martes, 5 de julio de 2022

«Operación masacre»: notas necrológicas para un crimen de estado - Arturo Borra

 


Quisiera que esta condena de la masacre de Melilla -perpetrada con la complicidad de los estados español y marroquí el 24 de junio de 2022- no sea una simple lamentación. Un lamento ante aquello que, siendo completamente evitable, no podemos evitar como parte de una ciudadanía impotente ante decisiones que los estados adoptan apuntalando un orden mundial criminal. Digan lo que digan, una masacre es evitable. Una masacre no es una guerra o un enfrentamiento. Hay victimarios concretos que perpetran la acción deliberada de matar a personas indefensas.

Para disipar el lado más brutal del acto de matar dirán que se cumplió con el deber. El pensamiento imbécil se encargará de presentar las piedras como armas y los cuerpos como escudos. Pero la elasticidad de lo real es limitada: hay una resistencia a simbolizarlo de cualquier modo. Entonces no tendrán más camino que proseguir su defensa dogmática del crimen impugnando la crítica. Cualquier cuestionamiento a la política en curso será cuando menos reducida a una forma demagógica e hipócrita ligada a sospechosos intereses personales, cuando no descalificada por hacer el juego a no sabemos qué radicalidad. En la neolengua disparar a quemarropa es llamado “defensa legítima” y la masacre “protección de fronteras”. Razón de estado –argüirán-. Aunque se trate de una razón homicida.

Si un deber implica participar en una masacre no hay deber alguno al que uno se deba. Nadie puede obligarnos a ejecutar a personas en situación de indefensión. El dilema ético entre acatar o desobedecer no es nuevo. Pero decir que se trata de un «dilema» es engañoso. Una ética de la rebeldía, en un contexto semejante, tiene que tomar una decisión forzada. Declinar del homicidio -aunque lo ordenen desde algún despacho. No hay dilema entonces. Aunque jurídicamente un subordinado pueda tener problemas por desobedecer órdenes inmorales. Incluso si alguien se encontrara en apuros para tomar la decisión de obedecer o no, esas vicisitudes no son del orden de la conciencia moral sino del cálculo de beneficios.

Aproximarse a la realidad de la masacre no tiene por qué llevarnos al orden de las definiciones depuradas de los acontecimientos que las significan. Las masacres como regularidad histórica enseñan que unos seres humanos, en nombre de alguna finalidad o misión presentada como superior, se sienten autorizados a matar a otros inclusive si están en situación de indefensión. Los mismos estados que claudican ante multinacionales y grandes corporaciones trasnacionales (capaces de especular con lo más básico e imprescindible para vivir), en estas otras ocasiones, invocan la «patria» como si estuviera bajo un estado permanente de amenaza. La invocación no es inocente: instala un presunto riesgo externo para tapar la magnitud de las concesiones internas. Y si encima el “riesgo externo” está privado del derecho de hablar, el fantasma es ideal para tapar el hueco. Se adapta a las dinámicas propias sin la perturbadora evidencia de nuestra miseria. Cohesiona a fuerza de exclusión. Como la «operación masacre» que relató en 1957 el periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh (asesinado por la Junta Militar en 1977): prescribir un único modo de ser presagia lo peor para quien lo contraviene. La analogía tiene su justificación, no por los regímenes políticos respectivos, sino por la continuidad de un crimen de estado que se legitima apelando a una “(…) situación provocada por elementos perturbadores del orden público [que] obliga al gobierno provisional a adoptar con serena energía las medidas adecuadas para asegurar la tranquilidad pública en todo el territorio de la Nación” (Rodolfo Walsh, Operación Masacre, De la Flor, Buenos Aires, pág. 37).

La perturbación del orden público reclama una política de restauración. Apartar los “elementos perturbadores” como sea. Incluso si es preciso un castigo ejemplar o una lección de muerte. Lo importante es adoptar “medidas adecuadas para asegurar la tranquilidad pública en todo el territorio de la Nación”. Un salto de algunos centenares de personas, al decir de las autoridades de gobierno, pone en riesgo la integridad territorial, perturba la tranquilidad pública. Invita a adoptar “medidas adecuadas”. Aunque haya que matar para restablecer el orden alterado. Qué extraña declaración de fragilidad de la Nación: unos centenares de vidas en peligro, desde el flanco sur, ponen en riesgo la integridad de una Nación que presume regirse por un «estado de derecho». Un «estado de derecho» que, de forma súbita, se declara tan frágil como para actuar como estado de excepción ante un salto que no tiene nada de masivo, al punto de ser controlado en escaso tiempo mediante una incontrolada violencia policial.

Que las noticias sobre inmigración se parezcan cada vez más a una continua nota necrológica debería advertirnos del rumbo de las políticas de muerte que los estados del norte despliegan para evitar el efecto que ellos mismos provocan: desplazamientos colectivos a raíz del expolio sistémico que producen, incluyendo mecanismos lucrativos como las guerras o las hambrunas que los grandes mercaderes mundiales saben capitalizar como nadie. (El hambre, como la muerte, también puede ser rentable). El trabajo simbólico está hecho. ¡Si hasta instituciones militaristas como la OTAN, en su desvergüenza manifiesta, se permiten referirse a las migraciones “ilegales” (sic) como “amenaza”, migraciones que ellas mismas han producido con sus políticas de guerra permanente! ¡Si hasta Frontex puede seguir practicando su necropolítica sin esas molestas interferencias normativas que son los derechos humanos! Y si no fuera suficiente, ahí tienen el racismo estatal y mediático construyendo algunas vidas desesperadas como un peligro mortal para la soberanía nacional que, por lo demás, permanece imperturbable si las procedencias son de otras regiones más favorecidas, si están generadas por la masificación del turismo o por grandes capitales extranjeros, aun si especulan con lo más básico de nuestras vidas. Nada de eso escandaliza: no habrá movilizaciones más que de los ya movilizados; no habrá repudio generalizado, aunque permanezcan las velas encendidas en homenaje a tantas memorias truncas; no habrá grandes declaraciones humanitarias ni oraciones fúnebres para la fosa común donde enterrarán los cuerpos asesinados en nombre de una nación que brilla por su ausencia de comunidad. Las exequias quedarán para otra vida y la despedida o el duelo será para otros remotos que jamás visualizaremos.

Los muros blancos garantizan invisibilidad pública mientras los jefes de gobierno se felicitan por la aplicación de sus fuerzas de inseguridad siempre dispuestas a esmerarse a fondo para reprimir las añoranzas sin lugar. La eficacia de los muros blancos está fuera de duda. Son mortíferamente eficaces. Las fuerzas brutales de seguridad ya están entrenadas desde hace décadas; recambian piezas pero allí está la argamasa ideológica tardo-franquista bien compacta garantizando la continuidad de la disciplina y el respeto a las jerarquías institucionalizadas. El único discurso proferido, el pregón favorito, se transmite con palos y disparos. Ya tienen su marco de prejuicios relucientes –les han sacado brillo a fuerza de amplificación ideológica- y su duro entrenamiento apaleando a quienes no se dignan con acatar el orden de los escombros. Ni por un instante se les ocurre preguntar por quien dicta el mandato ni por el despacho ministerial que instruye en la violencia policial practicada con modales, sin perder la risa.

Quisiera entonces elaborar un discurso capaz de cuestionar a aquellas instituciones (mundiales, europeas y nacionales) que dan la espalda al dolor anónimo, porque han saqueado los nombres de sus protagonistas y borrados los procesos que atraviesan sus vidas. Llámese «exilio», «éxodo», «diáspora desesperada»… No «refugio», porque ese dolor humano que se acumula en la frontera vive en el desamparo absoluto, huyendo de las guerras y otras calamidades. No «refugio», para evitar seguir sosteniendo la pantomima al infinito. También el lenguaje necesita ruborizarse. Evitar el eufemismo que borra la dimensión sangrante de la violencia institucional.

No hay dispositivos especiales para abrazar ese desamparo. Los cuerpos estigmatizados tampoco suscitan empatía alguna: la industria mediática ya se ha encargado de ponerlos a una distancia insalvable. Su ontología es la desaparición. Ya es demasiado infame el trato como para disimularlo con rodeos a la orden. A fuerza de sedimentación, las víctimas se han convertido en “asaltantes violentos” (sic), “amenazas” (sic) para la integridad territorial, “riesgo” (sic) securitario, foco delincuencial o criminal, en suma, acopio de los males posibles que hay que proyectar para no hacerse cargo por un instante del doble vínculo, del cinismo consentido, de las vidas en el alambre que producimos como consecuencia de nuestras búsquedas de bienestar cercado.

Ni por un segundo a los apólogos apócrifos de la equidad (para sí mismos) se les ocurre reclamar un trato digno e igualitario para los demás. Los perjuicios que otros sufren no son perentorios. Ni siquiera cuentan con la promesa de asilo. En el mejor de los casos, pernoctarán en algún espacio inhóspito de sobrevida haciendo lo imposible, siempre que sus vidas no sean masacradas desde la impunidad que producen las violencias de estado legitimadas desde diferentes medios masivos de infoxicación, incluyendo algunos que todavía se piensan “progresistas” habiendo asumido premisas ultraderechistas en las que la inmigración irregular es significada como el “asalto violento” de hordas salvajes procedentes de un continente expoliado desde la barbarie sistémica que se ha autoerigido en única civilización legítima.

La saturación discursiva es tal que la naturalización de la muerte de los otros, esquilmados a partir de marcadores raciales en este caso, ya es un hecho consumado. No habrá rituales conmemorativos de estado, campañas solidarias destinadas a las familias damnificadas, repatriación de cuerpos, reivindicaciones políticas para las minorías, investigaciones penales por las responsabilidades directas e indirectas de quienes se supone velan por el bien común… (pero ¿hasta cuándo vamos a seguir concibiendo la gestión timocrática en curso como una política democrática?).

