensivas globales resulten insuficientes, constituyen un momento insoslayable.
 
El objetivo de domesticar la protesta social sólo puede ser revertido mediante la articulación de diferentes luchas sociales. Que algo similar pudiera producirse no depende de la espontaneidad de los movimientos sino de la construcción de un proyecto colectivo de otro signo político. Que semejante proyecto se insinúe en el horizonte actual dista de ser algo evidente: forma parte de nuestras irresoluciones más apremiantes.
 
 
Arturo Borra

viernes, 22 de noviembre de 2013

"Volver a la vida": una entrevista a Primo Levi


Decir con Primo Levi: “Habría que hacer poesía con Auschwitz o, al menos, teniendo en cuenta Auschwitz”. Porque en el horizonte asoma el horror otra vez. El desentendimiento con respecto a los otros, es decir, la injusticia radical. En ese contexto, ¿cómo podría la poesía mirar para otra parte sin suicidarse?

 

sábado, 16 de noviembre de 2013

Una entrevista a Gayatri Spivak: ¿podemos oír al subalterno?

 


Gayatri Chakravorty Spivak es una referente mundial de una mezcla singular: feminista, marxista, deconstruccionista, poscolonial. Como en una madeja, cada una de esas etiquetas dice algo de ella pero no alcanza para definirla, aunque se las escriba todas juntas, apenas separadas por guiones. Incluso porque ella misma se encarga, en este diálogo, de poner alguna que otra fecha de vencimiento y cuestionar la autoridad de esas mismas clasificaciones. Spivak nació en Calcuta el 24 de febrero de 1942. Narra el ambiente familiar impregnado por una actitud de su madre que la marcaría para siempre: salir de uno mismo para acercarse al texto. Ese espíritu hogareño provenía de que sus padres se acercaron al movimiento de Ramakrishna: un "extático" -según lo define Spivak usando un concepto de William Blake- que buscaba convertirse en otra persona. Luego estaba el comunismo intelectual de su tío. Esa atmósfera armó una trama en la que todos sus aprendizajes posteriores fueron cayendo. En la India hizo sus primeros estudios universitarios. Al inicio de los años 70 se doctoró en Estados Unidos, con una tesis dedicada a la vida y la poesía de W.B. Yeats, bajo la dirección de Paul de Man. Tradujo al inglés a Derrida, otro de los personajes que la marcaron, convirtiéndose en la introductora de la deconstrucción en el mundo anglosajón. En 1983, con su ensayo «¿Puede hablar el subalterno?» (Cuenco de Plata, 2011), desató una polémica que perdura hasta hoy y ese texto se convirtió en un clási­co de los estudios poscoloniales. Junto al historiador Ranajit Guha, Spivak compiló una antología decisiva sobre los textos del Grupo de Estudios Subalternos (SSG) de la India, titulada Selected Subaltern Studies (1988), prologada por Edward Said. La definición de subalternidad tomada de Gramsci fue definida alguna vez por Spivak como una categoría situacional y a la vez poco rigurosa disciplinariamente hablando: “Me gusta la palabra ‘subalterno’ por una razón. Es verdaderamente situacional. ‘Subalterno’ comienza siendo una descripción de cierto rango militar. Luego fue usada para sortear la censura por Gramsci: él llamó monismo al marxismo y fue obligado a llamar subalterno al “proletariado”. La palabra, usada bajo coacción, se transformó en una descripción de todo aquello que no cabe en el estricto análisis de clase. Me gusta eso porque no tiene un rigor teórico”. Como consecuencia práctica de esa ampliación de los sujetos en lucha, Spivak se vincula desde hace varias décadas a movimientos feministas y ecologistas. Recientemente, entusiasta con el movimiento Occupy Wall Street, llamó a recuperar la herramienta de la huelga general. Entre Buenos Aires y Nueva York, este es el inicio de un diálogo que la traerá a Spivak a Buenos Aires invitada por el Programa Lectura Mundi de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) en noviembre. La visita se hace con la colaboración de la editorial Paidos, que acaba de publicar su libro En otras palabras, en otros mundo. Pronto saldrá editada también su extensa introducción de De la Gramatología (Hilo Rojo) y se consiguen en castellano Crítica de la razón poscolonial y Otras Asias (Akal). Spivak enseña en la Universidad de Columbia, en Nueva York pero viaja por todo el mundo con su pasaporte hindú y dedica parte del año a la educación de maestros rurales en India. Fue premiada en 2012 con el Premio Kyoto, el equivalente japonés del Premio Nobel, en el área Filosofía y Letras. En esta conversación define también la práctica de enseñar desde un punto de vista político: se trata, dice, de impulsar una reorganización minuciosa de los deseos. Como esa niña que confiesa haber aprendido a leer con su madre y por ella misma a los tres años de edad, aquí todas las formas de leer de quien se declara una nómade al viejo estilo: la que se desplaza para hacer siempre lo mismo.

