sábado, 18 de febrero de 2012

La criminalización de la protesta social: la escalada autoritaria en España



No hay política de ajuste que no implique, simultáneamente, como su contracara necesaria, una política represiva orientada a la domesticación de la protesta social. Al ineludible incremento de la conflictividad social ante decisiones radicalmente desequilibradas en la distribución de privilegios y perjuicios, el gobierno nacional arremete contra libertades cívicas como el derecho a manifestación y reunión. Medidas antipopulares como la reforma laboral, el brutal recorte del gasto social simultáneo al mantenimiento de los privilegios presupuestarios de la corona, la iglesia católica y las fuerzas armadas, la acentuación de un sistema fiscal regresivo, el retroceso en términos de derechos de las mujeres, la inhabilitación judicial de un juez emblemático como Garzón (por su investigación de crímenes de lesa humanidad y de una de las tantas tramas corruptas existentes) o el rescate público a la banca privada, entre otras medidas, tienen como corolario la instauración de un estado policial que se sustrae de las leyes de excepcionalidad que institucionaliza para actuar al margen de todo control democrático, generalizando la suspensión temporal de derechos en nombre de una situación de urgencia.
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En efecto, en nombre de esa urgencia, la derecha gubernamental española -presionada internamente por sus facciones más ultraconservadoras y a nivel externo por una unión europea cooptada por el poder financiero global- no tiene más respuesta ante las diversas demandas sociales que la criminalización de los participantes en las manifestaciones sociales y la usurpación policial del espacio público en nombre del orden social. El propio emplazamiento ideológico sitúa al partido gobernante en el dilema de cargar contra los manifestantes y atizar la indignación colectiva o de permitir su movilización y contrariar los deseos de una parte significativa de su electorado.
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La resolución al dilema no ha tardado demasiado en llegar: la apuesta por judicializar los conflictos sociales resulta clara. Que para esa tarea la policía se emplee a fondo, imputando a los manifestantes delitos de desorden público, resistencia y desobediencia a la autoridad (a pesar de las evidencias en sentido contrario), no debería hacernos perder de vista algo mucho más grave: no sólo que el aparato represivo estructurado durante el franquismo nunca fue desmontado sino que lo que está en curso es una política transversal en Europa, producto del desplazamiento de una variante social-demócrata más o menos benevolente del capitalismo a una variante neoliberal mucho más virulenta. 
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La adquisición millonaria de materiales antidisturbios ya hacía prever esta intensificación de las políticas represivas en España. Que enfrente estén miles de ciudadanos protestando (desde parados y estudiantes, pasando por políticos de izquierda y miembros de sindicatos minoritarios hasta trabajadores del sector público o jubilados) no parece conmover en lo más mínimo al nuevo bloque gobernante. La escalada autoritaria acaba de empezar. Bajo la supervisión de unas instituciones políticas europeas subordinadas a las oligarquías financieras, el partido gobernante tiene vía libre para proseguir la dirección que ya se figuraba en el anterior gobierno nacional: destruir los últimos restos del estado de bienestar, disciplinar a las clases trabajadoras y consolidar el gran capital financiero y empresarial.
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Erigido en mayoría absoluta por una ley electoral antidemocrática que suelda legalmente el bipartidismo como política de estado y a pesar de ser una primera minoría (recuérdese que el PP apenas obtuvo el 30 % de los votos del censo electoral), el gobierno actual sabe que las políticas de ajuste y el rescate de los agentes financieros no se producirá sin resistencias sociales relevantes. De ahí la decidida apuesta por criminalizar a los grupos y movimientos sociales contestatarios que ponen de manifiesto el malestar colectivo. Su objetivo político no es tanto suprimir de lo público las protestas sociales (objetivo que no puede sino fracasar estrepitosamente) sino domesticarlas, esto es, regular sus movimientos y encauzar sus apariciones, en suma, procurar controlar un devenir que, de otro modo, podría dar lugar a lo imprevisible, a la puesta en acto del fantasma de la revuelta o de lo que hay de excedente incontrolable en el acontecimiento.
