¿Qué es hacer una crítica?
Apostaría a que se trata de algo que la mayoría entendemos en un sentido
ordinario. El asunto, no obstante, se complica si intentamos distinguir entre
una crítica de tal o cual posición y la crítica como una práctica más general que
pudiera ser descrita sin referencia a sus objetos concretos. ¿Podemos además
interrogarnos sobre su carácter general sin insinuar una esencia de la crítica?
Y si para establecer esta imagen general lo hiciéramos expresando algo que se
aproximase a una filosofía de la crítica, ¿perderíamos entonces la distinción
entre filosofía y crítica que forma parte de la definición misma de la crítica?
La crítica es siempre crítica de alguna práctica, discurso, episteme o
institución instituidos, y pierde su carácter en el momento en que se abstrae
de esta forma de operar y se la aísla como una práctica puramente
generalizable. Pero, aun siendo esto cierto, no significa que sea imposible
algún tipo de generalización o que tengamos que enfangarnos en particularismos.
Todo lo contrario, aquí transitamos en un área de obligada generalización que
aborda lo filosófico pero que debe, si queremos que sea siempre crítica,
guardar distancia frente a sus propios resultados.
En este ensayo abordaré la obra
de Foucault, pero permítaseme comenzar sugiriendo un interesante paralelismo
entre lo que Raymond Williams y Theodor Adorno perseguían cada uno a su manera
bajo el nombre de «crítica» [criticism] y lo que Foucault buscaba comprender
como «crítica» [critique]. Estoy segura de que parte de la propia contribución
de Foucault a la filosofía política progresiva, y de sus alianzas con ella, se
verán de forma clara en el curso de esta comparación.
Raymond Williams se preocupó por
el hecho de que la crítica se había reducido excesivamente a la noción de
«descubrir errores»,[1] y propuso que encontrásemos un vocabulario para los
tipos de respuestas que tenemos, en concreto para las obras culturales, «que no
asuman el hábito (o el derecho o el deber) del juicio». Lo que reclamaba era un
tipo de respuesta más específica que no se apresurase a generalizar: «Lo que
siempre es preciso entender es la especificidad de la respuesta, que no es un
“juicio” sino una práctica».[2] Creo que esta última frase marca también la
trayectoria del pensamiento de Foucault sobre este asunto, ya que su «crítica»
no es una práctica que se reduzca a dejar en suspenso el juicio, sino la
propuesta de una práctica nueva a partir de valores que se basan precisamente
en esa suspensión.
De manera que, para Williams, la
práctica de la crítica no es reductible a alcanzar juicios (y expresarlos). De
forma significativa, Adorno reclamaba algo semejante, cuando escribía sobre «el
peligro [...] representado por una acción mecánica, puramente lógico-formal y
administrativa, que decide acerca de las formaciones culturales y las articula
en aquellas constelaciones de fuerza que el espíritu tendría más bien que
analizar, según su verdadera competencia».[3] Así que la tarea de desvelar
estas constelaciones de poder se ve impedida por la precipitación de un «juicio
mecánico» como forma ejemplar de la crítica. Para Adorno, esta manera de operar
sirve para imponer una escisión entre la crítica y el mundo social a nuestro
alcance, en un movimiento que revoca los resultados de su propia labor ya que
constituye «una renuncia a la práctica material».[4] Adorno escribe que «[la]
propia soberanía [del crítico o de la crítica], la pretensión de poseer un
saber profundo del objeto y ante el objeto, la separación entre concepto y cosa
por la independencia del juicio, lleva en sí el peligro de sucumbir a la
configuración-valor de la cosa; pues la crítica cultural apela a una colección
de ideas establecidas y convierte en fetiches a categorías aisladas».[5] Para
que la crítica opere como parte de una «práctica material», según Adorno, tiene
que captar los modos en que las propias categorías se instituyen, la manera en
que se ordena el campo de conocimiento, y cómo lo que este campo suprime
retorna, por así decir, como su propia oclusión constitutiva. El juicio, para
ambos pensadores, es una manera de subsumir lo particular en una categoría
general ya constituida, mientras que la crítica interroga sobre la constitución
oclusiva del campo de conocimiento al que pertenecen esas mismas categorías.
Pensar el problema de la libertad, y el de la ética en general, más allá del
juicio, es especialmente importante para Foucault: el pensamiento crítico
consistiría justamente en ese empeño.
En 1978, Foucault pronunció una
conferencia titulada ¿Qué es la crítica?,[6] un trabajo que preparó el camino
para su ensayo, más conocido, ¿Qué es la Ilustración? (1984). En él, Foucault
no solamente se cuestiona lo que la crítica es, sino que también busca
comprender qué tipo de cuestionamiento instituye la crítica, ofreciendo de
forma tentativa algunas maneras de circunscribir su actividad. Lo que continúa
siendo quizás lo más importante, tanto de la conferencia como del ensayo
desarrollado posteriormente, es la forma interrogativa en que se formula el
asunto. Porque la propia pregunta ¿qué es la crítica? forma parte de la empresa
crítica en cuestión, así que la pregunta no sólo se plantea el problema —¿cuál
es esta crítica que se supone que hacemos o a la que debemos aspirar?—, sino
que representa también un cierto modo de interrogar, central en la actividad
misma de la crítica.
Más aún, sugeriría que lo que
Foucault busca con esta pregunta es algo bastante diferente de lo que quizás
hemos llegado a esperar de la crítica. Habermas volvió muy problemático el
trabajo de la crítica al sugerir que, si lo que buscábamos era poder recurrir a
normas al elaborar juicios evaluativos sobre las condiciones y los fines
sociales, era necesario ir más allá de la teoría crítica. La perspectiva de la
crítica, desde su punto de vista, puede poner en cuestión los fundacionalismos,
desnaturalizar las jerarquías sociales y políticas e incluso establecer
perspectivas mediante las cuales se puede marcar una cierta distancia frente al
mundo naturalizado. Pero ninguna de estas actividades puede decirnos en qué
dirección deberíamos movernos, ni si las actividades en las que nos
comprometemos logran alcanzar ciertos tipos de fines justificados
normativamente. Desde su punto de vista, por lo tanto, la teoría crítica
tendría que dar paso a una teoría normativa más robusta, como lo es la acción
comunicativa, con el fin de dotarnos de un fundamento para la teoría crítica
con el que se puedan elaborar juicios normativos fuertes;[7] no sólo para que
la política pueda disponer de un propósito claro y de una aspiración normativa,
sino también para que seamos capaces de evaluar las prácticas actuales en
términos de su capacidad para alcanzar tales fines. Haciendo este tipo de
crítica de la crítica, Habermas se vuelve curiosamente acrítico respecto al
propio sentido de normatividad que expone. Porque la cuestión «¿qué tenemos que
hacer?» presupone que el «nosotros» ya se ha formado y se conoce, que su acción
es posible y que el campo en el que puede actuar está delimitado. Pero si esas
mismas formaciones y delimitaciones tienen consecuencias normativas, entonces
será necesario preguntarse por los valores que conforman el escenario de la
acción, y ello se convertirá en una dimensión importante para cualquier
investigación crítica sobre asuntos normativos.
