La lectura de textos literarios como
Bartleby el escribiente (1) de Herman
Melville puede contribuir a una aproximación a la dimensión cultural del capitalismo, escamoteada en numerosos
análisis del presente, incluyendo aquellos que reducen lo cultural a un proceso
secundario determinado por la infraestructura económica. Bartleby el escribiente es un brillante caso para pensar una situación
histórica que abate a la «humanidad», al menos en un sentido contemporáneo al relato
de Melville (alrededor de 1850). El término es empleado por el autor, cuando
traza un paralelismo sorpresivo: “¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!” (2012: 74). Es,
desde luego, un lazo disimétrico. Podría objetarse que Bartleby no representa la humanidad sino, a lo sumo,
un cierto modo de ser de lo humano,
una específica subjetividad moderna, ligada a unas condiciones
histórico-culturales concretas.
Quizás por ello, en la
introducción, el prologuista José Luis Pardo no parece reparar en esa frase
final. Rebatible o no, la relación espécimen-especie está planteada de forma
explícita. Que Melville se refiera a la «humanidad», en vez de a una clase social
específica (constituida por seres como Bartleby, confinados en el anonimato), a
una sociedad específica (la estadounidense) o, a lo sumo, a la sociedad occidental
moderna como conjunto, no es una cuestión menor. Señala en una dirección
específica. Incluso si ponemos bajo sospecha semejante totalización (por
universalizar una particularidad histórica), ello sin embargo no nos habilita a
omitir esta equivalencia propuesta en el relato, a riesgo de hacernos perder de
vista su condición metonímica: el antihéroe en cuestión desplaza a una
situación que, según apunta el autor, nos afecta colectivamente. Lo que dice
nos atañe, entonces, aun si no somos sus
contemporáneos. Así queda sugerido: en tanto humanidad, todos podríamos ser Bartleby.
Centrémonos en lo singular. De Bartleby
no sabemos casi nada, salvo que pernocta por las noches en el despacho del
abogado donde trabaja desde hace unos meses. No tiene vida social conocida ni
muestra deseo de tenerla en lo más mínimo. Su «pobreza de experiencia», como
recuerda Pardo a propósito de Benjamin, se hace manifiesta en la carencia de
secreto, en la falta de espesor vital. No es “nadie”; lo contrario, quizás, al «cualsea»
de Agamben (2): detrás, no hay nada, como ocurre con las figuras estelares
efímeras que los medios televisivos producen (y destruyen) de forma serial.
Aunque no hay ningún nudo aparente
en la narración de Melville, se puede advertir una cesura. Si en la primera parte
nuestro protagonista acepta de forma dócil los encargos como copista, en un
segundo momento advertimos que éste se desengancha de toda cadena de autoridad.
No en nombre de la opresión de clase –en este caso, el abogado es de esa extraña
categoría de personas que todavía muestra alguna preocupación por él-, sino del
“vacío de sentido” insuperable en que el personaje se mueve. Podría decirse que
algo en la “mecánica” de Bartleby se ha estropeado; quizás la revelación por
parte de su jefe de lo único que escapa a la trivialidad de su vida: que su residencia
no es otra que la oficina en la que trabaja. El escribiente, una vez que el
espejo del otro lo revela en su indigencia vital, en la verdad de su
insignificancia, se abandona a la inacción. Como una máquina de escribir rota, el
escribiente ya no funciona. La «falta de hogar», desde luego, podría conectarse
al universo vacío correlativo a la «muerte de dios» nietzscheana, esto es, a la
soledad absoluta en la que la modernidad sitúa lo humano. La «desesperación»,
sin embargo, no tiene por qué ser explicada en clave metafísica. Podríamos
ensayar, más bien, una lectura política del relato.
El “preferiría no hacerlo” que
jalona toda la historia, a menos que interpretemos un gesto político de
disidencia –interpretación, en última instancia, errónea-, describe lo que,
como humanidad contemporánea, nos implica. Hacer
nada o no hacer nada es una cuestión
de énfasis, no de cualidad. Según la enunciación, se puede poner el acento en
la “actividad” o “pasividad” del sujeto, pero en un punto de innegable
confusión, en una zona indiscernible en la que «voluntad» e «impotencia»
coinciden. El desplazamiento en la acentuación puede precisarse: si en la
primera parte del relato la preferencia se plantea en un sentido contrario a la
acción, primando el momento de pasividad, en la segunda parte, la pasividad
coincide con la preferencia y se convierte en una forma de actividad.