-¿Qué significa hoy para usted el rótulo “intelectual poscolonial” después de haber trabajado durante tanto tiempo en esa línea de pensamiento?
 
-Creo que el enfoque poscolonial corresponde a un periodo histórico determinado y pienso que hoy en día es necesario complejizarlo, debido a la importancia del elemento de lo que algunos llaman el Norte y el Sur. El pensamiento poscolonial estaba ligado a los movimientos de liberación nacional. Hoy el mundo ya no está enteramente organizado en términos de estados-nación, a pesar de que algunas decisiones económicas se tomen a ese nivel. E incluso eso no es del todo cierto. El período de liberación nacional, en su sentido estricto, prácticamente se ha terminado, con Israel como un ejemplo anómalo de este proceso. Así que no me considero de manera definitiva una pensadora poscolonial. De hecho, cuando comenzó el impulso poscolonial en mi escritura a comienzos de los 80, yo no estaba muy segura de que eso era lo que estaba haciendo, y en cuanto me di cuenta, fui muy cuidadosa, como siempre lo soy, en la apropiación de ese enfoque en el trabajo sobre el lugar que ocupa el migrante metropolitano en el mundo. El libro que publiqué en 1999 se llamó Crítica de la razón poscolonial y se trataba esencialmente de eso. Y el ensayo más famoso, “¿Puede hablar el subalterno?”, es de hecho una crítica de los reformistas indios, más que una crítica de los británicos, lo que hubiera sido más acorde con un enfoque poscolonial. Por eso creo que hoy en día se necesita un enfoque más acorde con la globalidad que un enfoque estrictamente poscolonial.
 
-Con respecto a este tema, en su obra más reciente ha hecho un llamado a repensar lo global. ¿Cómo se relaciona su trabajo con esta nueva configuración que va más allá de la teoría de la globalización de la década del noventa?
 
-Creo que la globalización es la posibilidad de establecer, a través de la digitalización, el mismo tipo de sistema de intercambio en todo el mundo. Ese es el primer paso. Después, dado que existen, como resultado de esos procesos, sectores muy grandes de las llamadas economías virtuales que nunca se realizan de acuerdo con la vieja disposición de los sistemas de Marx, se introduce un nuevo giro. La globalización ha introducido al mundo en un proceso de “espectralización” de lo rural a tal punto que la moneda de cambio es la información. Y además, una de las principales áreas de globalización es el capital financiero, que a primera vista no está ligado al capital industrial, hoy disgregado en multinacionales y transnacionales. El comercio mundial también adoptó la forma de operaciones financieras a través de los futuros de materias primas y demás, y cuando toda esta parafernalia de lo digital comience a colapsar como consecuencia del idealismo del capitalismo digital, entonces veremos que las realidades del capitalismo industrial no han desaparecido. Porque a medida que las sanciones de los organismos de crédito comiencen a sucederse una tras otra tras otra, como vimos después de la crisis financiera de 2007, lo que puede vislumbrarse en juego finalmente son los viejos principios del capitalismo industrial. La idea de la globalización, tal como la entienden los globalizadores capitalistas, no es suficiente para los que trabajan con la política de la auto-representación, colectiva o individual. Es allí que las ideas poscoloniales ya no parecen adecuadas, porque este proceso no puede explicarse en términos de liberación nacional y demás. Y existe también, por supuesto, globalización de la buena, que se da en llamar “socialismo internacional”. Pero, por desgracia, lo que ninguna de los dos partes toma para sí, y esto es una larga historia que no voy a resumir en esta respuesta, es la cuestión de la ética incondicional.
 
-¿Puede decirnos un poco más sobre qué sería esa ética incondicional y cómo se traduciría en intervenciones en términos de justicia? ¿Se trata de una ética que va más allá del canon deconstructivista?
 
-Hablando de manera general, existe una deconstrucción europea inspirada en la teología. También está la deconstrucción en crítica literaria, a la cual tampoco pertenezco más. Por lo tanto, hablo desde afuera de la máquina de la deconstrucción. Mi teoría sostiene que la ética incondicional es un impulso más que un sistema de pensamiento. Y en esto me parece que Derrida se relaciona con Kant en muchos sentidos, en un ensayo que se llama “Las dos fuentes de la religión”, que es una lectura de “La religión dentro de los límites de la mera razón”. Esto nos da muchos indicios sobre lo que estoy diciendo, y está presente en el libro de Derrida Economímesis. La idea es que existe algo que no podemos alcanzar desde el conocimiento. Lo que uno puede hacer es preparase para ese impulso, estar listo para responder cuando llegue el momento, como la memoria muscular de los deportistas. La práctica derivada de la enseñanza de lo literario, de la filosofía, es la idea de desplazamiento más allá de los límites del propio sujeto de una manera u otra. Y este aprendizaje de proyectarse hacia el espacio de otro comienza a entrenar el reflejo para una ética incondicional. Si llega el momento, no es algo que uno pueda organizar como un modo de conducta. Pero si eso está en tu memoria interior, entonces, cuando estés trabajando en un área de responsabilidad, no vas a reducir todo al egoísmo ilustrado. Por lo tanto, esa es una de las maneras en las que uno puede prepararse, para contribuir a la justicia social, más que al bienestar social o al justificado interés por los oprimidos y el ideal de los moralmente indignados que organizan actividades en nombre de los pobres.
 
