Derecho y
ciudadanía
Indagar sobre la relación
entre migraciones y sector público en el contexto español es
indagar, simultáneamente, sobre diferentes obstáculos al momento de
acceder en términos laborales a las administraciones e instituciones
públicas (conformada por La Administración General del Estado, las
Administraciones de las Comunidades Autónomas y de las Ciudades de
Ceuta y Melilla, las Administraciones de las Entidades Locales, los
Organismos Públicos, Agencias y demás Entidades de derecho público
con personalidad jurídica propia y las Universidades Públicas) por
parte de diversos sujetos inmigrantes, solicitantes de asilo y
refugiados. Si bien podría analizarse la relación entre AAPP y los
colectivos inmigrantes y refugiados desde múltiples aristas, el
presente trabajo tiene como objetivo trazar una primera aproximación
sobre la posición y participación de estos colectivos en las
estructuras institucionales de las AAPP.
Como es sabido, en la
medida en que el «Estatuto Básico del Empleado Público» de España
limita la incorporación profesional de la población activa
extranjera no comunitaria sólo a la categoría de “personal
laboral” (op.cit., p. 35), no es preciso especular sobre su
inserción real en este ámbito: los sujetos inmigrantes,
solicitantes y refugiados, en el mejor de los casos, están
habilitados para ocupar puestos temporales dentro de las AAPP, de
forma regular en posiciones subalternas, derivadas tanto de las
dificultades para acreditar sus competencias, estudios y experiencias
laborales como por cuestiones idiomáticas y burocráticas. En
cualquier caso, semejantes colectivos están excluidos por ley de las
categorías de Funcionarios de carrera; Funcionarios interinos o
Personal eventual.
En este sentido, si bien
dicho estatuto apuesta de forma explícita por la igualdad, el mérito
y capacidad en el acceso al empleo público, esa apuesta está
restringida sin embargo a personas con nacionalidad española y de
nacionales de otros estados miembro de la Unión Europea (en este
caso, “(…) con excepción de aquellos que directa o
indirectamente impliquen una participación en el ejercicio del poder
público o en las funciones que tienen por objeto la salvaguardia de
los intereses del Estado o de las Administraciones Públicas” (BOE
Nº 89, Ley 7/2007 de 12 de abril, p. 35). Así, quedan excluidas por
ley aquellas personas extranjeras residentes que no cuenten con
nacionalidad española o de otros países comunitarios, a pesar de
que por sus méritos y capacidades también podrían contribuir a la
mejora de la gestión de la administración pública. Si por una
parte el EBEP plantea como uno de sus principios rectores que
“[t]odos los ciudadanos tienen derecho al acceso al empleo público
de acuerdo con los principios constitucionales de igualdad, mérito y
capacidad, y de acuerdo con lo previsto en el presente Estatuto y en
el resto del ordenamiento jurídico” (op.cit., p. 34), poco
después fija como requisito general “tener la nacionalidad
española” (artículo 56) o ser nacional de los estados miembros de
la Unión Europea (artículo 57), con las salvedades ya comentadas.
En síntesis, sobre esa base normativa, la «igualdad» queda
circunscrita a la ciudadanía española y, en menor grado, a la
ciudadanía de personas procedentes de otros estados de la Comunidad
Europea, planteándose una relación de desigualdad con respecto a
una ciudadanía extracomunitaria residente en territorio nacional.
Dicho lo cual, resulta
manifiesto que el concepto de “ciudadanía” queda anclado a
ciertas nacionalidades. Semejante situación plantea dos alternativas
interpretativas:
o bien el derecho de
toda la ciudadanía a acceder al empleo público queda
reducido sólo a una parte del conjunto de la ciudadanía,
planteando en tal caso tanto una contradicción lógica como una
exclusión ilegítima de los colectivos migrantes,
solicitantes y refugiados extracomunitarios del ámbito público,
producto de decisiones políticas específicas, instituyendo en
consecuencia ciudadanías de primera y segunda mano;
o bien ciudadanía y
extranjería son mutuamente excluyentes y, en tal caso, las
regulaciones jurídicas del EBEP legitiman legalmente la desigualdad
entre nacionales y extranjeros, concibiendo la ciudadanía como un
privilegio de las poblaciones europeas.
