jueves, 27 de diciembre de 2012

Preguntas sobre el movimiento 15-M: la experiencia de la derrota




Un movimiento social identificado con fechas específicas, ¿no anticipa ya la tarea de ser confinado temporalmente y hacerse previsible, incluso si rebasa el momento en que se constituyó y hace de las apariciones esporádicas una modalidad de su existencia? También el movimiento 15-M (o 25-S o 15-O, entre otros), en las condiciones presentes, ha de luchar para no convertirse en un asunto del pasado o, algo que viene a ser equivalente, para no terminar siendo una práctica residual protagonizada por una minoría de activistas asediados.


No seremos nosotros quienes nos apresuremos a celebrar su ritual fúnebre. La emergencia de este movimiento significó la posibilidad de una revuelta incipiente que, retroactivamente, ha sido sofocada. Si se compara con las protestas populares multitudinarias precedentes, el rodeo del Congreso el 20 de noviembre de 2012 por unos centenares de manifestantes (convocado por la coordinadora 25-S) muestra este giro: el “acontecimiento”, por así decirlo, ha perdido buena parte de su fuerza inicial, al punto de poner de manifiesto un despliegue policial completamente desmesurado. La policía ni siquiera ha tenido que apelar a la brutalidad que la caracteriza.


Lo imprevisible ha sido estabilizado bajo la forma de protestas discontinuas que no sólo no han sido atendidas en lo más mínimo por el gobierno nacional sino que, además, han sido desarticuladas de forma violenta y criminalizadas de distintas maneras. A nivel mediático, a menudo esta estrategia represiva fue planteada como recurso legítimo para “garantizar el estado de derecho” y las críticas al respecto se han centrado de forma tendencial en la actuación policial, tachada a lo sumo de “excesiva”, como si no mantuviera un vínculo orgánico con una cadena jerárquica de mando.


El repliegue involuntario, por lo demás, es evidente: si las acampadas constituyeron un gesto desafiante al orden público establecido, las manifestaciones actuales ya no parecen preocupar en exceso a un gobierno que hace tiempo definió su estrategia al respecto: dar el golpe de gracia “fuera de cámara”, incluso si para ello es necesario violar de forma descarada la escasa “libertad de prensa” que todavía queda, amedrentando a periodistas y confiscando sus materiales de trabajo.


No resulta extraño, pues, que nos preguntemos sobre una posible asimilación sistémica del movimiento 15-M, pensada no ya en términos de inclusión de sus demandas por parte del sistema político y económico vigente, sino por la vía del creciente aislamiento y fragmentación de sus reivindicaciones. El momento entusiasta en que lo “imposible” estaba ocurriendo se ha convertido en la constatación melancólica de las “oportunidades perdidas”. Sin embargo, ni antes fuimos ingenuamente optimistas ni ahora estamos dispuestos a entregarnos a la sabiduría del pesimismo. Precisamente porque percibimos en el movimiento signos de un agotamiento más que nunca necesitamos dar un nuevo impulso a aquello que nace de la rebelión contra un sistema que hay que calificar de criminal sin temor a la hipérbole.


Desde una perspectiva popular, el 15-M es probablemente uno de los acontecimientos políticos a nivel nacional más relevantes de las últimas décadas. Como irrupción de un sujeto colectivo heterogéneo, en una escena pública nacional marcada por un bipartidismo autista, rompió el anquilosamiento de la resignación. Confiábamos en que desde la pluralidad de sus líneas de fuerza pudiera elaborarse un proyecto político con capacidad de articular grupos heterogéneos. Lo reclamamos en varias ocasiones, no por encontrarnos ante una supuesta “falta de propuestas”, sino por el contrario, por toparnos con una verdadera explosión de sugerencias e iniciativas de acción. El problema aquí no estuvo nunca ligado a la escasez sino más bien a la sobreabundancia.


De ahí, quizás, lo que a mi entender han sido dos errores estratégicos fundamentales: la dispersión e indefinición de los objetivos de intervención y la multiplicación de apariciones sin confluencia en un frente popular común. En un contexto de creciente control de los participantes del 15-M, ¿no sería mejor centrarse en algunas reivindicaciones que permitan condensar el descontento popular y que sean, al mismo tiempo, imposibles de satisfacer dentro del orden hegemónico? Me temo que nada de ello está ocurriendo. Si desde el principio abogamos por una internacionalización de la revuelta, más bien aconteció lo contrario: la transnacionalización de una estrategia del miedo. En España, la resultante de esta escalada represiva se concretó no sólo en cargas policiales brutales sino también en un proceso de judicialización de la protesta pública que supuso, además de miles de imputados, detenidos y multados, millones de decepcionados.


Si desde el momento de su constitución reconocimos en el 15-M una «indignación» colectiva que reclamaba atención analítica y apoyo activo, quizás ahora debamos señalar el punto muerto en el que se está sumergiendo. El furor de los comienzos, cada vez más, está cediendo su lugar a un ritual rutinario, que apenas nos sacude del letargo por unas horas. El triunfo del miedo está convirtiendo la “primavera española” en un “invierno prolongado”.


El panorama no es alentador: si la marca profunda de este movimiento quizás haya sido, ante todo, la repolitización de diferentes grupos sociales, por otro lado es indudable que este proceso ha sido obstruido, sofocando su potencial subversivo. No es meramente un fracaso; el férreo control mediático y la consolidación de un estado policial son parte determinante de esta nueva derrota histórica en la que el saqueo sistémico sigue su curso indiferente. Los privilegios de casta apenas se han modificado. El orden jurídico vigente ha dado un nuevo giro reaccionario y el desmantelamiento del estado de bienestar y de derechos socioeconómicos básicos continúan su camino sin especiales dificultades. La marcha devastadora del neoconservadurismo ha sido reconducida sin más que modificaciones superficiales: una moratoria para una irrisoria minoría de desahuciados, un probable cambio nominal de los CIE, alguna cosmética para las redadas policiales.


Con ello no quiero sugerir que no estemos en una situación próxima a lo que Gramsci señalaba como «crisis de hegemonía»: en el último año, las protestas públicas no han cesado de multiplicarse inundando la calle de distintos colores. Sin embargo, pese a la gravedad de lo que está ocurriendo, algo no funciona: las mareas no confluyen, las aguas siguen sin confundirse y ningún proyecto político alternativo ha logrado hasta el momento orientar las energías colectivas hacia otra parte. La “agenda de lucha” parece limitarse a unos reclamos sectoriales y, a lo sumo, a unas resistencias fragmentadas ante una ofensiva ideológica y política que tiene un derrotero tan virulento como previsible: despidos masivos en el sector público, privatización de sectores estratégicos del estado (incluyendo el “negocio” de las pensiones y de los servicios de empleo), recortes drásticos del gasto social, consolidación de un sistema fiscal regresivo, incremento de la corrupción estructural y el sistema de prebendas, aumento de las desigualdades sociales y de la pobreza relativa y absoluta, creciente concentración de medios y alineación ideológica, etc.   


La proliferación de conflictos sociales en la actualidad política española no deja mucho margen de duda. Lo que no es claro es si, en una coyuntura como la presente, un movimiento como el 15-M está en condiciones reales de canalizar dichos conflictos en un sentido transformador. No hay indicios de que esté ocurriendo algo semejante, aunque nada invita al sarcasmo. La guardia desengañada que nos prevenía de este supuesto “error” nunca se preocupó de aportar su experiencia de lucha para rectificarlo. La restauración autoritaria del control tampoco les inquietó en lo más mínimo. Es lo que tiene mirar las cosas desde arriba: uno no tiene que pasar por la incomodidad de la experiencia. Pero precisamente porque son nuestras luchas, nuestros deseos de justicia, debemos apostar por la (auto)crítica radical, también hacia un movimiento que amenaza con anquilosarse más allá de sus apariciones públicas efímeras. Lo que hace pocos meses parecía una brecha todavía abierta, ahora parece cerrarse. La indignación, sin embargo, no hace más que aumentar. Habrá que persistir, entonces, en el “error” de seguir buscando construir nuevos caminos, incluso si buena parte de sus trayectos no pudieran ser más que subterráneos.


La constatación es doble: el espectro de una revuelta sigue merodeando las ruinas del presente, pero su encarnación parece otra vez conjurada. Puesto que luchamos contra lo probable, sabíamos que esta asimilación sistémica podía ocurrir, aunque confiábamos que no ocurriera. Lo imprevisible, con todo, sigue latiendo: los antagonismos sociales no dejan de multiplicarse y cada vez más seres humanos son arrojados a los márgenes del capitalismo. No podemos predecir qué haremos como sujeto colectivo ante esta máquina de arrasar vidas.


