domingo, 23 de marzo de 2014
viernes, 14 de marzo de 2014
El fin de la apatía: las «marchas de la dignidad» o el futuro de la protesta
Caracterizar nuestra época a
partir de la apatía colectiva reafirma la dificultad del análisis para dar
cuenta de los límites de las prácticas sociales hegemónicas: omite sin más los
movimientos subterráneos que –para
seguir con la metáfora- podríamos describir como «sísmicos». Al menos en las
condiciones actuales del sur europeo (aunque no solamente), hablar de mero
conformismo, indiferencia moral o una suerte de somnolencia letárgica
atribuida, en general, a las masas (de la que el analista estaría felizmente
emancipado) no permite comprender la complejidad del presente ni, mucho menos,
los conflictos sociales que no cesan de proliferar. Afirmar que nuestra
actualidad es irreductible a esa caracterización, sin embargo, no habilita a
suponer, en un arrebato optimista, que ese movimiento sea suficiente para derrumbar las bases históricas de una sociedad
injusta o, de forma más acotada, para dinamitar la continuidad de unas políticas
de estado radicalmente regresivas.
Nuestro análisis, por tanto, debe
moverse en un terreno resbaladizo: entre
la escalada autoritaria actual (ligada tanto a la reestructuración del estado
español como a las mutaciones globales del capitalismo) y unas resistencias
sociales fragmentarias pero no menos reales. Revueltas como la de Gamonal o la
movilización permanente de la Marea Blanca en Madrid, en este punto, podrían estar marcando una nueva fase en
las luchas sociales a nivel nacional. Aunque se trate de victorias pírricas,
contribuyen a poner en crisis un cierto derrotismo moral extendido. La
condicionalidad de esos ejemplos, a la vez, es innegable: nada garantiza que esa
nueva fase tenga continuidad. Las «marchas
de la dignidad» previstas para el 22 de marzo en Madrid, en la que confluirán
diferentes movimientos sociales y sindicales contra los recortes y en defensa
de los derechos colectivos, adquiere una peculiar relevancia: permitirá
determinar si, en efecto, esas conquistas colectivas funcionan como «punto de
lanzadera» de luchas populares más amplias (de carácter intersectorial y
transversal) o si, por el contrario, quedan desactivadas como casos aislados.
Al menos en la práctica de esos
movimientos sociales, la «ideología de la desmovilización» (resumida en tópicos
referidos a la “inutilidad” de las protestas) ha sido acorralada. Como experiencias
de resistencia, desmontan la falacia de la “fatalidad” o “inevitabilidad
histórica” de las políticas actuales. No es que no haya alternativas al neoconservadurismo;
sencillamente, no serán los poderes dominantes quienes las gestionen.
Dicho en otros términos, sólo la presión social creciente puede obstruir una
ofensiva manifiestamente antipopular,
con escasos precedentes en España.
Aunque el autismo gubernamental
sigue intacto, las luchas populares más recientes han mostrado una relativa
eficacia política, producto de una erosión limitada pero efectiva de la
legitimidad político-gubernamental. Constituyen prácticas ejemplares en cuanto han conseguido los objetivos
primarios que se proponían: en el caso del movimiento vecinal de Gamonal, impedir
la construcción de un boulevard que representaba la expropiación de los
espacios públicos del barrio; en el caso de la Marea Blanca, la suspensión del
proceso privatizador de la sanidad pública madrileña. Si bien se trata de
logros precarios, constituyen un aprendizaje común al desafiar cierto inmovilismo
despolitizado así como una dinámica discontinua de (auto)convocatorias “espontáneas”.
En conjunto, parecen estar revirtiendo
cierto estado de desánimo colectivo. No menos importante en esta fase que se
abre: muestra que, en determinadas coyunturas, la brutalidad de cargas
policiales injustificadas, en vez de producir efectos disuasivos, puede desatar
una espiral de enfrentamientos callejeros difíciles de predecir. Aunque a mi
entender sería un error generalizar esa táctica
de los movimientos sociales (independientemente a las consideraciones éticas
que pudiéramos hacer al respecto), la frontera sacralizada (la “línea roja”) de
la manifestación “pacífica” ha quedado perforada, por así decirlo, sin perder
legitimidad social.
A pesar de la aversión moral manifiesta
por todo el arco partidario a la “violencia” (de la que se sustrae, hipócritamente,
la violencia policial e institucional), la interpretación dominante de los
incidentes entre manifestantes y policía en Gamonal no ha sido la que venía
siendo habitual: atribuir a unos “radicales infiltrados” toda la
responsabilidad de la escena. Semejante interpretación, al menos en este caso, ha
fracasado de forma rotunda, para dar lugar a otras líneas explicativas más
complejas: la insatisfacción colectiva ante un plan de urbanización indeseado, el
hartazgo ante la corrupción político-empresarial, las detenciones arbitrarias
por parte de la policía o el carácter ilegítimo de las cargas policiales contra
vecinos movilizados legítimamente por una causa común. Gamonal se plantea así
como un síntoma de un malestar colectivo profundo que podría extenderse en
otros territorios bajo la forma de la revuelta o el estallido social.
Por otra parte, en el caso de la
Marea Blanca, las tácticas que se plantearon se han movido en dos dimensiones:
articular las protestas continuas del
personal sanitario con la anteposición de sucesivos recursos judiciales. La movilización permanente y las disputas en
el terreno jurídico han mostrado su eficacia, frustrando un plan de
privatización del sistema sanitario que se planteaba a sí mismo como irrevocable.