Ni siquiera sería de ayuda algún pedido de disculpas de un gobierno que escribe promesas con su izquierda vacilante y ejecuta firmemente con su derecha. Incluso si las dieran –en caso que tuvieran alguna mínima dignidad ética- sería una mera farsa. Palabras que sus decisiones contradicen. El problema es que ministros y ministras socioliberales racistas -que siguen defendiendo los CIE, la Ley de extranjería, la represión policial como mecanismo disuasorio, las devoluciones en caliente o los pactos a traición con los que hasta ayer consideraba autócratas- no pueden estructuralmente salirse de su papel de demócratas preocupados sin que se les caiga la cara de tanta desvergüenza acumulada a fuerza de claudicación política. Siempre mirando las encuestas, no sea caso que a alguien se le ocurra ser más cretino o más efectista al momento de anunciar nuevos obstáculos institucionales destinados a quienes construye de facto como sobrante estructural, despojos humanos, deshechos del derecho con los que llenarse la boca para arañar el voto de algún indeciso. La oferta identitaria es demasiado tentadora ya para desperdiciarla. Se trata de competir hasta lo insospechado. Asumir exactamente el discurso antagónico, al punto de hacerlo indiscernible del propio. De apropiarse de la agencia fascista hasta devenir un agente fascista más, en el sentido más literal del término.

Es verdad que vendrán algunas denuncias mediáticas más o menos aisladas, alguna investigación judicial que apacigüe las conciencias desdichadas, un puñado irrenunciable de manifestaciones sociales de repudio, algún corazón salvaje que reclame todavía algo a la izquierda de tanta entidad caritativa, pulsos insomnes que sigan velando a los muertos cuando ya no sean noticia, el latido secreto de la indignación que no encuentra su cauce, el llanto clandestino de los hermanos o las hijas, el dolor que crece sin término en alguna zanja, el rostro desencajado de los derrotados. También nosotros somos derrotados, incluso si no sabemos quiénes forman parte nuestra, porque eso mismo forma parte de la derrota. Habrá una protesta que eleve la voz quizás, nunca suficientemente enérgica; una rabia legítima sin asidero; una demanda de justicia que persistirá en la memoria de las luchas aun si es archivada por algún tribunal supremo.

Es poco. Radicalmente insuficiente. ¿Quién podría consolarse con ese hacer que se parece peligrosa, terriblemente, a la impotencia? Como un mantra, insistirán en la inutilidad de los actos. Hablarán de supuestas tragedias para eludir las farsas. No hay duelo satisfactorio en este contexto que no suponga un reparto de responsabilidades estrictamente humanas. Aunque los verdugos contraten plañideras para velar a los asesinados. Después vendrán los discursos para “esclarecer los hechos”, como si no hubiera ya suficiente evidencia empírica para hablar de crimen de estado. Como si los cuerpos amontonados no hablaran ya de una deshumanización absoluta. Como si no supiéramos de los males endémicos que nos afectan como sociedad –la hidra que fagocita cualquier vestigio de igualdad, asociándola falsamente con un llamado uniformizante a una comunidad de privilegios-.

Es poco. Pero más que nada. Seguir soñando con una comunidad (abierta, heterogénea, horizontal) que nos falta. Sostenernos en la tristeza, en la angustia, en la sustracción a esas fábricas de la felicidad que esconden los basurales de la historia. A lo mejor, poniendo nuestro corazón en una ínfima, frágil esperanza y, sobre todo, movilizando nuestros cuerpos en las luchas que la encarnan de forma más precaria todavía. En medio de toda esa desesperación enterrada en un desierto, ¿cómo hacer que una política de la esperanza –y sostenida por quiénes- no se convierta automáticamente en una forma de engaño?

Aunque más no fuera apelar a una estrategia de deserción. No huir: desertar. No ser parte del ejército que sigue masacrando a los vencidos, del ejército etnocéntrico que legitima la putrefacción de presente, de los opinólogos financiados por quienes venden el alambre y las armas para detener a quienes intentan sortearlo desesperadamente, de los votantes responsables que en nombre de la lógica del mal menor sostienen lo Funesto. Aunque no quede más camino que devenir minoría, no hay otra opción ética que documentar la barbarie. Una barbarie organizada que luego buscarán borrar o renombrar como defensa legítima, no sea caso que el fantasma de los muertos quiera recordarles su crimen. Como decía Walsh: “Hay un fusilado que vive”. Ese testimonio incómodo seguirá haciendo sobrevolar sobre los responsables el fantasma de su crimen. Aunque toda la máquina semiótica de los massmedia se movilice para diluir esa exterioridad antagónica, un fusilado que vive introduce una resistencia ante una voluntad de olvido extendida. Que la aprobación de la masacre sea hegemónica puede ser algo coyuntural siempre que se esté dispuesto a devenir minoría o asumir cierta soledad política para seguir cuestionando. No en nombre de lo que ocurre en otras partes del sistema-mundo ni mucho menos desde una épica personal sino en nombre de un ideal democrático más o menos tambaleante en la práctica pero no menos imperativo en la construcción de lo común. Aunque sea poco más que nada, desertar también podría constituirse en una forma de responsabilidad. Una forma, si se prefiere, de no responder ante la infamia convertida en sistema y, especialmente, ante los mandatarios que la han erigido en moneda corriente para el intercambio.

 

Arturo Borra

DIÁSPORAS

Centro de investigación migrante para la interculturalidad

 


lunes, 21 de febrero de 2022

«Cuerpos que (no) importan: morir a la intemperie» - Arturo Borra

 




En la economía política del sacrificio, a diferencia de aquellos cuerpos jerarquizados que cuentan con una atención mediática constante, subyacen aquellos otros a los que se les niega toda centralidad, como ocurre con esos cuerpos inertes de “personas sin hogar” que, en el mejor de los casos, de forma esporádica, aparecen en las noticias sin contextualización ni seguimiento informativo algunos. Como si se tratara de un fenómeno natural apenas reseñable, la reciente muerte del ganhés Abraham A. a los 52 años (el 15 de febrero de 2022), hallado en una fábrica abandonada en Valencia, apenas ha suscitado alguna reflexión crítica aislada. Sin embargo, es una nueva ocasión para interrogarnos sobre lo que las autoridades competentes están haciendo para evitar estas muertes por goteo que se producen cada año en las principales ciudades de España. 


Aunque la muerte de Abraham se produjo, de forma manifiesta, a causa de un cáncer hepático diagnosticado, cuesta comprender cómo una persona en ese estado crítico de salud no tuvo más alternativa que sobrevivir en condiciones habitacionales completamente insalubres y, por si fuera poco, tener que seguir trabajando como jornalero pese a su grave enfermedad, en vez de disponer de un alojamiento digno y ser beneficiario de alguna ayuda social que le permitiera afrontar su enfermedad en mejores circunstancias. 


La muerte de Abraham no es un hecho excepcional. Como una rutina de fondo, la noticia de personas sin hogar encontradas sin vida, a la intemperie, ya no sorprende a nadie. Es difícil no prever muertes similares, cuando parte relevante de la población vive en pésimas condiciones habitacionales (además de tener que afrontar situaciones laborales de sobre-explotación crónica, como ocurre con la mayoría de jornaleros del campo, entre otros sectores laborales). Insalubridad habitacional y trabajos penosos constituyen una mezcla explosiva que a menudo supone un deterioro corporal significativo, incluyendo dolencias crónicas y perjuicios graves para la salud. 


La sospecha es que, una vez más, la administración pública no ha estado a la altura de la situación. No es solo ni principalmente que siga habiendo escasez de albergues municipales en la ciudad o plazas insuficientes para atender la demanda creciente de alojamiento por parte de personas en situación de calle. La cuestión de fondo es que la cobertura de las necesidades básicas de estos grupos desfavorecidos (habitualmente migrantes pobres en situación irregular) no es prioritaria políticamente. Aunque estos problemas forman parte de la herencia envenenada que dejan más de dos décadas de gobierno municipal del PP, el «discurso de la herencia» no basta. Próximos a culminar el segundo mandato de la “coalición progresista”, el Ayuntamiento de Valencia no está exento de responsabilidad, comenzando por el incumplimiento de su compromiso de poner en marcha el «Plan Municipal de Inmigración e Interculturalidad 2019-22» (1), respaldado en su momento por el Consejo Local de Inmigración e Interculturalidad de la ciudad de Valencia (en el que participan numerosas entidades sociales del tercer sector). 


En dicho Plan, entre otras medidas, se plantean alternativas varias para mejorar de forma sustantiva la capacidad de alojamiento del Ayuntamiento, incluyendo la creación de albergues de titularidad pública y la realización de campañas específicas –conocidas como “Operación Frío”- para evitar las muertes causadas por bajas temperaturas en la ciudad. Si a esos incumplimientos se suman las dificultades estructurales para acceder al empadronamiento, especialmente por parte de estos grupos, la conclusión es clara: además de la exclusión habitacional que las personas más vulnerables padecen, a menudo se suma una forma de exclusión institucional no menos crónica: la imposibilidad de acceder a los servicios públicos y, mediante su apoyo, poder ser beneficiario de las ayudas previstas para estos casos. 


Si bien en la actualidad se están evaluando cambios para mejorar la accesibilidad al padrón municipal, estamos lejos todavía de la posibilidad de que toda la ciudadanía valenciana, cualquier fuera su estatus administrativo y con independencia a su origen, pueda acreditar su domicilio o, en su defecto, disponer de una “tarjeta de vecindad” –tal como se proponía en el plan mencionado- que permita acceder a los servicios públicos locales. De hecho, en las «I Jornadas de Inmigración y Empleo», organizadas desde el Consejo Local de Inmigración e Interculturalidad de Valencia en 2018 y protagonizadas por personas trabajadoras migrantes, ya se advertía de este serio problema habitacional, proponiendo como medida prioritaria la mejora de la coordinación entre distintos organismos públicos para facilitar y agilizar el empadronamiento de las personas con independencia a su situación administrativa o situación habitacional. Cuatro años después, aunque el número de plazas de acogida del Ayuntamiento se incrementó de manera significativa, la situación de vivienda destinada a personas sin hogar sigue siendo claramente deficitaria. 


En términos más generales, cabe preguntarse si la paralización del Plan de Inmigración e Interculturalidad de Valencia no pone en evidencia la baja prioridad gubernamental para gestionar las migraciones desde un enfoque normativo que defienda en la práctica la igualdad de derechos de las personas migrantes. Si no fuera ese el caso, ¿cómo se explica la desactivación de propuestas irrenunciables –contenidas en dicho plan- como por ejemplo la creación de un Observatorio Local de Empleo (orientado a la documentación de las condiciones laborales en diferentes sectores económicos que emplean de forma intensiva mano de obra migrante, incluyendo sus consecuencias negativas en materia de salud) o el aumento de los recursos residenciales de urgencia destinados a la población más vulnerable? 