Construir una salida en la aporía del presente tiene algo de tanteo más o menos lúcido: nunca sabemos cuánto puede resistir un muro hasta que intentamos derrumbarlo. Los resultados a veces son decepcionantes pero nunca definitivos: ninguna derrota desmiente el deseo de cambio sino que señala, más bien, su grado de dificultad. La decepción puede incluso ser aleccionadora. Los muros están ahí y no basta el furor espontáneo de la mañana para su derribo. La memoria de la derrota es una forma de aprendizaje; aprendemos siendo derrotados. Y, en efecto, algo hemos aprendido: también es preciso dinamitar los pilares subjetivos que sostienen esos muros. Sólo puede advenir otro tiempo si se gesta desde el deseo colectivo y se articula en un proyecto en común. Ante la repetición de la dificultad, siempre estará la coartada de la huida, el retorno a la resignación. Sin embargo, ¿qué sería de la posibilidad siempre latente de otra sociedad sin esa voluntad de cambio capaz de sobreponerse a la experiencia de la derrota?


Arturo Borra

domingo, 9 de diciembre de 2012

Lo imposible rehabilitado: el sentido de una huelga general indefinida



-I-
¿No es un anacronismo reivindicar la huelga general indefinida a nivel europeo en el siglo XXI, sabiendo que sólo unos grupos reducidos de activistas estarían dispuestos a hacerla propia? ¿No es pedirle demasiado a la “gente”, algo que no está en condiciones de cumplir, dadas sus urgencias económicas? ¿No estamos propiciando una nueva derrota en la pulseada contra el capital empresarial y financiero concentrado, arrojando al “común de la gente” al vacío con una medida que a la larga habrá que abandonar para “no morirse de hambre”? En suma, al “pedir lo imposible”, ¿no reforzamos nuestra frustración colectiva?
En efecto, la huelga general indefinida es un anacronismo. Viene de otro tiempo: un tiempo en el que la «revuelta» -como cuestionamiento político de lo heredado- vuelve a ser posible. En una época en la que la «resignación» constituye el vínculo hegemónico con la realidad histórica, el anacronismo como acto extemporáneo se hace pertinente: es reivindicación de otra temporalidad, en la que lo decisivo es la rearticulación en las condiciones del presente de un proyecto político emancipatorio.
Si la «huelga general indefinida» operó –especialmente, a principios del siglo XX- como mito para unificar a las clases obreras en sus luchas contra las patronales e incluso como una forma activa de sabotaje a la producción capitalista, su riesgo más actual no es otro que el de recaer en la mistificación de la “clase obrera” industrial europea (como si la cultura proletaria llevara inscripta alguna insignia revolucionaria). Para mayor escarnio, su poder de «interpelación» es dudoso, más todavía cuando el “sujeto” de dicha huelga parece desdibujado en la actualidad, habida cuenta de que muchos grupos ni siquiera se sienten parte, condenados como están al desempleo, el subempleo o la marginación sistémica.
Ante esos señalamientos, habría que enfatizar que elaborar una salida política del presente exige salirse de un esquema sustancialista que asigna a ciertos sujetos históricos algún valor privilegiado en los procesos de transformación social. La heterogeneidad es irreductible y debe ser tenida en cuenta como tal. En este sentido, constituye un error político fundamental suponer que el sujeto del cambio preexiste al proceso de lucha. Por el contrario, en cualquier acto de rebelión colectiva lo que se juega es la producción de un sujeto político emancipatorio que no preexiste ni está garantizado por ninguna pertenencia de clase, género, edad o etnia.
La persistencia de ese error está en la base de la acción sindical de los gremios mayoritarios: su falta de interés por articular sus luchas a movimientos sociales contestatarios es notoria. Apenas si han tomado nota de que las “clases trabajadoras” no son los únicos grupos sociales que cuentan. De forma inversa, la (auto)exclusión de muchos trabajadores y parados por parte de esos movimientos contestatarios no es menos sintomática: sigue recelando de la heterogeneidad social como condición de partida. La consecuencia de este error de base es, a mi entender, la multiplicación de luchas sociales sin una «articulación contrahegemónica» que permita ir más allá de unas protestas sociales de carácter defensivo.
En este contexto, se hace necesario elucidar el sentido de una «huelga general indefinida» y en qué podría contribuir a modificar la situación precedente. Al respecto, quisiera sugerir al menos tres dimensiones que entran en juego. En una primera dimensión, uno de los objetivos de una intervención de este tipo es el boicot del «proceso de acumulación»: cortocircuita la reproducción del capital y, con ello, mediante la generación de pérdidas millonarias, obliga a producir cambios reales en el sistema económico. En una segunda dimensión, establece una presión sistemática sobre los gobiernos para buscar soluciones alternativas a las irresoluciones colectivas del presente. Las condiciones de negociación, en ese contexto, se modifican de forma sustantiva, equilibrando las relaciones de fuerza. En una tercera dimensión, omitida muchas veces del análisis, este tipo de huelga crea instancias de reconocimiento mutuo entre los participantes, esto es, genera una acción colectiva en la que distintos grupos pueden representarse como miembros de una misma «comunidad de lucha». La centralidad de ese punto es clara: no hay proceso de cambio histórico sin la formación de una voluntad colectiva transformadora.
Ahora bien, a pesar de la tan mentada heterogeneidad, ¿no es una huelga general indefinida, por definición, una acción protagonizada por las clases trabajadoras? A mi entender, es precisamente este punto el que hay que poner en cuestión. Si esa medida de fuerza sólo fuera adoptable como movilización de los trabajadores,en efecto, carecería de fuerza articulatoria. La cuestión cambia radicalmente si la planteamos como punto nodal en una cadena de demandas sociales más amplias, imposibles de satisfacer dentro del orden hegemónico. Dicho de otra manera: una «huelga general indefinida» puede funcionar como punto de condensación de una pluralidad de reivindicaciones: no sólo de los trabajadores, sino también de parados, desahuciados, jóvenes, mujeres, indignados, jubilados, inmigrantes, minorías sexuales, etc.
La condición de esta articulación es la producción de un discurso político (de carácter extra-partidario) que signifique la huelga general indefinida como «medida unificadora» de un frente popular en su antagonismo radical con las oligarquías económico-financieras y políticas. Puesto que esas oligarquías afectan de forma directa a todos esos grupos, la «huelga general indefinida» puede ser representada no sólo como eslabón particular de una cadena, sino también como punto de articulación general: representar la interrupción de la «normalidad» del funcionamiento capitalista. Ello nos desplaza, desde luego, a otras medidas complementarias: huelgas de consumo, manifestaciones, acampadas, jornadas de reflexión, piquetes informativos, etc. Sin embargo, que esa pluralidad de medidas complementarias puedan estar contenidas en la representación unificada de la «huelga general indefinida» es crucial. Permite consolidar el reconocimiento mutuo de los participantes en un mismo horizonte de lucha política y, con ello, preparar las condiciones para una intervención política que subvierta las bases sistémicas del capitalismo.
Desde luego, nada garantiza que una huelga general indefinida pueda llevar más allá de un pacto de mejoras salariales y laborales o de un acuerdo tripartito entre sindicatos, gobiernos y empresas. Pero desde hace tiempo sabemos que no hay garantías metafísicas para nuestra voluntad de cambio. De hecho, el fantasma de una nueva derrota histórica es la contrapartida necesaria de la intensificación de las luchas colectivas, sea cuales sean los caminos que elijamos. La apuesta “imposible” por una sociedad que transforme de forma radical sus relaciones políticas y económicas siempre tiene final abierto: abre a un acontecer necesariamente imprevisible. Su posibilidad radical, sin embargo, es inocultable.
El “caos” irrepresentable que la derecha vaticina ante este “imposible” rehabilitado no es otra cosa que la irrupción de una práctica revolucionaria. La bancarrota del capitalismo es la oportunidad de una reestructuración de los espacios de trabajo siguiendo otras lógicas de organización y gestión (como es el caso del cooperativismo autogestionario y de una producción coordinada de trabajadores autónomos) y la oportunidad de un proceso político y cultural de transformación de las instituciones públicas y privadas, incluyendo desde luego los espacios educativos. Del mismo modo en que no hay proyecto comunitario deseable sin una distribución económica justa, tampoco podría darse tal proyecto sin unas estructuras políticas democráticas o una cultura en común que posibilite una existencia social igualitaria. 
-II-
Retomemos las preguntas iniciales. Con el  anacronismo de la huelga general indefinida no estamos pidiendo nada a la “gente”, entre otras cuestiones, porque no hay nada parecido a un “colectivo” sustraído de las divisiones sociales. Un llamado semejante opera en primer término en tanto interpelación a distintos grupos como sujeto político transformador. Si lo que tienen en común esos grupos no es su pertenencia al mundo del trabajo o a una clase obrera tradicional, sino su antagonismo con las oligarquías, entonces, la eficacia de este “mutuo reconocimiento” depende del grado en que cada parte integre sus reivindicaciones en un horizonte de luchas en común. La huelga general indefinida sólo puede ser agenciada por estos grupos heterogéneos en tanto sea significada como eslabón de unas demandas de justicia más amplias frente a unos poderes dominantes cada vez más opresivos. En síntesis, lo que cuenta en este contexto es la posibilidad de significar una determinada práctica como punto de condensación de unas reivindicaciones colectivas. De ahí la centralidad de una articulación discursiva que signifique las diferentes identidades grupales como solidarias ante el saqueo sistemático perpetrado por las elites hegemónicas.
Es evidente que ese proceso de articulación es complejo y sólo puede llevarse a cabo en condiciones adversas. Pero lo que para la “gente” es imposible no lo es por necesidad para este “sujeto popular”. La “urgencia económica”, por otra parte, no puede constituirse legítimamente en un pretexto para ser conservadores: la mejor manera de no poder satisfacer esa urgencia es aceptar la ofensiva actual del capitalismo, comenzando por las reducciones salariales en curso o los despidos masivos que dejan un saldo desastroso de desocupados y trabajadores precarios. Así pues, ¿no es, precisamente, la realidad actual el paisaje más evidente de lo que nuestras “urgencias” provocan?
Puesto que vivimos en el  paisaje de la derrota nuestro horizonte es hacer de ésta un punto de partida. Una huelga general indefinida no arroja al vacío a nadie, entre otras cosas, porque ya estamos en el vacío (de oportunidades vitales, de autonomía, de justicia). Millones de humanos están muriéndose de hambre e indiferencia. Optar por la certidumbre de la servidumbre no deja de ser un consuelo penoso.
Afortunadamente, no estamos condenados a esa decisión. Pedir lo “imposible” es abrirnos a otras posibilidades históricas. La posibilidad de la frustración no es exclusiva al deseo revolucionario; de hecho, nuestras añoranzas más profundas están siendo frustradas cada día. Si la normalidad no es nada distinto al crimen institucionalizado, la rehabilitación de lo imposible es, precisamente, esa promesa de libertad que necesitamos para que nuestra vida sea algo más que mera supervivencia en las ruinas del presente.