-En simultáneo algunos de sus trabajos más recientes y su práctica como docente operan en el campo de la educación, como una intervención política con esta orientación hacia la ética incondicional. ¿Podría hablarnos un poco sobre esto, sobre su perspectiva de la educación en este nuevo momento de la globalización?
 
-No creo que lo que tengo para decir sea muy esperanzador. Pero lo digo, a pesar de todo, lo repito una y otra vez, con la esperanza de que alguien con mayor poder de persuasión lo escuche. Yo creo que la globalización requiere un cambio epistemológico tanto en los estudiantes como en los docentes, una nueva manera de saber, una manera distinta de construir los objetos de conocimiento. Y eso sólo se logra con la enseñanza lenta. Y como he dicho antes, no estoy hablando de la educación para la empleabilidad de los pobres, ni de las ciencias duras, ni de la administración de negocios. Es importante que se entienda que estoy hablando únicamente de cierta clase educación que es precisamente una preparación del sujeto para hacer todo lo demás, la cual hará imposible que esas personas entiendan la democracia sólo en términos de ganar elecciones y/o de ganar guerras. Por lo tanto, la idea de este tipo de educación es una reorganización minuciosa de los deseos, que es un tipo de formación de referencia. En los lugares donde trabajo, tanto en las esferas más altas, cuando enseño Literatura inglesa y Literatura alemana comparada en la universidad, y en el otro extremo, cuando doy clases a los hijos de los sin tierra, cuando les enseño a sus maestros a enseñar a través de las enseñanzas de los alumnos, siento que se ha perdido en ambos extremos la comprensión de la importancia del derecho al trabajo intelectual. En las esferas más altas porque el énfasis está puesto en otros conceptos como eficiencia, velocidad, el arte del hipertexto, el acceso al aprendizaje digital, todas esas otras cosas. Aclaro que no le tengo fobia a la tecnología pero esto tiene que ser un desarrollo extra, porque los ha hecho olvidarse del significado del trabajo intelectual. Y en los niveles más bajos, por otra parte, lo que se ve es la negación milenarista del derecho al trabajo intelectual, el castigo al trabajo intelectual. No me refiero sólo a la educación académica y tampoco me refiero a cuestiones de la humanidad global, estoy hablando de algo muy distinto. Me refiero al asunto de la reorganización minuciosa de los deseos.
 
-Mencionó que “¿Puede hablar el subalterno?” era más una crítica hacia la elite nacionalista que hacia la política colonial británica. Su propia perspectiva sobre el subalterno, proviniendo de ese período altamente deconstructivo, sin embargo está atravesada por su formación en Marx y Gramsci…
 
-Recuerden que incluso mientras estaba atravesando ese período de deconstrucción, seguí siendo profesora de los textos de Marx y también de Gramsci, y en 1976, Derrida dio un seminario sobre Gramsci en la Escuela Normal Superior de París.
 
-¿En serio? ¿A partir de sus conversaciones con él?
 
-Sí, sólo una vez. Lo hizo solo. Y si tuve algo que ver, sin dudas, lo ignoro por completo. Enseñaba un libro llamado Dans le texte, que tiene selecciones de Gramsci. Tengo notas muy detalladas de esos seminarios, que fueron tomadas por la persona con quien tenía una relación en ese momento, pero me perturbaría mucho leer esas notas ahora porque se cruzan con mi vida personal, de una manera muy grotesca. Así que nunca miré esas notas.
 
-Y ese momento escribe su obra Limits and Openings of Marx in Derrida (Límites y aperturas de Marx en Derrida)…
 