En suma, por vías diferentes, arribamos a la misma conclusión: puesto que la eficacia política de las
luchas populares no está garantizada por ningún medio en particular, forma
parte de la lucha misma diversificar sus medios. La falta de garantías,
lejos de ser un motivo para el desánimo, exige cada vez más apelar a medios de
lucha diferentes y complementarios que resten previsibilidad a los propios
movimientos. La posibilidad de la derrota, siempre vigente, puede
contrarrestarse así a partir de la diversificación imaginativa de nuestras
tácticas.
Recapitulemos, entonces, para desmontar
algunos malentendidos. Por una parte, esos acontecimientos en particular y la
proliferación de protestas públicas en todo el territorio español, podrían estar constatando el «fin de la
apatía». Por otra parte, eso no significa que la cultura política hegemónica haya
cambiado sustantivamente. La insatisfacción colectiva que se agudiza en el
presente no equivale ni mucho menos a que se haya abolido la cultura consumista que sostiene la
formación capitalista como tal sino, ante todo, que frente a las restricciones
crecientes en el acceso al consumo (significado como desiderátum) la disconformidad social se incrementa. Tampoco
significa que se haya traspasado una política
de bienestar vallado, con su
régimen de pequeños privilegios y unas condiciones de vida confinadas a los
estados europeos de postguerra.
Precisamente porque las
industrias culturales dominantes construyen deseos que reafirman la anatomía de la sociedad de mercado, la reducción
forzada del consumo implica, como experiencia generalizada, la expansión de la
insatisfacción. Nada de ello conduce por sí mismo a una transformación social profunda,
sino que reafirma a lo sumo la intensificación de un deseo colectivo privado de su objeto. Por otra parte, si
bien las restricciones en el acceso a los servicios públicos generan reivindicaciones
ciudadanas que podrían considerarse de un signo político diferente al
neoliberalismo, no suponen de forma necesaria
un cuestionamiento de los privilegios asociados a un estado benefactor históricamente
confinado a los países centrales (en detrimento de las periferias). Al fin de
cuentas, las dudas persisten: ¿qué ocurriría con las protestas sociales si se
reestableciera el nivel de consumo o de crecimiento previo al 2008, las cifras
del desempleo se redujeran de forma drástica o se mantuvieran las prestaciones
públicas instituidas?
Si la economía política del
sacrificio produce estructuralmente una ingente masa humana como objeto
sacrificable, ello implica, antes que una automática aceptación social, un
cierto grado de conflictividad (que no es de por sí revolucionaria). Asumida
esa conflictividad, el oficialismo se ha movido en dos frentes: procurar legitimar
semejante economía política mediante un trabajo
ideológico que significa la pauperización de la existencia como proceso
inexorable y, simultáneamente, radicalizar una política represiva que implica cambios jurídicos de primer orden. De
hecho, la misma expansión de la brecha
entre deseos subjetivos y prácticas sociales, dentro del discurso hegemónico,
es construida como “resultado natural” de un presunto “exceso” previo. Se
trata, estrictamente, de un argumento de
resignación. Bajo un discurso político semejante, ligado a una derecha
recalcitrante que oculta sistemáticamente el poder decisivo que ejercen las
elites económico-financieras y gubernamentales en la creación e imposición de las
“reglas de juego”, la resignación es representada como destino y la servidumbre
elevada a condición metafísica.
Sin embargo, es esa «política de
la resignación» la que está en discusión, mostrando su inestabilidad como “evidencia
de sentido común”. De forma manifiesta en España, diferentes grupos sociales
están rompiendo esa jaula. Aunque el creciente inconformismo social queda reducido
de forma habitual a la esfera privada, los ejemplos de Gamonal y la Marea
Blanca pueden operar en el imaginario
colectivo como un momento de inflexión, esto es, como el paso a una nueva fase
en las luchas populares. No cabe descartar, entonces, que en esos acontecimientos
políticos esté gestándose un futuro de la
protesta mucho más fecundo desde un horizonte político transformador. De
ahí la significación central de las «marchas de la dignidad» previstas: constituyen
una iniciativa que procura articular un frente
de lucha común que incluya y rebase
las reivindicaciones sectoriales. Si la falta de articulación entre las luchas
locales ha sido uno de los déficits principales de las protestas sociales en
España hasta el momento, esta apuesta por la construcción de una cierta unidad
política -en la multiplicidad de reivindicaciones- constituye un giro
estratégico de primer orden. Para decirlo de otra forma: las «marchas de la
dignidad» pueden ser la instancia articuladora necesaria para quienes no nos
contentamos con un mundo social arrasado. Y, lo que no es menos importante, esas
marchas permitirán determinar el grado de movilización popular tras los logros recientes.
Es, ante todo, una pulseada decisiva e incierta: sin la consolidación de ese
contrapoder popular el bloque hegemónico seguirá avanzando en lo que, en toda
regla, puede calificarse como «política del saqueo».
La resultante de esa pulseada es impredecible.
Las resistencias sociales son tan reales como el discurso hegemónico que
significa lo actual como la consecuencia necesaria que habría que asumir tras un
supuesto exceso (de consumo, de gasto, de deuda) por parte de la población, atribuido
de forma cuasi-religiosa al “pecado originario” de “haber vivido por encima de sus
posibilidades”. Según el énfasis que se haga, la perspectiva de análisis puede acentuar
1) la persistencia de un «sentido común» -como cristalización ideológica
hegemónica- que representa la reconfiguración de la sociedad en curso como un
“mal necesario” o 2) aquellas constelaciones de valores, sentidos y prácticas
que dislocan esas construcciones hegemónicas y desafían los límites de lo
posible. Las oscilaciones interpretativas (también, a menudo, contradicciones
analíticas) con respecto al presente, que transitan del desencanto a la euforia
o a la inversa, muestran que estamos en un umbral histórico donde no podemos
dar nada por sentado: la incertidumbre política es nuestro punto de partida y
la «crisis de hegemonía» una posibilidad que sobrevuela la actualidad, incluso
si no vislumbramos un proyecto político alternativo consolidado que esté articulando las diversas insatisfacciones que
proliferan a nivel colectivo.