Aunque es posible que los
habermasianos y habermasianas tengan una respuesta para este problema, mi
intención en este texto no es ponerme a ensayar estos debates ni buscarles una
respuesta, sino marcar distancias entre una noción de crítica que se
caracteriza por estar en algún sentido debilitada por la normatividad, y otra,
que espero ofrecer aquí, que no solamente es más compleja de lo que la crítica
habitual asume, sino que tiene, me gustaría argumentar, compromisos normativos
fuertes que aparecen en formas que sería difícil, si no imposible, leer con las
actuales gramáticas de normatividad. En este ensayo, en efecto, espero mostrar
que Foucault no solamente realiza una contribución importante a la teoría
normativa, sino que tanto su estética como sus consideraciones sobre el sujeto
están íntimamente relacionadas con su ética y su política. Mientras otros lo
han desestimado por esteta o, más aún, por nihilista, mi sugerencia es que la
incursión que realiza en el tema de la construcción de sí y de la poiesis es
central en la política de desujeción que propone. Paradójicamente, la
construcción de sí y la desujeción suceden simultáneamente cuando se aventura
un modo de existencia que no se sostiene en lo que él llama «régimen de
verdad».
Foucault comienza su discusión afirmando
que hay varias gramáticas para el término «crítica», distinguiendo entre una
«alta empresa kantiana» que se llama crítica y «las pequeñas actividades
polémicas que se llaman crítica». De esta manera, nos advierte desde el inicio
de que la crítica no será una sola cosa, y de que no seremos capaces de
definirla separadamente de sus diversos objetos, los cuales a su vez la
definen: «Parece conducida por naturaleza, por función, diría que por
profesión, a la dispersión, a la dependencia, a la pura heteronomía […]. [N]o
existe más que en relación con otra cosa distinta a ella misma».[8]
Foucault busca de esta manera
definir la crítica, pero encuentra que solamente son posibles una serie de
aproximaciones. La crítica será dependiente de sus objetos, pero sus objetos a
cambio definirán el propio significado de la crítica. Más aún, la tarea
primordial de la crítica no será evaluar si sus objetos —condiciones sociales,
prácticas, formas de saber, poder y discurso— son buenos o malos, ensalzables o
desestimables, sino poner en relieve el propio marco de evaluación. ¿Cuál es la
relación del saber con el poder que hace que nuestras certezas epistemológicas
sostengan un modo de estructurar el mundo que forcluye posibilidades de
ordenamiento alternativas? Por supuesto, podemos pensar que necesitamos certeza
ideológica para afirmar con seguridad que el mundo está y debiera estar
ordenado de una determinada manera. ¿Hasta qué punto, sin embargo, tal certeza
está orquestada por determinadas formas de conocimiento precisamente para
forcluir la posibilidad de pensar de otra manera? En este punto sería
inteligente preguntar: ¿qué tiene de bueno pensar de otra manera si no sabemos
de antemano que pensar de otra manera produce un mundo mejor, si no tenemos un
marco moral en el cual decidir con conocimiento que ciertas posibilidades o
modos nuevos de pensar de otra manera impulsarán ese mundo cuya mejor condición
podemos juzgar con estándares seguros y previamente establecidos? Ésta se ha
convertido en algo así como una contrarréplica habitual a Foucault y a quienes
se ocupan de él. El relativo silencio con el que se recibe este hábito de
descubrir errores en Foucault ¿es un signo de que su teoría no sirve para dar
respuestas consoladoras? Pienso que sí, hay que aceptar que las respuestas que
Foucault ha proferido no tienen como finalidad primordial consolar. Pero esto,
por supuesto, no quiere decir que si algo renuncia a consolar no se pueda
considerar, por definición, como una respuesta. En realidad, la única
contrarreplica posible, me parece, es volver a un significado más fundamental
de «crítica» con el fin de ver qué problema hay con la manera en que la
cuestión se formula, para formular la cuestión de nuevo, de forma que se pueda
trazar una aproximación más productiva hacia el lugar que ocupa la ética en el
seno de la política. Se podría preguntar, efectivamente, si lo que yo quiero
decir con «productivo» se calibrará mediante estándares y medidas que esté
dispuesta a revelar o que conciba plenamente ya desde el momento en que realizo
tal afirmación. Pero en este punto pediría paciencia, pues resulta que la
crítica es una práctica que requiere una cierta cantidad de paciencia, al igual
que la lectura, de acuerdo con Nietzsche, requiere que actuemos un poco más
como vacas que como humanos, aprendiendo el arte del lento rumiar.
La contribución de Foucault a lo
que parece ser un impás en la teoría crítica y postcrítica de nuestro tiempo es
precisamente pedirnos que repensemos la crítica como una práctica en la que
formulamos la cuestión de los límites de nuestros más seguros modos de
conocimiento, a lo que Williams se refirió como nuestros «hábitos mentales
acríticos» y que Adorno describió como ideología («el único pensamiento
no-ideológico es aquel que no puede reducirse a operational terms, sino que
intenta llevar la cosa misma a aquel lenguaje que está generalmente bloqueado
por el lenguaje dominante»[9]). Una no se conduce hasta el límite para tener
una experiencia emocionante, o porque el límite sea peligroso y sexy, o porque
eso nos lleve a una excitante proximidad al mal. Una se interroga sobre los
límites de los modos de saber porque ya se ha tropezado con una crisis en el
interior del campo epistemológico que habita. Las categorías mediante las
cuales se ordena la vida social producen una cierta incoherencia o ámbitos
enteros en los que no se puede hablar. Es desde esta condición y a través de
una rasgadura en el tejido de nuestra red epistemológica que la práctica de la
crítica surge, con la conciencia de que ya ningún discurso es adecuado o de que
nuestros discursos reinantes han producido un impás. En efecto, el propio
debate en el que el punto de vista fuertemente normativo declara la guerra a la
teoría crítica puede haber producido precisamente esa forma de impás discursivo
del que surge la necesidad y la urgencia de la crítica.
Para Foucault, la crítica «es
instrumento, medio de un porvenir o de una verdad que ella misma no sabrá y no
será, es una mirada sobre un dominio que se quiere fiscalizar y cuya ley no es
capaz de establecer». De manera que la crítica será esa perspectiva sobre las
formas de conocimiento establecidas y ordenadoras que no está inmediatamente
asimiladas a tal función ordenadora. Foucault, significativamente, emparenta
esta exposición del límite del campo epistemológico con la práctica de la
virtud, como si la virtud fuese contraria a la regulación y al orden, como si
la virtud misma se hubiera de encontrar en el hecho de poner en riesgo el orden
establecido. No le intimida la relación que aquí se establece. Escribe, «hay
algo en la crítica que tiene parentesco con la virtud». Y después afirma algo
que podríamos considerar aún más sorprendente: «esta actitud crítica [es] la
virtud en general».[10]
Hay algunas formas preliminares
de entender el esfuerzo de Foucault por moldear la crítica como virtud. La
virtud se entiende con mucha frecuencia como un atributo o práctica de un
sujeto, o como una cualidad que condiciona y caracteriza un cierto tipo de
acción o práctica. Pertenece a una ética que no se cumple meramente siguiendo
reglas o leyes formuladas objetivamente. Y la virtud no es solamente una manera
o una vía para estar de acuerdo o cumplir con normas preestablecidas. Es, más
radicalmente, una relación crítica con esas normas que, para Foucault, toma la
forma de una estilización específica de la moralidad.