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No es sólo un problema de arrogancia amparada en una mayoría parlamentaria (manifiesta por lo demás en cargas policiales tan desproporcionadas como torpes en la previsión de sus efectos negativos); lo que está en marcha es la construcción de un poder soberano para-estatal que consolide un modelo de acumulación basado en la concentración de la riqueza y en el disciplinamiento social. Que para ese fin se produzca una “movilización total” del bloque dominante no debería extrañar, empezando por el despliegue de una retórica cínica que recuerda las peores anticipaciones de Orwel en 1984: desde esa perspectiva, no hay vacilación alguna en presentar de forma invertida la reforma laboral como una “garantía de empleo”, la destitución vergonzosa de Garzón como un “ejemplo del estado de derecho”, el recorte (selectivo) como una “medida para preservar el estado de bienestar” o el salvataje de entidades bancarias privadas como una “defensa del interés general”. Que los portavoces de las clases dominantes insistan en la limitación del derecho de huelga sin el más mínimo pudor democrático forma parte de esta escalada autoritaria requerida para alterar la anatomía de una formación social capitalista habituada hasta fechas relativamente recientes a un régimen de pequeños privilegios (basado en la promesa de un acceso ilimitado al consumo). Que ese régimen se haya sostenido históricamente por la transferencia del malestar a los países periféricos, tal como la izquierda más lúcida viene anticipando desde hace décadas, no niega el carácter ilusorio de esa promesa. El endeudamiento crónico, el empobrecimiento extendido y la metamorfosis de los mercados de trabajo (arrojando a millones de personas al paro y sobreexplotando a tantos otros) hacen visible lo que en una fase previa operaba de forma latente; a saber, que el modelo de crecimiento capitalista estructuralmente presupone la desigualdad de clases y, en última instancia, la pauperización de franjas sociales cada vez más vastas.  
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En cualquier caso, el sesgo autoritario de la derecha gobernante señala la debilidad de su poder hegemónico al momento de legitimar unos cambios que ya vienen predeterminados por los organismos de crédito internacional y sus portavoces comunitarios. El salvataje de la burguesía financiera y empresarial tiene como contrapartida la precarización no sólo del trabajo sino de las condiciones de vida de las clases populares y medias españolas, precedida por la marginación y discriminación laboral e institucional de la población inmigrante y refugiada. La destrucción de múltiples derechos económicos, sociales y culturales, las fuertes restricciones al acceso a los servicios públicos y la tendencia a su privatización (incluyendo la gestión de las pensiones, de la sanidad y de la educación terciaria), son otras tantas consecuencias necesarias de un sistema político cada vez más subordinado a los imperativos sistémicos. Que esa metamorfosis salvaje de la “sociedad” se haga en nombre del “interés público” no cambia las cosas. Como enfatiza Laclau, “la sociedad no existe” en tanto presunto orden unificado. Lo que persiste, más bien, es un tejido social escindido, en el que las clases dominantes han iniciado una ofensiva global sin precedentes. No cabe descartar que estemos llegando a un punto de no retorno, en el que la destrucción del medioambiente y la pauperización de las mayorías sociales se articula a la eliminación del considerado “excedente humano”, no sólo a través de guerras a medida del complejo industrial-militar trasnacional sino también a través de hambrunas locales, perfectamente evitables con controles mínimos sobre el sistema de especulación mundial.  
