El habituamiento al mal forma parte de una sociedad que no se reconoce responsable de lo que produce, a pesar de producirlo de forma deliberada. La pesadilla se ensancha sin otras expectativas de respuesta que no sean, de forma regular, meramente defensivas o simples fantasías compensatorias. El fantasma conjurado de la revuelta ha sido pisoteado por al fantasma de la restauración fascista, aun si sus modulaciones son diferentes a las que históricamente ha producido.
Incluso el terrorismo que atemoriza a las masas occidentales cada vez pierde algo de su potencia originaria, por más brutales que sigan siendo sus atentados. Así ha ocurrido en Medio Oriente y en África y así ocurrirá probablemente en el viejo continente, en Rusia o en EEUU, a medida que pierdan su carácter excepcional. Si bien es cierto que el valor jerárquico de los muertos continúa por otros medios la desigualdad de los vivos, tampoco los sujetos metropolitanos escapan a esta necrosis sensible frente a la repetición de la masacre. La exposición continuada al Terror en sus distintas versiones hace de la amenaza una presencia más o menos difusa con la cual se aprende a coexistir, aunque se trate de un aprendizaje inducido, entre otras cuestiones, por el despliegue inédito de un aparato de seguridad que no cesa de recortar libertades en nombre de la libertad y por la extraordinaria visibilidad que estos fenómenos adquieren a nivel mediático cuando ocurren en territorio europeo o estadounidense.
En términos generales, la rutina del crimen apenas logra movilizar algo de nuestras energías políticas. Si por una parte la percepción de amenaza es omnipresente, por otra parte, las respuestas sociales prevalecientes no parecen ser otras que un acentuado repliegue narcisista: puesto que estoy amenazado, me reafirmo contra el mundo, rompiendo el espejo odioso del Otro. Ante las zozobras del presente, esta suerte de retorno narcisista es previsible. La energía libidinal se retira, por así decirlo, de una exterioridad significada como amenazante, en la que también aparecen una multitud de “ellos”. Una respuesta defensiva semejante condena a distancia a los otros a partir de un principio de indiferenciación. Es la contracara subjetiva de una economía política del sacrificio que no cesa de producir, como parte de su dinámica funcional, nuevas categorías de damnificados.
La muerte por abandono de miles de desplazados en las orillas de Europa, la plaga del feminicidio, el empobrecimiento extendido en plena expansión de corporaciones trasnacionales que concentran gran parte de la riqueza social, la precarización laboral generalizada y el desempleo elevado, la multiplicación de las guerras neocoloniales que se ensañan contra cientos de miles de personas inocentes, el crimen organizado a escala internacional, la escalada del autoritarismo en presuntos estados de derecho y la criminalización de la disidencia política, los suicidios perpetrados por un sistema bancario que desahucia a los que prometió albergar, la corrupción estructural que perpetúa los privilegios de las elites dominantes, el predominio de la rapiña financiera en la economía mundial, el racismo y la xenofobia institucionalizados contra las minorías, las hambrunas y las desigualdades recurrentes planteadas como inevitables, la imposición ideológica de la “economía de mercado” a sus víctimas, los desastres ecológicos periódicos que expulsan a millones fuera de sus hogares, la violación sistemática de los derechos humanos de dos tercios de la humanidad, la hegemonía cultural del individualismo más mortífero, entre otros elementos sobredeterminados, participan en un proceso social de «otrificación» que exime a los “propios” no sólo de la responsabilidad de protección y asistencia a las personas damnificadas sino también del deber de cambiar el mundo que sostiene este régimen de desigualdades.
A escala global, el aprendizaje es casi perfecto, si no fuera por el recordatorio relativamente incómodo de activistas, grupos y movimientos disidentes que, como partícipes de una época sombría, no se conforman con hacerse sitio en el espectáculo. Contra ese recordatorio, sin embargo, se cierne el despliegue de las industrias culturales dominantes. A fuerza de repetición del horror, lo que nos pareció inconcebible se ha hecho parte del ruido de fondo de lo cotidiano: la evidencia de un mal que ocurre en otra parte.
La tele-evidencia del mal, sin embargo, crea impotencia. No es sólo que en un plano ideológico el sujeto se exime de responder ante el otro. El propio otro es puesto a una distancia insalvable. Es devorado por el agujero negro de la pantalla. El reconocimiento común de “no poder hacer nada” ante su padecimiento es, en este sentido, efecto de una repetición discursiva: el daño acontece a distancia, sin relación con las coordenadas de mi actividad vital.