-Esa forma de ver a Marx no era atrapante para mí. Lo escribí, porque me pidieron que escribiera algo para un volumen sobre post-estructuralismo. Y como iba a ser algo histórico, lo escribí, pero debo decir que Derrida nunca pensó en el capitalismo industrial y para mí, el concepto central de Marx es el de capitalismo industrial. Me conmueve muchísimo la lectura deconstructiva, por ende, me gustó. No olvidemos que Marx proviene de la misma filosofía alemana de la que en cierto punto Derrida también proviene. Así que se relacionan, pero alguien con mi lectura puede leer a Marx y no necesita apartarse de Marx. Eso en primer lugar. En segundo lugar, la idea del subalterno: siempre estaré en deuda con Gramsci. Como dije en mi ensayo, en el 2003, veinte años después de la publicación de ¿Puede hablar el subalterno? , dije que entendía que la idea de enseñar Marx en esa época provino de la idea de que no era posible para la resistencia mostrarse como resistencia. Y ese es el resultado, el mensaje de aquel texto. ¿Puede hablar el subalterno? es una pregunta retórica, y lo importante es saber si el subalterno puede hablar más que si el subalterno puede conversar. Son dos cosas muy distintas. El discurso no va a ser refutado por el oyente. A eso también me refería. Necesitábamos infraestructura, Gramsci escribió sobre las clases subalternas, y me llevó mucho tiempo profundizarlo. Pero no terminé en “¿Puede hablar el subalterno?”. Ese fue el comienzo hacia un intento por dejar de ser influenciada por la teoría francesa. Y lo que sucedió allí fue que me encontré con alguien de mi clase, porque eso era lo que yo podía entender mejor. Un escándalo dentro de mi propia familia, era la hermana de mi abuela la que protagoniza la escena del rito sati (N.de E.: se refiere al caso de Bubhaneswari Baduri, una de las viudas que se autoinmola en la pira del marido muerto). Y entonces me di cuenta de que no podía quedarme ahí, tenía que volver atrás, al escándalo familiar, para poder comenzar, y eso fue en 1983. Mucho tiempo después, concentrándome en el momento en que Gramsci se refiere a la instrumentación del nuevo intelectual, en una relación maestro-discípulo, de modo que el intelectual es el discípulo del medio del subalterno con el fin de producir el intelectual subalterno, comencé a darme cuenta de que lo que había encontrado. Era algo que provenía directamente de la extraordinaria imaginación y experiencia de este hombre que estaba en la cárcel: se trataba de aprender del subalterno. Y lentamente comencé a darme cuenta que el subalterno no son sólo personas que no tienen acceso a la movilidad social, que es algo que dije en las primeras etapas, y luego extendí al concepto de las clases que no tenían acceso a las estructuras abstractas del estado. Ahora, habiendo leído mucho más de Gramsci —recuerde que no estamos hablando sobre mi trabajo, sino sobre mi compresión de Gramsci— me di cuenta que el subalterno es esa metáfora militar donde estamos viendo a los oficiales con más antigüedad, que tienen una estructura donde no dan órdenes en el sentido común, pero sí las dan dentro de sus propios parámetros. Y Gramsci analizó en profundidad el vínculo entre las estructuras del prejuicio dentro del proletariado y el subalterno, de modo que la producción del subalterno intelectual tenía que incluir la comprensión de las clases subalternas como personas que tienen sus propias jerarquías, en vez de la antigua definición, más romántica si se quiere. Esto para mí ha sido algo mucho más práctico.
 
-¿Qué uso político tiene su noción de "esencialismo estratégico" actualmente?
 
-Diría que no se trata de un concepto teórico. Ese es el error que cometí al comienzo: lanzarlo hacia la historiografía deconstructiva, porque estaba un poco perturbada por la tarea que me había asignado Ranajit Guha de teorizarlos y cuando vi que en realidad estaban buscando la conciencia del subalterno, en vez de comprender que esto era en cierto modo esencialista, simplemente dije que se trataba de un uso estratégico del esencialismo. Y desde ese momento en adelante, desafortunadamente, se convirtió en una especie de excusa para la política de la identidad. Y creo, en una forma quizás muy anticuada, que la política de la identidad socava los fuertes requisitos de la democracia, que es la posicionalidad sin identidad, que luego tiene que ser dejada de lado para poder existir. Como escribí, todas las libertades que se conceden dentro de una democracia tienen que estar ligadas a cuestiones y causas para que esas libertades puedan ser ejercidas. Así que son puntos de contradicción. Nos dan una experiencia de “no-tránsito”, que eso de hecho se encuentra en otro lado. Y no comprendía eso cuando produje esa definición de esencialismo estratégico, porque no quería reconocer esa búsqueda de conciencia. Luego descubrí que la búsqueda de conciencia era en sí no necesariamente esencialista en la manera que yo pensaba que era, para la que entonces encontré esa excusa.
 
-Para cerrar lo que dijo sobre Marx y Gramsci. Sobre el momento actual, sobre el capital financiero global. ¿Qué del análisis de Marx sobre el capitalismo industrial nos puede ser útil para el momento actual?
 