Aunque en el segundo caso
el carácter excluyente del estatuto se acentúa más, ambas
alternativas vulneran un principio de igualdad efectiva, incurriendo
en una forma de «discriminación indirecta» en tanto las propias
normas estarían favoreciendo claramente a un grupo en detrimento de
otros a partir del requisito de nacionalidad. Ahora bien, si esta
interpretación es válida, el propio EBEP incurre en un serio
incumplimiento de los derechos individuales que el propio estatuto
formula, en particular, el derecho “i) A la no discriminación por
razón de nacimiento, origen racial o étnico, género, sexo u
orientación sexual, religión o convicciones, opinión,
discapacidad, edad o cualquier otra condición o circunstancia
personal o social” (op.cit., p. 17). La presunta
universalidad del derecho público se convierte en la práctica en
una forma de particularismo legal, en tanto privilegia a las personas
nacionales y, en menor medida, a personas comunitarias. Más aun:
incluso en la categoría de “personal laboral” la diversidad de
las personas migrantes y refugiadas apenas está contemplada.
Empleo público y
discriminación institucional
Teniendo en cuenta las
restricciones jurídicas para el acceso al empleo público por parte
de los colectivos inmigrantes, solicitantes y refugiados (reducida su
participación potencial a la categoría de “personal laboral”) y
teniendo en cuenta la falta de un principio transversal de
interculturalidad en las regulaciones del empleo público, resulta
apropiado en esta fase de análisis preguntarse acerca del grado de
inclusión efectiva en la única categoría sociolaboral prevista
para estos grupos de personas en las estructuras de las AAPP. Para
tal fin, es preciso desplazarse del campo del derecho al campo de la
sociología del trabajo.
Una primera aproximación
puede efectuarse a partir de la información estadística provista
por diferentes organismos oficiales, incluyendo los servicios de
empleo. Teniendo en cuenta que el empleo público representa un 20 %
del total de empleos existentes en la economía española (además de
representar el 25% del gasto público),
la escasa atención que se ha prestado a la discriminación
institucional que se produce en las estructuras de la AAPP resulta
por demás de preocupante, en la medida en que semejante
desconocimiento perpetúa un sistema de privilegios contrario a una
sociedad democrática, plural e igualitaria.
Para hacerse una idea
cabal de la magnitud de este sector en el ámbito del empleo.
Basándonos en el INE, sabemos que ya a fines de 2017 más de
3.000.000 de personas trabajaban en las diferentes estructuras de las
AAPP.
Ahora bien, dada la importancia relativa del sector, cabe preguntar:
¿qué participación porcentual tienen las personas extranjeras en
el sector y en qué posiciones? A pesar de la abundancia de
estadísticas, procurar determinar semejante participación resulta
de extrema complejidad. Algo tan básico como saber cuántos
extranjeros trabajan en las AAPP nacionales, autonómicas,
provinciales o locales resulta una empresa imposible.
Paradójicamente, en la sobreabundancia de información desagregada,
demasiado a menudo perdemos de vista la configuración global del
empleo público. De forma análoga, la dispersión de fuentes
estadísticas hace más complicada la tarea, aportando datos
diferentes según metodologías diferentes también. Basta consultar
la EPA, los datos de afiliación a la seguridad social, las
estadísticas de la agencia tributaria o el BEPSAP (Boletín
estadístico de personas al servicio de la administración pública).
O, incluso, el informe del Banco de España “La evolución del
empleo de las Administraciones Públicas en la última década”
(2017), en el que no se hace ni una sola referencia a trabajadores
extranjeros en el sector público. La «invisibilidad estadística»
es manifiesta. Las propias metodologías condenan a la irrelevancia
este tipo de información.
Si, por ejemplo, se
analiza el último “Boletín estadístico del personal al servicio
de las Administraciones Públicas” (Registro Central de Personal,
Enero 2017),
los resultados siguen siendo opacos. De los 2.523.167 de empleados
públicos que allí contabilizan, 583.713 (el 23,13% del total) son
“personal laboral”, que es la única categoría laboral en la que
tendrían cabida trabajadores extranjeros (especialmente, no
comunitarios) en el sector público. Si bien la información se
desagrega por sexo y edad, no es posible encontrar ninguna referencia
a la nacionalidad de las personas empleadas como “personal
laboral”. Tampoco por esta vía nos es dado conocer cuál es la
inserción real de personas trabajadoras extranjeras en el sector
público y no digamos ya su posición laboral dentro de sus
estructuras. Si bien el gobierno nacional se ha comprometido desde
2017 a dotarse de una herramienta única que ofrezca una radiografía
lo más exacta posible de este sector (a cargo del Ministerio de
Hacienda y Función Pública), ni siquiera es claro que dicha
herramienta –en caso de concretarse- vaya a dar cuenta de esta
dispersión e invisibilidad estadísticas, que bien pueden significar
exclusión real del sector.