Foucault nos ofrece una indicación de lo que quiere decir con virtud en la introducción de la Historia de la sexualidad 2. El uso de los placeres.[11] En esa coyuntura deja claro que busca ir más allá de una noción de filosofía ética que promulgue una serie de prescripciones. Así como la crítica interseca con la filosofía sin coincidir del todo con ella, Foucault busca en esa introducción hacer de su propio pensamiento un ejemplo de forma no prescriptiva de investigación moral. Del mismo modo se preguntará más tarde sobre formas de experiencia moral que no estén rígidamente definidas por una ley jurídica, una regla o mandato al que al sujeto se le pida someterse mecánica o uniformemente. El ensayo que escribe, nos dice, es en sí mismo un ejemplo de tal práctica de «explorar lo que, en su propio pensamiento, puede ser cambiado mediante el ejercicio [...] de un saber que le es extraño».[12] La experiencia moral tiene que ver con la transformación de sí provocada por una forma de conocimiento que es ajena al de uno mismo. Y esta forma de experiencia moral será diferente de la sumisión a un mandato. En efecto, en la medida en que Foucault interroga a la experiencia moral, entiende que él mismo está realizando una investigación sobre las experiencias morales que no están en primer lugar o en lo fundamental estructuradas por prohibición o interdicción.
En el primer volumen de Historia de la sexualidad[13] buscaba mostrar que las prohibiciones primordiales asumidas por el psicoanálisis y las consideraciones estructuralistas sobre las prohibiciones culturales no se pueden aceptar como constantes históricas. Más aún, la experiencia moral no se puede entender historiográficamente recurriendo a una serie predominante de interdicciones en un tiempo histórico dado. Aunque hay códigos a estudiar, deben serlo siempre en relación con los modos de subjetivación a los que corresponden. Foucault afirma que la juridificación de la ley alcanza una cierta hegemonía en el siglo XIII, pero si nos remontamos a las culturas clásicas griega y romana encontramos prácticas, o «artes de la existencia»,[14] que tienen que ver con una relación cultivada del yo consigo mismo.
Con la introducción de la noción
de «artes de la existencia» Foucault reintroduce también y vuelve a enfatizar
las acciones «sensatas y voluntarias», en concreto «esas prácticas [...] por
las que los hombres no sólo se fijan reglas de conducta, sino que buscan
transformarse a sí mismos, modificarse en su ser singular y hacer de su vida
una obra que presenta ciertos valores estéticos y responde a ciertos criterios
de estilo». No es que tales vidas sencillamente se ajusten a preceptos morales
o normas de tal manera que los yoes que consideramos formados o preparados de
antemano encajen en un molde que el precepto expone. Por el contrario, el yo se
crea a sí mismo en los términos que marca la norma, habita e incorpora la
norma, pero la norma, en este sentido, no es externa al principio de acuerdo
con el cual el yo se forma. Lo que está en juego para Foucault no son los
comportamientos, las ideas, las sociedades o sus «ideologías», sino «las
problematizaciones a cuyo través el ser se da como poderse y deberse ser
pensado y las prácticas a partir de las cuales se forman aquéllas».[15]
Aunque esta última afirmación es
apenas transparente, lo que sugiere es que ciertos tipos de prácticas pensadas
para manejar ciertos tipos de problemas tienen como consecuencia que, con el
paso del tiempo, se establezca un dominio ontológico que constriñe a su vez lo
que entendemos por posible. Sólo haciendo referencia a este horizonte
ontológico que prevalece, él mismo instituido mediante una serie de prácticas,
seremos capaces de comprender las diversas formas de relación con los preceptos
morales que han sido formadas, así como con las que están por formarse. Por
ejemplo, Foucault toma detenidamente en consideración varias prácticas de
austeridad y las emparenta con la producción de un cierto tipo de sujeto
masculino. Las prácticas de austeridad no dan fe de una sola y permanente
prohibición, sino que trabajan al servicio de modelar un cierto tipo de yo.
Dicho de forma más precisa, el yo, incorporando las reglas de conducta que
representan la virtud de la austeridad, se crea a sí mismo como un tipo de
sujeto específico. La producción de sí es «la elaboración y estilización de una
actividad en el ejercicio de su poder y la práctica de su libertad».[16] No es
una práctica que se oponga al placer puro y simple, sino un cierto tipo de
práctica de placer en sí misma, una práctica del placer en el contexto de la
experiencia moral.
De esta forma, Foucault deja
claro en la tercera sección de esa misma introducción que no será suficiente
con ofrecer una crónica histórica de los códigos morales, ya que tal historia
no nos puede decir cómo se vivieron estos códigos y, más específicamente, qué
tipo de formaciones del sujeto requirieron y facilitaron. Foucault comienza a
sonar aquí como un fenomenólogo. Pero además de recurrir a los medios
experienciales para captar las categorías morales, también realiza un movimiento
hacia la crítica, en tanto que la relación subjetiva con esas normas no será ni
predecible ni mecánica. La relación con tales categorías será «crítica» en el
sentido de que no consiste en acatarlas, sino en constituir una relación con
ellas que interrogue el propio campo de categorización, refiriéndose, al menos
implícitamente, a los límites del horizonte epistemológico dentro del cual
estas prácticas se forman. No se trata de referir la práctica a un contexto
epistemológico dado de antemano, sino de establecer la crítica como la práctica
que cabalmente expone los límites de ese mismo horizonte epistemológico,
haciendo que los contornos del horizonte, por así decir, aparezcan puestos en
relación con su propio límite por vez primera. Resulta además que la práctica
crítica en cuestión produce la transformación de sí en relación con una regla
de conducta. Entonces, ¿cómo lleva la transformación de sí a la exposición de
este límite?, ¿cómo se entiende la transformación de sí como «práctica de
libertad» y cómo se entiende esta práctica como parte del léxico de la virtud
en Foucault?
Comencemos por entender la noción
de transformación de sí que aquí está en juego, para después considerar cómo se
relaciona con el problema llamado «crítica», el cual constituye el foco de
nuestras deliberaciones. Una cosa es, por supuesto, conducirse en relación con
un código de conducta, y otra formarse como sujeto ético en relación con un
código de conducta (y aun otra cosa es formarse como aquél que pone en riesgo
el orden del código mismo). Las reglas de castidad proporcionan a Foucault un
ejemplo importante. Hay diferencia, por ejemplo, entre no actuar movido por
deseos que puedan violar un precepto al que uno está moralmente atado, y
desarrollar una práctica de deseo, por así decir, alimentada por cierto
proyecto o tarea ética. El modelo de acuerdo con el cual se requiere la
sumisión a una regla obligaría a uno a no actuar de determinadas maneras,
instalando una prohibición efectiva contra el acting out de ciertos deseos. Pero
el modelo que Foucault intenta comprender y, en efecto, incorporar y
ejemplificar, considera que la prescripción moral participa en la formación de
un tipo de acción. El argumento de Foucault parece ser que la renuncia y la
proscripción no imponen necesariamente un modo ético pasivo o no-activo, sino
que forman un modo ético de conducta y una manera de estilizar tanto la acción
como el placer.
Creo que este contraste mostrado
por Foucault entre una ética basada en el mando y la práctica ética comprometida
de forma central en la formación del yo arroja una luz de manera importante
sobre la distinción entre obediencia y virtud que ofrece en su ensayo ¿Qué es
la crítica? Contrasta Foucault esta comprensión de «virtud», aún por definir,
con la obediencia, mostrando cómo la posibilidad de esta forma de virtud se
establece mediante su diferencia frente a una obediencia acrítica respecto a la
autoridad.
