Quisiera que esta condena de la
masacre de Melilla -perpetrada con la complicidad de los estados español y
marroquí el 24 de junio de 2022- no sea una simple lamentación. Un lamento ante
aquello que, siendo completamente evitable, no podemos evitar como parte de una
ciudadanía impotente ante decisiones que los estados adoptan apuntalando un
orden mundial criminal. Digan lo que digan, una masacre es evitable. Una
masacre no es una guerra o un enfrentamiento. Hay victimarios concretos que
perpetran la acción deliberada de matar a personas indefensas.
Para disipar el lado más brutal
del acto de matar dirán que se cumplió con el deber. El pensamiento imbécil se
encargará de presentar las piedras como armas y los cuerpos como escudos. Pero
la elasticidad de lo real es limitada: hay una resistencia a simbolizarlo de
cualquier modo. Entonces no tendrán más camino que proseguir su defensa
dogmática del crimen impugnando la crítica. Cualquier cuestionamiento a la
política en curso será cuando menos reducida a una forma demagógica e hipócrita
ligada a sospechosos intereses personales, cuando no descalificada por hacer el
juego a no sabemos qué radicalidad. En la neolengua disparar a quemarropa es
llamado “defensa legítima” y la masacre “protección de fronteras”. Razón de
estado –argüirán-. Aunque se trate de una razón homicida.
Si un deber implica participar en
una masacre no hay deber alguno al que uno se deba. Nadie puede obligarnos a ejecutar
a personas en situación de indefensión. El dilema ético entre acatar o
desobedecer no es nuevo. Pero decir que se trata de un «dilema» es engañoso. Una
ética de la rebeldía, en un contexto semejante, tiene que tomar una decisión forzada.
Declinar del homicidio -aunque lo ordenen desde algún despacho. No hay dilema
entonces. Aunque jurídicamente un subordinado pueda tener problemas por
desobedecer órdenes inmorales. Incluso si alguien se encontrara en apuros para
tomar la decisión de obedecer o no, esas vicisitudes no son del orden de la
conciencia moral sino del cálculo de beneficios.
Aproximarse a la realidad de la
masacre no tiene por qué llevarnos al orden de las definiciones depuradas de
los acontecimientos que las significan. Las masacres como regularidad histórica
enseñan que unos seres humanos, en nombre de alguna finalidad o misión
presentada como superior, se sienten autorizados a matar a otros inclusive si están
en situación de indefensión. Los mismos estados que claudican ante
multinacionales y grandes corporaciones trasnacionales (capaces de especular
con lo más básico e imprescindible para vivir), en estas otras ocasiones, invocan
la «patria» como si estuviera bajo un estado permanente de amenaza. La
invocación no es inocente: instala un presunto riesgo externo para tapar la
magnitud de las concesiones internas. Y si encima el “riesgo externo” está
privado del derecho de hablar, el fantasma es ideal para tapar el hueco. Se
adapta a las dinámicas propias sin la perturbadora evidencia de nuestra
miseria. Cohesiona a fuerza de exclusión. Como la «operación masacre» que
relató en 1957 el periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh (asesinado por
la Junta Militar en 1977): prescribir un único modo de ser presagia lo peor
para quien lo contraviene. La analogía tiene su justificación, no por los
regímenes políticos respectivos, sino por la continuidad de un crimen de estado
que se legitima apelando a una “(…) situación provocada por elementos
perturbadores del orden público [que] obliga al gobierno provisional a adoptar
con serena energía las medidas adecuadas para asegurar la tranquilidad pública
en todo el territorio de la Nación” (Rodolfo Walsh, Operación Masacre, De la Flor, Buenos Aires, pág. 37).