Si nos remitimos al
informe del “Mercado de trabajo” del SEPE de 2015,
sabemos que por entonces de una población activa extranjera de
2.720.700 (del que el 63, 4% no pertenece a la Unión Europea) más
de 1.900.000 estaban trabajando entonces. Aunque en dicho informe la
información sobre trabajadores extranjeros es bastante más amplia
que en otras fuentes, se limita a describir la situación del empleo
en el sector privado; una radiografía que conocemos bastante bien:
la mayor parte de los afiliados extranjeros lo están en el sector
Servicios, que aglutina al 81,08% del total, mientras que el resto de
sectores se dividen en el 9,11% de Industria, el 8,53% de
Construcción y el 1,28% de Agricultura. Tampoco por esta vía
podemos conseguir nuestro objetivo de conocimiento.
A falta de información
estadística al respecto, caben sin embargo otras aproximaciones a
nuestra problemática. Así, cabe plantear como hipótesis de trabajo
una exclusión tendencial de estos colectivos del empleo
público, lo que no niega que ciertas categorías profesionales de
inmigrantes (como médicos o maestros, por ejemplo) logran insertarse
en el ámbito de la sanidad o la educación pública (especialmente
primaria y secundaria). Sin embargo, no tenemos nada semejante a una
radiografía amplia sobre empleo público e inmigración, incluyendo
el tipo y calidad de empleo al que realmente acceden las personas
extranjeras residentes (no nacionalizadas). Tampoco sabemos qué tipo
de inclusión laboral se plantea de estas personas en las
subcontrataciones de las AAPP y el tipo de puestos laborales a los
que son incorporados.
En términos generales,
la hipótesis de una exclusión tendencial de estos colectivos de las
AAPP –invisibilizada por diseños estadísticos que responden a
otros objetivos de conocimiento- da cuenta de una membrana
jurídico-institucional que segrega de forma sistemática a los
otros, perpetuando ciertos privilegios de la población nacional.
Para contrastar esta hipótesis, me limitaré a aportar un ejemplo
bastante rotundo sobre esta exclusión. Me refiero al caso de las
universidades públicas.
Universidad y
extranjería
Si desde una perspectiva
intercultural intentamos reconstruir el sistema universitario español
las conclusiones son rotundas. Como es sabido, el profesorado
extranjero no comunitario está habilitado a participar en las
universidades públicas españolas sólo bajo el rubro de “personal
contratado” (excluidos como titulares o catedráticos). A partir
del “Anuario de indicadores universitarios 2016” podemos saber
que el profesorado extranjero residente que ha logrado insertarse
como profesor/a en el Sistema Universitario Español representa el
2,37% del total del profesorado, es decir, 2730 personas de un total
de 115.336 docentes.
De ese total, en las universidades públicas sólo participan 1958
personas extranjeras, representando el 1,97% del total.
Teniendo en cuenta que en España residen de forma regular más de
4.500.000 de personas extranjeras al día de hoy (el 9,5 % del total
de la población en España), y que más del 15 % tiene estudios
superiores, su bajísima participación profesional en la estructura
universitaria es por demás de notoria. Si bien podrían señalarse
obstáculos jurídicos, burocráticos e idiomáticos que dificultan
dicho acceso, incluso si hacemos estimaciones a la baja, es evidente
que una franja relevante de la población activa extranjera podría
desempeñar una labor pedagógica e investigadora en la universidad
pública (contribuyendo a la producción de conocimiento y a la
enseñanza superior), muy por encima de su inserción real en dicho
sistema. Así, a partir de lo que sabemos, podemos sostener de forma
plausible que la presencia del profesorado extranjero en la
universidad pública es marginal, en posición subalterna (como
“personal contratado”), pese a existir niveles de cualificación
suficientes en esa población como para tener una participación más
relevante en dicho espacio. Por si fuera poco: el 73,5 % del
profesorado de las universidades públicas trabaja en el mismo centro
universitario donde ha leído su tesis (“Datos y cifras del sistema
universitario español [2015-2016]” del Ministerio de Cultura,
Educación y Deporte). De cada 10 profesores universitarios, 7
pertenecen a la propia casa de estudios y 8 son de la propia
comunidad autónoma. Puesto que del resto del profesorado sólo el
2,4 % es personal extranjero, eso significa que, se proceda o no de
la misma comunidad autónoma, el 97,6 % del total del profesorado
sigue conformado por profesorado nacional.