La resistencia a la autoridad,
por supuesto, constituye para Foucault el sello de la Ilustración. Y nos ofrece
una lectura de la Ilustración en la que no sólo asevera su propia continuidad
con los fines de ésta, sino que incluso ofrece una lectura de sus propios
dilemas remontándose a la misma historia de la Ilustración. Sus consideraciones
son tales que ningún pensador «ilustrado» las aceptaría, pero esta resistencia
no invalidaría la caracterización de la Ilustración que Foucault nos ofrece,
toda vez que lo que se busca con ella es precisamente lo «impensado» dentro de
los propios términos de la Ilustración: por lo tanto, la suya es una historia
crítica. Desde su punto de vista, la crítica comienza cuestionando la exigencia
de obediencia absoluta y sometiendo a evaluación racional y reflexiva toda
obligación gubernamental impuesta sobre los sujetos. Aunque Foucault no seguirá
este giro a la razón, preguntará no obstante qué criterios delimitan los tipos
de razones que tienen que ver con la puesta en cuestión de la obediencia. Se
interesará particularmente en el problema de cómo ese campo delimitado forma al
sujeto y cómo, a su vez, un sujeto viene a formar y reformar esas razones. Esta
capacidad de formar razones estará ligada de forma importante a la relación
transformadora de sí antes mencionada. Ser crítico con una autoridad que se
hace pasar por absoluta requiere una práctica crítica que tiene en su centro la
transformación de sí.
¿Pero cómo pasamos de entender
las razones que puedan existir para aceptar una exigencia a formar esas razones
nosotras mismas y nosotros mismos, y de ahí a transformarnos en el curso de
producir esas razones (y, finalmente, a poner en riesgo el propio campo de
razón)? ¿Se trata de diferentes tipos de problemas o es que uno nos conduce
invariablemente hacia el otro? ¿Es la autonomía que se logra formando razones y
que sirve de base para aceptar o rechazar una ley dada de antemano lo mismo que
la transformación de sí que tiene lugar cuando una regla se incorpora en la
propia acción del sujeto? Como veremos, tanto la transformación de sí en
relación con preceptos éticos como la práctica de la crítica se consideran
formas de «arte», estilizaciones y repeticiones, lo que sugiere que no hay
posibilidad de aceptar o rechazar una regla sin un yo que se estiliza en
respuesta a la exigencia ética que a él se impone.
En el contexto en el que se requiere
obediencia, Foucault localiza el deseo que alimenta la pregunta «¿cómo no ser
gobernado?». Este deseo, y el asombro que de él se deriva, conforman el ímpetu
central de la crítica. Por supuesto, lo que no está claro es cómo el deseo de
no ser gobernado se vincula a la virtud. Lo que Foucault sí deja claro, sin
embargo, es que no plantea la posibilidad de una radical anarquía, y que la
cuestión no es cómo volverse radicalmente ingobernable. Se trata de una
pregunta específica que surge en relación con una forma específica de gobierno:
«Cómo no ser gobernado de esa forma, por ése, en nombre de esos principios, en
vista de tales objetivos y por medio de tales procedimientos, no de esa forma,
no para eso, no por ellos».[17]
Esto se convierte en el signo distintivo
de «la actitud crítica»[18] y de su particular virtud. Para Foucault, la
cuestión en sí inaugura una actitud tanto moral como política, «el arte de no
ser gobernado o incluso el arte de no ser gobernado de esa forma y a ese
precio».[19] Cualquiera que sea la virtud que Foucault circunscribe aquí,
tendrá que ver con objetar esa imposición del poder, su precio, el modo en que
se administra, a quienes la administran. Una está tentada a pensar que Foucault
está simplemente describiendo la resistencia, pero parece que aquí la «virtud»
ha tomado el lugar de ese término, o deviene el medio por el que la resistencia
se describe de otra manera. Tendremos que preguntarnos el porqué. Más aún, esta
virtud es descrita también como un «arte», el arte de no ser gobernado «de tal
modo»; luego ¿cuál es la relación que aquí opera entre estética y ética?
Foucault encuentra los orígenes
de la crítica en la relación de resistencia a la autoridad eclesiástica. En
relación a la doctrina de la Iglesia, «no querer ser gobernado era una cierta
manera de rechazar, recusar, limitar (díganlo como quieran) el magisterio
eclesiástico, era el retorno a la Escritura […] era la cuestión de cuál es el
tipo de verdad que dice la Escritura».[20] Y esta objeción se esgrimía
claramente en nombre de una alternativa o, como mínimo, de una razón emergente
de verdad y justicia. Esto lleva a Foucault a formular una segunda definición
de «crítica»: «No querer ser gobernado […] no querer tampoco aceptar esas leyes
porque son injustas, porque […] esconden una ilegitimidad esencial».[21]
La crítica es lo que expone esta
ilegitimidad, pero no porque recurra a un orden político o moral más esencial.
Foucault escribe que el proyecto crítico se enfrenta «al gobierno y a la
obediencia que exige», y que lo que la crítica significa en este contexto es
«oponer unos derechos universales e imprescriptibles a los cuales todo
gobierno, sea cual sea, se trate del monarca, del magistrado, del educador, del
padre de familia, deberá someterse».[22] La práctica de la crítica, sin
embargo, no descubre estos derechos universales, como afirman los teóricos de
la Ilustración, sino que «los opone». No obstante, no los opone como derechos
positivos. El «oponerlos» es un acto que limita el poder de la ley, un acto que
contrarresta y rivaliza con las operaciones del poder, el poder en el momento
de su renovación. Es en sí la limitación, una limitación que adopta la forma de
una pregunta y que declara, por el propio hecho de declararse, un «derecho» a
cuestionar. Desde el siglo XVI en adelante, la pregunta «cómo no ser gobernado»
se torna más específica hacia «¿cuáles son los límites del derecho a
gobernar?». «No querer ser gobernado» es ciertamente no aceptar como verdadero
[…] lo que una autoridad os dice que es verdad o, por lo menos, es no aceptarlo
por el hecho de que un autoridad diga que lo es, es no aceptarlo más que si uno
mismo considera como buenas las razones para aceptarlo».[23] Hay por supuesto
una buena cantidad de ambigüedad en esta situación, porque ¿qué constituirá una
razón de validez para aceptar la autoridad? ¿La validez deriva del
consentimiento a aceptar la autoridad? Si es así, ¿el consentimiento valida las
razones que se esgrimen, sean las que sean? ¿O se trata más bien de que uno da
su consentimiento sólo sobre la base de una validez previa y comprobable?
Además, ¿estas razones previas, en su validez, hacen que el consentimiento sea
válido? Si la primera alternativa fuese correcta, entonces el consentimiento es
el criterio a través del cual se juzga la validez, lo cual haría parecer que la
posición de Foucault se reduce a una forma de voluntarismo. Pero lo que quizás
nos ofrece por medio de la «crítica» es un acto, incluso una práctica de
libertad, que no se puede reducir al voluntarismo de manera sencilla, debido a
que la práctica por la que se establecen los límites a la autoridad absoluta
depende fundamentalmente del horizonte de efectos de saber dentro del cual
opera. La práctica crítica no emana de la libertad innata del alma, sino que se
forma en el crisol de un intercambio particular entre una serie de normas o
preceptos (que ya están ahí) y una estilización de actos (que extiende y
reformula esa serie previa de reglas y preceptos). Esta estilización de sí en
relación con las reglas es lo que viene a ser una «práctica».