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Que ese punto de no retorno sea sistemáticamente desconocido por parte de los medios masivos de difusión, esto es, que las políticas informativas hegemónicas no sean sino otra forma de desinformación crónica, funcionales a un complejo mediático-empresarial cada vez más concentrado, es otro signo de la escalada autoritaria que aludíamos previamente. La crisis de legitimidad se transforma en planificación del engaño. Al neoliberalismo económico –lo sabemos al menos desde las dictaduras latinoamericanas de los 70- siempre le sentó bien la “mano dura”. El autoritarismo político y el neoconservadurismo cultural son sus mejores aliados. Que en España esas tradiciones remiten a la perversa herencia franquista no parece dejar mucho margen de duda, pero eso no es óbice para recordar que la dinámica político-económica rebasa esa herencia histórica y compromete al capitalismo en su fase actual, no sólo como modo de producción de excedentes sino también como modo de destrucción planetaria.
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Si lo que está en curso en una dimensión económica es una vertiginosa concentración de la riqueza social, lo que se hace manifiesto en el sistema político es, por usar la expresión de Rancière, un auténtico «odio a la democracia». Además de una afrenta radical contra las demandas de justicia, el nuevo (des)orden mundial ha activado una gigantesca máquina de trituración de vidas humanas, indiferente a cualquier regulación (o limitación) externa. Que esa máquina tenga sus beneficiarios concretos no niega el estado de descontrol en que se encuentra. Sus beneficiarios, en última instancia, no son más que engranajes o enganches atrapados en su funcionamiento maquínico.
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En última instancia, ante esa dinámica, ni siquiera la derecha más totalitaria se propone clausurar toda manifestación de disidencia. No podría conseguirlo aunque se empecinara. La lógica del terror es demasiado onerosa y, en consecuencia, está reservada para aquellos colectivos que el poder económico-financiero soberano dictamina como no “integrables” por otros medios. Cuando no alcanzan los golpes de mercado, se los complementa con un uso controlado de la violencia policial. Im-poner el miedo en los cuerpos, fijarlos a la cuadrícula de lo políticamente previsible, en suma, taponar su energía revolucionaria, son algunas de las tantas modalidades sistémicas de atemperar esa disidencia, asimilándola como parte de la representación (teatral) del “juego democrático” (reducido a la lógica de alternancia de las élites parlamentarias).
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En las condiciones del presente, resulta cada vez más plausible la tesis de que estamos viviendo en un umbral en el que las fronteras entre “estado democrático” y “estado totalitario” tienden a hacerse cada vez más difusas (lo que no significa que coincidan plenamente). Hay motivos más que razonables para sospechar que estamos internándonos en esa zona indiscernible donde “democracia” y “totalitarismo”, “autogobierno” y “dictadura”, ya no forman alternativas formales de una dicotomía política sino elementos de una conjunción sistémica. Podría incluso argumentarse que no se trata en absoluto de una conjunción sino de una fagocitación creciente del primer término por el segundo. Lo que está en peligro, en ambos casos, es el proyecto de una sociedad en el que la autonomía individual y colectiva no sea una mera pantalla de una sociedad administrada.
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Aunque este peligro no sea estrictamente novedoso, su intensificación presente en el contexto europeo quizás sea indicio de una ofensiva sin precedentes. A la política del miedo que quieren institucionalizar, la réplica de la izquierda radical no puede ser otra que la politización radical de las actuales formas institucionales. Ante la reestructuración del capitalismo nuestra apuesta debería ser la desestructuración de su hegemonía, haciendo visible su violencia cotidiana. Desafiar el miedo, en este punto,  deviene práctica de la disidencia.
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Arturo Borra

