En esta sociedad que se presenta
a sí misma como "libre" cada vez cuesta más localizar espacios donde
los discursos se crucen de forma crítica, más allá del monólogo o la mera
polémica (que no deja de ser otra forma de dogmatismo cruzado), quizás con la
excepción de los “pequeños círculos”. Es cierto que la propia posibilidad de
cuestionar la existencia de la libertad supone ya cierto espacio de libertad
para hacerse ese cuestionamiento. Pero ejercer ese margen de libertad no niega
la presencia de obstáculos extendidos para poder ejercerla, comenzando por la
censura y la negativa a un intercambio abierto, basado en la mutua crítica y no
en un criterio de autoridad que parte del supuesto de un sujeto (de
conocimiento) privilegiado.
La imagen de nuestra época se
aproxima más a esa (auto)censura relativamente invisible que al santuario
ilusorio de la autodeterminación. La defensa abstracta de la libertad choca con
la desigualdad para poder ejercerla. El pluralismo crítico se topa con la
polarización creciente que llama a formar filas: se está a favor o en contra,
sin argumentación que importe, en una división dicotómica del mundo social en
la que no cabe ningún matiz, puesto bajo sospecha. No me refiero solamente a
las redes o a los medios de comunicación sino a todos los ámbitos públicos de
nuestras vidas. Como si lo único que pudiéramos hacer fuera plegarnos o
cancelar: una especie de atrincheramiento subjetivo donde la propia idea de
debatir, de aceptar un juego de réplicas argumentativas, fuera algo
inconcebible.
Al fin de cuentas, todo debate
supone que nadie de partida detenta la verdad, que no es posible construir
ninguna verdad sin el otro, que el otro no es superfluo sino parte central e
insustituible en un proceso de indagación abierta que exige una con-validación
crítica. Como si la propia práctica del debate, que no tiene por qué parecerse
a una especie de diálogo armonioso o a un encuentro sin fricciones, estuviera
acorralada, en una especie de rincón al que van a parar castigados los
adoradores de matices. Pero no se trata sólo de matizar. Entre la polémica y el
debate crítico hay fronteras cualitativas que, aunque no siempre son nítidas,
hunden sus raíces en dos búsquedas contrapuestas. Mientras en un caso se trata
de derrotar al otro en el plano discursivo, en un intercambio argumentativo el
otro me enseña (a veces a regañadientes) lo que desconozco, me permite pensar
mis puntos ciegos, me ayuda a reformular mi posición y ensanchar mi universo
simbólico, incluso si eso supone pasar de forma frecuente por la experiencia
del conflicto intersubjetivo.
Es cierto que nuestra apertura no
es ilimitada, que hay momentos en que ni siquiera vale la pena intentar
dialogar, no tanto por las diferencias de partida como por la falta de interés
que algunas de esas diferencias suscitan, sobre todo cuando se presentan como
evidentes, verdaderas e indiscutibles o cuando traspasan las líneas básicas del
respeto y la igualdad. Pero cuando esa actitud se generaliza, cuando sólo queda
la lógica del amigo/enemigo, cuando la polarización sustituye cualquier crítica
dialógica (que acepta que el otro como semejante puede tener sus razones
legítimas), lo que queda es un orden simbólico clausurado, plagado de
prejuicios. Cuando eso ocurre sobre los asuntos fundamentales de nuestras vidas
en común la posibilidad de construir acuerdos partiendo del disenso se hace
ínfima. El desacuerdo se convierte en ruptura y la construcción de lo común se
transforma en el resultado de una mera correlación de fuerzas.