-Te das cuenta de que es nutritivo. Yo trabajo en la Biblioteca Du Bois en Ghana, revisando la colección de libros del propio Du Bois, estudiando la marginalia, y hay algo que me pasó en mi tercera visita. En la primera visita, intentaba comprender qué era lo que iba a hacer. En la segunda visita, hice todo lo que pude con una notebook. En mi tercera visita, comencé a hacerlo a mano, porque en la primera visita descubrí que todo el trabajo de organización lo hacía la computadora, que era mucho más fuerte que mi cabeza. Y la única parte mía que se asimilaba a una computadora, en ese aspecto, aunque era menos fuerte que una computadora eran mis dedos. Así que esta vez, pensé, que hasta que llegue esa era de ciencia ficción, cuando la neurobiología pueda cargar en mi cabeza una computadora mucho más rápida, voy a utilizar la computadora de mi cabeza y veré qué sucede. Y me di cuenta de que podía hacerlo, porque creo que la inteligencia natural también es artificial. Y me di cuenta de que todo el trabajo que hice se organizaba de tal manera que la semana siguiente pude utilizar todo lo que había hecho en la biblioteca para dar un discurso en la Universidad de Pretoria, gracias a la computadora que es mi cabeza, en vez de la computadora como una prótesis. Lo mismo sucede con el capitalismo industrial, nutriendo la impresionante virtualidad y espectralización de lo digital. Lo que no puede verse es que en la presente coyuntura lo digital no puede apropiarse de lo contingente, porque cuanto más se esfuerza por atrapar lo contingente, deja de ser contingente. Ese es el problema. Cuanto mejor sea lo digital, lo contingente se convertirá en no contingente,: el acontecimiento escapa a lo digital. Y lo que queda es el capital industrial. La paradoja es que ya no podemos decir que está en manos de la clase trabajadora alcanzar la dictadura del proletariado. Eso sería algo absurdo. Sin embargo, tiene la inevitabilidad contingente de lo que perdura.
 
-¿Qué diría del pasaje de la hegemonía del capital industrial al capital financiero?
 
-En un primer momento la emergencia del capital financiero era como un suplemento. Pero se convirtió en algo mucho más grande cuando fue alcanzado por el materialismo, porque le permitió desplegarse completamente. De hecho, Lenin se refirió a los bancos como algo que cambió la naturaleza del capital. No era algo totalmente nuevo. Si uno quería comenzar, como Marx sabía, se podía hablar de usura. Una y otra vez digo que el género es nuestro primer instrumento de abstracción. Así que esta historia, la historia de la posibilidad de la abstracción, es algo sobre lo que se puede continuamente volver atrás y encontrar algo, pero en última instancia, no es útil, políticamente, para la lucha de hoy. Por ende, debo decir que cada ruptura es también una repetición, pero eso es para que nosotros podamos recordarlo, como un memento mori. Luego debemos considerar que la estructura que permanece no es una repetición, porque no es una repetición de lo mismo. Si se quiere, es una “iteración”. Desde ese punto de vista, diría que sí, que la financierización digital y las enormes economías virtuales difieren de lo que Lenin vislumbró y demás, pero también son casi lo mismo. Son una repetición, pero también un quiebre.
 
-Acaba de mencionar el género como una abstracción. En su trabajo actual, desde una perspectiva feminista, ¿cuál es el lugar de la mujer dentro de este nuevo contexto global?
 
-La mujer es compleja, son como dos diagramas de Venn, porque cuando uno observa el hecho de que, en términos generales, en lo que se refiere a la lucha de las mujeres, es la mujer burguesa la que realmente es una mujer. Mis estudios feministas son diferentes en distintos contextos. Yo misma me encuentro sólidamente posicionada dentro de la burguesía, así que todos los intentos por comprender la oposición a las mujeres que existe dentro de la burguesía contarán con mi apoyo, a menos que se trate de algo que no sea políticamente útil. Yo hablo en nombre de las mujeres, pero este no es el final del camino para mí. También trabajo con mujeres subalternas, tratando de encontrar maneras de formar personas que puedan resolver problemas.
 
-¿Qué piensa sobre el proyecto o la noción de lo nacional-popular de Gramsci, que se articula a través de las diferencias de clase, que es un proyecto que se intenta relanzar en Latinoamérica?
 
-Digamos que yo siento empatía por el proyecto latinoamericano. Creo que mientras que la idea del subalterno, la idea del lenguaje y otras en Gramsci pueden ser asombrosamente transformadas, la idea de lo nacional-popular tiene que ser desplazada. Gramsci quería mantener viva esa doble conciencia: sur y norte. Y en cierta medida, de ahí es de donde proviene el concepto nacional y popular, atravesando las clases. No voy a explicar sobre Latinoamérica, desde afuera, lo que uno comprende es que la idea de Latinoamérica y la inversión de los estados-nación en esa idea están en peligro. Lo que diría es que ahí veo al ideal de Gramsci desplazado a un terreno, en donde no se trata únicamente de una doble conciencia norte-sur; es un desafío aun mayor. Así que por ende, yo diría: dejen que Latinoamérica me enseñe algo sobre esto, cuando supere sus actuales peligros.
 
-Como una profesora, como una persona que lee... ¿Quién le enseño a leer? Es una pregunta que puede comprenderse desde distintos lugares.
 
-¡Es una pregunta tan linda! Me encanta. Debo comenzar por mi madre, porque ella me dijo que yo misma me enseñé a leer y a escribir. ¿Qué representa el testimonio de una madre? No lo sé pero ella me dijo eso. Me dijo que yo, como todos los niños, memorizaba canciones de cuna y rimas, y que podía señalar las cosas, sin que nadie me lo hubiera enseñado, y al poco tiempo parecía que de hecho ya estaba leyendo.
 
-¿Y ha leído de la misma manera desde aquel momento?
 