La propia desaparición del Plan Municipal, todavía en vigor, del Portal del Ayuntamiento de Valencia, ¿no indica ya esta falta de prioridad institucional? A nivel autonómico, ¿qué significa la “Estrategia Valenciana de Migraciones 2021-2026” de la Generalitat Valenciana sino una nueva declaración de principios que reconoce la flagrante desigualdad que afecta a personas migrantes en la comunidad, en particular mujeres racializadas (2)? De hecho, dentro de la Línea Estratégica 3 de dicho documento, se propone como uno de sus objetivos “Establecer las condiciones adecuadas para que la población migrante pueda acceder a una vivienda digna” (op.cit., p. 20). 


Aunque esas declaraciones son de indudable valor, en tanto señalan una dirección deseable, hay que seguir insistiendo en el carácter urgente de estas acciones propuestas; una urgencia que se viene recordando desde hace años por parte de diversas entidades sociales sin respuestas institucionales satisfactorias. Sin esas respuestas que cambien de forma drástica las condiciones de vida de estos grupos especialmente vulnerables, morir a la intemperie se convierte en un hecho tan predecible como evitable, propio de una política local que va muy por detrás de necesidades colectivamente (re)conocidas. 



En este contexto, la evidencia de cuerpos que no importan se manifiesta bajo la forma de diferentes formas de exclusión estructural que afectan especialmente a personas racializadas y empobrecidas, comenzando por el deterioro crónico de su estado de salud: aquellas que forman parte de la masa laboral empleada en condiciones de manifiesta precariedad para sostener una economía del bienestar de la que no son beneficiarios en absoluto. Desnaturalizar estas desigualdades sociales implica poner en cuestión ciertas jerarquías de clase, raza/etnia y género normalizadas en nuestras sociedades e incrustadas en los cuerpos. Sin ese cuestionamiento, con lo que nos topamos es con un relato ignominioso que inculpa a la víctima de su propia desgracia, perdiendo de vista las condiciones histórico-sociales que producen estas jerarquías entrelazadas que no hacen más que provocar sufrimiento anónimo y exclusión social. 



Arturo Borra


(1) El Plan puede descargarse en formato digital en: https://www.researchgate.net/publication/336746824_Plan_Municipal_de_Inmigracion_e_interculturalidad_2019-2022_Ayuntamiento_de_Valencia 

(2) Dicha estrategia puede consultarse en versión electrónica: https://inclusio.gva.es/documents/162705074/172746725/GVA-EstrategiaMigraciones21-26+corregidodef.pdf/c8027b27-2699-4c9c-a358-46e7770fcf2b 


miércoles, 21 de abril de 2021

Crónicas de la desesperación: sobre las vidas inhabitables- Arturo Borra

 



-I-

Ni siquiera conozco sus nombres. ¿Qué decir de sus historias a partir de un instante en que se cruzan los caminos y uno se convierte en testigo involuntario de su sufrimiento? ¿Llenaremos nuestros huecos de saber con más prejuicios o proyecciones? A lo mejor habría que recordar el reverso de las estadísticas que nada dicen sobre estas vidas en singular, de esta repetición ciega de la desesperación, del maltrato convertido en moneda corriente. Y si no somos capaces de dar al menos cierta comprensión, ¿no sería mejor permanecer en silencio, evitar tanta redundancia y dejarse de mitologías que nos mantienen en la buena conciencia de quienes se piensan que hicieron méritos suficientes para gozar de lo que otros carecen?

O recomenzar: la historia de alguien como astilla real que horada nuestros inventarios de éxitos. Mejor detenerse en lo que desconocemos. Reconstruir desde ahí, en singular, lo que ocurre aunque más no sea por un momento en que distintas fuerzas confluyen para que todo estalle. El estallido también se dice en singular. O incluso en una implosión que amenaza con arrasar nuestras certezas mínimas. De ese arrase nacen, como una estocada, preguntas incontestables. Preguntas que ni siquiera pueden hacer sentido si no se atraviesa la experiencia que las suscitan. El dolor es concreto.

Tratar de comprender, si es posible, la experiencia que me devuelve a la desesperación de M. intentando autolesionarse con un arma blanca ante la vista de todos, en plena calle, entre gritos y miradas curiosas que piensan que no tienen ninguna responsabilidad ante estas realidades. Son esos gritos los que me sacan de mi puesto de trabajo. No es difícil imaginar, a raíz de otros tantos casos, que esos gritos son los preliminares de algo mayor. En la ONG en la que trabajo -donde hay un centro de día para personas sin hogar- de forma periódica irrumpen como esquirlas estas situaciones límite, producto de vidas tan desestructuradas como desamparadas, estallando como única vía de salida frente a un malestar que no cesa.

La secuencia es nítida: salgo a la calle y algunos compañeros intentan impedir a un muchacho que se haga daño a sí mismo con un instrumento punzante. Ya tiene cortes en varias partes de su cuerpo. Llora, se queja y, a medio camino entre el castellano y el árabe, repite su intención de suicidarse. Cada vez son más los que miran manteniéndose al margen. Ya han llamado a la ambulancia pero la espera es angustiante.

Entre los que observan hay otros jóvenes que, en el lenguaje despersonalizado y alienante de la administración pública, forman parte de ese colectivo nebuloso llamado exMENA. Una sigla así solo puede tener como función atenuar lo cortante que hay en la realidad de miles de vidas arrojadas a la intemperie, sin protección alguna, en la precariedad absoluta (potenciada más todavía por una pandemia que ha alzado una nueva losa entre “nosotros” y los “otros”). Se trata de crear una retórica eufemística que encubra la situación sangrante de muchos jóvenes que, hasta ayer, eran considerados por parte de las autoridades públicas como “menores extranjeros no acompañados”. Bastaría recordar que tras esa sigla –estigmatizada por una ultraderecha racista y xenófoba que no cesa de crecer más allá de su localización partidaria- lo que se oculta o retacea es el sufrimiento anónimo de quienes arriban a España por las únicas vías que tienen a su alcance: una valla, una patera o, en el mejor de los casos, un vehículo para ocultarse como polizones en los pasos fronterizos. En tanto vías desesperadas, ponen en riesgo sus vidas con la última esperanza de poder recomenzar. De tener alguna oportunidad. De fantasearla al menos. Porque la administración se limita a administrar esas vidas como si se trataran de una obligación legal con fecha de caducidad.

Basta tener dieciocho años para ser arrojado de los recursos de alojamiento que se despliegan para esos fines. Contra toda evidencia, llaman a esos jóvenes “emancipados”. En una sociedad que no cesa de ensanchar la línea que separa la “juventud” de la “adultez”, que priva del acceso a un empleo digno o a una vivienda decente a una franja importantísima de jóvenes, que dificulta la posibilidad de independizarse de sus familias y sostener una perspectiva esperanzada sobre su futuro, llaman “emancipación” al proceso mediante el cual jóvenes en situación manifiestamente vulnerable son forzados a salir de los “pisos tutelados” sin recurso habitacional alternativo.

“Emancipación” es exactamente lo que no ocurre. Son, sin más, jóvenes abandonados a su suerte. A veces, con alguna formación ocupacional y cierto aprendizaje de idiomas. En otros casos, sin más que un dolor sin nombre y un historial creciente de adicciones que permita afrontar la crueldad de la calle. Lo saben infinitamente quienes lo padecen cada día en el contexto español (aunque, desde luego, no de modo exclusivo): ser “moro” o “negro” -de forma regular- cierra todas las puertas, expulsa de cualquier reino de igualdad, expone a la inclemencia o al temor de los demás, arroja al suburbio con la leve expectativa de que la policía no les persiga al menos mientras duermen. Después la tarea diaria de esperar en una fila un bocata o una ducha caliente, solicitar una ayuda de urgencia (si es que logran acceder a ese derecho), rogar que alguien se digne a empadronarlos a cambio de alguna “comisión” y así al menos cuente ese tiempo para intentar conseguir, tras al menos tres años de espera, un maldito permiso de trabajo. No porque fueran a acceder a algún empleo decente, algo menos precario que el de la economía sumergida a la que están condenados. Más bien, por la promesa de que alguna vez puedan salir de ahí. Llaman a esos jóvenes “emancipados”. Pero ¿cómo podrían serlo cuando no tienen garantizados sus más elementales derechos, privados como sujetos humanos hasta de la posibilidad de ser reconocidos como tales en la vida cotidiana?

M. vuelve a gritar que quiere suicidarse. Otros observadores conversan como si se tratara de un espectáculo mientras un grupo protesta no se sabe bien contra quiénes. Un intercambio rápido de frases (incomprensibles para mí) entre dos jóvenes se produce a unos metros. Conversan en árabe. De forma abrupta, uno se abalanza sobre el otro y comienza a golpearlo con todas sus fuerzas. Son tres o cuatro puñetazos furiosos en la cara, una patada y varios golpes al aire, mientras procuramos separarlos junto a otro compañero. Toda esa rabia ciega se precipita sobre I. Su cara ensangrentada apenas disimula su llanto. Está aturdido por los golpes todavía.

La ambulancia que han solicitado para el otro muchacho no ha llegado. Ya han llamado a la policía, pero también se demora. Toda la calle es un caos. Mientras el agresor se aleja del lugar, en medio de la calzada, I. intenta levantarse como puede. No tarda demasiado en hacerlo, aunque apenas puede sostenerse. Procuro calmarlo pero su llanto es incontenible. Como sus gritos. De forma imprevista, comienza a golpear con fuerza su cabeza contra el vidrio de un coche. Lo hace con la mayor violencia posible. Procuro impedirlo tomándolo de los brazos pero solo con ayuda de otro compañero logramos que deje de agredirse para que ingrese al centro donde trabajo. Grita una y otra vez que se quiere morir. No bien ingresa, golpea con su puño derecho una mampara de plástico y la rompe, tomando un trozo e intentando cortarse las venas. Se lo impedimos por la fuerza, pidiéndole vanamente que se detenga.