Arturo Borra

sábado, 24 de noviembre de 2012

La economía política del sacrificio (V): el signo de la catástrofe



 
-I-

Constatar la existencia de una sociedad escombrada, la perpetuación de una realidad histórica marcada por el signo de la catástrofe social y ecológica, no implica entregarse al desaliento. Puede ser punto de inicio de una lucha entusiasta por transformar lo que es producto de específicas intervenciones humanas, sin que eso se convierta en un facilista “llamado a la acción”, como si ésta fuera intrínsecamente superadora de lo que cuestiona. La elaboración de nuestras herramientas teóricas, en este sentido, tiene relevancia en la práctica política: constituye una dimensión central en la producción de nuestras luchas colectivas. Aunque grosso modo la crítica al capitalismo suscite adhesiones rápidas en el seno de la izquierda, las argumentaciones y categorías que sostienen esa crítica divergen en puntos significativos y no podría ser de otro modo cuando se trata de dar cuenta de las complejidades del presente. De ahí que una política de izquierdas que se sustraiga del debate teórico esté condenada a la ceguera, a no ver las líneas de fuerza de un desastre global inédito que las políticas neoconservadoras hegemónicas no hacen sino agravar.
 

Formulemos, en este debate abierto, una primera tesis de partida: la extraordinaria concentración de poder económico, político y cultural por parte de determinadas élites mundiales nos arroja a una situación drástica sin precedentes, en la que las coordenadas materiales más primarias de la existencia social están en riesgo. La destrucción irreversible del medio ambiente y la proliferación de desequilibrios ecológicos (contaminación, radioactividad, sustancias tóxicas, derrames de petróleo, accidentes nucleares, cambio climático, etc.), el creciente control privado de los alimentos básicos, la especulación sobre las materias primas, el riesgo sostenido de pandemias y hambrunas de largo alcance, el aumento de las desigualdades económicas y de la miseria, la proliferación de guerras “humanitarias” que implantan pseudo-democracias tuteladas con cientos de miles de desplazados y decenas de nuevos propietarios, por mencionar sólo algunos fenómenos actuales, ilustran ese estado de emergencia generalizado y permanente. No se trata de fatalidades ante las que sólo cabría la resignación o, a lo sumo, la buena disposición para la “ayuda humanitaria”. Las catástrofes –con efectos imprevisibles a largo plazo- son la contracara necesaria del  proceso de modernización tecno-económica y político-militar en el marco de la globalización capitalista. La catástrofe cuenta cada vez más como escenario ideal propicio para intervenciones neocolonizadoras, producto de una planificación estratégica en la que participan, en una alianza inconfesable pero evidente, tanto diferentes cúpulas del poder económico-financiero trasnacional como distintas autoridades gubernamentales a nivel mundial, convertidas en gerencias de la política como negociado.


La sociedad del sacrificio es una sociedad catastrófica. No es nada a futuro: ironizando sobre las “profecías apocalípticas” que atribuyen al pesimismo ecologista e izquierdista, el discurso hegemónico evita tener que dar cuenta de los cataclismos locales con efectos globales de largo alcance. El optimismo ilimitado de sus portavoces no sólo minimiza el desastre que están provocando de forma sistemática: tampoco dudan en sacrificar a los otros en nombre del “progreso”. En un ejercicio cínico, insistirán con su retórica edificante de “sano sentido común”: negar que también lo que nos vemos nos afecta de forma dramática. No importa que las huellas de este crimen que se perpetra cada día proliferen: insistirán en que es parte de nuestro delirio. A esta acusación no tenemos más remedio que hacerla nuestra. Tras este “camino delirante”, sin embargo, lo que encontramos es la verdad de lo increíble: un sistema que tiene como condición de reproducción la creación de catástrofes.
 

No es preciso llegar a la hipótesis maximalista de un “mega-proyecto de control” centralizado, dirigido por un Amo siniestro, para sostener que la catástrofe, demasiado a menudo, no constituye una consecuencia de fenómenos naturales independientes a nuestro control (un mero accidente que escapa al dominio humano) sino que está ligado, de forma compleja, a unas decisiones planificadas en función de diversos réditos políticos, económicos y culturales. Ello tiene al menos dos implicaciones teóricas diferentes y complementarias: en primer lugar, no hay ningún gran Otro que otorgue inteligibilidad última a una multiplicidad de intervenciones de alcance impredecible y, en segundo lugar, en tanto multiplicidad, nos permite concebir la posibilidad de incompatibilidades y conflictos entre estas intervenciones (lo que, de algún modo, abre determinadas grietas históricas sobre las que debería incidir una política de izquierdas). Este modo de operación descentrado crea mayor impredictibilidad: la incertidumbre objetiva que produce no puede ser resuelta apelando a un sujeto soberano –más o menos perverso- que conocería los planes desde el principio. “En la sociedad del riesgo «postmoderna» ya no hay «mano invisible» (…). No sólo desconocemos el sentido final de nuestros actos, sino que no existe ningún mecanismo global que regule nuestras interacciones (…)” (1).
 

¿Se agota ahí lo central de nuestro presente? Negada la Gran Conspiración, ¿deberíamos por ello privarnos de extraer las conclusiones radicales que conlleva la tendencia de las élites mundiales a construir centros integrados de poder, de manera de afrontar con mayor eficacia sus proyectos a escala global? Es claro que no. La tesis formulada por Marx referente a la tendencia monopólica del capital sugiere que es en esa dirección por donde tenemos que avanzar. Para formularlo en términos contemporáneos: ¿qué implicaciones teóricas y prácticas tiene la fagocitación de industrias locales por parte de grandes corporaciones trasnacionales, esto es, la llamada “integración de negocios” para aumentar el “valor agregado”, la “sinergia” de capitales que participan en diversos sectores económicos con el objetivo de controlar la mayor parte de la “cadena de valor”? Como proceso que de facto se está produciendo a nivel mundial, ligado a la concentración de capitales y a la diversificación de sus inversiones, ¿no debería advertirnos sobre una creciente centralización de las decisiones en un número relativamente reducido de corporaciones? ¿Qué vínculo se plantea entre estos procesos y la producción científico-tecnológica patrocinada fundamentalmente por sectores privados? Y finalmente, ¿qué consecuencias políticas produce el hecho de que esas mismas corporaciones ejerzan presiones concretas sobre los grupos gobernantes para promover decisiones afines -en materia de leyes, inversiones de base, subvenciones, alianzas estratégicas, etc.- tanto a nivel nacional como internacional?