Lo dicho, finalmente, supone que
una interpretación crítica del presente necesita indagar no sólo en las claves
culturales que legitiman una sociedad marcada por la desigualdad, la corrupción
estructural y la restricción de las oportunidades sociales, sino también en
aquellas prácticas político-culturales que ponen en crisis esa legitimidad,
desafiando no sólo el conformismo sino también la resignación inoculadas. Si la
actual desestructuración sistémica está produciendo un ensanchamiento de la
apertura del presente, aprovechar esa apertura depende en buena medida de la
construcción de un proyecto
contrahegemónico por parte de los movimientos sociales con vocación
transformadora.
No alcanza con que prolifere la insatisfacción, en tanto se siga deseando el mismo objeto y, sin embargo,
nada impide a priori que esa insatisfacción
no sea canalizada políticamente en la lucha por otras formas de sociedad. La
apuesta es transformar el deseo
colectivo, entonces, antes que perseguir la mera satisfacción de unos deseos consumistas e individualistas que no
cuestionan en lo central el actual régimen
hegemónico.
En suma, la crítica político-cultural
del presente debe considerar la economía inestable del deseo y las
identificaciones colectivas sobre las que se constituye. Demasiado a menudo
pasamos por alto que también necesitamos incidir en esa dimensión de la
subjetividad: todo proceso hegemónico se
sustenta no sólo en la producción de unos sentidos determinados o en la
configuración de determinadas relaciones de poder, sino también en una específica
economía (política) del deseo. Estamos lejos de haber extraído las
consecuencias teóricas centrales de esta premisa. Sobre todo, supone dejar a un
lado un esquematismo inercial incapaz de leer el actual ensanchamiento de las oportunidades
históricas. El futuro de la protesta
no es nada distinto a ese ensanchamiento. Sólo ahí puede residir nuestra esperanza agonística. Es responsabilidad
colectiva convertir esa apertura en un nuevo inconformismo. Si la
«in-dignación» es la negativa política ante el arrase, las «marchas de la
dignidad» son el llamado común a construir la sociedad que no tenemos.
Arturo Borra
domingo, 2 de marzo de 2014
«¿Qué hacer de la pregunta "qué hacer"?» -Jaques Derrida
¿Qué hacer? Pensar lo que viene. ¿Toca? Y entonces ¿cómo hacerlo? ¿Qué hacer? y ¿qué hacer de este imperativo? ¿En qué tono tomarlo? ¿Desde qué altura?
Nadie aquí lo duda, cierto aplomo, un aplomo que algunos, tal vez con razón, consideran sonambúlico, es lo que se precisa para atreverse donde sea a emprender con bastante calma, en suma, aunque sea denegándolo, aunque sea con el tono de la contra-profecía, el diagnóstico, cuando no el pronóstico del estado del mundo, y para adelantar tranquilamente unos como informes de desplomo panóptico sobre el estado del mundo, sobre el estado de la unión o de la desunión de Europa y del mundo, sobre el estado de los Estados en el mundo, sobre el nuevo orden o el nuevo desorden mundial, y también para permitirse, aunque sea denegándola, la prescripción o la contra-prescripción geopolítica. Todo esto dejando entender que el discurso geopolítico se paraliza en una suerte de impase o aporía generalizada: nada funciona y todo puede suceder. El aplomo consiste aquí en darse por autorizado el desplomo panorámico y mundial desde algo así como un antepecho, pero al borde del abismo, del desierto o del caos. Este aplomo de desplomo puede parecer sonambúlico, pues es un procedimiento, precisamente, un desplazamiento, un paso, un movimiento o una acción, un «hacer» guiados por ese extraño cuidado vigilante que los sonámbulos mantienen en el momento del riesgo más grande. Unos sonámbulos caminan al borde del caos abismal, y en el momento en que saben y declaran que ya no más, que todo está desajustado, desarticulado (out of joint, como dice Hamlet), que nada funciona, que todo acaba en el no-camino, el impase, la aporía, en el momento en que son persuadidos de que este mismo discurso panorámico es anticuado, se hacen adelante, si no como locos, visionarios, profetas o poetas, alucinados, por lo menos como soñadores que quieren mantener los ojos abiertos («pesimistas activos», diría Alain Minc). Si de una vez nombro el sueño, sin disociarlo del sonambulismo, es para tomarlos, como se dice, del lado bueno. No para desdeñar, todo lo contrario, el riesgo absoluto que corre el sonámbulo, sino para aproximar, más allá del saber y de la filosofía, política o no, aun más allá de todos los modelos y de todas las normas prescriptivas cuyo agotamiento vivimos, el pensamiento de lo que viene y que no puede sino ser aliado de lo que contrae parentesco con el sueño y con lo poético, siempre que, evidentemente, se piense el sueño de manera distinta de la habitual. Quiero recordar que, a la pregunta «¿qué hacer?», a lo que simultáneamente constituye, diría, una pregunta muy vieja, sin duda, ni tan vieja sin embargo, pero también una pregunta nuevecita, una pregunta todavía no escuchada, entre otras cosas Lenin contesta, y con precauciones interesantes, «es preciso soñar».