El muchacho está desquiciado. Mediante un rodeo se dirige a la cocina del centro de día. No es difícil imaginar cuál es su intención. Impedimos que logre acceder a esa zona, pero insiste en su intento de hacerse daño. Ingresan dos policías que le piden sin éxito que se calme. El joven repite que quiere ir a la cárcel o volver a su país. Uno de los policías le explica que no puede detenerlo porque no ha hecho nada. Entonces vuelve a golpear su cabeza contra una puerta y es esposado por el policía, en el suelo, mientras le pedimos que no le haga más daño. El muchacho se sienta en un sofá mientras intenta recuperar la calma sin conseguirlo.

Afuera, la ambulancia se lleva a M. que poco antes había intentado suicidarse. La calle está cortada por un coche de policía. Al menos diez agentes intentan averiguar qué ha ocurrido, mientras uno pregunta por la nacionalidad de los implicados. Al confirmarle su procedencia, señala que “los argelinos generan estos problemas”. Le intentamos explicar que no se trata de una cuestión de nacionalidad sino de un problema generado por una situación de exclusión social grave que afecta a muchas personas. No hay respuesta de su parte ni tampoco parece estar interesado en escuchar.

Mientras tanto, esperamos la segunda ambulancia para I. Nos damos ánimos entre quienes estamos ahí, en medio de sollozos. Nos alejamos unos metros mientras conversamos. Escuchamos algunos comentarios racistas de algún transeúnte. Apenas sabe de lo que habla. De forma previsible, en unos días M. e I. otra vez se encontrarán en la intemperie de la calle, en la misma situación de indefensión. Sin nadie que atienda toda esa desesperación que llega al punto extremo de arrebatar hasta el deseo de vivir en quienes –eso dicen al menos- “tienen todo por delante”.

 

-II-

¿Pero a quién dirigir unas crónicas de una desesperación que no cesa de multiplicarse? ¿A quiénes podrían conmover que no estén ya conmovidos y, sobre todo, qué efectos transformadores podría tener en una sociedad donde el endurecimiento emocional o la indiferencia frente al otro es cada vez más evidente? No, desde luego, a quienes se atrincheran en su racismo o su xenofobia como forma de aferrarse a sus privilegios; tampoco a unos órganos gubernamentales que han convertido la discriminación estructural de ciertos grupos y colectivos en una política de estado. ¿Quién escucha hoy a los damnificados de un sistema que aplasta sus sueños y los condena al margen? ¿A qué otro interpelar para hacerlo más receptivo, para movilizar su energía por aquello que en la agenda hegemónica no importa en absoluto? Y más todavía: ¿cómo convertir esa receptividad en una apuesta colectiva por transformar esas condiciones de existencia paupérrimas?

Por dignidad habría que avergonzarse de que situaciones semejantes nos pasen inadvertidas. El «humanismo» no basta si no moviliza nuestros pies, si no agita nuestros cuerpos para exigir un trato digno a quienes pernoctan en una ciudad indiferente, sin lugar donde ir ni seres amados que abrazar. En la soledad más desgarradora a la que se enfrentan cada noche. Por un cierto decoro de lenguaje, más nos valdría ahorrarnos nuestros dramas de individuos atribulados. Y no porque no existan. Nadie nos exime del sufrimiento propio, de las pequeñas catástrofes de la vida cotidiana, de los naufragios íntimos a los que estamos expuestos en esta sociedad de la desigualdad. Pero llegados a este punto, ¿cómo podríamos equiparar nuestro dolor con este desgarro continuo, interminable, al que están expuestas estas otras vidas fragilizadas? Solo nuestra miseria moral podría ahorrarnos la diferencia abismal entre “ellos” y “nosotros”. Hay que decirlo hasta que perturbe: nuestra sociedad produce vidas inhabitables. Lo sorprendente es que esas vidas no se rebelen más a menudo. Que no estalle todo.

Hay que dejarse de esquemas reductivos y simplistas que atribuyen a una única causa ese no poder-habitar la existencia, esa dimensión insoportable del sufrimiento que arrebata hasta el deseo de vivir. Las opresiones sistémicas se conjugan, se solapan, se entrecruzan. Y, sobre todo, deberíamos cuidarnos de incluirnos de forma apresurada en la fila de las víctimas. Antes que esa falsa inclusión, habría que hacerse cargo de los privilegios de los que se goza, escuchar el rumor de la desdicha, mirar de frente, a los ojos, a esos seres que sobreviven a pesar de ellos mismos, en condiciones de extrema vulnerabilidad pero mucho más fuertes, si se piensa, que “nosotros”, los que no podríamos resistir ni un día lo que a menudo ellos no tienen más remedio que soportar durante toda su vida.

Por dignidad, decoro o, aunque más no sea, por vergüenza: antes de alzar la voz por nuestro sufrimiento, abrir los ojos, hacer silencio para escuchar ese grito desgarrado de M. o I.,  última forma de no rendirse, aunque sea golpeando su cabeza contra un coche, con todas sus fuerzas, con la única expectativa de dejar de sufrir, de olvidar los estigmas incrustados en su cuerpo y cesar el infierno en que se han convertido sus vidas.

Pero hay que estar prevenidos incluso de la propia conmoción, si no es capaz de arrancarnos de nuestras poltronas o nuestros confortables espacios. Esos sentimientos, esa sensibilidad, nunca bastarán si no nos impulsan (o no nos empujan) a un hacer transformador, si no arriesgan una política además de una ética, si no activan los resortes de una práctica en común que altere las condiciones que hacen inhabitables todas esas vidas en el margen.

Más allá de los gestos teatrales que sostienen la representación de los papeles (donde, desde luego, nosotros protagonizamos las historias), habría que comprometer todo el cuerpo, romper nuestro habitus desacostumbrado a las violencias sistémicas, desgarrarse el pecho y, como Bertolt Brecht, situarse del lado no de los que hacen la historia sino de quienes la padecen. Incluso si hay algo insalvable entre sus experiencias y las nuestras, algo imposible de intercambiar, un saber vivencial que escapa a nuestros conceptos, dejarse afectar, mantenerse afectado, fuera de ese mal difuso que se llama «buena conciencia», sería un principio. Insuficiente por donde se mire. Casi ridículo para quienes habitamos un bienestar vallado. Incomprensible en la sobreabundancia de los predadores.

Pero seguiría siendo un principio: sostenerse en el desasosiego, en la cuerda floja, a condición de luchar, de no convertirlo en límite insuperable, de seguir arriesgando otro mundo cada día, de no claudicar ante la indiferencia que se cierne sobre nosotros. En ese arriesgar también se vislumbra la promesa de una alegría que no mienta. De una vida que, a pesar de los golpes, merezca ser vivida.

 

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Políticas de estado: España ante las migraciones y los desplazamientos forzados - Arturo Borra

 



 

“Nadie abandona su hogar, a menos

que su hogar sea la boca de un tiburón”.

Warsan Shire

 

1-     La falacia de la llamada

La omnipresencia informativa acerca de la pandemia (enfocada más desde la crisis sanitaria que desde el impacto social que está provocando) apenas deja espacio mediático para reflexionar sobre una crisis estructural no menos grave, referida a la situación de miles de seres humanos que, cada año, procuran desplazarse desde diferentes países a territorio europeo. Lanzarse al mar en busca de otra vida no es nada diferente a una solución desesperada que, a menudo, cuando no deriva en explotación sexual y laboral severa, termina en deportación, reclusión en un CIE o, de modo no menos frecuente, lisa y llanamente en la muerte (1).

Los paisajes de la desolación son múltiples. A pesar de que las pantallas los transitan de forma efímera y superficial, las vidas que zozobran cada año en el Mediterráneo -desde hace al menos dos décadas (2)- recuerdan un drama colectivo evitable mediante la coordinación y adopción de políticas efectivas de salvataje, comenzando por la creación de vías seguras y la consolidación de dispositivos de ayuda destinados prioritariamente a salvar vidas y no a blindar fronteras. Ninguna interpretación en clave «trágica» es pertinente en este contexto: no se trata de un destino inexorable en el que la inclemencia de las fuerzas naturales se impondría fatalmente sobre las fuerzas humanas, sino de la previsible repetición del desastre, producto de unas políticas de estado que apenas han cambiado, estructuralmente, en las últimas décadas, con relativa independencia a los énfasis diferenciados de las políticas de gobierno (3).

Dicho de otro modo: se trata de una decisión política reafirmada de forma periódica. El arribo de personas a costas europeas cada año es abordado ante todo desde una perspectiva securitaria (cuando no como una cuestión meramente económica), esto es, como un problema policial antes que como irresolución política de primer orden, producto de las crecientes desigualdades globales y de un régimen colonial que expulsa a millones de habitantes de sus países de origen.

Ningún recordatorio es suficiente: el empobrecimiento acelerado del Sur global, la desertización de zonas enteras del planeta, la proliferación de guerras neocoloniales -especialmente en África y en Medio Oriente-, la persecución racial, étnica, religiosa y política, la vulneración sistemática de los derechos humanos -incluyendo el derecho a decidir sobre el propio cuerpo o sobre la propia orientación e identidad sexual- constituyen el caldo de cultivo de los desplazamientos que, aunque no necesariamente encuadran en la legislación vigente de asilo, empujan fuera de los propios lugares de residencia. De forma individual o conjunta, son condiciones suficientes para intentar ponerse a salvo, aun si el propio concepto de salvación no es más que una quimera nacida de la escasez de oportunidades vitales. No responden a ningún «efecto llamada»: España, como tantos otros países europeos, no solo no es una panacea para estos grupos sociales que escapan de condiciones insoportables sino que a menudo encarna la trampa perfecta. Tras la promesa de bienestar, es el espacio que aloja infinidad de historias de miseria, explotación y racismo, entretejidas con las propias estrategias de supervivencia orientadas a transformar de forma activa esas condiciones.

La hipótesis del «efecto llamada» presupone que, para estas personas desplazadas, Europa sería una “tierra de oportunidades”, una esperanza de prosperidad e incluso de libertad. La presuposición, sin embargo, parte de la extrapolación etnocéntrica de los propios privilegios raciales y de clase, como si esa tierra promisoria no fuera de forma regular un espacio de encierro, persecución policial, empleo precario y maltrato institucional (4).