-He estado leyendo exactamente de la misma manera desde aquel entonces. Pero la persona que también me enseñó a leer un poco fui yo. Uno enseña lo que el alumno quiere aprender. No es así cuando se trata de cosas como la lectura. Siento que esta forma de leer, de ir hacia fuera, del texto como otredad, en vez de leer el texto como una afirmación del ser, siento que eso provino del aire que me rodeaba. Por ende, todos los maestros que me enseñaron a leer, me enseñaron esto. Dicho de otro modo: lo que sea que enseñara el maestro, se transformaba en esto. Mis padres entraron en contacto con el movimiento Ramakrishna en sus comienzos. Ramakrishna era un extático, utilizando un concepto de William Blake. Y uno de sus proyectos más extraños era el de convertirse en otra persona, en una mujer, en un musulmán, etcétera, aunque no lo formulaba de esa manera. Mi abuelo era el médico de Ramakrishna y estaba completamente convencido de que era un ser humano, al mismo tiempo que tenía todas estas otras maneras de salirse de sí en distintas direcciones. Y de hecho, hay una historia, que es muy, muy extraña, sobre un profesor escocés de Literatura Inglesa, llamado Hastie. Él estaba enseñando inglés en Bengala, porque recuerden que los bengalíes, como los británicos llegaron a través de Bengala, no conocían el idioma, ni tampoco cómo ser colonizadores, porque después de todo, los verdaderos emperadores eran los otomanos. En ese contexto, este profesor escocés de Literatura Inglesa, no recuerdo en qué universidad, le dijo a este alumno bengalí tan inteligente en una clase sobre las baladas líricas de Wordsworth, que esta manera de salir de uno mismo, esas epifanías, que la única persona en quien la había visto era en Ramakrishna en las orillas del Ganges. Así fue que hizo esa conexión a comienzos del siglo XIX. Y así que mi padre se inició (aunque esa palabra es una “compartimentalización”) y recibió sus primeras enseñanzas de la esposa de este hombre, de Ramakrishna. Ella ya era viuda, porque Ramakrishna murió en 1886, creo. Pero esto sucedió en 1920, cuando esta mujer fue maestra de mi padre. Así que, en primer lugar, una maestra mujer. En segundo lugar, este tipo de influencia. Y a mi madre, después de casarse con él, le enseñó uno de los discípulos directos de Ramakrishna. Pero la historia de mi madre, sus lecturas, también estaban de hecho impregnadas de esta actitud de salir de uno para acercarse al texto. Por eso creo que estaba en el aire, a mi alrededor, mientras crecía. Y por supuesto, también estaba el comunismo intelectual. El hermano de mi madre era miembro del Partido Comunista de la India antes de que se escindiera y se postuló como candidato para ser miembro de la Asamblea Legislativa y ganó. Y así fue como llegué a esta configuración inicial, de manera que todo lo que me enseñaran mis maestros caía dentro de esta trama. Y desde ese punto de vista, diría que ni siquiera lo traducía, sino que lo transformaba. Así que diría que mi maestra de inglés en la escuela, la señorita Ras, fue la primera que me enseñó y luego mi fantástico profesor en la universidad, a quien la Crítica de la razón poscolonial está enteramente dedicada, Tarak Nah Sen. Y luego, por supuesto, Paul De Man, con el literalismo.
 
-¿En qué idioma se siente más cómoda o, en un sentido más amplio, en qué idioma se siente usted misma?
 
-Sin dudas, puedo decir que conozco mejor el bengalí. Soy bilingüe. Como la mayoría de la gente bilingüe, no lo sé…
 
-¿Creció siendo bilingüe?
 
-No, no crecí siendo bilingüe. Para nada. No hablábamos inglés en casa y no lo hacemos ahora tampoco. No escribíamos cartas en inglés, nada de eso. Fui a un colegio secundario en Bengala, y el inglés era sólo una materia. Pero ahora sí soy bilingüe. Aun así, conozco mejor el bengalí, porque me di cuenta, cuando estaba haciendo las escuelas rurales, de que puedo darle clases a los niños de distintas regiones, por supuesto que la ciudadanía tiene algo que ver, pero si me ponen en el sur de Mississippi, no me creo capaz de enseñarle a los niños, en términos del idioma. Si me ponen en Yorkshire, tampoco me creo capaz de enseñar. Mientras que desde hace 30 años que doy clases a los niños de distintas regiones de Bengala, con distintos dialectos. Y es algo que puedo hacer. Si esa es una prueba de conocimiento, conozco mejor el bengalí. Mi hermana y yo siempre hablamos en bengalí. Ella tiene una Maestría en Química, no tiene ningún problema con el inglés. Es ridículo esperar que hablemos en inglés entre nosotras. De hecho, estábamos en el subte. Y le dije a ella: “Mirá…” (“Look!”) “Next Stop” (La próxima parada). Y le estaba hablando en bengalí. No estaba hablando en inglés aun si esas ambas palabras pueden ser reconocidas como palabras inglesas. Así que esa sería la prueba.
 