Desde el punto de vista de
Foucault, siguiendo tenuemente a Kant, el acto de consentir es un movimiento
reflexivo por el cual la validez se atribuye o se retira a la autoridad. Pero
esta reflexividad no tiene lugar internamente en un sujeto. Para Foucault, se
trata de un acto que plantea algún riesgo, porque no se tratará solamente de
objetar ésta o aquella exigencia gubernamental, sino de interrogar sobre el
orden en el que tal exigencia se hace legible y posible. Y si a lo que uno objeta
es a los órdenes epistemológicos que han establecido las reglas de validez
gubernamental, entonces decir «no» a la exigencia requerirá abandonar sus
razones de validez establecidas, marcando el límite de esa validez, lo cual es
algo diferente y mucho más arriesgado que encontrar inválida una determinada
exigencia. En esta diferencia, podríamos decir, una comienza a entrar en
relación crítica con tales ordenamientos y con los preceptos éticos que éstos
hacen surgir. El problema con estas razones que Foucault llama «ilegítimas» no
es que sean parciales, autocontradictorias o que conduzcan a posturas morales
hipócritas. El problema es precisamente que buscan forcluir la relación
crítica, esto es, extender su propio poder para ordenar la totalidad del campo
del juicio moral y político. Orquestan y agotan el propio campo de certeza.
¿Cómo pone una en cuestión el dominio exhaustivo que tales reglas de
ordenamiento ejercen sobre la certeza sin arriesgarse a caer en la
incertidumbre, sin habitar ese lugar de vacilación que deja a una expuesta a
acusaciones de inmoralidad, maldad, esteticismo? Si la actitud crítica es
moral, no lo es de acuerdo con las reglas cuyos límites esa misma relación
crítica busca cuestionar. ¿Entonces de qué otra manera puede la crítica hacer
su trabajo sin arriesgarse a ser denunciada por quienes naturalizan y
contribuyen a la hegemonía de los términos morales que la crítica pone en
cuestión?
La distinción que Foucault hace
entre gobierno y gubernamentalización busca mostrar que el aparato que denota
el primero penetra en las prácticas de quienes están siendo gobernados, en sus
mismas formas de conocimiento y en sus mismos modos de ser. Ser gobernado no es
sólo que a uno se le imponga una forma sobre su existencia, sino que le sean
dados los términos en los cuales la existencia será y no será posible. Un
sujeto surgirá en relación con un orden de verdad establecido, pero también
puede adoptar un punto de vista sobre ese orden establecido que suspenda
retrospectivamente su propia base ontológica.
[S]i la gubernamentalización es
[...] este movimiento por el cual se trataba, en la realidad misma de una
práctica social, de sujetar a los individuos a través de unos mecanismos de
poder que invocan una verdad, pues bien, yo diría que la crítica es el movimiento
por el cual el sujeto se atribuye el derecho [le sujet se donne le droit] de
interrogar a la verdad acerca de sus efectos de poder y al poder acerca de sus
discursos de verdad.[24]
Nótese que aquí se dice del sujeto que «se atribuye ese derecho», un modo de asignarse a sí mismo y autorizarse que parece poner en primer plano la reflexividad de la reivindicación. ¿Es, entonces, un movimiento autogenerado que afianza al sujeto por encima y contra una autoridad que ejerce una fuerza contraria? ¿Y qué importancia tiene, si tiene alguna, que esta asignación y designación de sí surjan como un «arte»? «La crítica —escribe Foucault— será el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva [l'indocilité réfléchie]». Si es un «arte» en el sentido que él le da, entonces la crítica no puede consistir en un acto singular, ni pertenecerá exclusivamente al dominio subjetivo, porque se tratará de la relación estilizada con la exigencia que al sujeto se le impone. Y el estilo será importante en la medida en que, como estilo, no está totalmente determinado de antemano, ya que incorpora la contingencia que en el curso del tiempo marca los límites de la capacidad de ordenamiento que tiene el campo en cuestión. Así que la estilización de esta «voluntad» producirá un sujeto que no está ahí listo para ser conocido bajo la rúbrica de verdad establecida. De manera aún más radical Foucault declara: «La crítica tendría esencialmente como función la desujeción [désassujetiisement] en el juego de lo que se podría denominar, con una palabra, la política de la verdad».[25]
La política de la verdad se
refiere a aquellas relaciones de poder que circunscriben de antemano lo que
contará y no contará como verdad, que ordenan el mundo en ciertos modos
regulares y regulables y que llegamos a aceptar como el campo de conocimiento
dado. Podemos entender la relevancia de este punto cuando empezamos a
preguntarnos: ¿qué cuenta como persona?, ¿qué cuenta como género coherente?,
¿qué cualifica como ciudadano?, ¿el mundo de quién está legitimado como real?
Subjetivamente, preguntamos: ¿quién puedo llegar a ser en un mundo donde los
significados y límites del sujeto me han sido establecidos de antemano?,
¿mediante qué normas se me coacciona cuando comienzo a preguntar quién podría yo
llegar a ser?; y ¿qué sucede cuando empiezo a llegar a ser eso para lo que no
hay lugar dentro del régimen del verdad dado?, ¿no es eso precisamente lo que
se quiere decir con «la desujeción del sujeto en el juego de la política de la
verdad»?
Lo que está en juego aquí es la
relación entre los límites de la ontología y la epistemología, el vínculo entre
los límites de lo que yo podría llegar a ser y los límites de lo podría poner
en riesgo al saber. Derivando de Kant su sentido de «crítica», Foucault plantea
una cuestión que es la cuestión de la propia crítica: «¿sabes hasta dónde
puedes saber?». «Nuestra libertad está en juego». De esta forma, la libertad
surge en los límites de lo que uno puede saber, en el preciso momento en que la
desujeción del sujeto tiene lugar dentro de las políticas de la verdad, en el
momento en que cierta práctica cuestionadora comienza adoptando la siguiente
forma: «¿Qué soy yo, entonces, que pertenezco a esta humanidad, quizás a este
margen, a este momento, a este instante de humanidad que está sujeto al poder
de la verdad en general y de las verdades en particular?».[26] Dicho de otra
manera: ¿qué, dado el orden contemporáneo de ser, puedo ser? Si al plantear
esta cuestión la libertad se pone en juego, podría ser que poner en juego la
libertad tenga algo que ver con lo que Foucault llama virtud, con un cierto
riesgo que se pone en juego mediante el pensamiento y, en efecto, mediante el
lenguaje, y que hace que el orden contemporáneo de ser sea empujado hasta su
límite.
¿Pero cómo entender este orden
contemporáneo de ser en el que me pongo en juego a mí misma? Foucault, en este
punto, decide caracterizar este orden de ser históricamente condicionado
vinculándolo a la teoría crítica de la Escuela de Francfort, identificando la
«racionalización» como un efecto gubernamentalizador sobre la ontología.