Quienes afirman este presunto efecto son, en cierto grado, los que con mayor facilidad se convierten en defensores de medidas que privan de derechos a estas vidas, herederas de un expolio sistémico que las expulsa de entornos cada vez más hostiles. Puede que, en términos comparativos, algunas de esas vidas encuentren resquicios para mejorar su situación material o para rehacer sus trayectos atravesados por el sufrimiento colectivo. Pero que encuentren hueco a pesar de los obstáculos sistemáticos que se interponen ante sus deseos y necesidades es un efecto no buscado, un efecto que se produce a pesar de la voluntad política de los gobiernos y no por mérito de ellos.

Mucho más apropiada es la descripción que remite esos desplazamientos a la urgencia de salir del propio hogar convertido en un infierno. Huir con el afán de ponerse a resguardo no enaltece el territorio al que se quiere arribar. Porque lo decisivo no es tanto el lugar al que se llega como salir de la boca de un tiburón en que se ha convertido el hogar, convertido en lugar de nadie a fuerza de una política de tierra quemada tras las que pueden encontrarse, entre otros, los rastros de numerosas empresas y gobiernos occidentales.

El relato cínico de Europa como faro de los derechos humanos apenas oculta las penurias materiales de estos grupos. Posterga la reflexión sobre las políticas de estado que se despliegan en la actualidad para contener y reprimir esos flujos humanos que, de forma sistemática, son tratados como meros excedentes, sobrantes estructurales de un sistema mundial que no les reserva otro sitio que la periferia, incluso en los países llamados “centrales”. La periferia interior del capitalismo, sin embargo, debe ser gestionada: el trato policial denigrante que estas personas sufren en las fronteras, la permanencia de los Centros de Internamiento de Extranjeros, la Ley de Extranjería vigente, los vuelos de deportación, las identificaciones policiales basadas en perfiles étnicos y raciales, la denegación regular del estatuto de refugiado a la amplia mayoría de solicitantes de asilo (y la propia obstrucción para el ejercicio del derecho de asilo), los obstáculos legales para el acceso al sistema de prestaciones y servicios públicos esenciales, las dificultades administrativas para ejercer el oficio o profesión de origen, el confinamiento sectorial que afecta a la mayoría migrante, la exclusión laboral de las Administraciones Públicas y la falta de diversificación cultural en las organizaciones tanto públicas como privadas (incluyendo el sistema público de enseñanza), la infrarrepresentación política dentro de las instituciones de estado, entre otros elementos, forman parte de una batería política que perpetúa los privilegios de la población nacional (desigualmente distribuidos según específicas coordenadas de clase, género y edad), con rigurosa exclusión de la comunidad gitana. El reverso no puede ser otro que el bloqueo de un proyecto igualitario de ciudadanía nada reñido, por lo demás, con el rescate efectivo de la «diversidad cultural», no como mero folclore de diferencias sino como una realidad concreta que debe gestionarse desde una política intercultural.

2-     El «efecto pantalla»

El «efecto pantalla» podría definirse como la consecuencia de un régimen de visibilidad mediática y política que, simultáneamente a la sobreinformación que produce en torno a determinados sucesos, opaca específicas realidades a las que les niega rango ontológico. En la “zona del no ser”, al decir de Fran Fanon (5), se encuentran estas otras aristas de los procesos migratorios, reducidas de forma usual a su forma supuestamente más “evidente” y “simple”: la forma “invasión” o la forma “avalancha” (incluso si estas formas discursivas son envueltas en una retórica de la caridad que hace insalvable la distancia entre “ellos” y “nosotros”). La presunta evidencia, sin embargo, no resiste el más mínimo análisis crítico: presentados como hechos indiscutibles por buena parte de los medios masivos de comunicación –incluyendo los considerados “progresistas”-, el propio concepto de “avalancha” o “invasión” simboliza un supuesto escenario de saturación insostenible o de desequilibrio demográfico manifiesto. Nada semejante ocurre en España o en otros países europeos, aun cuando esa imagen nada novedosa sobrevuela los telediarios de forma periódica (6).

Aunque la llamada “presión migratoria” fluctúa según los ciclos económicos y momentos específicos de grandes éxodos colectivos desatados por guerras –como la de Libia o Siria- donde las responsabilidades europeas y norteamericanas son indisimulables, lo cierto es que en España, en la última década, la presencia relativa de personas migrantes apenas se ha incrementado de forma moderada (7).  Por lo demás, en lo atinente a las entradas irregulares al país, las miles de personas que arriban por costa o valla a territorio nacional son contrapesadas por las miles de personas que son deportadas a sus países de origen e incluso a “terceros países” extracomunitarios, convenientemente incentivados por fondos económicos destinados a la “contención” (sic) de esos flujos en las puertas entrecerradas del continente (8).

Más allá de la retórica eufemística de la cooperación interestatal (que tiene como fin prioritario impedir la salida de pateras o cayucos desde África), lo que es absolutamente desproporcionado es la afirmación de una presunta “invasión” de migrantes. Al fin de cuentas, ¿qué representan estas entradas irregulares en un país de más de 47 millones de habitantes? En vez de escandalizarnos por el trato que padecen esas personas (tratadas como delincuentes por las fuerzas policiales, hacinadas en centros de estancia temporal que se asemejan a cárceles sin garantías, depósitos de personas que sufren el estigma de la “raza” y la “clase”), el énfasis deja en suspenso no solo lo que causa esos desplazamientos sino las políticas europeas que se despliegan para afrontar esta situación previsible.

En síntesis: lo que de forma episódica irrumpe en las pantallas como una forma de invasión no es otra cosa que el drama colectivo continuo que, como una rutina de fondo, esporádicamente estalla en nuestro «palacio de cristal», por recuperar la expresión de Sloterdijk (9). La situación, sin embargo, no deja de repetirse en la última década, de forma similar a lo que ocurre con las miles de personas ahogadas que cada año se producen sin que los estados europeos mejoren de forma sustancial sus dispositivos de ayuda y rescate, acorde a las directrices de la industria de la seguridad fronteriza y sus agencias de control migratorio. 

 

3-     Biopolítica y necropolítica como modalidades del poder de estado

En medio del monotematismo que se presenta como información actualizada, las noticias de un exterior opacado introducen alguna variación tópica que, sin cuestionar nuestro letargo consumista, permita desperezarse con algunos gestos de una indignación más bien efímera. La irrupción esporádica de noticias en torno a migrantes, reducida tendencialmente a una “avalancha” interrumpida por naufragios que se suceden sin determinación alguna del complejo sistema de corresponsabilidades políticas y económicas, legitima una actuación oficial que oscila entre la “acogida humanitaria” –aunque sea a regañadientes- y la gestión de esos flujos como una “potencial amenaza” –aunque revestida del lenguaje de los derechos humanos-. En ambos casos, el “otro” es puesto a una distancia insalvable, bajo el signo de la caridad o la hostilidad. Ambos signos construyen y sostienen una relación asimétrica, en la que esencialmente lo que opera es una reafirmación de la propia superioridad. La jerarquía no solo no es puesta en cuestión, sino que se ratifica como poder sobre la vida o sobre la muerte. Mientras que la primera modalidad de poder responde a lo que Foucault conceptualizó como «biopolítica» (10), la segunda modalidad de poder puede vincularse a lo que Mbembe llama «necropolítica» (11). Cada modalidad de poder, antes que ser meramente antagónica, complementa a la otra: la “ayuda humanitaria”, administrada rigurosamente en función de la identificación de los individuos incluidos en esta masa poblacional, llega tras el abandono en altamar de miles de personas que naufragan cada año, sin que las autoridades europeas se inmuten en lo más mínimo en nombre de su poder soberano, sabedores de las escasas consecuencias que ello les acarrea en su gobernanza convertida en gestión –no tan errática como radicalmente errada- de quienes categoriza como “desechos” de los derechos humanos (12).

La economía política del sacrificio, sostenida por unas políticas de estado que reducen esas miles de vidas en peligro a un excedente que hay que gestionar, implica consolidar la inmunización ante el otro. La producción social de la indiferencia no podría hacerse efectiva sin esa toma de distancia con respecto a las víctimas de unas políticas coloniales y de una economía capitalista que solo percibe de estas crisis la dimensión de oportunidad que tienen en términos económicos, políticos o militares. El complejo bio-necro-político impermeabiliza como una membrana asfixiante la visión del asunto. La catástrofe normalizada de los demás no moviliza los pies más que de unos pocos grupos de activistas, plataformas ciudadanas y algunas ONG a contramano, reductos de una filosofía política emancipadora que no sea meramente académica. Anima, sí, la pantalla por unos instantes antes de que el ejercicio del zapping se tope con alguna celebridad que recuerde lo verdaderamente importante: la necesidad de visibilidad aunque no se haya hecho más mérito que ser estrictamente un idiota. En la tele-evidencia del mal, ni siquiera resulta claro si somos capaces todavía de ver lo que irrumpe más allá del palacio donde cada tanto estalla algún cristal: personas desplazadas que preguntan por qué no tienen parte en el relato de esta «actualidad» que naufraga fuera de las pantallas.


Arturo Borra

 


(1)    Según la  Organización Internacional para las Migraciones (OIM), solamente en 2020 el saldo de muertes en la ruta marítima de África Occidental a las Islas Canarias llega a 500, pese a tratarse de una “estimación mínima” [sic], (en https://www.iom.int/es/news/en-2020-el-saldo-de-muertes-en-la-ruta-maritima-de-africa-occidental-llega-500-en-medio-de-un).

(2)    Las estadísticas al respecto son de carácter mínimo y tienen el estatus de una aproximación informada y no de un mapa exhaustivo de la cuestión. Al respecto, cf. “Las muertes en el Mediterráneo: la contabilidad de lo desaparecido” (en Rebelión, 15/01/2018, versión electrónica en https://rebelion.org/las-muertes-en-el-mediterraneo-la-contabilidad-de-lo-desaparecido/).

(3)    He insistido sobre estas continuidades en “Más allá de los gestos: por un cambio de las políticas migratorias y de asilo europeas”, Rebelion (04/08/2018) a raíz de la euforia suscitada por el arribo del «Aquarius» a Valencia. Tal como advertíamos entonces, dicha euforia no estaba justificada, teniendo en cuenta las políticas que, históricamente, diferentes gobiernos nacionales han esgrimido en torno a los procesos migratorios. La disposición al cambio de dirección en esta materia sigue siendo mínima.  