Dar una respuesta exhaustiva a tales preguntas excede estas reflexiones preliminares. Hay suficientes trabajos de investigación, incluyendo excelente material audiovisual (2), que permite responder de forma tentativa. Por mi parte, me limitaré a señalar que negar la capacidad de operación de esas élites económico-financieras es, sencillamente, desconocer la pronunciada acumulación de poder que a escala planetaria se ha producido en las últimas décadas. No por moverse en una zona de opacidad tales agentes económicos dejan de ser decisivos en la construcción del presente. Lo sabemos por los estragos materiales que las decisiones de estos grupos generan a nivel global: especulación financiera y evasión a gran escala, guerras a medida, engaños sistemáticos a la llamada “opinión pública”, terrorismo estatal y paraestatal (incluyendo asesinatos selectivos y atentados de falsa bandera), tráfico de armamento y estupefacientes, redes de tráfico y trata de personas, monopolios en los mercados de materias primas, financiación legal e ilegal a los principales partidos políticos, escalada de proyectos militares no convencionales, restricción de principios constitucionales fundamentales, entre otros. Es claro que estos ejemplos no son exhaustivos, pero permiten dimensionar el alcance del (des)control al que estamos expuestos.

 
Para leer el ensayo completo, pulsar aquí.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Sobre una siniestra normalidad: por la huelga general indefinida


 
 

            Lo «normal» está construido sobre una multitud de omisiones. Garantizar la normalidad, tal como claman los profetas del miedo, no significa nada más que hacer cumplir de forma violenta la reproducción de un capitalismo indiferente a la catástrofe diaria que produce. Cuando lo patológico se instala como patrón social normalizado, nuestro camino debería apostar por la interrupción de todo aquello que resulta habitual. ¿Qué significa, en efecto, la “normalidad” en una sociedad que expulsa a sus márgenes a un número creciente e indefinido de “ciudadanos” considerados de segunda mano? Si el discurso hegemónico representa otras alternativas políticas como conducentes al “caos”, ¿no deberíamos insistir en que el actual “orden” se sostiene sobre el hundimiento de las mayorías sociales? ¿Qué clase de orden es éste que requiere dosis incrementales de violencia institucional y policial para sostener el desastre planificado?

 
            En un país como España lo único “normal” es el arrase de las clases subalternas. Más de 400.000 desahucios, casi 6.000.000 de parados, más del 25% de la población por debajo de la línea de pobreza, la desarticulación de un estado de bienestar de por sí trunco, el evidente retroceso de derechos sociales, económicos y culturales fundamentales –desde el acceso gratuito a la salud o la educación superior hasta el derecho a reunión y manifestación, sin olvidar la reforma laboral y de las pensiones-, la gravación regresiva sobre las rentas de trabajo y la amnistía fiscal a los grandes capitales evasores, los aranceles a las tramitaciones judiciales y la judicialización represiva de las protestas sociales, la corrupción estructural del sistema político y económico, las transferencias públicas millonarias a un sistema financiero que lucra con la adquisición de bonos de deuda, el expolio de las estructuras del estado y el endeudamiento social generalizado, por mencionar algunos ejemplos, son síntomas de esta normalidad de lo siniestro en la que (mal) vivimos. Claro que este cuadro podría ampliarse a otras dimensiones de la vida social: detenerse en la situación que hace que diez personas se suiciden a diario en España, en la escalada del racismo y la xenofobia a nivel europeo, en la imparable violencia de género que unas estructuras patriarcales producen de modo sistemático, en la incidencia retrógrada de la curia católica en las políticas de estado, en el aumento del tráfico y trata de personas, en la desfinanciación de una política cultural democrática y popular, en el anquilosamiento de una monarquía decadente, en la diáspora de miles de jóvenes hacia el exterior en busca de la “oportunidad perdida” y sería sencillo seguir hurgando en otros signos de deterioro.
 

            No se trata de ser exhaustivos: la magnitud del daño tiene ramificaciones por doquier. Garantizar la normalidad significa, sencillamente, que todo siga igual. Lo normalizado no es nada distinto al sufrimiento colectivo en plena implosión, mientras los beneficiarios de esta estafa sistémica siguen arremetiendo contra todo lo que represente la esfera pública, sea estatal o societal. Como dice el ministro de la banca De Guindos, todavía hay un trecho que recorrer en el sector público. Leáse: tras a sangría en las empresas privadas, ahora “toca” el negocio millonario y fraudulento de las privatizaciones a los servicios públicos en nombre de la sacrosanta “reducción del déficits” (a pesar de las evidencias en sentido contrario de empresas públicas sostenibles y de los beneficios sociales de prestaciones públicas universales), despidos escalonados a funcionarios del estado, mayor presión fiscal sobre sectores medios y populares, reducción drástica de las ayudas sociales y prestaciones ligadas al desempleo, reducción salarial, mayor precarización de las condiciones laborales, etc.

 
            En la normalidad de una existencia social opresiva, una huelga general representa una interrupción momentánea de los rigores de la fábrica o del espacio de trabajo. Sin embargo, esta interrupción sólo constituye un acto de desobediencia civil  en la medida en que hace imposible que “las cosas sigan su curso habitual”. En suma, sólo si cambia la estructura patológica que sostiene los síntomas adquiere un sentido político transformador, que rebase los rituales instituidos del malestar. Para decirlo de forma positiva: la única forma de paralizar esta escalada de signo autoritario, al servicio del capital concentrado trasnacional, es la movilización permanente y la huelga general indefinida. Más en general, la apuesta es multiplicar los frentes de lucha, diversificar sus medios de producción, en suma, subvertir la normalidad del expolio. Las huelgas de consumo periódicas y los boicots a las empresas que incumplen sus deberes y penalizan a quienes ejercen sus derechos, la extensión de jornadas de lucha, las manifestaciones sociales ligadas a demandas colectivas de largo alcance, la retirada de ahorros de la banca privada, por mencionar algunas posibilidades relativamente inmediatas, debe complementarse con una huelga general indefinida que haga imposible el retorno al actual orden de cosas. Forzar un movimiento, no obstante, no podría bastar si no es tomado como un puntapié inicial para producir un cambio social radical, que exige intervenciones en diferentes dimensiones, incluyendo el despliegue de una política cultural y educativa que apueste a la formación de sujetos críticos o una transformación institucional profunda (1).

 
            En síntesis, si por un lado podría evaluarse la capacidad actual de esta convocatoria para generar adhesiones colectivas, por otra parte, sus posibles efectos de ruptura están fuera de duda. El llamamiento a una huelga general indefinida -ligada a la construcción social de alianzas intersectoriales, a la inclusión horizontal de sujetos heterogéneos y a una internacionalización de las luchas populares- no es una panacea política. Más bien, constituye un eslabón central de una cadena de luchas emancipatorias que necesitamos seguir articulando en común. Sumarnos a ese llamamiento es una forma de apostar por la ruptura con una normalidad que está arrasando nuestras vidas. Si hay una memoria de las luchas, nada está perdido definitivamente. Incluso el fracaso de ese llamado nos informa sobre el nivel de fragmentación que sostiene nuestra sociedad del malestar.


La retirada indefinida de nuestra energía de la producción económica no tiene nada que ver con la tontería de suponer que esta actividad política podría prolongarse al infinito. Se trata de una negativa rotunda a la globalización de la penuria que propicia el capitalismo. Suponer que están dadas las condiciones para un acontecimiento de esa magnitud sería ilusorio. Sin embargo, que hoy vuelva a resonar ese llamamiento con un mínimo de verosimilitud, esto es, que sea otra vez formulable a nivel público por parte del sindicalismo alternativo y de movimientos sociales como el 15-M, es indicio de una brecha política que sólo excepcionalmente se produce en la historia. Forma parte de nuestras luchas ensanchar esas brechas, no sólo para que la “restauración de la normalidad” ya no sea posible sino, fundamentalmente, para que su ruptura sea una opción colectiva deseable.

 
Arturo Borra
 

(1) Podríamos seguir debatiendo acerca de si la «huelga general indefinida» constituye una “fórmula revolucionaria”, un “mito movilizador” o una “mistificación popular”, por poner tres posibilidades contrapuestas aunque no necesariamente excluyentes entre sí. Sin embargo, ese debate no debería hacernos perder de vista que se trata, ante todo, de una «situación ideal». Además de determinar en términos tácticos si esta opción resulta factible en un momento dado, lo central es analizar sus potenciales de ruptura, planteando la posibilidad de un cortocircuito radical con el modo de producción dominante. En otras palabras, lo que se plantea en torno a una huelga semejante es una auténtica «politización de la economía» que, de llevarse a cabo, nos enfrenta a lo inédito. Que lo inédito sea interpretado como “caos” por parte de las clases dominantes es previsible: supone una alteración radical de una estructura productiva sustentada en relaciones sociales de explotación. Eso no debería ser un impedimento para reflexionar sobre la relevancia de la intervención de sujetos colectivos que no participan de forma directa en el aparato productivo ni pueden ser identificados a secas con la “clase obrera” tradicional. La posibilidad misma de que otros grupos e individuos puedan reconocerse en ese llamado depende de un trabajo discursivo que articule esas diferencias en un mismo horizonte: la particularidad de la “huelga general” puede funcionar, de este modo, como punto nodal de unas demandas sociales más vastas (capaces de integrar en un mismo discurso a parados, jóvenes, inmigrantes, trabajadores, estudiantes, jubilados, autónomos, movimientos altermundistas, feministas, entre otros). Cualquier apuesta “inmanentista” -“nosotros los trabajadores somos los que tenemos la responsabilidad fundamental”, “la clase obrera es la protagonista”, etc.- corre el riesgo de ser asimilada y replicada con algunas concesiones sectoriales más o menos irrelevantes.

sábado, 3 de noviembre de 2012

«La ciencia del pánico» -un documental sobre el SIDA

Durante casi tres décadas presentaron al V.I.H. como causa del SIDA, dando por probada la relación causal entre ese presunto virus y el síndrome de inmunodeficiencia adquirida. Las investigaciones científicas en sentido contrario, sin embargo, fueron sistemáticamente desoídas, dando como resultante una opinión pública temerosa de una pandemia mundial. Entretanto, según las perspectivas que se recogen en este documental, las industrias farmacéuticas han provocado la muerte de miles de personas, lucrando con el AZT que, en dosis altas, provoca el colapso mismo del sistema inmunológico. 