La perturbación del orden público
reclama una política de restauración. Apartar los “elementos perturbadores”
como sea. Incluso si es preciso un castigo ejemplar o una lección de muerte. Lo
importante es adoptar “medidas adecuadas para asegurar la tranquilidad pública
en todo el territorio de la Nación”. Un salto de algunos centenares de
personas, al decir de las autoridades de gobierno, pone en riesgo la integridad
territorial, perturba la tranquilidad pública. Invita a adoptar “medidas
adecuadas”. Aunque haya que matar para restablecer el orden alterado. Qué
extraña declaración de fragilidad de la Nación: unos centenares de vidas en
peligro, desde el flanco sur, ponen en riesgo la integridad de una Nación que
presume regirse por un «estado de derecho». Un «estado de derecho» que, de
forma súbita, se declara tan frágil como para actuar como estado de excepción
ante un salto que no tiene nada de masivo, al punto de ser controlado en escaso
tiempo mediante una incontrolada violencia policial.
Que las noticias sobre
inmigración se parezcan cada vez más a una continua nota necrológica debería
advertirnos del rumbo de las políticas de muerte que los estados del norte
despliegan para evitar el efecto que ellos mismos provocan: desplazamientos
colectivos a raíz del expolio sistémico que producen, incluyendo mecanismos
lucrativos como las guerras o las hambrunas que los grandes mercaderes
mundiales saben capitalizar como nadie. (El hambre, como la muerte, también
puede ser rentable). El trabajo simbólico está hecho. ¡Si hasta instituciones
militaristas como la OTAN, en su desvergüenza manifiesta, se permiten referirse
a las migraciones “ilegales” (sic) como “amenaza”, migraciones que ellas mismas
han producido con sus políticas de guerra permanente! ¡Si hasta Frontex puede
seguir practicando su necropolítica sin esas molestas interferencias normativas
que son los derechos humanos! Y si no fuera suficiente, ahí tienen el racismo
estatal y mediático construyendo algunas vidas desesperadas como un peligro mortal
para la soberanía nacional que, por lo demás, permanece imperturbable si las
procedencias son de otras regiones más favorecidas, si están generadas por la
masificación del turismo o por grandes capitales extranjeros, aun si especulan
con lo más básico de nuestras vidas. Nada de eso escandaliza: no habrá
movilizaciones más que de los ya movilizados; no habrá repudio generalizado, aunque
permanezcan las velas encendidas en homenaje a tantas memorias truncas; no
habrá grandes declaraciones humanitarias ni oraciones fúnebres para la fosa
común donde enterrarán los cuerpos asesinados en nombre de una nación que
brilla por su ausencia de comunidad. Las exequias quedarán para otra vida y la
despedida o el duelo será para otros remotos que jamás visualizaremos.
Los muros blancos garantizan
invisibilidad pública mientras los jefes de gobierno se felicitan por la
aplicación de sus fuerzas de inseguridad siempre dispuestas a esmerarse a fondo
para reprimir las añoranzas sin lugar. La eficacia de los muros blancos está
fuera de duda. Son mortíferamente eficaces. Las fuerzas brutales de seguridad
ya están entrenadas desde hace décadas; recambian piezas pero allí está la
argamasa ideológica tardo-franquista bien compacta garantizando la continuidad
de la disciplina y el respeto a las jerarquías institucionalizadas. El único
discurso proferido, el pregón favorito, se transmite con palos y disparos. Ya
tienen su marco de prejuicios relucientes –les han sacado brillo a fuerza de
amplificación ideológica- y su duro entrenamiento apaleando a quienes no se
dignan con acatar el orden de los escombros. Ni por un instante se les ocurre
preguntar por quien dicta el mandato ni por el despacho ministerial que instruye
en la violencia policial practicada con modales, sin perder la risa.
Quisiera entonces elaborar un
discurso capaz de cuestionar a aquellas instituciones (mundiales, europeas y
nacionales) que dan la espalda al dolor anónimo,
porque han saqueado los nombres de sus protagonistas y borrados los procesos
que atraviesan sus vidas. Llámese «exilio», «éxodo», «diáspora desesperada»… No
«refugio», porque ese dolor humano que se acumula en la frontera vive en el
desamparo absoluto, huyendo de las guerras y otras calamidades. No «refugio»,
para evitar seguir sosteniendo la pantomima al infinito. También el lenguaje
necesita ruborizarse. Evitar el eufemismo que borra la dimensión sangrante de
la violencia institucional.