(4)    Cf. “Ciudadanías mermadas: mercado laboral y discriminación” (en Rebelión, 10/06/2017, versión electrónica en https://rebelion.org/ciudadanias-mermadas-mercado-laboral-y-discriminacion/).

(5)    Fanon, Frantz (2009): Piel negra, máscaras blancas, Akal, Madrid. 

(6)    El discurso de la avalancha migratoria es completamente engañoso: las imágenes que se repiten en torno a ciertas aglomeraciones de personas migrantes en puntos geográficos concretos, como es el caso de las Islas Canarias, es consecuencia de la negativa gubernamental a trasladarlas a diferentes regiones de la península [cf. Fanjul, Gonzálo, “La impostura del “efecto llamada”, en El País, 25/11/2020, versión electrónica en La impostura del ‘efecto llamada’ | Blog 3500 Millones | EL PAÍS (elpais.com)].

(7)    Según el INE, mientras que en 2012 residían en el país 46.818.216 habitantes, a principios de 2020 residían 47.329.981, con un total de 5.235.375 de personas inmigrantes, es decir, poco más del 11 % del total de la población [INE, “Cifras de Población (CP) a 1 de enero de 2020 Estadística de Migraciones (EM). Año 2019”, versión electrónica en Microsoft Word - cp_e2020_p.docx (ine.es)].

(8)    A pesar de la opacidad informativa del Ministerio del Interior, solamente entre 2010 y 2019 se han deportado a 223.463 personas desde España, sin incluir las “devoluciones en caliente” [cf. “España ha deportado a más de 220000 migrantes en los últimos 10 años, El Diario, 7/10/2020, versión electrónica España ha deportado a más de 220.000 migrantes en los últimos 10 años (eldiario.es)]. La pregunta, que en la actualidad se hace difícil responder por la falta de accesibilidad pública a las estadísticas ministeriales, es la siguiente: ¿qué saldo arroja la comparativa entre deportaciones forzadas y arribos por vía irregular? A falta de información oficial actualizada, es posible reconstruir con diferentes datos una respuesta tentativa. Puesto que la política de expulsión ha sido reforzada en los últimos años [cf. “España acelera el ritmo de expulsiones de inmigrantes”, El País, 15/06/2020, versión electrónica en España acelera el ritmo de expulsiones de inmigrantes | España | EL PAÍS (elpais.com)], tenemos razones válidas para suponer que el saldo entre entradas irregulares y deportaciones sigue siendo negativo. Convendría recordar que el balance hecho por el propio ministerio en 2015 es inequívoco: las deportaciones son considerablemente más numerosas que las llegadas por vía irregular [cf. “For export: las deportaciones forzadas en España”, Rebelión, 2/06/2017, versión electrónica en For export: las deportaciones forzadas en España – Rebelion)].

(9)    Sloterdijk, Peter (2010): En el mundo interior del capital, Siruela, Madrid.  

(10) Foucault, Michel (1989): Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, S XXI, Buenos Aires.

(11) Mbembe, Achile (2011): Necropolítica seguido de Sobre el gobierno privado indirecto, Melusina, España.

(12) Bauman, Zygmunt (2005): Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Paidós, Barcelona.

 

 

 

(1)  

lunes, 25 de noviembre de 2019

Articular las resistencias. Hacia un proyecto político altermundista - Arturo Borra

 
 
“El todo es lo no verdadero”. 
T. Adorno
 
  1. 1. La heterogeneidad de lo social  
 
Desde hace varias décadas, la irrupción de los movimientos sociales disidentes es insoslayable, no solo ni prioritariamente para la sociología crítica o la teoría política, sino para nuestra formación social en conjunto. La retirada del estado en términos de protección social, cuando no la destrucción sistémica del estado de bienestar, así como la pérdida de confianza social con respecto a sus márgenes políticos y su capacidad de transformación social efectiva, han empujado a millones de personas y grupos a plantear otros vínculos con respecto a las instituciones políticas, desplazándose de una relación de delegación o representación a una relación crítica que exige su participación periódica en el campo de la política (extraparlamentaria). El escepticismo ante el sistema político, lejos de conducir hacia una apatía generalizada, también ha dado lugar a nuevas formas de inconformismo y a una revitalización de lo político en tanto práctica instituyente. 
 
En diferentes partes del mundo, bajo una presión estatal sofocante, las disidencias no han cesado de proliferar: movimientos obreristas de recuperación de fábricas, piqueteros, feministas, anticapitalistas, antirracistas, ecologistas, colectivos LGBTIQ+, grupos antidesahucios, movimiento Sin Tierras (MST), defensores de DDHH, colectivos indígenas, racializados y migrantes o grupos llamados "antiglobalización”, entre otros, constituyen agentes políticos diferenciados que demandan cambios sociales, económicos, institucionales y culturales que el actual sistema político (caracterizado de forma habitual como «democrático» y cuestionado por «timocrático») se muestra incapaz de gestionar desde el ámbito estatal y, más ampliamente, desde las instituciones públicas (nacionales, comunitarias e internacionales). No se trata solo de «déficits democráticos» salvables por algún gobierno más o menos progresista (aunque experiencias como las de Portugal muestran márgenes de acción política significativos); por el contrario, dichos movimientos hacen manifiestas las limitaciones estructurales de las democracias parlamentarias occidentales en su alianza actual con el capitalismo financiero. Si bien semejante situación no implica necesariamente desistir de las luchas institucionales (incluyendo las luchas estratégicas por la conducción del estado), plantea un desbordamiento de la política por lo político, esto es, un desplazamiento con respecto a los modos efectivos de propiciar un proceso de transformación social. 
 
En ese contexto global, se hace pertinente repensar nuestros modos de intervención colectiva y, en particular, de elaborar respuestas en común ante un sistema político que, como anticipó Gramsci (1974), en momentos de crisis no duda en desplegar su aparato coercitivo, tal como ocurre en la actual coyuntura internacional frente a diversas revueltas populares. En este sentido, aunque en términos genéricos nuestra sociedad puede calificarse legítimamente como racista, xenófoba, clasista, productivista y (hetero)sexista, cualquier intento de potenciar las resistencias colectivas en curso exige, a mi entender, una distinción interna dentro de esa “sociedad”, especialmente a efectos de visibilizar su relativa heterogeneidad y, en particular, las luchas colectivas que desestructuran su orden dominante. En términos teóricos, se trata de eludir una forma recurrente de reduccionismo que, al plantear el cierre de lo social, no solo impide conocer prácticas e identidades diferenciadas, sino que dificulta el mutuo reconocimiento de movimientos, plataformas y colectivos autoorganizados que tienen como finalidad explícita el cambio social y que no se dejan describir de forma apropiada a partir de lo que un proceso hegemónico centraliza.  
 
Si bien a menudo diferentes iniciativas colectivas han sucumbido ante las presiones sistémicas -especialmente las políticas represivas pergeñadas por los estados nacionales y la insistente labor criminalizadora de los discursos dominantes-, una constante de estos movimientos sociales disidentes ha sido su capacidad para elaborar estrategias de lucha en común frente a esas políticas y sostener mediante diferentes modalidades prácticas sus reivindicaciones específicas. Así, las resistencias a los procesos hegemónicos forman parte irreductible de un análisis político contemporáneo. Reconocer esas dinámicas, en este punto, también implica incluir en términos sociológicos la heterogeneidad de los propios movimientos sociales (Pleyers, 2018). Del hecho de que compartan algunas reivindicaciones no se deriva que dichos movimientos no estén atravesados por una conflictividad interna tan persistente como ineludible. Sin esta dimensión conflictiva, los movimientos no serían tales, sino bloques actuando con arreglo a unos objetivos unánimes.  
 
Precisamente porque esos movimientos distan de la imagen homogénea que a menudo se plantea con respecto a los mismos, cabe remarcar que la construcción de consensos es en el mejor de los casos resultante de una práctica de negociación de sus diferencias y no un punto de partida o una condición de su existencia. La continuidad de dichos movimientos sociales, pues, depende no solo de lo que las políticas de estado permitan o el grado de consenso que generen en otros agentes sociales e institucionales, sino también del modo en que gestionan sus divergencias internas. Sus consensos son necesariamente precarios e inestables, resultantes de esta base negociada y conflictual sobre la que se construyen. Pretender construir frentes de lucha al margen de esas diferencias es ilusorio e impide asumirlas de forma abierta como parte central de su devenir político.  
 
La misma identificación de los ejes sistémicos con que estos movimientos antagonizan está en discusión. Mientras que algunas posiciones apuestan por subsumir las distintas aristas de sus luchas bajo el significante totalizador de «capitalismo» (como vertebrador fundamental y último de todas las luchas sociales con vocación de cambio), otras posiciones abogan por distinguir cada eje, en tanto plantearían especificidades materiales, es decir, una existencia entretejida a la vez que relativamente autónoma que justificaría la referencia explícita a otros ejes de opresión, como ocurre con el antirracismo, el feminismo e incluso el ecologismo (1) 
 
Lo relevante, desde esta perspectiva interna, es que necesitamos diferenciar en términos analíticos ejes que, aunque resulten inseparables en nuestra experiencia histórica, operan de modos específicos. Reenviar todas esas opresiones al «capitalismo», en este sentido, corre el riesgo de recaer en una forma de reduccionismo de clase (que, en términos despolitizados, suele ser planteado como «aporofobia»): remitir las dinámicas sexistas y racistas a una determinación, en última instancia, económica. Semejante economicismo no permite dar cuenta de los múltiples regímenes de poder que se sobredeterminan en el sistema mundial actual (2). Si bien las jerarquías de clase, raza/etnia y género están estructuralmente interrelacionadas, usar la categoría de capitalismo como término englobante que permite subsumir las demás podría hacer suponer, de forma equivocada, que aboliendo su modo de producción automáticamente quedarían abolidos el patriarcado, el racismo y el productivismo o suponer que los sujetos anticapitalistas son necesariamente feministas, antirracistas y ecologistas (algo que, por lo demás, es históricamente erróneo).  
 