jueves, 2 de febrero de 2012

Diez preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a Antonio Méndez Rubio de Arturo Borra


1. Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

Puede tratarse de un retorno de lo reprimido, de lo prohibido. La “conciencia social” (tanto en su variante micro-cotidiana de “sentido común” como en la más macro-mediática de “opinión pública”) trabaja inercialmente con vistas a una insensibilización, una amnesia y una ceguera con respecto a las necesidades de libertad e igualdad que históricamente ha defendido el “espíritu libertario”. Especialmente en España (pero no sólo) este rastro es un rastro de desmemoria y de sangre, de muerte, pero ante todo es un rastro espectral, desaparecido. Es comprensible que poca gente esté dispuesta a seguirlo. Y es comprensible que quienes nos empeñamos en seguirlo consideremos seriamente la opción de reconstruirlo asimismo de una forma silenciosa y espectral.


2. Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado? 

La pregunta puede ser preguntada, a su vez, en la medida en que puede presuponer que hay sujetos activos y sujetos pasivos, y que los primeros deben tener la responsabilidad o la obligación de movilizar a los segundos porque aquéllos saben que éstos deben moverse y hacia dónde. Demasiado esquemático. Quizá sea urgente reconsiderar qué llamamos “acción”, y quizá no sea absurdo averiguar si mucho de lo que llamamos “pasividad” pueden ser formas nuevas de atención y redefinición crítica de la vida, a la vez que mucho de lo que llamamos “acción” pueden ser solo modos encubiertos de una cobardía no asumida. Sería también demasiado esquemático generalizar aquí, pero una mirada particular sobre este punto puede ser más urgente de lo que parece. Igual de urgente podría ser aprender a reconocer en qué medida estamos todavía sujetos a la idea de “sujeto” y esa sujeción, en lugar de impulsarnos hacia la exploración de nuevas tácticas, nos conduce a una reproducción ensimismada de códigos y conductas.

3. La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario? 

Seguramente el marxismo ha desarrollado una crítica más afilada con respecto al funcionamiento de la economía política y su relación con las dinámicas ideológicas del capitalismo moderno. Mientras tanto, el anarquismo confía más claramente en defender la necesidad de ir “a la revolución por la cultura”, por decirlo con el inquietante título de Javier Navarro, y en contraste con el cliché del ácrata violento. Como sugería Manuel Sacristán, el marxismo hace aportaciones en el espacio de la “realidad” que pueden y deben completarse con las que el anarquismo hace en el espacio del “deseo”. Sería una suerte que esos cruces dejaran de ser utópicos, o exóticos, o al menos tan infrecuentes como lo han sido desde la II Internacional.

4. ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada? 

La respuesta a cómo se autorregularía una nueva sociedad debería darla justamente esa nueva sociedad una vez hubiera construido condiciones mínimas de igualdad y libertad. En ese momento puede incluso que ya no pudiera hablarse de “la sociedad” con el absolutismo panóptico del que abusamos hoy. Que dichas condiciones, por otra parte, nos resulten todavía casi imposibles de imaginar puede no ser una limitación de dicha hipótesis revolucionaria sino de la mentalidad actualmente dominante.

5. Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical? 

Al menos en el caso de la revolución libertaria en 1936 los imperativos de disciplina, centralización y unificación de la lucha vinieron más del comunismo que seguía (y se financiaba según) el comunismo soviético (o “de partido” o “de estado”…) que de los movimientos anarcosindicalistas y libertarios. Quizá se les debería dirigir la pregunta a quienes hoy se identifican como herederos de aquel comunismo autoritario. Lo único seguro es que sólo ellos (como el Marx de la II Internacional) pueden explicar por qué, para seguir avanzando, necesitan detentar el monopolio operativo de la “Izquierda”. 

6. ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?

La concepción representativa de la democracia está ligada históricamente a la aparición y las ansiedades derivadas de la sociedad de masas en Occidente, que a su vez es un producto de lo que conocemos bajo el eufemismo de “revolución industrial”. Apurando el razonamiento, de manera abiertamente polémica, se podría decir que el gobierno representativo en su sentido moderno es una necesidad ante todo mercantil, que se ve respaldada en un momento dado por un movimiento obrero que se la juega en la implantación de ese nuevo sistema económico, y que ve en ese parlamentarismo un cierto avance con respecto a las condiciones de barbarie en que la vida de la gente había transcurrido durante siglos. Pero confundir eso con democracia es un error lógico y táctico. Han hecho falta en torno a doscientos años para que incluso la “clase obrera” (no me refiero fundamentalmente aquí a los sindicatos más importantes) se recuerde lo que al principio le resultaba evidente: que ese pacto no se sostiene y ya no implica un avance sino una regresión a todos los niveles. La resistencia debería entonces darse también a todos los niveles, incluyendo las instituciones del estado, o incluso anteponiéndolas a otras donde la intervención social o pública es aún más difícil, al menos por ahora.

7. Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?

La administración de las cosas, y por tanto de “los hombres” como si fueran cosas, es una descripción exacta de lo que hoy tenemos como realidad establecida, es decir, una política (o antipolítica) de gestión instrumental, una cosificación de las ilusiones y del querer-vivir, y una sociedad a la que se le ha expropiado la posibilidad (la condición creativa, poética) de ser lo que quiera ser.

8. En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos? 

Un antipoder, por usar el término que usa Holloway, no significa por fuerza una renuncia a toda forma de poder. Eso sería una ingenuidad imperdonable. Significa más bien un espacio (o espaciamiento) donde el poder se redistribuye primando las necesidades del poder-para (“potentia”) sobre las exigencias del poder-sobre (“auctoritas”). Tal vez lo único, o lo primero que aún puede-hacer un “antipoder” sea trabajar (de forma no necesariamente reconocible) por crear las condiciones que hagan posible un cambio revolucionario, pues estas condiciones aún no se dan y afirmarlas apresuradamente puede ser más un síntoma de estrés que otra cosa. Por muy legítimo y comprensible que sea este estrés, convendría a lo mejor reconsiderar (si se puede) el dicho popular árabe: “quien tiene prisa ya está en el cementerio”.

9. La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?

El poco tiempo que le queda de vida a la “clase intelectual” podría dedicarlo a deslimitar su práctica, tanto en el sentido epistemológico o disciplinar(io) como en el sentido más inmediatamente político, es decir, a abrir su intervención (inter-venir como venir al “entre”, entrar) en/hacia una politización radical e incondicional. En ese pulso intersticial o liminar está ya inscrita la cuestión del espacio y, por tanto, de “los espacios estratégicos”. En un mundo que, como insinúa Sloterdijk, tiende a eliminar todo exterior, es previsible, a corto plazo, un proyecto de eliminación del espacio (y del tiempo). De ahí que más que “nuevos espacios” en un territorio donde el espacio se está perdiendo como tal pueda ser más eficaz la exploración de nuevas formas de “espaciamiento”, de abrir el espacio, de perforarlo y hacerlo respirable. Salir, por ejemplo, de la monología televisiva para entrar en la interacción de internet pero en clave de hipervisibilidad o exhibicionismo parece salir del fuego para meterse en la sartén. Como pasa en ciertos alardes de activismo, es como si el afán de remar y remar como sea nos aplazara la opción de darnos cuenta de que quizá estamos envarados en el desierto, que remar ayuda incluso a hundirnos más en la arena, y que estamos dejando para no se sabe cuándo la posibilidad de que haya que cargar entre todos con la barca y emprender la travesía hacia un lugar del que aún no sabemos mucho, o que sencillamente tengamos que destrozar la barca para hacer con las tablas otra cosa. El apunte de Adorno sobre que lo menos que se puede hacer en el infierno es hacer sitio para que el otro respire me parece un aviso de inminencia, todavía no del todo asumido por la voluntad indiscriminada no tanto de despejar y transformar como de ocupar y acaparar espacios a toda costa.  

10. La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?

No hay retorno, en efecto, ya no somos Ulises. Y esto tanto para unos como para otros, estemos donde estemos. Así que el avance se abre también tanto para quienes defienden el “statu quo” como para quienes lo cuestionan desde distintos ángulos. Precisamente porque el espacio se ha resquebrajado y abierto de una forma singularmente nueva, crítica, ahora las opciones se abren y reinventan también sin límite. Todos somos por una vez tan extras como protagonistas. Porque todo está en juego, y eso no se podía decir con la misma claridad en otros momentos o contextos. Un fascismo de baja intensidad produce un holocausto de baja intensidad, y reclama, entre otras cosas, una lucha de intensidad máxima.