Preferiría no hacerlo se mueve en el orden de un deseo insatisfecho
que choca con el automatismo de la acción. ¿Qué hace un copista que no sea
repetir la Letra muerta y revisar compulsivamente el rigor de la copia? El
condicional matiza la acción compulsiva; hay una preferencia en sentido inverso
que, sin embargo, la acción cotidiana desatiende. No es que uno quiera que sea
así, pero ello no impide en absoluto que así sea. No es difícil reconocer
en esa rendición una forma de supervivencia desolada, que afecta al menos a
cierto segmento de humanidad, una vez que es impelida a repetir tediosamente
una escritura de la que no hay nada que decir (o una vida en la que no hay nada
que hacer). En este caso, el «sujeto» no es sino el soporte de unas estructuras
clausuradas; su papel queda limitado a la
reproducción de un círculo de actividad vital despojada de sentido. La
creatividad anulada produce sujetos escribientes: un ser “pasivo” que se limita
a la tarea irreflexiva de copiar o, ulteriormente, un ser “activo” que se
entrega a la pasividad de hacer nada.
Bien podría aquí invocarse a uno
de los ideólogos de las relaciones industriales, convertidas luego en
«administración de recursos humanos»: “No se os pide que penséis…”. La sentencia de Taylor, en efecto, resume un
sistema de organización del trabajo basado en la separación radical entre
«planificación» y «ejecución». La ética productivista complementa esas
condiciones de producción en la que el “trabajador manual” es reducido a un
engranaje maquínico dentro de la división social del trabajo. El planteamiento radical
del relato, mucho antes de esta técnica productiva, es la extensión de una
lógica mecanicista en la que la singularidad del cualsea es anulada. Para decirlo de modo extremo, al modo
althusseriano: todo marcha bien en la
medida en que obedezcáis, más allá de vuestro deseo, de las preferencias
subjetivas. “No penséis…” es el imperativo funcional; de lo contrario, la
máquina se estropea, la Escritura fracasa, el Sujeto muere. Aunque en nuestros
términos esas destrucciones permitirían una reactivación de los flujos del
deseo, de las escrituras pluralizadas y de las prácticas del disenso, desde una
perspectiva interna esta exigencia o interpelación no cesa de plantearse desde
diversos dispositivos institucionales, independientemente a que las actuales
mutaciones en la organización del trabajo hayan alterado de forma significativa
el sistema taylorista.
Lo central, para el caso, es que
Melville expande la mancha. El
escribiente repite indefinidamente lo que no quiere hacer. Todo marcha bien, según esta ideología productivista,
hasta que Bartleby “pierde los papeles”. El cortocircuito, entonces, hace
estallar la presunta marcha gozosa de la historia o, algo que vendría a ser equivalente,
el supuesto “fin de la historia” (el círculo perfecto de la reproducción
capitalista). La excepcionalidad del relato de Melville es que nos instala en
una escena que anticipa con una lógica implacable uno de los dramas centrales
del siglo XX: la de un sujeto que repite de forma compulsiva una actividad indeseada,
carente de sentido desde su perspectiva inmanente. La “humanidad” sigue sin evitar lo evitable (3). La
resolución de Bartleby -su “activa pasividad”- es “dejar de hacerlo”.
El “preferiría no hacerlo” se
concreta así en una negativa total. Podríamos considerarlo “revolucionario” si,
en efecto, esa interrupción implicara una politización radical de esta (de)subjetivación
a la que es reducido el “escribiente”, de la absurdidad hipostasiada como condición
metafísica. Ese deseo permitiría mostrar la contingencia radical del presente
y, por tanto, su revocabilidad histórica. En el caso del relato, sin embargo,
el “preferiría no hacerlo”, aunque da lugar a un pasaje al acto, es coincidente con la activa pasividad de hacer nada. De algún modo, lo “absurdo”
de la repetición compulsiva (asumiendo que podría haber formas creativas de
repetición) persiste en Bartleby como condición ontológica insuperable. De ahí
que la única alternativa que nuestro protagonista vislumbra sea la muerte como
liberación. Si tras el enunciado “preferiría no hacerlo” irrumpiera un «acto»
capaz de cuestionar un orden impositivo o de desafiar un régimen reificante, la
preferencia subjetiva subvertiría el orden de la acción. Pero la negación de
Bartleby es una forma de nulidad absoluta: ninguna alternativa ético-política
asoma ahí, como no sea dejarse morir
(diferente al suicidio). No deja de
ser pertinente el recordatorio de la primera teoría crítica: “La negación indiscriminada de todo lo positivo,
[es] la fórmula estereotipada de la nulidad (...)” (Adorno y Horkheimer, 1997:
38 [4]).