-¿Y en qué ciudad se siente más cómoda o la siente como su casa?
 
-Es algo difícil de decir. Todos los lugares se convierten en mi casa. Amo Nueva York y Calcuta. Soy más como la vieja versión del nómade, no la nueva definición. Es decir, adonde sea que vaya sigo haciendo exactamente las mismas cosas. No trato de recorrer los lugares como un turista, así que realmente se convierten en mi casa.


Entrevista realizada por Verónica Gago y Juan Obarrio

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Algunas preguntas sobre la protesta social en España


 
 
Las expectativas de una creciente articulación de las resistencias populares, tras la explosión participativa en 2011 ligada al movimiento 15-M, parecen frustradas. A pesar de las numerosas manifestaciones colectivas (en defensa de la sanidad o la educación públicas, las pensiones o el derecho a la interrupción del embarazo y, en general, la defensa de determinadas conquistas históricas), no hay demasiados indicios que nos permitan prever una confluencia de “mareas” (verdes, blancas, violetas u otras).

 
La desarticulación entre estas protestas sigue siendo una evidencia abrumadora. El trabajo a nivel barrial y vecinal del despotenciado movimiento 15-M, aunque valioso, tampoco debería exagerarse: contribuye a construir una cultura cotidiana diferente y, sin embargo, al menos en el corto plazo, no parece que vaya a desembocar en una reconfiguración política radical que pueda actualizar el fantasma de una revuelta (policial y jurídicamente conjurada) ni, mucho menos, de un proceso de transformación social radical.

 
Dicho de forma sintética: a pesar de una escalada neoconservadora sin precedentes en España, impulsada por un aparato gubernamental corrupto y desacreditado, el grado de coordinación de las clases populares y medias en sus acciones de protesta es bajo y son, predominantemente, de carácter defensivo. Atenazadas por una política de amedrentamiento, dichas clases son tratadas como enfermos terminales a los que sólo resta aplicarles una terapia de electroshock para garantizar que no seguirán moviéndose después de muertos.
 

La estrategia del miedo (1), sin embargo, apuntalada por un proceso de criminalización de la disidencia, no es suficiente para explicar esta situación de fragmentación sectorial. La perplejidad y la resignación, pero más centralmente, la falta de un proyecto contrahegemónico, han conformado un blindaje sólido contra la posibilidad de lo (que hoy anuncian como) imposible.

 
Contra todos los pronósticos, la estafa del “rescate bancario”, el creciente endeudamiento público (200.000 millones de euros solamente en 2012), el saqueo de las prestaciones públicas, la consolidación de una estructura tributaria regresiva, los recortes de los servicios públicos, el desangre de los desahucios o los escándalos de corrupción estructural de los partidos de gobierno, por mencionar sólo algunas cuestiones, no han supuesto una radicalización de los conflictos sociales. Las manifestaciones se repiten como un coro de fondo: discontinuo, disfórico, improvisado, más o menos previsible. A pesar de las 36232 manifestaciones que se produjeron en los primeros diez meses de 2012 en España (2), que duplican las de 2011, las políticas que las motivaron no han cambiado en lo más mínimo.
 

La multiplicación de protestas públicas sectoriales se asemejan a una solución de desesperación: moverse sin saber dónde. No extrañan los reproches a esta hiperactividad que no oculta su falta de auto-reflexividad: los manotazos de ahogado nunca salvaron al ahogado. Dicho de otro modo: las catarsis colectivas no garantizan en lo más mínimo el cumplimiento de sus reivindicaciones.

 
Un repaso somero y esquemático puede ayudarnos a clarificar la cuestión. En el terreno de la educación pública las réplicas por parte de las comunidades afectadas son en “efecto diferido”: se despliegan a otra velocidad que la política oficial. Ni siquiera los movimientos estudiantiles han conseguido movilizarse de forma permanente, siendo como son uno de los colectivos más perjudicados tanto por el nuevo sistema de becas y tasas educativas como por un modelo de enseñanza impuesto parcialmente a nivel europeo y otro tanto por una política educativa retrógrada, fuera de toda consulta democrática. Las mareas docentes que se producen en algunos territorios revelan por su parte la inacción en otros territorios y, en conjunto, muestran la carencia de un plan de luchas, más o menos organizado y compartido. Y si esto vale para los profesores del ciclo primario y secundario, ni siquiera puede sostenerse con respecto al profesorado universitario, sumido en un letargo del que no parece despertarse.

 
Los sindicatos mayoritarios -amordazados por lo que el estado les adeuda y acorralados por una paulatina deslegitimación de la que son co-responsables- brillan por su ausencia. Ni siquiera han asomado la cabeza en los últimos meses, cuando se avecinan nuevas privatizaciones y un auténtico saqueo a las pensiones. No lo han hecho antes ni lo harán ahora. Demasiados comprometidos con el actual sistema de subvenciones estatales, su credibilidad ha quedado dinamitada, especialmente de cara a aquellos movimientos sociales y sindicales que han rechazado por espurias las negociaciones tripartitas con el gobierno nacional y la CEOE, representantes de los intereses económicos más concentrados.