De la mano de la descalificación
mutua, nos quedamos sin interlocutores que puedan aportarnos lo que nosotros
ignoramos. Si el otro no actúa como espejo, sencillamente, pasa a formar parte
de la masa indistinta de discursos con los que hay que romper. Un mundo así es
un uni-verso cerrado, sin escucha recíproca: en vez de ensanchar nuestras
perspectivas, las hace cada vez más estrechas, las encierra en un sistema
cerrado de creencias. Convierte al otro en un ser redundante. Por eso no es de
extrañar que callemos nuestros disensos ni sorprende que la (auto)censura
prolifere en este contexto cultural marcado por la marginación del debate
crítico. Ya lo decían hace casi cien años. Un mundo así no es el mundo de la
democracia sino la condición para que prospere el totalitarismo, incluso si ese
totalitarismo admite variantes que se toman o se dejan, como equipos de fútbol,
fuera de toda posibilidad de ser discutidas desde posturas más o menos
razonables.
Lo decisivo es que la falta de
libertad se presenta como consenso: el temor a la excomunión, a ser expulsado
de determinada comunidad, es el trasfondo de la censura generalizada, incluso
bajo la forma de la indiferencia, el desinterés o el bloqueo, propios de una
época que se niega a reflexionar sobre los estragos que está provocando. Quien
se arriesga a disentir se expone a ser apartado de forma más o menos violenta,
generalmente acusado de provocación o incluso de traición. La falta de libertad
se convierte así en una política de la omisión. «Si no quieres salir escaldado,
mejor cállate» podría ser el lema de nuestra época. Pero una política del
sujeto semejante nos hace previsibles y sumisos a la autoridad, limitándonos a
desempeñar el papel esperado, redundando en la zona saturada de los discursos
que nos atraviesan, no sea caso que nosotros mismos seamos los censurados.
Me pregunto si en estas
condiciones alguien que goza de una aprobación generalizada no es,
probablemente, alguien que ha renunciado a reflexionar de forma crítica sobre
los asuntos fundamentales de nuestra sociedad. Si así fuera, el grado de
notoriedad pública no sería nada distinto al nivel de claudicación alcanzado.
Es verdad que cada época produce, sin advertirlo, sus propios objetores que, a
pesar de todo, insisten en señalar lo omitido y cuestionar los dogmas
dominantes. Pero que esos objetores surjan por defecto no hace más que
reafirmar la necesidad de seguir apostando por aquello que esta época margina.
No encuentro otra esperanza
política que en los que cultivan grietas, como decía el poeta argentino Roberto
Juarroz. Sostenerse en esa esperanza (agonística, nunca asegurada) no significa
que no nos topemos a cada paso con lo que se ha convertido en una práctica
extendida: mirar para otro lado, siguiendo la estrategia del avestruz. Las
excepciones no dejan de confirmar la censura convertida en una práctica
habitual, ahora a cargo de los propios individuos que "libremente"
optan por mandarse a callar, cuando hablar –de un cierto modo, capaz de eludir
la suma de tópicos que llamamos "opinión pública"- tiene un costo
cada vez más elevado.
La censura, es verdad, no es algo
novedoso. Lo que puede que sí lo sea es la creciente presión uniformizadora a
la que estamos sometidos y una cierta disposición para aceptarla sin rechistar.
Puede que uno de los mayores desafíos de nuestra época sea escapar a esa
presión que aplasta lo que hay de singular (o podría haber) en cada ser humano.
Asumir ese desafío me parece una tarea esencialmente colectiva -a la que
podemos contribuir-, centrada en (re)construir espacios plurales en los que el
disenso sea una posibilidad de intercambio, no un motivo para la exclusión.
Nuestras llamadas «democracias parlamentarias», basadas en una lógica de
bloques, cada vez parlamentan menos –en el sentido concreto de deliberar de
forma colectiva- y deciden de forma más autoritaria, sin contar con los otros
en absoluto. Pero no se trata de una esfera especializada: la censura se
expande capilarmente por toda la sociedad. Sin libertad de crítica, lo que
queda es la libertad de los poderosos. No se me ocurre mejor forma de defensa
del pluralismo que ejercer, en los espacios en los que nos movemos, el derecho
a cuestionar los discursos que se institucionalizan como evidencias
incuestionables, comenzando por la idea de que vivimos en una sociedad libre.
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