Si por una parte potenciar la
creatividad y el deseo en la práctica cotidiana podrían plantearse como claves culturales de un proceso
revolucionario, capaz de construir unas constelaciones de sentido diferentes, por
otra parte el capitalismo no hace sino taponar esa creatividad y deseo o, al
menos, subordinar esos términos al imperativo funcional. En la medida en que la
preferencia es interrumpida o abortada en detrimento del hacer, pues, no hay
sabotaje a la máquina. Como deseo pasivizado,
implosiona en el sujeto escindido, bajo diversos síntomas. La máquina sigue
funcionando, aunque la condición de existencia de este funcionamiento sea
arruinar millones de vidas. El “preferiría no hacerlo” sigue siendo estéril mientras
su condicionalidad no desafíe el hacer actual, el momento “reproductivo” de la
práctica que tapona la emergencia del «acto» político capaz de subvertir la
estructura social. Con ello, reafirma el cinismo hegemónico: preferiría no hacerlo, sé cuán negativa
puede ser esta práctica, pero no puedo dejar de hacerlo, ante todo, porque no
estoy dispuesto a desistir de un régimen de pequeños goces, aun si ese régimen
autoriza la peor de las injusticias, que es la del Goce sacrificial: la
destrucción sistemática de los otros.
Pero Bartleby tiene la coherencia
que nosotros carecemos. Da el paso que nosotros evitamos: dejar de hacer lo que preferimos no hacer. Lleva hasta el límite su
pasividad consecuente. No renuncia a nada: excluye lo que no quiere, aunque se
trate de una preferencia mortífera. ¿Podría decirse que Bartleby muere a causa
de su nihilismo? Creer en la nada sería
todavía una peculiar forma de creencia: aquella que plantea una desconfianza
radical ante el deseo de vivir. El protagonista de esta historia colectiva, sin
embargo, parece moverse por debajo de ese umbral: no desea vivir; está atrapado por una nulidad que afecta su vida
cotidiana, en el centro vacío de su ser. Por eso, la muerte aparece aquí como
liberación; una forma de construir una salida. Quizás ese sea el estado mismo
de cierta “humanidad” occidental que nos implica en primera persona: la que
preferiría no participar en la máquina devastadora del capitalismo, en su
mercadología, su crimen perpetuo, su daño sin rostro.
Claro que llegados a este punto,
tenemos razones para preguntar si las preferencias no son en verdad diferentes
a las proclamadas o, al menos, si no coexisten de forma conflictiva con otras:
¿por qué si preferimos esto sigue primando
aquello que quisiéramos evitar? ¿En
qué sentido deseamos otra cosa? ¿Qué
significa que la práctica aparece escindida del deseo? Finalmente, ¿qué sujetos
(y a través de qué modalidades) ejercen este poder de fijar unas rutinas, de
construir unas repeticiones que llamamos
prácticas sociales? Se dirá que, a pesar de todo, un proceso hegemónico, antes
que mera dominación pasiva, presupone ciertos enganches subjetivos. Pero una de
dos: o Bartleby muere porque su nihilismo no le permite hacer otra cosa (una preferencia sin contenido,
un gesto puramente negativo) y en tal caso dejar
de repetir conduce a la muerte, o bien Bartleby es esa “humanidad” que
encarna una posición subalterna, en tanto
escribiente que sigue repitiendo una
práctica vaciada de sentido, más allá de unos deseos abstractos que se le
opondrían.
La posibilidad, sin embargo, de
una máquina social fuera de todo deseo es inverosímil. La mera obediencia a lo
que no es del orden de las preferencias, esto es, la pura coacción suena a
coartada, por más asimetrías de poder que pudiéramos reconocer en las
relaciones sociales. Uno mismo tendría que cuestionarse su propia participación
no tanto en los sistemas coactivos como en la retícula institucional que
produce ese proceso hegemónico. Tendría entonces que interrogar al mismo tiempo
su propia repetición, darle una
productividad diferente, en suma, introducir una diferencia que permita vivir
otras posibilidades imaginadas.