[Me pregunto de dónde puede venirnos la hybris, a menos que no sea también la inocencia, la inconsciencia y por ende la humildad infantil, incorregiblemente infantil de semejante aplomo de esta audacia descarada que es aquí la nuestra. Digo «infantil» porque, si no conozco bien, «personalmente», como suele decirse, a Alain Minc, con quiera me topé rápidamente poco antes de esta sesión, lo que leo y percibo de él sobre la escena pública me deja pensar que lo que tal vez nos acerque, más allá de la cantidad de diferencias a cuya enumeración renuncio, es que sobre la escena intelectual pública o política algunos podrían pensar que ambos hemos conservado (me perdonará esta alianza abusiva o esta anexión dudosa) una cierta juvenilidad, con todo lo que ella puede exponer cuanto a inocente frescura, pero también cuanto a atrevimiento o insolencia, incongruidad, descortesía intempestiva.
Desembarcamos sea lo que sea y la que sea la edad de lo que sabemos, en cuanto a experiencia y saber. No sabemos de dónde nos viene el aplomo al borde de lo que hace reír; llorar o sobre todo titubear en el vacío.
Pero no me detendré en la hipótesis según la que esta hybris sonanibúlica que nos asigna al aplomo y al desplomo sería el carácter del que sea, de Minc o mío por ejemplo: por el contrario creo que nuestro tiempo, eso de lo que estamos hablando, lo que viene quizás a través del caos, del desierto, del abismo, del desorden mundial la desconstrucción general o todas las figuras de un apocalipsis sin apocalipsis, etc., eso nos impone pensar y pensar desde este frágil aplomo y nos coloca en este lugar, nos sitúa allí donde pensar, y pensar (políticamente y poéticamente) lo que viene (por ende el porvenir al presente) no puede hacerse si no desde el lugar de este aplomo a la vez sonambúlico y vertiginoso.]
¿De dónde viene el aplomo en general?
Aplomo. Llamemos. ¿Qué es lo que llamamos aplomo? Cualquiera que sea la manera como lo escuchen, lo pronuncien o lo escriban, «aplomo» es un bello vocablo. No una argucia, tampoco un concepto bien formado, sino un bello vocablo. No a causa de las tentaciones homonímicas que lo hacen derivar caprichosamente hacia la orden expresa o el llamado (cuando llamamos, cuando nos llamamos según el llamado pues no podemos pensar lo que viene sin lanzar o escuchar algún llamado, algo parecido a una orden expresa, un deber, una ley, una prescripción, sin tratar de escuchar lo justo, de escuchar justamente alguna cosa que llamo la justicia, un llamado que de alguna manera viene de nosotros pero a la vez sobre nosotros, un llamado por el que nos llamamos desde el otro). No a causa de esos juegos homonímicos ni de todo lo que la palabra en aplomo pueda significar muy precisamente, en fisiología, en arquitectura, en pintura y también en música, sino en razón de la señal que siempre esgrime hacia el atrevimiento de un «quedarse parado», hacia una física planteada a partir de la verticalidad, es decir a partir de lo que una plomada nos indica respecto de la pesadez terrestre y por ende de la tierra: pues, no nos lo ocultemos, las preguntas que abordamos con este aplomo sonambúlico hoy no son nada menos que las preguntas de la tierra (a bulto y en detalle, de manera no menos urgente que concreta, imaginosa, inmediata, inmediatamente éticas, jurídicas, geopolíticas -preguntas de la geopolítica al borde y más allá de las preguntas dichas geopolíticas: ¿qué hacer? ¿qué vamos a hacer con la tierra? ¿sobre la tierra? y la pregunta de lo que se queda parado sobre la tierra no es apenas una pregunta ecológica aunque permanezca sobre el horizonte de lo más ambicioso o más radical que la ecología hoy podría asumir-), preguntas de la tierra, entonces, y preguntas del hombre (en aplomo o no sobre la tierra): ¿qué es el hombre, cuál es la identidad o la unidad del hombre sobre la tierra y más allá de la tierra, más allá de la posición erguida, más allá de lo planetario y tal vez también de lo geopolítico que hoy pensamos de manera completamente distinta, tal vez completamente distinta de como era pensado en la Edad Media, por no hablar de cierta modernidad?
A lo mejor para resistir, para no sucumbir al vértigo que me sobrecogía a la idea de semejante sesión, al filo de un programa tan perturbador, me doy el aplomo y el atrevimiento necesarios para atreverme a enunciar la pregunta: ¿qué hacer? ¿qué hacer, aquí, ahora? Y aquí, ahora, ¿qué hacer de la pregunta «¿qué hacer?»? He aquí una extraña pregunta, pregunta redoblada, reflejada, que da la impresión de impugnar el «pensar lo que viene» de nuestro título, como si, desde la primera frase, se tratara de substituir pensar por hacer, reemplazando simultáneamente un imperativo, «pensar lo que viene», mediante una interrogación, «¿qué hacer?», si no por una doble interrogación: -«¿Qué hacer de la pregunta “¿qué hacer?”?».
De ninguna manera es ésta mi intención, ni pretendo atenerme a una abstracción de tal magnitud. Pues la pregunta «¿qué hacer?» por el momento parece tan indeterminada cuanto la orden expresa «pensar lo que viene», por más que se añada, como acabo de hacerlo «aquí y ahora», sin decir si pienso en el «aquí y ahora» de esta sesión o en el «aquí y ahora» de Francia, de Europa, de la tierra o del mundo, otros tantos lugares y por ende puntos de vista distintos y no siempre configurables. No por nada dije «del mundo», pues en el momento de escoger un título nos habíamos fijado en el de «pensar el mundo», nada menos, antes de detenernos en «pensar lo que llega», y a este propósito sin duda diré una palabra tratando de demostrar que, no obstante su evidente ambición y en su aparente desmesura, estos dos títulos son agudos, exclusivos y determinados en lo que prescriben o prometen.