 Llegados a este punto, las preguntas proliferan: ¿han provocado de forma deliberada pánico en la población mundial a fin de lucrar con la industria farmacéutica? ¿Por qué se patentó el test del SIDA el mismo día que fue anunciado el supuesto agente retrovírico? ¿Qué rigor puede tener un test que no permite aislar el virus de otras posibles causas? ¿Qué relación hay entre los "portadores del SIDA" (inicialmente ligados a supuestos "grupos de riesgo") y una ideología conservadora preocupada de restablecer una norma heterosexista? ¿Por qué en unos países lo que se diagnostica como "cero-positivo" en otros se diagnostica como negativo? ¿Nos han vuelto a engañar, usando como "cobayas" a cientos de miles de seres humanos? ¿Cuáles son los límites éticos, jurídicos y políticos que median actualmente en la investigación médica y la salud convertida en mercancía? 


lunes, 22 de octubre de 2012

Ciclo "Cercanías", Sevilla (octubre y noviembre de 2012)

También las experiencias poéticas ayudan a respirar. Contra lo improbable. Construyendo comunidades (in)imaginadas, en la proximidad con aquellos que intentan vivir en la intemperie, afrontando su vulnerabilidad sin falsos resguardos.
 
La poesía también también supone la cercanía de lo indecible. Quizás no haya nada más mágico que esa experiencia compartida en la que tras lo dicho se asoma la promesa de otro decir. Un decir que es mundo, desafío a la distancia instituida en el presente.
 
El ciclo Cercanías. Reflexiones abiertas sobre poesía contemporánea, en su pluralidad, quizás no sea sino una forma de seguir horadando las brechas que separan los discursos poéticos de otras formas de comunicación social.
 
 
 
 
 

viernes, 5 de octubre de 2012

Traficantes de salud y Los peligros del negocio farmacéutico- Miguel Jara





TRAFICANTES DE SALUD
de Miguel Jara
Cómo nos venden medicamentos peligrosos y juegan con la enfermedad

(Icaria Editorial, 2007)

Con el paso del tiempo y el esfuerzo promocional de los laboratorios farmacéuticos los medicamentos han pasado de ser bienes esenciales a simples objetos de consumo. Hoy las reacciones adversas a los fármacos ya son la cuarta causa de muerte en países como Estados Unidos. Traficantes de salud: Cómo nos venden medicamentos peligrosos y juegan con la enfermedad es un documento imprescindible para conocer qué medicamentos peligrosos están a nuestro alcance y cuáles han producido muertes o graves daños en la salud de las personas en los últimos años. El libro es un recorrido por la cara B del sistema sanitario. Durante más de cuatro años Miguel Jara ha investigado las estrategias que utiliza la industria de la salud y de la enfermedad para ser el negocio legal más rentable del planeta.

Sepa cómo se inventan enfermedades para crear nuevos mercados y convertir en pacientes a los ciudadanos sanos, cómo se manipulan los ensayos clínicos a favor de los laboratorios, cómo se vence la voluntad de muchos médicos mediante la promoción, cómo se controla a los trabajadores rebeldes y a los medios de comunicación o cómo se espía a los ciudadanos a través de la receta médica o mediante la implantación de la tecnología de radiofrecuencias en los envases. Conozca el grado de corrupción al que ha llegado el sistema sanitario actual y cómo le afecta. Qué medicamentos son ineficaces y el fraude científico que suponen muchos de ellos y las consecuencias humanas de la desigualdad del abastecimiento que promueve el mercado.

Traficantes de salud saca a la luz informaciones ocultas o que pasan desapercibidas para la mayor parte de la ciudadanía y que afectan de manera decisiva a nuestra calidad de vida. Este es un libro con efectos secundarios: después de leerlo su manera de entender la salud habrá cambiado.

“Sencillamente MAGISTRAL, se lo digo sinceramente. Un libro muy riguroso de un autor valiente que cuenta una historia amena, muy documentada y fácil de leer. Este trabajo acerca a la ciudadanía informaciones decisivas para conservar su salud que a menudo pasan desapercibidas. Es una aportación fundamental para anteponer las personas a los negocios”

Juan José de López Torres – Presidente de la Asociación Nacional de Consumidores y Usuarios de Servicios de Salud (Asusalud)

“Este libro muestra una situación intencionadamente caótica, provocada por los intereses económicos de un puñado de transnacionales farmacéuticas, dueñas de la salud y la enfermedad de todos los ciudadanos del mundo. Somos su negocio desde antes de nacer hasta que morimos y atreverse a afirmar que existen crímenes corporativos y documentarlos, además, es un trabajo de mucha envergadura y responsabilidad. Hacía falta alguien como Jara que tuviera no sólo el tiempo sino la valentía de empezar a hablar, a afirmar, a probar y a poner las cartas sobre la mesa”.

Ángeles Parra – Secretaria General de la Asociación Vida Sana y Directora de BioCultura, Feria de las Alternativas y el Consumo Responsable

“Durísimo libro de denuncia sobre el actual sistema sanitario: Traficantes de salud”.

Revista Discovery Salud


Video de la conferencia de Miguel Jara para La Caja de Pandora: Los peligros del negocio farmacéutico





Miguel Jara nació en Madrid en abril de 1971. Es escritor y periodista free lance, independiente. Está especializado en la investigación de temas relacionados con la salud y la ecología. Es autor de cuatro libros. El último se llama Laboratorio de médicos. Viaje al interior de la medicina y la industria farmacéutica (Península, 2011). Los anteriores son: La salud que viene. Nuevas enfermedades y el marketing del miedo (Península, 2009); Conspiraciones tóxicas. Cómo atentan contra nuestra salud y el medio ambiente los grupos empresariales (Martínez Roca Ediciones, 2007), en colaboración con Rafael Carrasco y Joaquín Vidal; y Traficantes de salud. Cómo nos venden medicamentos peligrosos y juegan con la enfermedad (Icaria Editorial, 2007).
El principal medio de comunicación en el que publica es su blog, www.migueljara.com que está entre los más influyentes en Salud según el medidor de rankings Wikio. Es colaborador de British Medical Journal (BMJ) y de Discovery DSalud.
Está galardonado con el Premio Eupharlaw-Ibercisalud 2011 a la personalidad del año en el ámbito sanitario.

sábado, 22 de septiembre de 2012

La economía política del sacrificio (IV): «El triunfo de la voluntad»


 

-I-

En 1935, la directora Leni Riefenstahl estrenaba El triunfo de la voluntad, la película más destacada de propaganda nazi que se haya realizado jamás. Encomendada por Hitler, este largometraje -a medio camino entre el documental y la ficción- basado en el congreso del partido nacionalsocialista de 1934, pasa revista por las múltiples dimensiones del nazismo, no sólo como “poderío militar”, sino ante todo, como “poder popular”: cientos de miles de seguidores coreando el nombre del Führer, en tanto líder absoluto del “renacer alemán”.

Poco comprenderíamos si redujéramos el fascismo a su faceta belicista o a una suerte de racismo exacerbado. El despliegue estético y simbólico que efectúa El triunfo de la voluntad, en la víspera de la segunda guerra mundial, rebasa claramente esas facetas: irradia un optimismo radical con respecto al nacionalsocialismo alemán como fuerza redentora, garante de la restitución mesiánica de la nación y de su misión esencial en el mundo. En tanto renacimiento alemán se trata ante todo del poder de la voluntad como fuerza ilimitada, emanación de un presunto Sujeto pleno que quiere imponer su impronta en el mundo por el “mandato cardinal” de dios y reparar, así, el sufrimiento del pueblo causado por la primera guerra.