La clausura institucional
hacia el exterior de esta institución pública es patente. Tras casi
tres décadas de procesos migratorios masivos en España, la
universidad pública no ha cambiado en lo sustantivo sus estructuras
profesorales para dar lugar a una ciudadanía diversa, incluyendo
aquella que cuenta con grados de cualificación similares o
superiores a la población local en el campo de la enseñanza pública
universitaria. Por si fuera poco, del porcentaje mínimo que
representa el profesorado universitario extranjero en el SUE, el
65,1% pertenece a la propia Unión Europea, un 17 % a América Latina
y el Caribe y un 17,9% del resto de los otros continentes. El
carácter excluyente del la universidad pública se hace manifiesto
en su propia estructura profesoral. Ni siquiera dos décadas de
pedagogías de la interculturalidad han logrado horadar este cerco
que perpetúa los privilegios de las poblaciones nacionales (con
rigurosa exclusión de la comunidad gitana). Más aun, ni siquiera
esas pedagogías han enfatizado la necesidad de que esa
interculturalidad se transforme en una exigencia de participación
institucional igualitaria.
Diversidad e
instituciones públicas
Lo dicho es suficiente
para preguntarnos: el caso de la universidad pública ¿es
excepcional o describe, más bien, una situación generalizada de las
AAPP? ¿Hasta qué punto se han transformado las estructuras del
estado, de las administraciones autonómicas o locales, en suma, de
las diferentes instituciones públicas para posibilitar la inclusión
igualitaria de los otros en su interior? ¿Y en qué sentido este
cierre tendencial hacia las personas extranjeras en el sector público
podría ser compatible con una política intercultural y, en general,
con un sentido de lo público no sólo en su remisión a lo estatal
sino también como esfera de convivencia y participación colectiva?
¿De qué “política inclusiva” hablamos cuando es el propio
sector público el que separa y segrega? Si tenemos en cuenta que un
proyecto intercultural persigue la construcción de marcos de
convivencia ciudadana igualitaria entre sujetos diversos, es claro
que una práctica intercultural coherente supone la inclusión
de esos otros como sujetos simétricos en las diversas instituciones
que configuran la sociedad del presente. Nada similar ocurre en la
actualidad, incluso si reconocemos que algunas iniciativas
gubernamentales locales están moviéndose en una dirección
diferente. Para decirlo rápidamente: ¿cómo podría crearse
interculturalidad sin apertura en las instituciones, máxime cuando
sabemos que la precariedad, el paro, la explotación laboral y la
pobreza se incrementan o intensifican en estos colectivos en
situaciones más precarias?
Desde esta perspectiva,
la marginación tendencial de personas inmigrantes, solicitantes y
refugiadas en las instituciones públicas hace manifiesto un largo
camino por recorrer en materia de igualdad, comenzando por revocar la
falta de prioridad política para desarrollar políticas de personal
inclusivas y diversas y sistemas de acreditación y evaluación que
favorezcan no sólo la igualdad formal de oportunidades sino también
que contemple de forma suficiente la diversidad cultural presente en
la sociedad española, comenzando por la redefinición de unos
“requisitos generales” que, comparativamente, resultan bastante
más difíciles de cumplir por parte de quienes vienen de otras
partes del mundo. Habrá que insistir en la necesidad de que la
diversidad cultural sea gestionada desde lo diverso, o más
precisamente, desde la propia diversificación de las AAPP y la
transformación de sus estructuras institucionales. Sin esa
inclusión institucional igualitaria, la interculturalidad se
convierte en folclore: una forma de salvar las formas sin cuestionar
los privilegios y desigualdades presentes. El recordatorio de lo que
nos falta abre camino a una política de cambio en donde la
interculturalidad no sea meramente una promesa postergada.