Pero si darse a pensar es lo que hay que hacer; y si pensar es también, e inmediatamente, e ineluctablemente, pensar lo que hay que hacer ante lo que viene, es decir ante lo que sucede y ante el evento por venir, entonces, ante o en frente de lo que viene, esta tarea daría acceso a otra experiencia de lo que debería aliar el hacer y el pensar. No obstante las apariencias, tamaña tarea, creo yo, es a la vez nueva, inédita en sus formas históricas y más urgente, más imperativa que nunca, hoy, aquí y ahora.
Lo que acabo de decir a propósito de semejante alianza imperativa del hacer y el pensar lo injerto en tal proposición de Alain Minc, precisamente en tal página de su libro, para ser más explícito cuando habla (p. 219 de La nueva Edad Media) de esa figura que los matemáticos llaman un «conjunto vacío» y donde Alain Minc sitúa el llamado a lo que hoy nos es rehusado o prohibido, a saber, cito, «una filosofía de la acción». Los intelectuales parecen retirarse del «debate público», él señala, y así sucede no por desinterés respecto de la cosa pública sino porque, cito, la sociedad ya no es «“pensable”» (aplica comillas a esta palabra sobre la que quisiera también regresar más tarde: ¿qué es lo que aquí llamamos pensar?) y después de haber señalado simultáneamente la necesidad y la esterilidad o el fracaso de una «reflexión pluri-dimensional» y la «urgencia» «postulada» de «mezclar la economía, la sociología, la etnografía, la ciencia política y la historia», él pregunta: «¿qué se habrá realizado concretamente, que no sea soñar [subrayo] gigantes intelectuales que no existen? Su ausencia tal vez no sea fortuita: este género de adiciones entre saberes tan diversos corresponde sin duda a lo que los matemáticos llaman un conjunto vacío. Debe ser una filosofía de la acción». Claro está, Alain Minc no deja de ser irónico o escéptico tanto respecto de tal sueño cuanto de dicha filosofía de la acción (ni en mayor grado que él creo que la urgencia del «hacer» o de la pregunta «¿qué hacer?» esté a la medida de una filosofía de la acción ni de esa filosofía de la historia de la que ya decía Hugo que no se pueden inscribir en ella los eventos que vienen de nosotros o sobre nosotros). Él cree, con razón me parece, que los objetivos que podían orientar tal filosofía de la acción, empezando por cierta idea del progreso, se han destruido. Pero, por más que salude con igual ironía a todos los prescriptores, una ironía que por otra parte me parece justa («¡Buena suerte, señores prescriptores!», p. 219), de todas formas lo que da a su libro su aplomo y lo mantiene parado, de cabo a rabo, es el capítulo final, ese llamado, prescriptivo y normativo, a la responsabilidad francesa, y no sólo al pueblo de Francia, sino al Estado Nación llamado Francia, a unos conciudadanos.
Quisiera correr el riesgo de una palabra, tan sólo una palabra (hoy todo será demasiado breve) alrededor de la pregunta «¿qué hacer, aquí y ahora?»: si por una parte empata con el pensamiento de lo que viene, si no puede dejarse separar de él, semejante pregunta, no lo olvidemos, ya es una herencia, dispone de una genealogía muy noble, a la vez ética y política.
Tiene una historia la pregunta «¿qué hacer?», aunque parezca remitir a una necesidad de todos los días, de todos los tiempos, de todas las edades y de todas las culturas; esta pregunta tiene una historia muy aguda, una historia crítica y esta historia crítica es una historia moderna La gravedad de lo que viene, aunque sea también el chance de que lo que venga sea realmente lo que viene, es decir absolutamente inédito -nuevo- sin ejemplo y resistente a cualquier repetición posible, es que ya no sepamos qué hacer, hoy, de la pregunta «¿qué hacer?», ni en su forma ni en su contenido...
La heredamos, sin embargo se nos substrae algo de su herencia, y nos toca re-inventar radicalmente las condiciones mismas de esta pregunta.
En esta forma literal, si no me equivoco, la pregunta «¿qué hacer?», no es medieval y no habría podido serlo, sin duda por razones esenciales.
Tal como la heredamos, no menos de Kant que de Lenin, se trata de una pregunta moderna en un sentido preciso cuya radicalidad no podía desplegarse ni en la Edad Media ni en una post-edad-media cartesiana, es decir en lo que entonces se llamaba el mundo y que era bordeado, determinado, en todos los sentidos de la palabra, por un horizonte teológico, antropo-teológico o teológico-político. La pregunta «¿qué hacer?» no podía todavía surgir, en su radicalidad, sino hasta cuando una idea democrática, secular, laica, hubiese taladrado ese horizonte antropo-teológico-político o empezado a socavar los fundamentos del mismo.
Pero, a la inversa, y es éste todo el problema de lo que hoy se nos viene y de lo que distingue la especificidad aguda de nuestro tiempo, la pregunta «¿qué hacer?» ya no puede desplegarse en toda su potencia, es decir sin horizonte, mientras un horizonte o unos atrevimientos teleológicos o onto-teleológicos siguen bordeándola, como es todavía el caso para Kant y Lenin, quienes todavía tenían o presumían una cierta idea del hombre o de la revolución, de la finalidad, del estadio final, de la adecuación final, del telos o de una idea reguladora sobre cuyo fondo se levantaba la pregunta «¿qué hacer?», la que entonces en efecto se hacía posible, pero por eso mismo no vertiginosa, no abismal, arrestada en sus límites, es decir en su horizonte.
