Las noticias funestas con
respecto a la gestión de fronteras en Europa y, en particular, en España, en la
que participa la Agencia de Control Fronterizo Europeo (Frontex), no hacen más
que multiplicarse. Tráfico y trata de personas, deportaciones ilegales (con las
que lucran, entre otras, compañías como AirEuropa, Halcón Viajes o Travelplan
[1]), naufragios con decenas o cientos de muertos (2), redadas policiales racistas
(3), represión en las vallas (4), CIEs (5), entre otros abusos, constituyen vejaciones
manifiestas regulares a los derechos
humanos de aquellos que los estados europeos producen como material desechable.
La muerte reciente de 15 inmigrantes, objeto de una actuación policial que sólo
cabe calificar de criminal, actualiza el fantasma del racismo y la xenofobia
institucionalizadas. La muerte regular de personas en situación irregular no es
nueva ni mucho menos: forma parte del control represivo de aquellos flujos
migratorios que los gobiernos juzgan como “indeseables”. Demasiado a menudo se
pasa por alto que ese control es efecto de una política migratoria no menos
nefasta que ha dado un nuevo giro reaccionario y discriminatorio, restringiendo
de forma tendencial las oportunidades de los sujetos migrantes regulares y
criminalizando a los que se encuentran en situación irregular.
La enumeración de los crímenes
perpetrados tanto por mafias organizadas como por autoridades públicas y
empresas privadas colaboradoras no sólo nos instala en la ignominia moral más
absoluta: institucionaliza la excepcionalidad como pauta de actuación con
respecto a los colectivos más vulnerables, expuestos a una sociodisea tan
dramática como evitable. Lo que los massmedia
presentan como «trágico» -una suerte de mal inexorable, generado por
fuerzas incontrolables-, no es otra cosa que el efecto de una política migratoria
que se empecina en resolver por vía policial y militar lo que es un problema
político-económico de primer orden, atinente tanto a los desequilibrios entre
norte y sur como a las relaciones neocoloniales que Europa mantiene con
respecto a las periferias del capitalismo. Es completamente previsible que esa
política arroje de forma regular un saldo de “muertos” anónimos, parte habitual
de ese paisaje vallado en que han convertido las fronteras.
Repasemos algunas aristas de este
drama colectivo que afecta, principalmente, a los migrantes pobres, en
contraposición a aquellos otros flujos provenientes del norte y el centro de
Europa, de los desplazamientos de grupos de ejecutivos y profesionales de
residencia temporal (habitualmente, de EEUU y la propia comunidad europea),
inversores orientales o rusos con amplia capacidad adquisitiva. Por contraste,
entre estos otros tipos de migración (repudiados por los gobiernos y
sobreexplotados de forma habitual en el sector agrícola como mano de obra
barata intensiva), las restricciones no
cesan de proliferar. No se trata solamente de una política de denegación de derechos
de ciudadanía a miles de personas. Lo que estados como el español están obstruyendo
de forma activa y deliberada es, lisa y llanamente, el cumplimiento de los derechos humanos; no ya el sujeto como ciudadano, sino en tanto que ser humano.
La ambigüedad de la Carta de Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, modificada tras la segunda guerra mundial, ha
sido señalada en diferentes ocasiones; para el caso, lo relevante es que esos
inmigrantes no cuentan ni como
ciudadanos ni como humanos. No está
en juego solamente el derecho al trabajo, a la seguridad social o a la
protección contra el paro forzoso y la enfermedad, entre otros, sino el
deber de los estados de conceder a todos por igual y sin distinción una
protección legal por medio de tribunales independientes, partiendo de la
presunción de inocencia hasta que no se demuestre la culpabilidad. Todo ello, incluso, podría
resumirse en el derecho más primario a una vida humana digna,
diferenciada de la mera supervivencia.
Por lo demás, la hostilidad estatal
hacia la inmigración irregular (aunque no solamente) no ha cesado de
incrementarse en los últimos años, justificado por sus ejecutores por razones
de seguridad y soberanía territorial. Incluso si aceptamos la necesidad de una
“política de fronteras” determinada, el actual maltrato y abandono de estos grupos
de seres humanos tiene como razón fundamental infundir pánico entre los que
sueñan con acceder a territorio europeo, a menudo engañados por las mafias
locales a cambio de unos miles de euros. Puesto
que esos grupos son inmediatamente
confinados en Centros de Internamiento y mayoritariamente deportados a sus
países de origen, la brutalidad de la actual gestión de los controles
fronterizos, en última instancia, sólo puede tener como objetivo el
amedrentamiento de esa masa indigente de personas que vagan a la espera de una
oportunidad siempre postergada, así como obtener el apoyo de una parte de la
población, no siempre identificada de forma explícita con la derecha. Desde
luego, no se trata meramente de un “exceso policial”, sino de una práctica institucionalizada
que cuenta tanto con el respaldo del gobierno español como con la aquiescencia
de las autoridades europeas, a pesar de algunas protestas tibias en sentido
contrario por parte de la comisaria europea del interior.
Tras esa constatación diaria,
otra vez una constatación más amplia: el estigma de los cuerpos negros va enlazado
al estigma de los cuerpos pobres o, para decirlo en otros términos, “raza” y
“clase” quedan soldados como parte de la experiencia
colectiva del rechazo: racismo y clasismo se articulan en una política de
estado que estigmatiza categorías enteras de seres humanos, un mercado
capitalista mundializado que se desentiende de aquellos que quedan excluidos o
marginados del consumo y una aprobación tácita y vergonzante de algunos
sectores y grupos nacionales que no cabe subestimar, incluso cuando no disponemos
de estadísticas al respecto (7).
En este contexto, ¿qué queda de
la retórica multiculturalista de la “tolerancia”? ¿qué expectativas razonables podemos
formarnos con respecto a la necesaria reversión de esa situación histórica a la
que están sometidos aquellos que Fannon llamó alguna vez “condenados de la
tierra”? ¿Qué hipocresía eurocéntrica podría mantener todavía el papel de
Europa como guía moral
y política de la humanidad, invocando una superioridad desmentida de forma
persistente por este tipo de prácticas? ¿En nombre de qué política de seguridad
puede sostenerse este abuso sistemático del que son objeto estas masas
indigentes? ¿Qué anquilosamiento moral se ciñe sobre las poblaciones locales
ante semejantes crímenes de estado? Y, lo que no es menos grave, ¿a qué
peligroso umbral histórico nos estamos aproximando, allí donde la vida de los
otros resulta cada vez más indiferente?
Arturo Borra