El argumento podría admitir diferentes conjugaciones: si «capitalismo» fuera una categoría omnicomprehensiva, eso significaría que feminismo, antirracismo y ecologismo serían formas particulares (tan parciales como concretas) de luchar de forma explícita y deliberada contra dicho sistema. Aunque hay variantes de estas corrientes que, efectivamente, luchan contra el sistema capitalista, también es claro que hay variantes del feminismo que se declaran abiertamente “liberales”(3), variantes antirracistas que luchan por cambiar la posición de determinadas personas en una sociedad racialmente dividida -sin cuestionar las estructuras socio-institucionales que sostienen esa división (4)- y variantes ecologistas que defienden más bien un “capitalismo verde” o incluso un “crecimiento sostenible” (que, por lo demás, no deja de ser un oxímoron) [5]. En síntesis, ni el anticapitalismo como tal es necesariamente antirracista, feminista y ecologista ni, a la inversa, posicionarse como feminista, antirracista o ecologista conduce de forma inevitable a combatir el capitalismo como específica estructura de clases basada en la división capital/trabajo (6). 
 
El debate en torno al alcance conceptual de cada significante, no obstante, es recurrente y constituye parte central de la dimensión deliberativa necesaria para la propia continuidad de esos movimientos. Sin esa deliberación colectiva lo que se produce es un vaciamiento del espectro igualitario y antijerárquico que esos movimientos encarnan o aspiran encarnar: una fractura que suele derivar en su disolución o institucionalización como partido político, asociación u otro tipo de organizaciones formales. No en vano la denuncia regular ante estas reestructuraciones es la “manipulación” que unos grupos específicos hacen del movimiento en el que participan. Más o menos acertadas, esas denuncias son síntoma de un desplazamiento de lo democrático -como ejercicio de una igualdad efectiva entre sujetos diferenciados-, a lo autoritario -como ejercicio de poder jerárquico de unos sujetos sobre otros, habitualmente erigidos en guardianes de la Causa-. El pasaje de lógicas asamblearias a lógicas jerárquicas es el momento crítico de todo movimiento: la irrupción de una parte que reclama una posición privilegiada con respecto a las otras y, por implicación, el cercenamiento de la negociación y disputa discursiva, erigiéndose en dogma oficial. Con ello, la pluralidad ideológica es saboteada y la consecuencia más habitual no es otra que el vaciamiento o la deserción. La «participación» directa es desplazada por la «representación» institucionalizada y la radicalidad de lo instituyente suplantada por un dogmatismo instituido. No es extraño que, en esa dinámica esquematizada, el grupo dominante termine afrontando una crisis de legitimidad provocada por una polarización creciente que se convierte en ruptura con quienes disienten (denunciada, también, como “purga”) [7] y una creciente regulación de las funciones de cada sujeto (incluyendo la proclamación de líderes) que, de forma habitual, cristaliza en roles codificados 
 
Devenir-secta, sin embargo, no es destino. Los movimientos sociales disidentes tienen un lugar relevante en la historia del pluralismo ideológico y, en general, un espacio central en las luchas democráticas contemporáneas y en la formación de una «cultura común» ligada a la igualdad efectiva. Más aun: han contribuido a reinventar de forma decisiva, aunque a pequeña escala, formas de democracia directa que los estados han procurado sofocar de maneras distintas. En particular, debemos a esos movimientos la recuperación de una política asamblearia que ha impulsado una práctica participativa, a pesar de algunas limitaciones regulares como son los tiempos requeridos para una toma colectiva de decisiones, la dilución de responsabilidades o las dificultades para desplegar intervenciones estratégicas comunes. En ese sentido, no resulta desencaminado suponer que una de las pautas de consolidación de estos movimientos -acorde a un deber de apertura crítica propia del mandato democrático- es su capacidad para afrontar conflictos internos de forma creativa y apostar por un proceso de distribución igualitaria de poder que minimice la descalificación como relación primordial con el otro. Antes que esa polemología en acción que se suele poner en juego en algunos espacios del activismo (8), semejantes espacios bien podrían potenciarse como lugares de construcción de formas abiertas de comunidad (9).  
 
2. Fragmentaciones 
 
Ya es un tópico sostener que las fragmentaciones pasan factura a la(s) izquierda(s). Ciertamente, abundan ejemplos de rupturas internas que han implicado un debilitamiento notable de frentes de lucha populares. Aunque de forma legítima algunos grupos y colectivos reclaman para sí no solo una pluralidad de derechos sino también un reconocimiento identitario, las políticas de la identidad que ponen en juego corren el riesgo de confundirse con una filosofía esencialista que dificulta, cuando no bloquea directamente, la articulación con otros movimientos sociales y el despliegue de una política de alianzas efectiva. ¿No es esa la dinámica de algunos grupos disidentes erigidos en vanguardia política? ¿Cuántas veces hemos presenciado la recaída en lo que pretendemos abolir, considerándonos libres de lo que denunciamos, cuando más de una vez nuestras subjetivaciones políticas reinciden en las mismas lógicas binarias, autoritarias y jerárquicas que padecemos? Para decirlo de otro modo: ¿en qué sentido la izquierda política se ha desplazado del «discurso del amo» que pretende fijar de forma unilateral su Ley planteada como inapelable?  
 
Si bien desde hace tiempo los movimientos disidentes han cuestionado de forma legítima un liderazgo basado en una política de representación, ejercida básicamente por sujetos privilegiados –en nuestro contexto, sobre todo, hombres blancos, cristianos, heterosexuales, europeos y burgueses- no afectados directamente por el racismo y la xenofobia, el clasismo o el patriarcado, una política articulatoria -entendida como “(…) toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica” (Laclau y Mouffe, 2010: 119) [10]- exige un desplazamiento con respecto a una posición esencialista que plantea la «identidad» como una suerte de «esencia originaria» (o un conjunto estable de atributos) del ser humano pensado por fuera de su constitución histórica y social. Semejante esencialismo, que confunde posición social y agenciamiento, es uno de los principales obstáculos para articular en un frente común luchas que comparten el anhelo de otra sociedad.  
 
En ese contexto, la revisión del concepto de «identidad» me parece imprescindible. Incluso si el concepto sigue siendo necesario para pensar la agencia y lo político, es preciso desplazarse de aquellas perspectivas que lo plantean como una especie de núcleo fijo del individuo o la comunidad, concebidos por fuera del tejido social. Antes bien, se trata de pensar la «identidad» como construcción relacional inestable y cambiante antes que como una propiedad fija e inamovible. En esa dirección se mueve Stuart Hall al recuperar la noción de identidad para pensarla como una construcción social que, sin negar los procesos hegemónicos, permite dar cuenta de múltiples resistencias (11). En su forma de/reconstruida, el concepto de identidad nos ayuda a pensar un sujeto descentrado que se constituye a partir de identificaciones múltiples.  
 
En vez de un individuo que preexistiría a la sociedad, Hall muestra cómo el ser humano conforma su identidad a partir de diferentes identificaciones conflictivas que nos localizan en el espacio social, como específicos sujetos sexuados, enclasados y racializados. La identificación no borra la diferencia. La construcción de identidades es el juego de delimitación de fronteras simbólicas, lo que supone a su vez una exterioridad constitutiva (que Derrida y Laclau desarrollan a partir de la categoría de «antagonismo»). Así, las identidades son construidas a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzados y antagónicos, dentro de ámbitos históricos e institucionales específicos (12) 
 
Así pues, más que rechazar a secas las políticas de la identidad, se trata de pensar en su significación política y en sus posibilidades de articulación. Es precisamente la construcción de equivalencias entre identidades diferenciadas y la delimitación de fuerzas antagónicas lo que permite la construcción de una hegemonía alternativa, ligada a un proyecto colectivo de democracia radical y plural.  
 
3. Hacia una política articulatoria 
 
Frente a la creciente fragmentación de la(s) izquierda(s), articular las múltiples resistencias que se despliegan en el presente constituye una condición para la construcción de una hegemonía alternativa, tanto a nivel local como a escala nacional e internacional. Admitiendo que toda práctica política supone luchas por hegemonizar el campo político, esto es, que necesariamente se constituye en un campo de poder en el que los diferentes agentes luchan por la construcción de una voluntad colectiva (Laclau, 2007), la fragmentación política de la izquierda no significa nada diferente a la constatación de su derrota histórica en diferentes planos de su intervención (13). Precisamente porque nuestra formación social es irreductible a una lógica de dominación unitaria, necesitamos articular nuestras reivindicaciones diferenciales en frentes comunes de lucha. El ascenso de una ultraderecha abiertamente antidemocrática, la consolidación de un orden social xenófobo, racista, sexista, ecocida y clasista, la primacía de unas políticas de estado que perpetúan esas múltiples formas de desigualdad y opresión, así como la permanente reconversión de los seres humanos en consumidores dentro de una economía de mercado que se desentiende de aquellos que condena a la pobreza, la exclusión social y la muerte por goteo (especialmente en las puertas de Europa y EEUU), entre otras realidades sangrantes, constituyen fenómenos de primer orden que, políticamente, nos exigen respuestas colectivas efectivas, delimitando las fuerzas con las que antagonizamos (14)  
 
Semejante articulación, pues, constituye uno de los desafíos políticos centrales de nuestra época, en tanto condición de posibilidad de una sociedad diferente: no tanto abrir nuevos frentes de lucha como incluir los ya existentes en un mismo horizonte de emancipación, partiendo de la rehabilitación de lo utópico en tanto construcción histórica abierta y plural en la que el deseo de otro mundo toma forma a partir de fuerzas sociales que lo anticipan (15). Dicho de otra forma: la construcción de una sociedad ecosocialista, feminista y anticolonial exige la elaboración de un proyecto colectivo específico antes que la proliferación de luchas más o menos dispersas centradas en ejes planteados como mutuamente excluyentes. No se trata, por tanto, de un proyecto que pueda separarse de forma válida de las intervenciones políticas de los diferentes movimientos sociales disidentes a los que nos referimos. Antes bien, ese proyecto se entreteje –no sin ambigüedades y conflictos- en la multiplicidad de luchas sociales por la igualdad efectiva.  
 