No hay dispositivos especiales
para abrazar ese desamparo. Los cuerpos estigmatizados tampoco suscitan empatía
alguna: la industria mediática ya se ha encargado de ponerlos a una distancia
insalvable. Su ontología es la desaparición. Ya es demasiado infame el trato
como para disimularlo con rodeos a la orden. A fuerza de sedimentación, las
víctimas se han convertido en “asaltantes violentos” (sic), “amenazas” (sic) para
la integridad territorial, “riesgo” (sic) securitario, foco delincuencial o
criminal, en suma, acopio de los males posibles que hay que proyectar para no
hacerse cargo por un instante del doble vínculo, del cinismo consentido, de las
vidas en el alambre que producimos como consecuencia de nuestras búsquedas de
bienestar cercado.
Ni por un segundo a los apólogos apócrifos
de la equidad (para sí mismos) se les ocurre reclamar un trato digno e
igualitario para los demás. Los perjuicios que otros sufren no son perentorios.
Ni siquiera cuentan con la promesa de asilo. En el mejor de los casos,
pernoctarán en algún espacio inhóspito de sobrevida haciendo lo imposible,
siempre que sus vidas no sean masacradas desde la impunidad que producen las
violencias de estado legitimadas desde diferentes medios masivos de infoxicación,
incluyendo algunos que todavía se piensan “progresistas” habiendo asumido
premisas ultraderechistas en las que la inmigración irregular es significada como
el “asalto violento” de hordas salvajes procedentes de un continente expoliado
desde la barbarie sistémica que se ha autoerigido en única civilización legítima.
La saturación discursiva es tal
que la naturalización de la muerte de los otros, esquilmados a partir de
marcadores raciales en este caso, ya es un hecho consumado. No habrá rituales conmemorativos
de estado, campañas solidarias destinadas a las familias damnificadas,
repatriación de cuerpos, reivindicaciones políticas para las minorías,
investigaciones penales por las responsabilidades directas e indirectas de
quienes se supone velan por el bien común… (pero ¿hasta cuándo vamos a seguir
concibiendo la gestión timocrática en curso como una política democrática?).
Ni siquiera sería de ayuda algún
pedido de disculpas de un gobierno que escribe promesas con su izquierda vacilante
y ejecuta firmemente con su derecha. Incluso si las dieran –en caso que
tuvieran alguna mínima dignidad ética- sería una mera farsa. Palabras que sus
decisiones contradicen. El problema es que ministros y ministras socioliberales
racistas -que siguen defendiendo los CIE, la Ley de extranjería, la represión
policial como mecanismo disuasorio, las devoluciones en caliente o los pactos a
traición con los que hasta ayer consideraba autócratas- no pueden
estructuralmente salirse de su papel de demócratas preocupados sin que se les
caiga la cara de tanta desvergüenza acumulada a fuerza de claudicación política.
Siempre mirando las encuestas, no sea caso que a alguien se le ocurra ser más
cretino o más efectista al momento de anunciar nuevos obstáculos
institucionales destinados a quienes construye de facto como sobrante
estructural, despojos humanos, deshechos del derecho con los que llenarse la
boca para arañar el voto de algún indeciso. La oferta identitaria es demasiado tentadora
ya para desperdiciarla. Se trata de competir hasta lo insospechado. Asumir
exactamente el discurso antagónico, al punto de hacerlo indiscernible del
propio. De apropiarse de la agencia fascista hasta devenir un agente fascista
más, en el sentido más literal del término.