La impotencia se acentúa más todavía en el contexto de una cultura de masas que se sitúa más allá de cualquier «principio de verdad»: la realidad efectiva del sufrimiento ajeno es, cuando no negada directamente, relativizada lo suficiente como para no sentirse llamados a responder. Incluso si no desaparece del todo la indignación, nuestro estado de ánimo colectivo es más bien resignado, cuando no conformista. Ni siquiera cuenta que el propio sujeto reconozca que en su relato incurre no ya en contradicciones lógicas o en incoherencias pragmáticas sino en mentiras sistemáticas, convertidas en táctica propagandística o publicitaria. Tampoco cuenta que los mentirosos compulsivos sean los que dominan el juego o que el sistema judicial vigente exonere a los estafadores e inculpe a los que procuran desafiar la dictadura de la corrección política. Es indiferente que los medios masivos de (des)información publiquen de forma esporádica noticias que desperecen a la audiencia, acaso como una estrategia de legitimación ante la caída vertiginosa de su credibilidad, empeñados como están en sostener sus prerrogativas. Si hiciera falta, en nombre del raiting, no sería descabellado suponer que podrían televisar una snuff movie como lo han hecho con el asesinato televisado de un embajador ruso en Turquía o con un niño inerte abandonado a su suerte en una playa indiferente; podrían televisar la destrucción del mundo como lo han hecho con la caída del sistema financiero internacional. En el mejor de los casos, podrán desatar -no necesariamente de forma voluntaria- olas efímeras de solidaridad; una solidaridad que se agota no bien un nuevo desastre acapara nuestra atención no menos efímera.
Ante esta forma de mal difuso, sustraerse al «discurso de la impotencia» forma parte de la reconstrucción de nuestras subjetividades políticas ante un sistema-mundo que no parece tener otro límite intrínseco que el que fija la propia imaginación cínica. Forma parte del experimento neoconservador determinar el punto fronterizo en que sí podríamos romper el cristal confortable del mundo privatizado, la rebelión ante un mundo social voraz que afecta hasta las relaciones amorosas o de amistad, convertidas regularmente en capital social exhibido en alguna red al uso. La frecuente exhortación a la armonía universal que los grupos dominantes lanzan, apelando a esas redes y medios, ya es indicativo de lo que está en juego: la inhibición tendencial de la crítica como facultad de interrogar y cuestionar lo heredado. La crisis de la izquierda tradicional –una izquierda que no parece haber tomado nota de otras formas de antagonismo social que no pasen por las reivindicaciones de las clases trabajadoras o la restitución del estado de bienestar- pasa factura no sólo bajo la forma de un déficit utópico sino también de una dificultad recurrente para articular múltiples prácticas sociales disidentes.
En esta marcha ciega de la historia, no comprenderíamos nada si no apuntáramos en el análisis a las transformaciones relativamente recientes que las tecnologías informativas y comunicativas han contribuido a producir en nuestras sensibilidades y en nuestros modos de interactuar con los demás. Y comprenderíamos menos todavía si no ligáramos esas transformaciones técnicas con una «subjetivación capitalística» –en términos de Guattari- que ha convertido el dolor del otro en un efecto secundario del propio goce idiota. A diferencia de otras épocas en las que podía invocarse con cierta confianza la alteridad como posibilidad de otra sociedad, es la propia alteridad la que se está desdibujando de una forma acelerada, al punto donde la propia noción de «utopía histórica» resulta cuando menos sospechosa.
Si esto es cierto, la interiorización del discurso capitalista y las transformaciones en las sensibilidades colectivas que propicia a partir de la omnipresencia cotidiana de las TIC permiten dar cuenta, al menos parcialmente, de la estetización de una violencia inaudita contra quienes no encajan dentro de los criterios de éxito de ese discurso. Tal es la situación que presenciamos entre el estupor y la apatía, como es el caso de la grabación de las palizas propinadas en el ámbito escolar a quienes son representados como “diferentes”, de la transmisión en directo de la violación colectiva de una menor mientras decenas de personas la contemplan como un “espectáculo” que no les atañe, de las fotografías que muestran los abusos ignominiosos cometidos contra los “trofeos de guerra” hacinados en cárceles secretas o de la filmación de agresiones gratuitas a transeúntes, por poner algunos ejemplos heterogéneos.
Incluso si la promesa de lo diferente resucita de forma esporádica del fondo de la desesperación, nuestro presente se ha reconfigurado como «espectáculo renovado», vivido como una escena en la que somos constituidos como observadores que se limitan a contemplar lo que acontece más allá de nuestro alcance, como si esa “contemplación” no fuera una forma de participación perversa en la misma producción de acontecimientos aberrantes. Por retomar un ejemplo reciente: la condición de posibilidad de una violación-colectiva-a-transmitir es la reproductibilidad técnica del acto. No habría semejante violación a transmitir sin la existencia de medios y redes comunicacionales que hacen presente una lejanía presuntamente desconectada del observador y que, sin embargo, se sostiene en su existencia.
El daño puesto a distancia tiende a desdibujar respuestas activas. A lo sumo, provoca un estremecimiento ante un horror sobre el que no ejerzo ningún control. Las esquirlas que se incrustan en cuerpos distantes siguen siendo suficientemente lejanas como para no conmover los cimientos de nuestro mundo cotidiano. Incluso las esporádicas marchas ciudadanas ante las políticas de asilo europeas constituyen más una respuesta de consuelo que una intervención social transformadora. A menudo bajo la forma de una hiperactividad miope -en la que el yo se convierte en militante de sí mismo-, la dificultad para identificarnos con los otros no cesa de crecer. Entretenidos en el espectáculo del yo y sus prolongaciones en el endogrupo, ¿qué relevancia subjetiva podría tener la realidad de una multitud sufriente, sin rostro? ¿Cómo estamos subvirtiendo esta separación social radical que condena a una parte significativa de la especie humana a los vertederos?
La edad del cinismo es también la era que ha industrializado el crimen, al punto de producir en el presente la tele-evidencia del mal como presunta realidad inexorable. Si bien podría leerse esa criminalidad como una continuidad histórica, las modalidades de su producción son históricamente específicas: no sólo su dependencia con respecto a ciertas formas de racionalidad sistémica, su relación con dispositivos tecnológicos relativamente novedosos o, más en general, su vínculo con las metamorfosis culturales del capitalismo, sino también la persistencia de un régimen (neo)colonial que inferioriza a los otros pese a sus prédicas pseudodemocráticas.
A pesar de las odas a la globalización capitalista, la zanja entre “nosotros” y “ellos” no cesa de ensancharse, dinamitando aquellos puentes que hacen posible un reconocimiento recíproco como sujetos semejantes, esto es, como humanidad común. La tele-evidencia, en el mismo momento en que sitúa el mal a distancia, jaquea nuestra capacidad de empatía: “desconecta” la evidencia de nuestra acción. Desde luego, sería ingenuo suponer que aquellas muertes, aquellas violaciones, aquellos abusos, no tienen nada que ver con el visionado, con el sujeto observador, con los dispositivos mediáticos y tecnológicos, como si no fueran sus soportes materiales. El problema es que esa supuesta “desconexión” forma parte de los efectos ilusorios que crea la acción a distancia. La ventaja de no tener que enfrentarse cara a cara con las víctimas es que podemos ocultar nuestra participación (diferencial, ciertamente) en la maquinaria que los produce.
La propia evidencia de la tele-evidencia opaca nuestra proximidad con lo que acontece y, particularmente, nuestra implicación en la construcción del mundo social presente. A pesar de los obstáculos, forma parte de nuestras responsabilidades políticas no enajenarnos del estado patológico del mundo ni desligar nuestras vidas del crimen naturalizado, como aquello que está allí, irreductible y objetivo.
Es cierto que presentimos que es cuestión de tiempo que las esquirlas también nos dañen (si todavía no lo han hecho), que mientras nuestro saber no se convierta en revuelta ese riesgo no cesa de incrementarse. Pero se trata de un riesgo todavía abstracto, que no se vive como inminencia. Sin riesgo inmediato, en una sociedad de la indiferencia, quien gana la partida no es la añoranza por otro mundo posible sino la sensibilidad anestesiada por la repetición espectacular de la catástrofe, la sensibilidad que se ha habituado a la tele-evidencia, es decir, a aquello que ni siquiera podemos tocar, en suma, a una visión sin visión, porque al fin de cuentas la tele-evidencia oculta otras realidades más próximas e imperceptibles que, sin embargo, sustentan el horror exhibido hasta el agotamiento.
La tele-evidencia repetida, al poner el peligro a distancia, construye una fosa sin común denominador entre los otros y los propios. La certidumbre del mal nunca es suficiente para movilizar los pies. Como si la “conexión” instantánea del mundo estuviera, al mismo tiempo, interrumpida por el cortafuego de una subjetividad que no quiere saber absolutamente nada fuera de su hedonismo fantaseado –aun cuando a menudo no pueda sustraerse a lo exhibido. En ese goce idiota, falta el otro y lo que hay de otro en nosotros mismos. Soltando la mano a los demás, vamos abriéndonos paso a la evidencia de nuestra servidumbre.
Arturo Borra