Aliándose con una tradición crítica postkantiana de izquierda, Foucault
escribe:
De la izquierda hegeliana a la
Escuela de Francfort, ha habido toda una crítica del positivismo, del objetivismo,
de la racionalización, de la techné y de la tecnificación, toda una crítica de
las relaciones entre el proyecto fundamental de la ciencia y de la técnica, que
tiene el objetivo de hacer aparecer los lazos entre una presunción ingenua de
la ciencia, por una parte, y las formas de dominación propias de la forma de
sociedad contemporánea, por otra.[27]
Desde su punto de vista, la
racionalización adopta una nueva forma cuando se pone al servicio del biopoder.
Y lo que sigue siendo difícil para la mayoría de los actores sociales y
críticos en esta situación es discernir la relación entre «racionalización y
poder».[28] Lo que parece ser un orden meramente epistémico, un modo de ordenar
el mundo, no permite reconocer de forma inmediata las coacciones por las cuales
ese ordenamiento tiene lugar. Tampoco muestra con facilidad la manera en que la
intensificación y la totalización de los efectos racionalizadores conducen a
una intensificación del poder. Foucault se pregunta: «¿Cómo puede ser que la
racionalización conduzca al furor del poder?». Claramente, la capacidad que la
racionalización tiene de penetrar en las corrientes de la vida no sólo
caracteriza los modos de la práctica científica, «sino también las relaciones
sociales, las organizaciones estatales, las prácticas económicas y quizás hasta
el comportamiento de los individuos».[29] Alcanza su «furor» y sus límites
cuando aferra e impregna al sujeto que subjetiva. El poder establece los
límites de lo que un sujeto puede «ser», más allá de los cuales ya no «es» o
habita en un ámbito de ontología suspendida. Pero el poder busca coaccionar al
sujeto mediante una fuerza de coerción, y la resistencia a la coerción consiste
en la estilización de sí en los límites del ser establecido.
Una de las primeras tareas de la
crítica es discernir entre «mecanismos de coerción» y «contenidos de
conocimiento».[30] Aquí de nuevo parece que nos enfrentamos a los límites de lo
que se puede saber, límites que ejercen una cierta fuerza sin estar basados en
ninguna necesidad, límites que solamente se pueden transitar o interrogar
arriesgando una cierta seguridad dentro de una ontología dada:
Nada puede figurar como un
elemento de saber si, por una parte, no es conforme a un conjunto de reglas y
de coacciones características, por ejemplo, un tipo de discurso científico en
una época dada, y si, por otra parte, no está dotado de efectos de coerción o
simplemente de incitación propios de lo que es válido como científico o
simplemente racional, o simplemente recibido de manera común, etc.[31]
Foucault continúa entonces
mostrando que el saber y el poder finalmente no son separables, sino que operan
juntos para establecer una serie de criterios sutiles y explícitos para pensar
el mundo: «No se trata, entonces, de describir lo que es saber y lo que es
poder, y cómo el uno reprimiría al otro, o cómo el otro abusaría del primero,
sino que se trata más bien de describir un nexo de saber-poder que permita
aprehender lo que constituye la aceptabilidad de un sistema».[32]
El crítico o crítica tiene por lo
tanto una doble tarea, mostrar cómo el saber y el poder operan para constituir
un modo más o menos sistemático de ordenar el mundo con sus propias
«condiciones de aceptabilidad de un sistema», pero también «para seguir los
puntos de ruptura que indican su aparición». Así que no sólo es necesario
aislar e identificar el nexo peculiar entre el saber y el poder que permite que
surja el campo de cosas inteligibles, sino también seguirle la pista a la
manera en que ese campo encuentra su punto de ruptura, sus momentos de
discontinuidad, los lugares en los que no logra constituir la inteligibilidad
que representa. Lo que esto significa es que una debe buscar tanto las
condiciones mediante la cuales el campo es constituido como también los límites
de esas condiciones, los momentos en los que esos límites señalan su
contingencia y su transformabilidad. En términos de Foucault: «Entonces,
esquemáticamente, movilidad constante, esencial fragilidad o, más bien,
intrincación entre lo que reconduce el proceso mismo y lo que lo
transforma».[33]
Efectivamente, otra manera de
hablar sobre esta dinámica de la crítica es afirmar que la racionalización
encuentra sus límites en la desujeción. Si la desujeción del sujeto surje en el
momento en que la episteme constituida mediante la racionalización muestra su
límite, entonces la desujeción marca precisamente la fragilidad y la
transformabilidad epistémica del poder.
La crítica comienza presumiendo
la gubernamentalización y continúa cuando ésta no logra totalizar al sujeto al
que busca conocer y subyugar. Pero los medios por los cuales esta relación se
articula son descritos, de manera desconcertante, como ficción. ¿Por qué sería
ficción? ¿En qué sentido es ficción? Foucault se refiere a una «práctica
histórico filosófica [en la que] se trata de hacerse su propia historia, de
fabricar como una ficción [de faire comme par fiction] la historia que estaría
atravesada por la cuestión de las relaciones entre estructuras de racionalidad
que articulan el discurso verdadero y los mecanismos de sujeción que están
ligados a él».[34] Hay de esta forma una dimensión de la propia metodología que
se alimenta de la ficción, que traza líneas ficcionales entre la
racionalización y la desujeción, entre el nexo saber-poder y su fragilidad y
límite. No se nos dice qué tipo de ficción será ésta, pero parece claro que
Foucault se basa en Nietzsche y, en particular, en el tipo de ficción que se
dice que es la genealogía.
Quizá recuerden que aunque parece
que para Nietzsche la genealogía de la moral es el intento de localizar los
orígenes de los valores, lo que en realidad busca es encontrar cómo la propia
noción de «origen» ha sido instituida. Y el medio por el que busca explicar el
origen es ficcional. Cuenta una fábula sobre los nobles, otra sobre un contrato
social, otra sobre una revuelta de esclavos, y aun otra sobre las relaciones
entre acreedor y deudor. Ninguna de estas fábulas se puede localizar ni en el
espacio ni en el tiempo, y cualquier esfuerzo por intentar encontrar el
complemento histórico a las genealogías de Nietzsche fracasará necesariamente.
En realidad, en lugar de un relato que encuentra el origen de los valores o el
origen de los orígenes, leemos historias ficcionales sobre el modo en que los
valores se originan. Un noble dice que algo es, y entonces llegar a ser: el
acto de habla inaugura el valor y se convierte en algo así como una ocasión
atópica y atemporal para el origen de los valores. En efecto, la manera en que
Nietzsche produce la ficción se espeja en los propios actos de inauguración que
atribuye a quienes hacen los valores. Así que no sólo describe ese proceso,
sino que la propia descripción deviene instancia de producción de valor,
escenificando el mismo proceso que narra.
¿Cómo puede este uso particular
de la ficción ponerse en relación con la noción de crítica de Foucault? Se debe
tener en cuenta que lo que Foucault está intentando es entender la posibilidad
de desujeción dentro de la racionalización sin asumir que haya una fuente para
la resistencia que esté alojada en el sujeto o conservada de una manera
fundacional. ¿De dónde proviene entonces la resistencia? ¿Se puede decir que es
el incremento de alguna libertad humana constreñida por los poderes de la
racionalización? Si habla, como lo hace, de una voluntad de no ser gobernado,
entonces ¿cuál tenemos que entender que es el estatuto de esa voluntad?