La primera escena ya nos sitúa en esta proximidad del Líder con lo divino: a través de diversos planos de las nubes, la directora muestra el viaje de Hitler a Nuremberg (donde tendrá lugar el mencionado congreso). El líder está literalmente en el cielo. Cerca de dios, como un águila guerrera capaz de proyectar su sombra majestuosa sobre la tierra. Desde el descenso del Führer, una multitud ferviente lo aclama de forma incesante, mientras las familias desde los balcones honran al recién llegado con banderas nazis extendidas. Los primeros planos abundan: niños sonrientes, mujeres fascinadas por el talante del líder, jóvenes que reencuentran la figura del Padre… Desde los primeros compases, los fragmentos discursivos seleccionados por Riefenstahl ahondan en esta dirección: el Führer no es sino la divina encarnación del Pueblo Alemán: “Cuando usted juzga, el pueblo juzga; cuando usted actúa, el pueblo actúa” sentencia uno de los jerarcas nazis en uno de los tantos panegíricos del film.

Cuatro años antes del estallido de la segunda guerra mundial, el sueño de una Identidad Absoluta es presentado como Gran Cuerpo Orgánico, dispuesto al sacrificio heroico, en el que ya no queda individualidad posible. Ejércitos de obreros con palas al hombro, como si fueran armas, desfilan por las calles, preparados para llevar a Alemania a la nueva era imperial. La “comunidad del Pueblo” –basada en la exclusión de elementos juzgados como “degenerados” y “débiles”, incluyendo viejos, enfermos, gitanos, judíos o comunistas- es establecida a partir del trabajo manual tanto agrícola como fabril. El industrialismo es significado como punto basal del proyecto nazi: una multitud homogénea, como la referencia a una mítica juventud que “no sabe de clases ni de castas” es elevada a categoría metafísica, capaz de acometer, con infinita lealtad y de forma desinteresada, el “más alto autosacrificio en pro de esta Nación”, empezando por el Führer.

Los enfoques contrapicados no hacen sino reforzar la jerarquía del que se presenta como enviado para liderar la tarea de construir un “pueblo” alemán: “Queremos ser un pueblo y a través de ustedes, llegar a ser este pueblo” declara Hitler. El sujeto popular, en este discurso, se construye a partir de la obediencia incondicional de los individuos, “amantes de la paz y valientes”, capaces de sostener el imperio a partir de una fortaleza resistente a la adversidad. El llamado al endurecimiento se consuma en la disposición al sacrificio. Es precisamente ese «sujeto» el elegido para realizar en la historia la misión superior de Alemania. El optimismo, llevado a este extremo maquínico, no es sino la confianza ciega en la propia capacidad de dominio del sujeto, su poder para dejar su sello en el mundo, mucho más allá de sus manifestaciones militares.

Quizás por eso el poderío militar del nazismo sólo irrumpe tardíamente en la película, como una demostración de fuerza que adquiere sentido a través del respaldo del Pueblo (definido por la hermandad de sangre) fluyendo en un mar de banderas con la cruz-insignia nazi. Decenas de legiones militares y paramilitares de las SS y las SA mantienen filas frente al discurso del Führer, rodeado de simbolismos que convierten el acto en una liturgia planificada. Las formaciones armadas son presentadas como una unidad sin grieta, irrompible e incorruptible, que corona la lucha de Alemania, ligada al “porvenir del partido” en su estricta aristocracia. No se trata, pues, de un “pueblo” en el que las jerarquías hayan desaparecido; sólo los mejores tienen lugar como “camaradas” del partido nacionalsocialista, “eterno e indestructible pilar” del futuro que “pertenece enteramente” al Imperio. 

En síntesis, en la película de Riefenstahl la exaltación del nacionalismo corre pareja a la cancelación de cualquier vestigio de (auto)crítica con respecto al modo de concebir la nación en términos suprematistas. Aunque es indudable que el despliegue retórico del entonces canciller alemán es una evidente declaración de hostilidad ante los que son declarados como “no integrables” al gran Cuerpo Orgánico (similar, en eso, a líderes políticos mucho más recientes), quizás lo más perturbador en este discurso cinematográfico sea el despliegue espectacular de un dispositivo de identificación de gran escala, capaz de movilizar a millones de conciudadanos y de construir una voluntad colectiva orientada a la expansión ilimitada de la nación (lo que conocemos típicamente como «imperialismo»). En otras palabras, lo que quizás más inquieta en el film es la envergadura de un ritual colectivo en el que cada parte (reducida a partícula) manifiesta su sumisión incondicional a un presunto Todo cerrado, omnipotente y homogéneo.

Los primeros planos que hace Riefenstahl retratan una euforia esencial: la de estar presenciando lo increíble. Y, en efecto, la incredulidad misma cede ante la evidencia de que lo imposible se ha convertido en posible: la fragua de un “ejército invencible” de soldados-obreros, llamados a cumplir su misión dominadora en el mundo. Lo irresistible del espectáculo entra en escena; se convierte en un «optimismo ilimitado». La supuesta restitución de la plenitud del Sujeto (borrada en el plano simbólico su falta constitutiva) se manifiesta así en la certeza de la potencia, en la autoconfianza como base imperturbable del triunfo.

Resulta llamativo que apenas se haya reparado en este optimismo ilimitado al momento de interpretar el fascismo. Y, sin embargo, está implicado necesariamente: si el vínculo con el Otro es de desprecio absoluto ello es así, ante todo, porque este sujeto de dominio se auto-encumbra como esencialmente superior, en tanto encarnación plena del triunfo de la voluntad, potencia invulnerable ante los “obstáculos” humanos y técnicos que la ponen a prueba. Desprecio por el Otro y auto-exaltación -que rechaza lo que pudiera haber de otro en el sí mismo- son solidarios: como «proyección» de lo repudiado, la alteridad aparece en tanto imagen invertida. Cuanto más omnipotente me concibo, más despreciable me parece el Otro (1). La fantasía de omnipotencia del sujeto, representado como voluntad ilimitada, se cobra su saldo en el repudio generalizado de los otros reducidos a la impotencia.

No hay razones para suponer que esa solidaridad entre este desprecio hacia el exterior (proyectado sobre una “raza”, una “religión”, una “etnia” o una “nación”) y la autoexaltación (en última instancia, como autodesprecio reprimido) sea exclusiva al nazismo. Puede que esta suerte de odio primario hacia una exterioridad forme parte de lo que Castoriadis denomina «mónada psíquica». Tampoco es exclusivo al nazismo ese optimismo ilimitado: como autoconfianza plena, está presente en las fantasías más primarias del ser humano. En tercer lugar, la construcción discursiva de un “pueblo” tampoco es privativa a esta ideología; forma parte de cualquier discurso político con pretensiones hegemónicas.

Lo singular del fascismo, más bien, hay que buscarlo en la específica articulación que produce entre lo psíquico y lo sociohistórico: en la apropiación que hace de estos elementos inconscientes reaccionarios y en la modelización de este pueblo como sujeto fiel, valeroso, obediente y desinteresado, capaz de autosacrificarse en nombre de la Causa alemana. En pocas palabras, si hay algo específico al fascismo es su poder para articular en su producción discursiva un deseo de omnipotencia y una promesa de restitución de una unidad social desgarrada. El sufrimiento padecido por más de dos décadas tras la primera guerra, mediante esta perspectiva redentora, adquiere una significación suprema: llevar a la nación a un destino de grandeza. Sobre ese transfondo, resulta menos sorprendente que este discurso político no sólo haya resultado verosímil para una multitud contemporánea, sino también que haya sido capaz de producir una identificación colectiva de gran magnitud (2).

Contrariamente a quienes sostienen el carácter esencialmente único e irrepetible del nazismo y del holocausto judío, habría que insistir en que no hay nada “esencial” en esta forma de totalitarismo. Dicho de otro modo, fuera del carácter performativo de este discurso fascista no hay nada. Su poder de interpelación está ligado, simultáneamente, a la apelación a deseos profundos del ser humano y a la promesa mesiánica de un orden (la “comunidad popular”) capaz de restaurar la unidad primigenia de la sociedad. Como formación discursiva, a través de una estética meticulosa y una estrategia propagandística efectiva, escenificó (produjo como escena real) la fantasía delirante del poder de la voluntad, a través de una interminable exhibición de fuerza. La historia del fascismo (que desborda con creces el “fascismo histórico”) es la historia de la encarnación del delirio de un funcionamiento maquínico ilimitado, en la que el propio mundo social es administrado racionalmente en función del dominio del sujeto.