En Bartleby la sustracción del automatismo, la interrupción de esta funesta
«normalidad», se paga con la muerte. La extraña osadía de un personaje
semejante, con su carga tragicómica, es dejarse morir para liberarse del
círculo de la nulidad. Pero puesto que esa repetición es producto de unas estructuras históricas, la salida de Bartleby no es la única posible. Es más
bien una resolución contingente: una fuga desesperada ante esas estructuras. Dejar
de copiar indefinidamente una Escritura heredada, por tanto, no tiene como consecuencia
necesaria la fatalidad de la muerte. Podría conducir, asimismo, a la
construcción de otra vida social.
Por lo demás, el lazo entre Bartleby
y la humanidad, en el desenlace, se convierte en contrapunto: “dejarse morir”
sigue siendo un cortocircuito en el círculo de las repeticiones. Una forma de
salir del cinismo de una práctica que se sabe catastrófica y que a menudo se
declara “imprescindible” para la supervivencia. Lo decisivo en el protagonista
es esa interrupción, esa desobediencia, que la “prudencia” del sentido común
desaconseja para seguir acatando una orden que ha perdido sentido para quien la
cumple (si alguna vez lo tuvo). Algo no menos drástico: ese sentido común preferiría no saber nada. No asumir su responsabilidad.
Borrar sus huellas. No tener que hacerse cargo de una práctica que no se desea –al
menos, en lo que tiene de penoso- pero que sostiene en nombre de una promesa de
satisfacción.
Como una transacción simbólica
ante lo que se sigue haciendo, lo que queda en pie es la fórmula del avestruz,
como si esconder la cabeza fuera a evitar que las esquirlas nos den en el
cuerpo. Preferiría no saber nada de los efectos de esa práctica, del crimen en
el que nos movemos, de la infinita injusticia que asedia al mundo. Pero
puesto que no podemos sustraernos de ese saber, en tanto contrapartida de
nuestra implicación práctica en la reproducción del mundo social actual, no hay
forma de eludir el momento de la decisión
ante la estructura cínica del
capitalismo: necesariamente tomamos
partido.
La muerte o el goce mortífero de
la compulsión siguen ahí, no como una opción binaria ineludible sino como
alternativas contingentes, entre otras, ante la “encerrona” en la que
históricamente parecemos entrampados. Quizás La lucidez de Melville es prefigurar
en el siglo XIX lo que la obra de Kafka desarrollara en el XX: la de un mundo administrado
en el que el sujeto se lanza a luchar por lo (im)posible movido por la asfixia
ante el presente. Como él, no nombra la utopía ni anticipa alguna reconciliación
final, sino que se mueve en el espacio de la distopía y el antagonismo, acaso
como única forma de abrir resquicios en el atolladero de lo real.
Llegados a este punto, ¿hay
alternativa entre la preferencia puramente negativa y la práctica cínica? La pregunta
es de índole ética y política: ante la
justicia que declaran imposible, debe
haber alternativas y cada uno toma partido, lo quiera o no, en la práctica
creativa de ese deber. No hay nada como no sea la propia «humanidad» la que puede
desbloquear la creación histórica de nuevas posibilidades. En esas
condiciones, la negativa crítica se transforma en otra forma de desobediencia:
aquella que politiza radicalmente la práctica y hace posible su devenir
revolucionario. Pero esa ya no es la historia del escribiente, sino la historia
que nos atañe escribir a nosotros, sus sucesores.
(1)
Melville, Herman: (2012): Bartleby, el
escribiente, trad. J. L. Borges, Siruela, España.
(2)
En La comunidad que viene (trad. J.L.
Villacañas y C. La Rocca, Pretextos, Valencia, 2006), Agamben se refiere al
“cualsea” para referirse al ser humano que, tal como sea, sea cual sea,
importa: “(…) la singularidad expuesta como tal es cual-se-quiera, esto es amable” (p. 12). Bartleby es, quizás, aquel
ser conmovedor que, sin embargo, no parece despertar ningún amor en los demás:
vive en la soledad más absoluta, incluso si su rutina le exige interactuar
ocasionalmente con sus compañeros o su jefe.
(3)
Así ocurre, por limitarme a un ejemplo, con la pobreza mundial. Es evidente que
hay medios técnicos suficientes para suprimir la pobreza que afecta a una parte
significativa de la población mundial. Se sabe de sobra de ese mal
completamente evitable y, sin embargo, las políticas destinadas a desterrarla son
irrisorias.
(4) Adorno, Teodor y Horkheimer,
Max (1997): Dialéctica del Iluminismo, Sudamericana,
México.