En respuesta a una pregunta en
esta línea,[35] subraya:
No pienso, en efecto, que la voluntad
de no ser gobernado sea en absoluto algo que podamos considerar como una
aspiración originaria [je ne pense pas en effect que la volonté de n'être pas
gouverné du tout soit quelque chose que l'on puisse considèrer comme une
aspiration originaire]. Pienso que, de hecho, la voluntad de no ser gobernado
es siempre la voluntad de no ser gobernado así, de esta manera, por éstos, a
este precio.[36]
Continúa advirtiendo contra la
absolutización de esta voluntad que la filosofía siempre está tentada a ejecutar.
Busca evitar lo que llama «el paroxismo filosófico y teórico de lo que sería
esta voluntad de no ser relativamente gobernado».[37] Deja claro que al tomar
en consideración esta voluntad se ve implicado en el problema de su origen, y
se aproxima a avanzar en ese terreno, pero prevalece cierta renuencia
nietzscheana. Foucault escribe:
No me refería a una especie de
anarquismo fundamental, que sería como la libertad originaria [qui serait comme
la liberté originaire] rebelde absolutamente, y en su fondo [absolutement et en
son fond], a toda gubernamentalización. No lo he dicho, pero eso no quiere
decir que yo la excluya absolutamente [Je ne l'ai dit, mais cela ne vout pas
dire que je l'exclus absolutement]. Creo que, en efecto, mi exposición se para
ahí: porque había durado ya demasiado tiempo; pero también porque me pregunto
[mais aussi parce que je me demande] […] si se quiere hacer la exploración de
esta dimensión de la crítica que me parece tan importante, a la vez porque
forma parte de la filosofía y porque no forma parte de ella, si se explora esta
dimensión de la crítica, ¿no sería uno reenviado, como base de la actitud
crítica, a lo que sería [qui serait ou] la práctica histórica de la revuelta,
de la no-aceptación de un gobierno real, por una parte, o, por la otra, a la
experiencia individual del rechazo de la gubernamentalidad?[38]
Cualquier cosa que sea aquello en
lo que uno se basa cuando resiste a la gubernamentalización, será «como una
libertad originaria» y algo «que sería [como] la práctica histórica de la
revuelta» (el énfasis es mío). Como ellas, en efecto, pero parece que no
exactamente lo mismo. En cuanto a la mención que Foucault hace de la «libertad
originaria», la ofrece y la retira a la vez. «No lo he dicho», subraya tras
haberse aproximado mucho a decirlo, tras mostrarnos cómo casi lo dijo, tras
ejercitar esa mismísima proximidad abiertamente para nosotras en lo que se
puede entender como una especie de burla. ¿Qué discurso es el que casi le
seduce aquí, sujetándole a sus términos? ¿Cómo se separa de los propios
términos que rechaza? ¿Qué forma de arte es ésta en la que una distancia
crítica casi abatible se ejecuta frente a nosotras? ¿Es ésta la misma distancia
que caracteriza la práctica de asombrarse, de cuestionar? ¿Qué límites del
saber osa abordar mientras se cuestiona en voz alta para nosotras? La escena
inaugural de la crítica implica «el arte de la inservidumbre voluntaria», y se
da aquí la voluntaria o, en efecto, «originaria libertad», pero en la forma de
una conjetura, en una forma de arte que suspende la ontología y nos deja
suspendidas en la descreencia.
Foucault encuentra un modo de
decir «libertad originaria», y supongo que le produce mucho placer pronunciar
estas palabras, placer y miedo. Las dice, pero sólo poniendo en escena las
palabras, evitándose un compromiso ontológico, aunque liberándolas para que
puedan tener algún uso. ¿Se refiere aquí a la libertad originaria? ¿Busca
recurrir a ella? ¿Ha encontrado la fuente de la libertad originaria y bebido en
ella? ¿O acaso la indica, significativamente, la menciona, la dice sin
realmente decirla? ¿Está invocándola para que podamos revivir sus resonancias y
saber su poder? Poner el término en escena no es declararlo, pero podríamos
decir que la declaración se pone en escena, se presenta artísticamente, sujeta
a una suspensión ontológica, precisamente para que pueda ser dicha. Y también
podríamos decir que este acto de habla, que es el que por un momento pone de
relieve la frase «libertad originaria» destacándola de las políticas
epistémicas en las que vive, es el que también ejecuta una cierta desujeción
del sujeto dentro de la política de la verdad. Ya que cuando uno habla de esa
manera, se ve al mismo tiempo asido y liberado por las palabras que a pesar de
todo dice. Por supuesto, la política no es una simple cuestión de habla, y no
es mi intención rehabilitar a Aristóteles bajo la forma de Foucault (a pesar de
que, lo confieso, ese movimiento me intriga, y lo menciono ahora para ofrecer
esa posibilidad al mismo tiempo sin comprometerme a ella). En este gesto verbal
hacia el final de su conferencia se ejemplifica una cierta libertad, no porque
haga referencia al término sin ningún tipo de anclaje que lo fundamente, sino
porque ejecuta artísticamente la liberación del término de sus habituales
coacciones discursivas, de la presunción de que una sólo lo puede pronunciar
sabiendo de antemano cuál debe ser su anclaje.
El gesto de Foucault es
extrañamente valiente, sugeriría yo, porque sabe que no puede encontrar una
razón para su reivindicación de libertad original. Este no saber permite el uso
particular que tiene en su discurso. De todos modos lo afronta con valentía, y
así su mención, su insistencia, deviene alegoría de una determinada asunción
del riesgo que tiene lugar en el límite del campo epistemológico. Y ello
deviene práctica de la virtud, quizás, y no, como profesan sus críticos, signo
de desesperación moral, precisamente en la medida en que la práctica de esta
forma de hablar propone un valor que no sabe cómo asegurar ni para el cual
ofrecer una razón, pero igualmente lo propone, y de este modo expone que cierta
inteligibilidad excede los límites de la inteligibilidad que el saber-poder ha
ya establecido. Ésta es la virtud en sentido mínimo precisamente porque brinda la
perspectiva mediante la cual el sujeto gana distancia crítica frente a la
autoridad establecida. Pero se trata también de un acto de coraje, actuando sin
garantías, poniendo al sujeto en riesgo en los límites de su ordenamiento.
¿Quién sería Foucault si llegase a pronunciar estas palabras? ¿Qué desujeción
ejecutaría para nosotras con este pronunciamiento?
Ganar distancia crítica frente a
la autoridad establecida significa para Foucault no sólo reconocer las maneras
en que los efectos coercitivos del saber están en funcionamiento en la misma
formación del sujeto, sino también poner en riesgo la propia formación de uno
como sujeto. Así, en El sujeto y el poder se refiere a «esta forma de poder que
se aplica a la inmediata vida cotidiana que categoriza al individuo, le asigna
su propia individualidad, lo ata en su propia identidad, le impone una ley de
verdad sobre sí que está obligado a reconocer y que otros deben reconocer en
él».[39] Y cuando esa ley vacila o se rompe, la posibilidad misma de
reconocimiento se pone en peligro. Así que cuando preguntamos cómo podríamos
decir «libertad originaria», y cuando lo decimos con asombro, también ponemos
en cuestión al sujeto que se dice que está enraizado en ese término
liberándolo, paradójicamente, para una aventura que podría realmente dar al
término una nueva sustancia y posibilidad.