Si la construcción de una «sociedad democrática» depende, en primer término, de mantener a raya esos delirios mediante la autolimitación ética y política, esto es, de la posibilidad de darnos normas comunes que permitan un juego transaccional equilibrado entre los otros y nosotros, lo peculiar del fascismo quizás sea el haber llevado más lejos de lo que se había hecho nunca en la historia la institucionalización de ese optimismo ilimitado de sí -mediante la técnica de la guerra y la industrialización de la masacre- en el que la voluntad del otro ya no cuenta. La cámara de gas y los campos de concentración, en este sentido, constituyen la contracara siniestra de esta confianza plena en el triunfo de la voluntad (transindividual): puesto que todo nos está permitido como pueblo, la voluntad de los otros queda reducida a cenizas, literalmente. El mismo hecho de que esas existencias puedan ser reducidas a nada las convierte, en esta lógica circular, en “despreciables”.

Así, la resultante de esta investidura psíquica y social es doble: por un lado, la expectativa inquebrantable de dominio por parte de este sujeto hacia el mundo, dominio que compromete simultáneamente la voluntad y la técnica. Por otro lado, un objeto de dominio constituido sobre lo repudiado, expulsado a la exterioridad, despojado de sus derechos de ciudadanía, de sus derechos humanos, de su condición humana. La primera dimensión de esta investidura puede ejemplificarse con la actitud persistente de Hitler ante las sucesivas batallas perdidas en el frente de Moscú (al punto de que la mera posibilidad de la derrota le fuera insoportable); la segunda dimensión queda ilustrada por el despojamiento a judíos y gitanos, entre otros, de su nacionalidad alemana, convirtiéndolos en extranjeros, para luego ser confinados a campos de exterminio. Apenas hace falta insistir que en la estructura misma de esos campos, la humanidad de los confinados queda reducida a la pura animalidad, lo que explica de cierta manera su constitución como objetos de experimentación y eliminación en serie.

La tenacidad de este proyecto suprematista, en cualquier caso, rebasa cualquier análisis psicológico e incluso psicoanalítico. Lo que entra en juego es el deseo colectivo de instituir una sociedad como invulnerable, incluso si para ello debe expulsar a crecientes masas sociales de su interior, a partir de algún rasgo identitario juzgado como “degenerado” (ser judío, comunista, homosexual, gitano, deficiente mental…). En este contexto, la aceptación de la propia vulnerabilidad hubiese supuesto la frustración de esa “expectativa inquebrantable de dominio” omnipresente en el fascismo. Como contrapartida a esta ceguera ideológica, dar al otro una posibilidad de existencia autónoma, una mínima consideración de su humanidad, hubiese significado la interrupción definitiva de este optimismo voluntarista. La ceguera, sin embargo, no es algo que pueda rectificarse con evidencias en sentido contrario: si el otro resiste como puede ante el poder de mi voluntad, tanto peor para el otro. Para invertir una expresión de Benjamin: la contratara del fascismo como «optimismo organizado» -que institucionaliza una fantasía delirante de omnipotencia- no es otra que la de los campos de exterminio y de la guerra mundial.     

-II-

Si es cierto que en la raíz del fascismo se halla el discurso de la omnipotencia que desprecia todo aquello que podría limitarlo/alterarlo, ¿qué cabría decir sobre ciertas matrices discursivas actuales? Por poner dos ejemplos, ¿qué habría que decir con respecto a esa jerga empresarial en la que sólo hay “ganadores” y “perdedores” o a la retórica belicista de los estados imperiales en la que sólo hay “demócratas” y “terroristas”?

Sería erróneo suponer que el fascismo intrínseco de estos discursos reside en la construcción de una dicotomía (o una separación binaria) entre la propia comunidad y los otros (habitualmente juzgados como inferiores). Puesto que no hay cultura que no instituya de forma específica esa frontera dicotómica, lo distintivo del fascismo reside más bien en el tipo de relación que construye con el Otro (en primer término, como sujeto racializado, pero más en general, como sujeto inconvertible).

Dicho lo cual, si hay un fascismo presente en el discurso capitalista (tanto en su variante empresarial como en su variante imperial) debe rastrearse en su ilimitada voluntad de lucro y poder, institucionalizada como práctica: literalmente, el Otro y los otros no constituyen un límite que habría que respetar. No es difícil adivinar que, en el discurso empresarial dominante, el “perdedor” está secretamente emparentado con el no-consumidor, el pobre por excelencia. A menos que se trate de un consumidor -y entonces el otro no es Otro-, la alteridad –lo que no se deja reducir a una equivalencia general- es considerada absolutamente despreciable. Su voluntad es indiferente: puedo experimentar con él, someterlo a hambrunas y enfermedades, imponerle una deuda infinita, condenarlo al desempleo estructural y a la marginalidad, apropiarme de su producto, encarcelarlo o hacerlo partícipe de una guerra; en suma, sacrificarlo en aras de la rentabilidad. Por su parte, el discurso imperial desde su misma génesis declara su voluntad ilimitada de destrucción: no se trata de negociar o intentar construir con esos otros unos consensos mínimos sino sencillamente de aniquilarlos, incluso si para legitimar esta práctica terrorista contra el Terror necesita crear pánico entre los presuntos protegidos. La cuestión no se limita a los métodos usados contra el terror (tortura, encierros preventivos, control ilegal de las personas, asesinatos selectivos) sino también a los fines que tras esa guerra se urden: en primer término, la instauración de un estado de excepción permanente en el que todos los otros son sospechosos y potenciales enemigos.

Por lo demás, referirse al discurso capitalista no debería inducir a engaños: se trata de un dispositivo material que produce realidades históricas efectivas, reactivando una práctica totalitaria que tal vez haya que redescribir como «fascismo de intensidad variable» (3): el desprecio absoluto del Otro, según contextos sociohistóricos diferenciados, puede manifestarse en distintas magnitudes o intensidades, incluyendo su abandono o su eliminación. Puesto que este Sujeto de la Voluntad se erige en Amo, la voluntad de los otros constituye un obstáculo. Habría que apresurarse a señalar que sólo en el límite la posición del amo coincide con este polo fascista: mientras el amo necesita preservar al otro como esclavo, en el caso del fascismo esa amarra ya no resulta imprescindible, en la medida en que hay un Pueblo dispuesto a auto-sacrificarse. El punto de intersección parece claro: en ambos casos, el valor del Otro es puramente instrumental. Debe ser sometido si ha de triunfar la voluntad. La diferencia es que mientras en la dialéctica del amo y del esclavo este último conserva su vida a cambio de la pérdida de autonomía, en el devenir-fascista la pérdida de autonomía no supone necesariamente la preservación de la vida.

No hay garantía alguna: como metafísica del sacrificio exige una rendición absoluta y, simultáneamente, declara inútil dicha rendición: Auschwitz, los gulags, Guantánamo están ahí. El mismo sujeto popular que se auto-sacrifica está condenado a servir a una Voluntad trascendental de la que él no es más que su instrumento. Como en El Proceso de Kafka, la decisión sobre nuestra culpabilidad es inescrutable. No hay defensa posible. El poder de muerte (la «tanatopolítica») es ejercido de forma discrecional por una autoridad mística que se sustrae de cualquier control público y, en consecuencia, de la posibilidad de su cuestionamiento radical. Como encarnación del triunfo de la voluntad, esta autoridad encumbrada como soberana se arroga la potestad del exterminio. El fascismo como institucionalización de la voluntad ilimitada es la operación que borra los vestigios de otras posibilidades representadas como imposibilidad. Su optimismo radical consiste en una autoafirmación incondicional, perfectible a condición de que se la acepte como el fundamento mismo del Ser. El correlato objetivo de esa subjetividad es la de un mundo mejorable pero insustituible.

Llegados a este punto, ¿no estamos llevando demasiado lejos esta analogía entre «optimismo organizado» y «fascismo»? ¿No incurrimos en un error teórico fundamental al confundir este proyecto totalitario con la realidad histórica? Y más en general: ¿no estamos confundiendo un rasgo común a toda política –la gestión de la promesa- con una característica específica al fascismo? A mi entender, las tres preguntas deben ser contestadas de forma negativa.

La tesis de partida no es que todo voluntarismo optimista sea fascista, sino que el fascismo retoma e intensifica esa dirección práctica al punto en que no cabe ya la reflexión sobre los límites posibles y deseables de la propia acción. Sostener entonces que el fascismo promueve una acción autoafirmada incondicionalmente, fuera de toda limitación ética y política (en la que el Otro es cosificado, reducido a puro obstáculo) no es llevar “demasiado lejos la analogía”. Si todo antagonismo social tiende a construir una dicotomía entre “nosotros” y “ellos”, el fascismo plantea como forma específica de gestionarlo la imposición unilateral de la propia voluntad de dominio mediante la creación y organización de un sistema que abate a las mayorías, incluso si ese abatimiento no significara de forma inmediata el exterminio físico de los otros sino su confinamiento y marginación sistémicos. 