Pregunta «¿qué hacer?» como pregunta ética y política, ciertamente, pero especificada entonces por una modernidad, y dos veces por una modernidad crítica pre-revolucionaria, y dos veces por hombres que tenían la intención de hablar en nombre y en vista de una cierta emancipación democrática. Kant y después Lenin han dejado retumbar la pregunta «¿qué hacer?», y cada uno por su lado lo hicieron justamente antes de unas Revoluciones que todavía no hemos pensado (pues para pensar lo que viene hay que pensar lo que advino, y la dificultad inherente al pensamiento del porvenir es ipso facto el arresto ante un pasado que de golpe deviene más enigmático que nunca, ofrecido a todas las reinterpretaciones, cuando no a todas las revisiones: serían sencillas las cosas si supiéramos lo que habrá sido la Edad Media, y si de ella nos hemos salido a suficiencia, en qué sentido, para correr el riesgo o por tener que regresar, de nuevo, hacia alguna nueva Edad Media). Kant y Lenin entonces han lanzado y ponderado los dos un «¿qué hacer?», escribiéndolo bajo esta forma literal a la vigilia de dos revoluciones de las que, tan extrañamente, nosotros vivimos más y menos la muerte, la descomposición, la putrefacción, las dos revoluciones de las que llevamos el luto. Y ciertamente es de ahí de donde partimos o hablamos. En todo caso, es innegable que los dos libros que constituyen el pretexto para esta discusión, desde sus adentros (y no únicamente en razón de la fecha externa de su publicación), son históricamente marcados por el después de estas dos revoluciones. Y ambos dicen -es lo mínimo de lo que tienen en común- que la euforia occidental y el triunfo neo-liberal, de pecho inflado al final de la secuencia soviética, era tan artificial cuanto un pulmón artificial y tan poco duradero cuanto la más ciega denegación.
Estos dos libros no se habrían podido escribir, algo en ellos no se habría podido escribir, es la certeza mínima que de ellos puede sacarse, ni antes ni durante esas dos revoluciones -preciso: esas dos revoluciones, las que se han dado este nombre de revolución, la de 1789 o de 1917. Los primeros renglones del libro de Alain Minc hacen referencia a la caída del muro de Berlín. Y esta marca, esta fecha interna se repite a todo lo largo del libro.
En todo caso, hagamos lo que hagamos de esta sincronía o de esta coincidencia, la pregunta «¿qué hacer?» habrá siempre resonado al borde del abismo o del caos, en frente del horizonte más indeterminado, más angustioso, cuando se diría que todo debe ser repensado, re-decidido, re-fundado, de arriba abajo, y ahí donde tal vez el abajo, el fundamento y la fundación llegan a faltar. Pues el caos (palabra presente en el título del primer capítulo de La nueva Edad Media) es la forma de todo porvenir en cuanto tal, de todo lo que viene (un porvenir ya previsible en su orden y en su forma no sería por-venir). El evento es esencialmente caótico. Por otra parte el abismo abierto al khaos es también la forma abierta y vana de mi boca (khainô), la del mentón caído, cuando ya no sé qué decir, pero también cuando llamo o cuando tengo hambre.
Empecé nombrando la revolución. Lo hice sin demora, para dar el tono y anunciar el color. Pues, a riesgo de sorprender aquí y allá, hablaré en favor de la revolución, en nombre de la revolución y autorizándome el uso de las palabras que generalmente se le asocian y que hoy se juzgan siempre más arcaicas o fuera de moda, siempre más retro (revolución, justicia, igualdad, emancipación, etc.). Pero trataré de hacer notar que si en el curso de estos tres últimos decenios no he sido el último en desconfiar de todos los esquemas y contraseñas que les han sido asociados durante tanto tiempo -a la revolución, a las dos grandes revoluciones europeas, al legado de relatos pertinentes, a la justicia, a la igualdad o a la emancipación‑ y si raramente he tenido la palabra revolución sobre los labios, se debe al hecho de que estas elocuencias políticas eran determinadas por imaginerías esquemas, escenarios representaciones, hasta conceptos, a la vez desconstruibles y hoy más destruidos y obsoletos que nunca. Sin embargo una cierta revolución en la idea misma de revolución, en su concepto y en sus esquemas [para hablar como Kant: en lo que ata su idea a su concepto y a su intuición], en su simbólica, en sus imágenes, en su teatro y en sus escenarios, otra revolución -y de aquí otra contraseña para la justicia, la igualdad, la emancipación, etc- otra revolución no tan sólo es lo que nos comanda la respuesta a la pregunta «¿qué hacer?», por más difícil, por más indiscernible que pueda parecer, sino además y ante todo es lo que nos inspira y comanda y dicta en nosotros la pregunta «¿qué hacer?». Esta pregunta quisiera leerla en el corazón del libro de Alain Minc, otro motivo para decirle, para inducirlo al sobresalto o simplemente a la risa, que, en la margen de tal o tal otra denegación (aunque en la lógica de la denegación consista todo el problema del discurso político), su libro es, o sea debería ser, de inspiración revolucionaria.
No tendremos el tiempo de hablar de Kant o de Lenin. Lástima, pues creo en la necesidad urgente de hacerlo, lo más pacientemente posible. Me contentaré con aislar dos rasgos. Ante todo un rasgo actual, sobre-actual o inactual, de la pregunta kantiana. Ésta responde (puesto que una pregunta ya responde) a lo que Kant llama el interés de mi razón. Este interés es simultáneamente especulativo y práctico y entrelaza tres preguntas: «¿qué puedo saber?» (Was kann Ich wissen?, pregunta especulativa), «¿qué tengo que hacer?» (Was soll Ich tun?, pregunta moral que en cuanto tal no pertenece propiamente a la crítica de la razón pura), y «¿qué me está permitido esperar?» (Was darf Ich hoffen?, doble pregunta, a la vez práctica y especulativa). Ahora bien, en la concatenación de estas tres preguntas, la pregunta del medio, «¿qué tengo que hacer?» (Was soll Ich tun?) se ata complicada pero irreductiblemente, igual que hoy, a la pregunta del poder-saber, de la ciencia, al «¿qué puedo saber?», o sea al «¿qué puedo gracias al saber?», pero también a la doble pregunta teórico práctica que es una suerte de raíz común para ambas: «¿qué me está permitido esperar?» (sobre la que insisto en razón de la mesianicidad revolucionaria que en ella se encuentra necesariamente implicada).