Es verdad que vendrán algunas denuncias
mediáticas más o menos aisladas, alguna investigación judicial que apacigüe las
conciencias desdichadas, un puñado irrenunciable de manifestaciones sociales de
repudio, algún corazón salvaje que reclame todavía algo a la izquierda de tanta
entidad caritativa, pulsos insomnes que sigan velando a los muertos cuando ya
no sean noticia, el latido secreto de la indignación que no encuentra su cauce,
el llanto clandestino de los hermanos o las hijas, el dolor que crece sin
término en alguna zanja, el rostro desencajado de los derrotados. También
nosotros somos derrotados, incluso si no sabemos quiénes forman parte nuestra,
porque eso mismo forma parte de la derrota. Habrá una protesta que eleve la voz
quizás, nunca suficientemente enérgica; una rabia legítima sin asidero; una
demanda de justicia que persistirá en la memoria de las luchas aun si es
archivada por algún tribunal supremo.
Es poco. Radicalmente
insuficiente. ¿Quién podría consolarse con ese hacer que se parece peligrosa,
terriblemente, a la impotencia? Como un mantra, insistirán en la inutilidad de
los actos. Hablarán de supuestas tragedias para eludir las farsas. No hay duelo
satisfactorio en este contexto que no suponga un reparto de responsabilidades
estrictamente humanas. Aunque los verdugos contraten plañideras para velar a
los asesinados. Después vendrán los discursos para “esclarecer los hechos”,
como si no hubiera ya suficiente evidencia empírica para hablar de crimen de
estado. Como si los cuerpos amontonados no hablaran ya de una deshumanización
absoluta. Como si no supiéramos de los males endémicos que nos afectan como
sociedad –la hidra que fagocita cualquier vestigio de igualdad, asociándola
falsamente con un llamado uniformizante a una comunidad de privilegios-.
Es poco. Pero más que nada.
Seguir soñando con una comunidad (abierta, heterogénea, horizontal) que nos
falta. Sostenernos en la tristeza, en la angustia, en la sustracción a esas
fábricas de la felicidad que esconden los basurales de la historia. A lo mejor,
poniendo nuestro corazón en una ínfima, frágil esperanza y, sobre todo, movilizando
nuestros cuerpos en las luchas que la encarnan de forma más precaria todavía. En
medio de toda esa desesperación enterrada en un desierto, ¿cómo hacer que una
política de la esperanza –y sostenida por quiénes- no se convierta
automáticamente en una forma de engaño?
Aunque más no fuera apelar a una
estrategia de deserción. No huir: desertar. No ser parte del ejército que sigue
masacrando a los vencidos, del ejército etnocéntrico que legitima la
putrefacción de presente, de los opinólogos financiados por quienes venden el
alambre y las armas para detener a quienes intentan sortearlo desesperadamente,
de los votantes responsables que en nombre de la lógica del mal menor sostienen
lo Funesto. Aunque no quede más camino que devenir minoría, no hay otra opción
ética que documentar la barbarie. Una barbarie organizada que luego buscarán
borrar o renombrar como defensa legítima, no sea caso que el fantasma de los
muertos quiera recordarles su crimen. Como decía Walsh: “Hay un fusilado que
vive”. Ese testimonio incómodo seguirá haciendo sobrevolar sobre los
responsables el fantasma de su crimen. Aunque toda la máquina semiótica de los
massmedia se movilice para diluir esa exterioridad antagónica, un fusilado que
vive introduce una resistencia ante una voluntad de olvido extendida. Que la
aprobación de la masacre sea hegemónica puede ser algo coyuntural siempre que
se esté dispuesto a devenir minoría o asumir cierta soledad política para
seguir cuestionando. No en nombre de lo que ocurre en otras partes del
sistema-mundo ni mucho menos desde una épica personal sino en nombre de un ideal democrático más o menos tambaleante
en la práctica pero no menos imperativo en la construcción de lo común. Aunque
sea poco más que nada, desertar también podría constituirse en una forma de
responsabilidad. Una forma, si se prefiere, de no responder ante la infamia
convertida en sistema y, especialmente, ante los mandatarios que la han erigido
en moneda corriente para el intercambio.
Arturo Borra
DIÁSPORAS
Centro de investigación migrante para la interculturalidad