Para ir concluyendo,
sencillamente voy a regresar a la introducción de El uso de los placeres, en la
que Foucault define las prácticas que le preocupan, «las artes de la
existencia», como aquello que tiene que ver con una relación cultivada del yo
consigo mismo. Esta formulación nos acerca al extraño tipo de virtud que el
antifundacionalismo de Foucault viene a representar. En efecto, como antes
escribí, cuando introduce la noción de «artes de la existencia» también se
refiere a tales artes de la existencia como las que producen sujetos que
«buscan transformarse a sí mismos, modificarse en su ser singular y hacer de su
vida una obra que presenta ciertos valores estéticos y responde a ciertos
criterios de estilo».[40] Podríamos pensar que esto apoya la acusación de que
Foucault ha estetizado por completo la existencia a costa de la ética, pero yo
sugeriría solamente que lo que nos ha mostrado es que no puede haber ética, ni
política, sin recurrir a este singular sentido de la poiesis. El sujeto que se
forma de acuerdo con los principios que facilita el discurso de la verdad no es
todavía el sujeto que procura formase a sí mismo. Comprometido en las «artes de
la existencia», este sujeto es modelado y modela, y la línea que separa el cómo
es formado de cómo se convierte en una suerte de formador, no está claramente
trazada, si es que existe. Porque no se trata de que un sujeto es formado y
después comienza repentinamente a formarse a sí mismo. Por el contrario, la
formación del sujeto es la institución de la propia reflexividad que de forma
indistinguible asume la carga de la formación. La «indistinguibilidad» es
precisamente la coyuntura en la que las normas sociales intersecan con las exigencias
éticas, y donde ambas son producidas en el contexto de una realización de sí
que nunca es totalmente autoinvestida.
Aunque Foucault se refiere de
manera bastante directa a la intención y a la deliberación, también nos hace
saber cuán difícil será entender esta estilización de sí en términos de
cualquier sentido recibido de intención y deliberación. Para hacernos entender
el tipo de revisión de términos que su uso requiere, Foucault introduce los
términos «modos de subjetivación» o «subjetivación». No se refieren
sencillamente a la manera en que el sujeto se forma, sino a cómo deviene
formador de sí. Este devenir de un sujeto ético no es mera cuestión de
conocimiento o conciencia de sí; denota una «constitución de sí como “sujeto
moral”, en la que el individuo circunscribe la parte de sí mismo que constituye
el objeto de esta práctica moral». El yo se delimita y decide la materia de su
hacerse, pero la delimitación que el yo ejecuta tiene lugar a través de normas
que, indiscutiblemente, ya están en funcionamiento. Así, podemos pensar que
este modo estético de hacerse está contextualizado en una práctica ética, pero
Foucault nos recuerda que esta tarea ética sólo puede tener lugar en un
contexto político más amplio, la política de las normas. Deja claro que no hay
formación de sí fuera de un modo de subjetivación, lo que quiere decir que no
hay formación de sí fuera de las normas que orquestan la posible formación del
sujeto.[41]
Nos hemos desplazado
silenciosamente de la noción discursiva de sujeto a una noción de «sí mismo»
con resonancias más psicológicas, y pudiera ser que para Foucault este último
término fuese más portador de agencia que el primero. El yo se forma a sí
mismo, pero se forma a sí mismo dentro de una serie de prácticas formativas que
Foucault caracteriza como modos de subjetivación. Que la paleta de sus formas
posibles esté delimitada de antemano por dichos modos de subjetivación no
significa que el yo no consiga formarse a sí mismo, que el yo esté totalmente
formado. Al contrario, se le obliga a formarse, pero formarse a sí mismo en
formas que ya están más o menos operando y en proceso. O, podría decirse, se le
obliga a formarse dentro de prácticas que ya están más o menos funcionando.
Pero si esa formación de sí se hace en desobediencia a los principios de
acuerdo con los cuales una se forma, entonces la virtud se convierte en la
práctica por la cual el yo se forma a sí mismo en desujeción, lo que quiere
decir que arriesga su deformación como sujeto, ocupando esa posición
ontológicamente insegura que plantea otra vez la cuestión: quién será un sujeto
aquí y qué contará como vida; un momento de cuestionamiento ético que requiere
que rompamos los hábitos de juicio en favor de una práctica más arriesgada que
busca actuar con artisticidad en la coacción.
Este ensayo se pronunció, en
forma más breve, como Raymond Williams Lecture en Cambridge University en mayo
de 2000. Se publicó después en su forma ampliada en David Ingram (ed.), The
Political: Readings in Continental Philosophy, Basil Blackwell, Londres, 2002.
Estoy agradecida a William Connolly y Wendy Brown por sus útiles comentarios a
partir de borradores previos.
[2] Ibidem, p. 87.
[3] Theodor W. Adorno, «La crítica de la cultura y la sociedad», trad. por Manuel Sacristán, en Prismas. La crítica de la cultura y de la sociedad, Barcelona, Ariel, 1962, p. 23.
[4] Ibidem, p. 15.
[5] Ibidem, p. 14.
[6]Michel Foucault, «¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung)», trad. por Javier de la Higuera, en Sobre la Ilustración, Madrid, Tecnos, 2006, pp. 3-52. Este ensayo consistió originalmente en una conferencia pronunciada en la Société Française de Philosophie el 27 de mayo de 1978, posteriormente publicada en el Bulletin de la Société française de Philosophie, año 84º, núm. 2, abril-junio de 1990, pp. 35-63
[7] Para una recensión interesante de esta transición de la teoría crítica a la acción comunicativa consúltese el libro de Seyla Benhabib, Crítica, norma y utopía, Buenos Aires, Amorrortu, 2005.
[8] Michel Foucault, «¿Qué es la crítica?», op. cit., pp. 4 y 5.
[9] Theodor W. Adorno, «La crítica de la cultura y la sociedad», op. cit., p. 23.
[10] Michel Foucault, «¿Qué es la crítica?», op. cit., p. 5.
[11] Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 2. El uso de los placeres, trad. por Martí Soler, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.
[12] Ibidem, p. 12.
[13] Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI, 2005.
[14] Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 2. El uso de los placeres, op. cit., p. 13.
[15] Ibidem, pp. 13-14.
[16] Ibidem, p. 25.
[17] Michel Foucault, «¿Qué es la crítica?», op. cit., pp. 7-8.
[18] Ibidem, p. 8.
[19] Ibidem, p. 8.
[20] Ibidem, p. 9.
[21] Ibidem, p. 9.
[22] Ibidem, p. 9.
[23] Ibidem, p. 10.
[24] Ibidem, pp. 10-11. El énfasis es mío.
[25] Ibidem, p. 11.
[26] Ibidem, p. 22.
[27] Ibidem, p. 16.
[28] Ibidem, p. 17.
[29] Ibidem, p. 20.
[30] Ibidem, p. 25.
[31] Ibidem, pp. 27-28.
[32] Ibidem, p. 28.
[33] Ibidem, pp. 32-33.
[34] Ibidem, p. 21.
[35] Se refiere a una pregunta por parte del público asistente, que se le formula en el debate posterior a la conferencia que origina el texto ¿Qué es la crítica?; véase supra, nota 6. [N. del T.]
[36] Ibidem, pp. 44-45.
[37] Ibidem, p. 45.
[38] Ibidem, p. 45.
[39] Michel Foucault, «El sujeto y el poder», trad. por Rogelio G. Paredes, en Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow (eds.), Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica, Nueva Visión, Buenos Aires, 2001, p. 245.
[40] Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 2. El uso de los placeres, op. cit., pp. 14-15.
[41] Ibidem, p. 29.
Extraído de aquí.