Ahora bien, esta pregunta de la esperanza, a la vez común a las tres y por ende primera, es precisamente la pregunta del porvenir de lo que viene, de lo que sucede, de lo que puede suceder así como de lo que tiene que suceder. La esperanza, dice Kant, corre a la conclusión o redunda en concluir que algo es [o sea, sei] (que determina así el último fin posible) puesto que algo tiene que suceder (weil Etwas geschehen soll). Mientras el saber concluye que alguna cosa es (o sea) (que actúa como causa suprema) porque algo sucede (weil etwas geschieht). Pero si la pregunta de la esperanza se ata a la de lo que viene como «esto tiene que suceder», si no sólo queda constantemente supuesta de antemano, implicada en la pregunta especulativa del saber y en la pregunta práctica del «¿qué hacer?», sino que además las anuda entre sí, se sabe también que en otro lugar (en la Introducción a su curso de Lógica) Kant somete estas tres preguntas a una cuarta. ¿Cuál? La del hombre («¿qué es el hombre?») y del hombre como ser cosmopolítico, como ciudadano del mundo.
Las tres primeras preguntas, y la que las fundamentaba y las recogía como pregunta de la esperanza ante la venida de lo que sucede, procedían de la razón humana, de la razón del hombre, por ende no en cuanto ser natural sino en cuanto ciudadano del mundo, no como sujeto político perteneciente a tal o cual nación, ciudadano de éste o de aquel Estado, sino en cuanto ciudadano cosmopolítico. Y Kant no se ha contentado con yuxtaponer la cuarta pregunta a las otras tres. Las tres primeras, incluyendo entonces el «¿qué hacer?» y «¿qué me está permitido esperar?», hay que ponerlas a la cuenta de la antropología fundamental ya que estas tres preguntas remiten a la cuarta.
Sin imponerles una disertación, tan sólo anoto que, respecto del horizonte de esta antropología y del derecho internacional que debía ordenar este pensamiento de lo cosmopolítico, de las relaciones entre naciones y de la soberanía de los Estados, etc., Kant podía entonces arreglárselas a partir de unas Ideas, Ideas reguladoras que seguían siendo también onto-teológicas. De ahí que las preguntas del hacer y de la esperanza podían formularse, cómo no, pero en el mismo lance se encontraban como neutralizadas, cerradas de antemano por una suerte de respuesta anticipada. De un solo lance formadas y cerradas. La condición de posibilidad de su formación sella de inmediato su cerrazón. Se creía saber qué hacer desde el momento en que la pregunta podía ser planteada. No sobra señalar cómo este horizonte regulador, que ha venido desconstruyéndose como por sí mismo, sea hoy más indeterminado que nunca, así como lo es la respuesta a la pregunta «¿qué es el hombre?», aunque se dé por anticipación y presunción, sin hablar de la que concierne al mundo, al hombre en cuanto ciudadano, como lo que puede o no atar la democracia al Estado y a la nación, etc. Esta pregunta por la esencia del hombre no es una pregunta de especulación metafísica abstracta para filósofos de profesión: hoy se plantea, lo sabemos, en la urgencia concreta y cotidiana, al legislador, al sabio, al ciudadano en general (trátese de los problemas del genoma llamado humano, del capital, de la capitalización y de la apropiación, estatal o no, del saber, del tecno-saber a este mismo respecto, en los bancos de datos -enorme problema de la capitalización y del derecho a la apropiación que sigue todavía intacto ante de nosotros, junto con la pregunta por la propiedad en general y por la propiedad del cuerpo propio, con las preguntas biotecnológicas alrededor del injerto, de la proteticidad en general, de la inseminación artificial, de la madre como madre-portadora, etc., de la diferencia sexual y del derecho de la mujer de disponer de su cuerpo, de la inteligencia artificial, de la historia de los conceptos que definen los derechos del hombre, el sujeto, el ciudadano, las relaciones entre el hombre y la tierra, el hombre y el animal, el inmenso debate llamado ecológico, etc- si ustedes así lo quisieran, podríamos precisar la cosa al infinito). Por lo tanto nuestra pregunta «¿qué hacer?» y «¿qué está permitido esperar?» no puede olvidar su historia kantiana (y pre-revolucionaria), pero tampoco confiar en ella y repetirla. Es porque ya no disponemos de sus premisas ni de su horizonte teleológico que nuestro «¿qué hacer?» es a la vez más desesperado, más desvalido y de un solo lance más próximo de lo que él ha que ser (a saber desvalido, abierto a la irrupción absolutamente radical de lo nuevo, aunque sea respecto de quien hace la pregunta: si esta pregunta debe guardar todo su vigor radical, ni siquiera tenemos que presumir que sepamos quién la formula, ni si esta pregunta es propiamente humana, ni lo que pueden querer decir las palabras propiamente humana, ni tampoco de cuál revolución, una vez más esta pregunta define el espacio pre-revolucionario).