Aunque a ese proyecto podríamos denominarlo como «altermundista» por posibilitar la inscripción discursiva de diversas luchas sociales en su voluntad común de instituir otro mundo social posible, corre el mismo riesgo que otras categorías totalizadoras: dar por sentado que el altermundismo implica necesariamente una práctica política anticapitalista, ecologista, antirracista y feminista. ¿Tendríamos, entonces, que privarnos de cualquier lógica política totalizadora? ¿Y cómo podría ser esa des-totalización compatible con la voluntad de cambiar el mundo social como tal, en tanto totalidad determinada? ¿No implica, por el contrario, una cierta operación re-totalizadora, en tanto aspiración a transformar el conjunto de la sociedad? A menos que incurramos en alguna forma de reformismo gradualista, desde esta perspectiva, privarnos de esa lógica sería sin más declinar de un espectro revolucionario que aspira a cambiar el mundo social de raíz. Lo que en cambio exige de nuestra parte es reformular la propia noción de «totalidad» ya no como lógica de una mediación universal y necesaria (que tiene como contrapartida la idea de una sociedad homogénea) sino como una trama específica y contingente (que reintroduce en términos analíticos la heterogeneidad de lo social). A esa forma de «totalidad» relativamente abierta y en devenir nos referimos, precisamente, con la noción de una articulación política capaz de incluir una multiplicidad de demandas en un mismo horizonte emancipatorio.  
 
¿Significa ello que cada movimiento debería asumir las demandas políticas de los otros movimientos disidentes, confluyendo en un único movimiento global (un movimiento de movimientos)? Antes bien, quizás se trate de recuperar lo que algunas corrientes libertarias identificaron como «apoyo mutuo»: no estamos obligados a participar directamente en todas las luchas sociales, algo que es material y vitalmente imposible. Ello no niega, sin embargo, la posibilidad de construir espacios de confluencia y enlaces entre esos movimientos con el fin de coordinar sus intervenciones e incrementar su eficacia política. La categoría de «articulación», así, no se confunde con ninguna propuesta de homogeneización de identidades colectivas ni, mucho menos, con un llamado a la organización, como si esas luchas no estuvieran ya autoorganizadas en un grado relevante. A diferencia de ello, se trata de reflexionar sobre aquellas modalidades prácticas de vinculación que permitan entretejer nuestras luchas a escala planetaria y crear espacios de debate colectivo que permitan, más que un consenso último, construir puntos en común o una «cadena de equivalencias» entre reivindicaciones diferenciadas que antagonizan con el actual sistema-mundo.  
 
Algo semejante implica al menos i) la co-presencia de agentes históricos heterogéneos que necesitan negociar sus diferencias a efectos de inscribirlas en una misma cadena significante; ii) la coordinación de esos agentes en espacios de deliberación y decisión en común en diferentes escalas; y iii) el desarrollo de estrategias conjuntas de comunicación e intervención (incluyendo una agenda compartida de luchas). En suma, se trata de interrogar el sentido de nuestras apuestas políticas para aprender a caminar en común. Contra todo purismo, que confunde dogmatismo y radicalidad, en ese camino también nuestras identidades necesariamente serán transformadas por la interacción con otras. 
 
En suma, construir espacios de reflexión y participación en común supone no solo rebasar la compartimentación institucional sino, sobre todo, la inclusión de colectivos que históricamente han sido excluidos o relegados en su necesario protagonismo: personas negras, mestizas, mujeres, indígenas, trabajadores, migrantes, sujetos racializados y grupos LGTBIQ+, entre otros. Al menos en el contexto europeo, más que nunca, es preciso un doble gesto político: dejar de hablar en nombre de los otros (como suele hacer cierto despotismo ilustrado) y apostar por la apertura de un debate crítico multicentrado (no eurocéntrico) que nos permita recuperar saberes elaborados en otros contextos. Es en esa recuperación por la que podemos no solo revisar nuestros privilegios concretos sino también elaborar una crítica sistemática a las estructuras que sostienen las desigualdades del presente (16).  
 
Desde luego, nada semejante está dado. Más que nunca, es preciso un trabajo político que permita entretejer disidencias. En ese trabajo, la teoría crítica (anticolonial) resulta imprescindible, ante todo, para alertarnos de nuestras posibles cegueras etnocéntricas y orientarnos en nuestras prácticas transformadoras. Contra el autoritarismo antiintelectualista que no cesa de proliferar, necesitamos interrogar aquellas herramientas teóricas que nos orientan en nuestras intervenciones. La «prohibición de pensar» -como si el pensamiento fuera por necesidad la hybris del sujeto-, conduce a una sociedad totalitaria. Contra ese cierre dogmático, cabe reivindicar una práctica articulatoria, ligada a la internacionalización de la revuelta y a la institución efectiva de otro mundo social. Es en esa práctica donde reside la promesa siempre incierta y abierta de una sociedad más justa.   
 
 
Notas 
 
    1. Aunque el capitalismo plantea una base industrialista/ extractivista, de forma creciente, la defensa de la naturaleza también se ha desarrollado desde la crítica al «especismo» o, en términos diferenciados, al antropocentrismo, que desborda claramente el campo económico. Por otra parte, la constatación de que otros sistemas económicos no han cuestionado esta base industrialista/extractivista supone que el ecologismo implica y rebasa al mismo tiempo el cuestionamiento del orden capitalista. La dominación técnica de la naturaleza, reducida a un mero recurso natural explotable, es la base del «productivismo» desenfrenado que está provocando, con intensidades variables, una crisis planetaria irreversible. 
    1. La necesidad de elaborar un pensamiento heterárquico ha sido remarcada por parte de algunos autores decoloniales (Castro Gómez y Grosfoguel, 2007) a efectos de visibilizar la «colonialidad del poder» vigente en las sociedades occidentales. 
    1. Para una crítica a estas variantes feministas remito a Davis (2003), Lugones (2008), Crenshaw (2012) y Arruzza, Bhattacharya y Fraser (2019). 
    1. Este es el caso, por ejemplo, de muchas ONG europeas que colaboran en distintos aspectos con las personas migrantes y refugiadas sin incidir en las estructuras socioinstitucionales que producen discriminaciones múltiples con respecto a estos colectivos, comenzando por el racismo y la xenofobia del que son objeto por parte de las propias instituciones públicas.   
    1. Para una crítica a estas variantes medioambientalistas remito a Taibo (2019). 
    1. Aunque podría objetarse con razón que el feminismo liberal, el antirracismo moral o el ambientalismo son inconsecuentes, en tanto discursos determinados tienen una presencia significativa en nuestra formación social. Por más inconsistentes que los consideremos, ello no niega su relativa eficacia ideológica, en cuanto matriz discursiva que orienta específicas prácticas sociales y políticas. Puesto que la producción de sentido se inscribe en contextos histórico-sociales concretos, ninguna categoría está exenta de las disputas simbólicas que atraviesan nuestras sociedades: cuanto mayor es su centralidad en la vida política, más ambigüedad semántica adquieren. Dicho lo cual, es sobre el reconocimiento de estas disputas simbólicas como mejor podemos luchar para dotar de un sentido emancipador a estas categorías. De modo análogo, incluso si abogamos por un anticapitalismo capaz de cuestionar el patriarcado, el colonialismo y el productivismo, considero crucial diferenciar entre aquello que nos resulta políticamente deseable de aquello que, en el marco de unos grupos sociales, se plantea en cuanto al alcance y límites de ciertas luchas. Dicho en otros términos: que nosotros apostemos por articular diferentes luchas sociales en un sentido emancipador no niega que, de facto, otros agentes sociales desplieguen concepciones contrarias acerca de lo que implica, en términos semánticos, cada una de estas luchas.  
    1. Aunque esta caracterización sumaria sea necesariamente esquemática, atraviesa todo el espectro político. Si bien no es privativa a los movimientos disidentes, también los incluye. El autoritarismo y el sectarismo son formas estructurales de las dinámicas grupales, riesgos de los que ningún grupo social está exento. 
    1. A diferencia del concepto de «militancia», ligado a un compromiso práctico relativamente estable con respecto a ciertas estructuras institucionales (especialmente partidos políticos y sindicatos), el «activismo» podría vincularse a la participación variable en múltiples espacios sociales de carácter extrainstitucional.  
    1. Achile Mbembe se ha explayado sobre la relación entre esta forma de comunidad y su relación con la clínica en (2016). Al respecto, parte del trabajo de esa comunidad no puede ser otro que un trabajo de duelo en torno a las heridas históricas infligidas a los sujetos subalternos.  
    1. La práctica de la articulación consiste, por tanto, en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido; y el carácter parcial de esa fijación procede de la apertura de lo social, resultante a su vez del constante desbordamiento de todo discurso por la infinitud del campo de la discursividad” (Laclau y Mouffe, 2010: 130). 
    1.  A diferencia del estructuralismo, más que pensar al sujeto como un efecto, de lo que se trata es de reconceptualizarlo a partir del cuestionamiento del mito de una interioridad fundante, pero también de la idea de un sujeto que no ofrecería resistencia al “poder disciplinario” que estudia Foucault. Se trata más bien de recuperar una doble vertiente del sujeto: no solo como sujeto disciplinado sino también como sujeto deseante. 
    1. Tal como Hall lo retoma, se trata de un concepto estratégico y posicional: “Precisamente porque las identidades son construidas dentro, y no fuera, del discurso, tenemos que entenderlas como producidas en localizaciones históricas e institucionales específicas, dentro de formaciones y prácticas discursivas y por medio de estrategias enunciativas específicas. Más aún, surgen dentro del juego de modalidades específicas de poder y por lo tanto son más el producto de la marcación de la diferencia y la exclusión, que signos de una unidad idéntica naturalmente constituida, una “identidad” en su sentido tradicional (esto es, una igualdad total, sin grietas, sin diferenciaciones internas)” (Hall, 2003: 18). 
    1. Una «política anti-hegemónica» es, a mi entender, una política denegatoria: al autoafirmarse, niega la dimensión constitutiva de lo político ligado a la construcción de una voluntad colectiva en tanto condición de existencia de toda práctica instituyente.  
    1. Entre otras formas discriminatorias, también es oportuno advertir sobre la escalada de la homofobia, la lgtbifobia, la disfobia, la transfobia, el antigitanismo y la islamofobia, en tanto modos en que los privilegios del sujeto hegemónico tienen como contrapartida serios perjuicios para los sujetos subalternos. 
    1. En “¿Qué hacer con la pregunta «qué hacer»?” Derrida (1997) aproxima lo utópico a la posibilidad de soñar, no ya en lo que pudiera tener de «cierre» en su realización material sino en tanto principio de apertura de lo histórico.  
    1. Para una crítica a la «episteme occidental», remito a Castro Gómez (2005).  
 
 
Referencias bibliográficas 
 
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