 
Por su parte, es innegable que el activismo de la PAH ha evitado un número importante de desahucios, aunque su victoria sigue siendo pírrica mientras no logre la sanción de una nueva ley hipotecaria que contemple, de mínimo, la dación en pago. La mayoría automática de las iniciativas legislativas del PP como partido de gobierno bloquea esa posibilidad y las esperanzas cifradas a nivel europeo siguen siendo inciertas. Entretanto, el problema de la vivienda no hace sino aumentar, produciendo estragos en los afectados, incluyendo la expansión de los “sin techo”.

 
La “suerte” de la sanidad en vías de privatización sigue abierta precisamente por la combatividad del personal sanitario, especialmente en la comunidad de Madrid, que ha complementado la movilización con la interposición de sucesivos recursos judiciales. Es esa pulseada a muerte en varios frentes lo que está ralentizando el proceso privatizador. También jubilados y pensionistas como los afectados por las preferentes reclaman un lugar dentro del mapa de las protestas sociales. Sus logros están vinculados tanto a sus manifestaciones periódicas como a los fallos judiciales en los que incidieron favorablemente.
 

La enumeración de protestas locales puede extenderse de un modo casi exasperante: farmacias que cierran sus puertas por impagos por parte de los gobiernos autonómicos, familias con personas dependientes que han dejado de percibir la prestación correspondiente, plataformas para el cierre de los CIE, marchas contra las redadas policiales racistas, etc.
 

El malestar social es nítido. Las escenas que producen esos estados de ánimo colectivos son diversas, incluyendo el aumento de suicidios, de la violencia familiar y de género o las drogodependencias. Los “brotes verdes” que oficialmente proclaman son, simultáneamente, tierra seca para millones de familias sumidas en una desesperada falta de horizonte. El autismo autoritario y cínico del gobierno nacional y autonómico no juega a los dados: hace tiempo ha asumido que la contrapartida de su apuesta política era el azar de las protestas reducidas a una liturgia. Y, lo saben perfectamente, a menos que aparezca algo disruptivo -heterogéneo con respecto a lo que viene dándose en las protestas actuales- seguirán haciendo lo que ya han decidido hacer: reconfigurar de forma radical la sociedad española, a pesar de las resistencias que indudablemente suscita.
 

Por su parte, los discursos dominantes que circulan en los massmedia han tomado partido representando las movilizaciones populares como un ritual trivial, más o menos inocuo, parte de la “normalidad democrática”. Aunque no siempre tengan como objetivo desalentar la protesta, su construcción discursiva como escena cotidiana rutinizada y rutinaria, tiende a desactivar su carácter político: en vez de leerse como síntoma de una deslegitimación gubernamental, en tiempo récord, estas prácticas son planteadas como parte del orden establecido.

 
La conclusión provisoria que cabe apuntar es que en esta repetición de protestas sectoriales algo está fracasando de manera estrepitosa. Las políticas neoconservadoras que están arrasando la vida de millones de ciudadanos siguen su curso indiferente. La escalada contra los derechos sociales, económicos, culturales y políticos obtenidos en las últimas décadas no está siendo revertida en absoluto. La fragmentación social persiste y la calle –por no decir la “plaza”- no está provocando los cambios que se suponía iba a precipitar. El mismo sentido de las protestas públicas está en discusión y no faltan voces discordantes que advierten sobre una cierta naturalización de esas manifestaciones como parte de la vida cotidiana, reduciendo la lucha política a una escena más dentro del espectáculo global en el que sobrevivimos. Por su parte, el discurso oficial ni por asomo se plantea que esas demandas populares deben ser atendidas y gestionadas de forma democrática.
 

Llegados a este punto, la pregunta insiste: ¿qué eficacia política están teniendo las protestas sociales, una vez que reconocemos simultáneamente su necesidad y su insuficiencia? Si, a pesar de las numerosas movilizaciones de los últimos años, las políticas gubernamentales no han hecho más que agravar las desigualdades y la transferencia de recursos públicos a las élites financieras, ¿hasta qué punto no precisamos, desde un horizonte político antagónico, construir estrategias de lucha que rebasen el momento predominantemente defensivo al que parecen confinadas las protestas actuales? Y, lo que es más decisivo aun: ¿en qué medida podemos imaginar un giro político a partir de la articulación de diferentes sujetos en torno a otro proyecto de sociedad? ¿Cuáles son los límites de las clases populares y medias ante el desastre que se precipita sobre sus narices? Para decirlo de una forma más concisa: ¿hasta cuándo soportaremos este ultraje sistémico y sistemático sin convertir la indignación en una rebelión continua en diferentes dimensiones de nuestras vidas?

Arturo Borra  


(1)      He analizado este proceso en “La criminalización de la protesta social. La escalada autoritaria en España”, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=144938.