Por eso no sólo toca pensar: es más urgente que nunca, y no se reduce ni al ejercicio del saber ni al del poder. Por el contrario supone cierta vigilancia suplementaria dirigida hacia estas áreas de decisión del pensamiento (por ejemplo la pregunta por el hombre, por el ser del hombre y por la vida y por sus prótesis, por el tele-trabajo, la pregunta por la producción y la pregunta por el ser, ahí donde comanda la pregunta todavía nuevísima del «¿qué hacer?», la pregunta del «ven», la pregunta por la justicia alrededor de la que en Espectros de Marx intenté mostrar cómo resulta indisociable de la pregunta por la presencia o no-presencia del presente, etc.). Estas áreas de decisión, cuyo enunciado telegráfico me perdonarán, tienen que imponerse ya a cada instante, cotidianamente, inmediatamente, a cada paso, a cada frase, de manera nueva, no solamente a cada cual sino particularmente a quienes hacen profesión es decir a quienes pretenden ejercer los cargos de decididores responsables, magisterios o ministerios (hombres políticos de toda clase, sean legisladores o no, hombres y mujeres de ciencia, enseñantes, profesionales de los media, consejeros e ideólogos en todos los dominios, en particular de la política, de la ética o del derecho). Todas estas personas serían radicalmente incompetentes, paradójicamente, no si de antemano supiesen, como casi siempre creen, qué es el hombre, etc., qué es la vida, qué quiere decir «presente», etc., qué quiere decir «justo», qué quiere decir «venir», es decir el que viene, el otro, la hospitalidad, el don; serían incompetentes, como creo que lo son frecuentemente, porque creen saber, porque están en posición de saber y son incapaces de articular estas preguntas y de aprender a formarlas. No saben dónde y cómo se han formado, o cómo aprender a volverlas a formar.
Hubiera querido proponer un argumento análogo respecto del «¿qué hacer?» de Lenin, en 1911-2, pero el tiempo se está acabando. Recuerdo lo que en este texto, como en el de Kant, hoy no ha envejecido: la condena de la «baja del nivel ideológico» para la acción política, la idea de que toda «concesión» teórica, según la expresión de Marx, es nefasta para la política, así como la condena del oportunismo (hay que pensar y actuar a destiempo, contra la corriente), la condena del espontaneísmo, del economismo y del chauvinismo nacional (lo que no suspende las tareas nacionales), la condena de la «falta de espíritu de iniciativa de los dirigentes» políticos, es decir revolucionarios, que deberían correr riesgos y romper con las facilidades de consenso y de las ideas recibidas (es lo que propone Alain Minc en un libro tan leninista, en el fondo), y sobre todo, lo que envejeció menos que nunca, el análisis de lo que liga la internacionalización, la mundialización del mercado, no menos que de la política, a la ciencia y a la técnica. Todo esto se amarra en el «¿qué hacer?» de Lenin. Échenle ojo.
Sin embargo el sujeto revolucionario de este horizonte cosmopolítico que orienta el «¿qué hacer?» de Lenin ya no es el sujeto del derecho kantiano y de su revolución. Por ende ya no es el mismo «¿qué hacer?». Este nuevo «¿qué hacer?» prescribe una revolución en el concepto de revolución.
Respecto de lo que hoy nos importa, respecto de lo que se nos viene y lo que decíamos respecto de la velocidad y de las dos leyes heterogéneas de la aceleración, habría que interrogar lo que Lenin afirma del sueño en la decisión política. Finge temer a los marxistas realistas que van a recordarle, contra la utopía, cómo la humanidad según Marx se asigna únicamente tareas realizables y en la perspectiva de unos objetivos que crecen juntamente con el partido; he aquí que Lenin enfrenta a contrapelo esta lógica realista como lógica del partido y, al reparo de una cita de Pissarev, hace el elogio del sueño en política. Pero distinguiendo dos sueños y dos desfases entre el sueño y la realidad. El buen desfase, el buen sueño, se da cuando mi sueño, cito, «va más rápido que el curso natural de los eventos», o todavía, sigo citando, llega a «adelantarse al presente». «Sueños como estos, desafortunadamente son muy escasos en nuestro movimiento», anota Lenin. La mala disyunción onírica se produce cuando el desfase no tiene esperanza y no se adelanta a nada: cuando el pensamiento de aventura, sin el que no hay porvenir y ni siquiera evento político, sin el que no viene nada, llega a ser el juguete de los aventureros y del aventurismo.
Puesto que mi intención no consiste, ni aquí ni en otros lugares, en hacer la apología de Marx o de Lenin, mucho menos del marxismo-leninismo en bloque (es fácilmente imaginable que la cosa no me interesa mucho), apenas sitúo con una palabra el lugar en que Lenin, a su vez, sutura sea la pregunta «¿qué hacer?» sea esta posibilidad radical de distinción sin la que no hay ni pregunta «¿qué hacer?», ni sueño, ni justicia, ni relación con lo que viene en cuanto relación con el otro; y esta sutura o esta saturación condena a la fatalidad totalizante y totalitaria tanto a los revolucionarismos de izquierda cuanto a los de derecha. Pues Lenin mide el desfase con el metro de la «realización», es la palabra que él emplea, mediante el cumplimiento adecuado de lo que él llama el contacto entre el sueño y la vida. El telos de esta adecuación suturante -de la que traté de mostrar de qué manera cerraba igualmente la filosofía o la ontología de Marx- clausura el porvenir de lo que viene. Prohíbe pensar lo que, en la justicia, supone siempre inadecuación incalculable, disyunción, interrupción, trascendencia infinita. Esta disyunción no es negativa, es la misma apertura y el chance del porvenir, o sea de la relación con el otro como lo que viene y quien viene. La definición mínima de la justicia que, en Espectros de Marx o Fuerza de ley, es a la vez distinta del derecho y opuesta a toda una tradición, incluida la de Marx, de Lenin o de Heidegger, corresponde a la definición propuesta por Levinas, de manera breve aunque intratable, cuando, hablando de esta irreductible inadecuación, de esta desproporción infinita, dice: «La relación con otro, o sea la justicia» (Totalidad e Infinito, p. 62).
Jacques Derrida
Extraído de «Derrida en castellano»
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