En segundo lugar, la “realidad histórica” no es nada por fuera de los proyectos políticos que la construyen. Como institución efectiva, esa realidad histórica no es una fatalidad sino resultante de la disputa (desigual) entre esos proyectos relativamente elucidados. Si un proyecto totalitario tiende a confundirse con la realidad histórica ello se explica, ante todo, por su carácter hegemónico. Eso no es negar, desde luego, resistencias sociales relativamente organizadas o prácticas sociales ancladas a otros imaginarios políticos. Pero esas resistencias no deberían hacernos perder de vista la hegemonía de un proyecto político que se basa en la construcción de la alteridad como amenaza sistémica que hay que suprimir a toda costa (asumiendo, además, ciertos “daños colaterales” planteados como “inevitables”). Como proyecto que encarna lo que Gramsci llamó una «voluntad colectiva», el fascismo actual pretende justificarse en nuevos fundamentos extra-sociales: no ya la Raza o la Nación, sino el Mercado, la Civilización o incluso la Democracia.

Finalmente, no toda promesa se gestiona como «redención» a partir de la autoafirmación ilimitada de la voluntad y por extensión del sacrificio de los otros. Lo peculiar del fascismo –como variante del mesianismo- es que esgrime una promesa de plenitud basada en la restitución mítica de la organicidad del cuerpo social, en la supresión del antagonismo eliminando arquetípicas identidades “parasitarias”. En este caso se trata de una promesa construida como certeza de un futuro reconciliado: la erradicación del Otro como reparación de las desgarraduras de la sociedad.  

 
                                                      -III-

En su texto sobre “El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea”, Walter Benjamin destacaba un peculiar optimismo social-demócrata al que contraponía la «organización del pesimismo» por parte de una política revolucionaria (1988: 59 [4]), caracterizada por una desconfianza múltiple: 

Desconfianza en la suerte de la literatura, desconfianza en la suerte de la libertad, desconfianza en la suerte de la humanidad europea, pero sobre todo, desconfianza, desconfianza, desconfianza en todo entendimiento: entre las clases, entre los pueblos, entre éste y aquel (1988: 60).

En efecto, ¿cómo podríamos abogar por una sociedad diferente sin “pesimismo organizado”? Contra el optimismo social-demócrata, Benjamin invoca la «desconfianza» no como forma de eximirse de la propia responsabilidad política ante los otros, ni mucho menos como restauración de una política beligerante sino, por el contrario, como reconocimiento de una dificultad en la construcción de un  “entendimiento” común entre clases, pueblos, individuos. De ahí esta desconfianza frente a las expectativas triunfalistas que el reformismo introduce. No hay nada seguro en una “política revolucionaria”. La literatura, la libertad, la humanidad europea, el mutuo entendimiento no pueden darse por firmes sin más, como si estuvieran aseguradas de una vez, desterrada al fin la “barbarie”.

Sólo nos queda nuestra voluntad (limitada) de intentar un cambio social radical, sin falsos triunfalismos ni esperanzas escatológicas. Antes que la ilusión socialdemócrata de que las “cosas funcionan a pesar de todo” (llámese mercado, estado, democracia o instituciones sociales a secas), esta política antifascista debe partir de un cierto pesimismo organizado, capaz de cuestionar radicalmente la herencia de la masacre industrializada.

En nuestros términos: mientras el reformismo socialdemócrata pretende regular el “sacrificio” que el fascismo produce a diario, una política revolucionaria buscará cuestionar de base la misma economía política del sacrificio que presupone el capitalismo y sus ideólogos neoconservadores. Ahora bien, ¿no son los defensores de la socialdemocracia profundamente cínicos cuando declaran que no saben del sacrificio, de la muerte planificada, del desprecio absoluto que el capitalismo instituye ante los no-consumidores, los disidentes, los parias, en definitiva, los «suicidados de la sociedad»? Si toda burocracia fascista ya es cínica al ocultar su impotencia en un desenfrenado optimismo, ¿no se es infinitamente más cínico cuando se nos llama a mantener un optimismo moderado por este sistema, cuando sabemos que no hay ninguna razón para hacerlo? ¿Qué podrían decir, por lo demás, los profetas neoliberales que no sea una prepotente racionalización del mal ajeno en función de los propios beneficios (simbólicos y económicos), incluso si para ello precisan ocultar el punto de no-retorno que estamos traspasando como humanidad?  

Puede que el devenir del capitalismo no tuviera por qué habernos conducido, de forma inevitable, a esta forma de fascismo en la que vivimos (aunque es indudable que su estructura misma ya presupone la desigualdad de clases). Puede incluso que «modernidad» y «holocausto» no estuvieran enlazados de forma constitutiva y se trate de un lazo contingente que se institucionalizó a fuerza de diferentes metamorfosis culturales, políticas y económicas. Si hubiera un devenir ineludible, entonces, no habría estrictamente devenir sino una ley inmanente de desarrollo histórico: el “origen” ya contendría su principio de transformación interna. Pero que ese devenir no fuera la resultante necesaria del capitalismo no niega en lo más mínimo que la «significación imaginaria social» del dominio racional del mundo –para volver a Castoriadis- no haya adquirido una supremacía inédita en la historia humana, al punto de apartar de forma violenta la significación de la autonomía individual y colectiva, central en la modernidad (5). La radicalización de ese “dominio racional” (que desata, por lo demás, fuerzas incontrolables) sobre el mundo y los otros es, precisamente, lo que hemos llamado el optimismo ilimitado del fascismo. En este sentido, nuestra sociedad contemporánea está regida cada más por la locura que supone la voluntad de instauración de un orden racional transparente, regido por imperativos unidimensionales de eficacia y eficiencia.

Si esto es cierto, el reformismo no es en absoluto un antídoto contra esa “somnolencia dogmática” en la que quieren sumirnos a fuerza de repetición mediática. Si el fascismo implica la autoexaltación voluntarista –incluso si para ello hunde en un irrevocable pesimismo a cada vez más seres humanos-, la ideología socialdemócrata es el llamado cínico a moderar esas expectativas, sin poner en cuestión los basamentos de este sistema de abatimiento al que nos hemos referido. Una política revolucionaria, antes que proponerse restituir el optimismo entre esos miles de millones de humanos representados como cuerpos descompuestos o como descomposición del Cuerpo Orgánico, tiene que hacerse cargo del pesimismo: organizarlo para articular una promesa que necesariamente parte de la desesperación a la que nos arrojan. En otras palabras, no es nuestra tarea invitar a una confianza en el futuro, enarbolando falsos consuelos, una especie de esperanza metafísica a resguardo de la historia. Más bien, se trata de sumergir en la historia un horizonte de fuga, enganchar –por decirlo así-  pesimismo y esperanza. Del pesimismo puede y quizás debe nacer otra forma de promesa: la que sostiene que otro mundo es posible. La que emerge de la negación de que “las cosas funcionan a pesar de todo”.

Precisamente porque en primer lugar no se trata de que las cosas funcionen -como si los parámetros instrumentales fueran fines-, ni mucho menos de “volver a lo de antes” o esperar a que “todo se resuelva” (como si las soluciones tecnocráticas actuales no fueran formas de reducir a la nada lo que escapa a ese “todo” deseado). Nada se resuelve: ya no podemos ni queremos aguardar. No tenemos más que el deseo de darnos lo que no tenemos. No es que nutramos secretamente un optimismo futuro. No tenemos certeza de que alguna vez la realidad histórica sea más justa; y si hay lucha, si luchamos todavía, es porque esa realidad no está asegurada ni puede estarlo de una vez. En ese punto, es cierto, siempre fuimos pesimistas. Pero aun así, si luchamos todavía, es porque en esa incerteza, la promesa de una salida revolucionaria nos permite sustraernos de una ética de la resignación. Esa esperanza incierta, minúscula, sustraída del mesianismo (al que tampoco Benjamin escapa) es la que quizás nos atañe en un tiempo en el que, en nombre del optimismo, están aplastando de forma literal nuestras vidas.


Arturo Borra
 
(1) Este componente proyectivo fue planteado pocos años después del holocausto nazi por Adorno y Horkheimer en “Elementos del antisemitismo” en Dialéctica del iluminismo (1997), trad. H.A. Murena, Sudamericana, México DF.

(2) Al respecto, resulta esclarecedora la reflexión de Castoriadis: “La disolución, en las sociedades capitalistas, de todas las instancias de colectividades intermedias significantes y, por lo tanto, la supresión de posibilidades de identificación alternativa para los individuos, seguramente tuvo como efecto una crispación identificatoria sobre las entidades religión, nación o raza y, por ende, exacerbó inmensamente la tendencia al odio al extranjero en todas sus formas” (Castoriadis, C. [2002]: Figuras de lo pensable op. cit, pág. 195).  

(3) Esta redescripción, por lo demás, parte de las reflexiones que Méndez Rubio ha ahondado como «fascismo de baja intensidad», en Méndez Rubio, A. (2012), La desaparición de lo exterior: Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad, Eclipsados, Zaragoza.

(4) Benjamin, W. (1988): Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Taurus, Madrid.

(5) Castoriadis, C. (1993): El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires.