Radio Televisión Española emitió en meses pasados una serie de documentales muy interesantes titulados: “Voces contra la globalización ¿Otro mundo es posible?”.
En este documental se presentan los diálogos que sostuvo sobre el tema el periodista Carlos Estévez con el escritor uruguayo Eduardo Galeano y con el ensayista y relator de la ONU Jean Ziegler.
viernes, 26 de julio de 2013
jueves, 18 de julio de 2013
Resistencias ante el presente: cuatro notas sobre el sujeto
1. En la extensa entrevista
audiovisual El abecedario de Gilles Deleuze
(1988), producida y realizada por
Pierre André Boutang, se le formula al autor la siguiente pregunta,
refiriéndose a algunas figuras intelectuales (artistas, filósofos y
científicos): “¿A qué resisten exactamente?”. Deleuze en su respuesta se
encarga de matizar que no se trata invariablemente
de «resistencia». La posición ambigua de las ciencias en el actual contexto no
parece ocultable, aunque sean muchos y muchas aquellos que resisten “(…) al
arrastre y a los deseos de la opinión corriente, a todo ese dominio de
interrogación imbécil”. Por su parte, también el arte [aunque mejor sería decir
cierto arte] consiste “(…) en liberar
la vida que el hombre ha encarcelado”.
La ecuación sería la siguiente:
crear –en el sentido radical del término- es resistir. Citando a Primo Levi (superviviente
de los campos de exterminio nazi), Deleuze señala que uno de los motivos del
arte y el pensamiento es una “cierta vergüenza a ser un hombre”. No se refiere
al tópico de que “todos somos asesinos”. La idea de una «culpabilidad
colectiva» disuelve responsabilidades desiguales. Incluso si admitiéramos algún
grado de complicidad con lo existente, ello no niega niveles asimétricos de
responsabilidad en la construcción social del presente. Semejante
generalización sería una confusión burda entre víctimas y verdugos. La vergüenza
de ser humano, con todo, persiste incluso entre las víctimas del nazismo: vergüenza
por que algo semejante al exterminio haya sido posible para otros humanos; vergüenza de mí por haber transigido ante lo que esos
otros hacían: “No me he convertido en verdugo, pero he transigido bastante para
haber sobrevivido”. Y, en tercer lugar, vergüenza por haber sobrevivido “yo” y
no cualquier otro.
Reformulemos, pues, la afirmación
de Deleuze en nuestro contexto discursivo: la creación intelectual puede devenir una forma específica de
resistencia, esto es, un modo de afrontar la vergüenza que sentimos. Por lo
demás, no tenemos por qué confinar la «creación» al campo artístico o al campo
intelectual, aun si reclamáramos a sus participantes responsabilidades
específicas en la actual configuración social. Podemos resistir creando otras posibilidades en cualquier
campo de la actividad humana, al menos, en cuanto nos salimos de “ese dominio
de interrogación imbécil” en el que habitualmente nos movemos. Así planteadas
las cosas, no sólo no deberíamos dar por descontada esa resistencia -intelectual,
ética o política- sino que sería preciso dar cuenta, simultáneamente, de otras respuestas
sociales marcadas por la resignación, el conformismo y la indiferencia ante las
atrocidades que se repiten en el presente.
2. La objeción es previsible: puede que esas víctimas se hayan sentido
avergonzadas ante lo que (les) ocurrió. Pero, al fin de cuentas, los campos de
exterminio son cosa del pasado, algo ignominioso que ha quedado atrás y que no
nos atañe directamente. No bien mencionemos los CIE, los campos de
refugiados, Guantánamo, las cárceles secretas de la
CIA, nos replicarán que no es lo mismo. Si
procuramos nombrar las vejaciones del presente –torturas, asesinatos selectivos
o en masa, atentados, persecuciones ideológicas, guerras imperiales, espionaje
masivo, etc.- insistirán en que, a pesar de todo, hoy se las condena de forma
rotunda a diferencia de otros tiempos.
Es cierto que podríamos replicar
que esa condena moral universal no existe o que es completamente insuficiente.
El problema, sin embargo, es mucho más grave: además de persistir la «lógica
del campo» (1), tras las variaciones fenomenológicas, la fuerza de lo atroz
mantiene su vigor. Lanzados a este círculo de supervivencia, incluso lo
mortífero –esto es, males sociales endémicos como la desnutrición infantil y
las hambrunas, la destrucción medioambiental, el desempleo y la explotación, la
marginación social y la pobreza, el incremento de las asimetrías de poder,
etc.- termina siendo minimizado no sólo por los poderes estatales, mediáticos y
económicos, sino también por buena parte de la propia ciudadanía, atrapada por
el pánico a perder lo que (no) tiene. La globalización de la catástrofe
convierte los pequeños desastres diarios en riesgos presuntamente inevitables de
la vida. Puestos
en la lógica binaria de la vida o la muerte, sobrevivir podría resultar para muchos un mal menor. Naturalizada
la exclusión social, el problema suele quedar reducido a quiénes son los que quedan fuera, sin reparar siquiera en que se
puede estar “dentro” de modos diferentes, incluyendo esos modos que excluyen la
posibilidad de otra vida.
Situados en una perspectiva
histórica, esta naturalización muestra una diferencia sustantiva: hasta tiempos
relativamente recientes, las sociedades europeas mantenían intacta la ilusión
de que todo ese horror innombrable estaba demasiado lejos para afectarlas. Lo
atroz es lo que ocurría con el Otro, por no decir que, según esa percepción
dominante, lo atroz era el Otro a secas. Pero también esa ilusión ha estallado:
la otredad es parte de la
mismidad. Los males se multiplican de manera irrefrenable en
las propias periferias europeas. En la proliferación de la miseria, la estafa
planificada, la transferencia de recursos públicos a las elites empresariales y
bancarias, el latrocinio monumental propiciado por la alianza entre sistema
político y sistema económico-financiero, la primacía de una cultura cínica que
claudica en sus compromisos inclusivos a la vez que exacerba su individualismo
hedonista.
Lo atroz quizás ya no puede
nombrarse de forma exhaustiva. Escapa al concepto. No por exceso de profundidad
sino por multiplicación de facetas, por su existencia banal y extendida. La
enumeración falla. Siempre hay más. Lo relevante es la matriz que produce esas
atrocidades en las que vivimos. Las que a fuerza de repetición dejan de
escandalizar, las que se instalan como parte estable de un capitalismo en
ruinas, que se reproduce haciendo estragos, abatiendo ingentes masas sociales
de las que cada cual, de forma más ilusoria que real, se autoexcluye, como si estuviéramos
a salvo en el reparto de las desigualdades.
3. Resistir es crear otras
posibilidades vitales: convertir la vergüenza en un sentimiento revolucionario
que nos permita dejar de transigir, esto
es, no ceder a la política de resignación
que hegemoniza nuestro presente. Por eso la indignación no puede bastar si
no deviene rebelión. Mucho menos la queja privada que, además de pasivizar al sujeto, permite de manera
indefinida su coexistencia con el mal
que lo aqueja. Desafiar esa resignación es movilizar nuestra energía política.
Articular frentes de lucha en común en torno a proyectos colectivos que pongan
en crisis la formación capitalista misma (y no sólo su variante neoconservadora).
La vergüenza es parte de nuestra
experiencia social. No hemos hecho más que otros para evitar la maquinaria del
sacrificio. No somos verdugos, pero permitimos que ellos sigan haciéndolo. Llámese saqueo visible, crimen organizado, expolio,
corrupción sistémica, impunidad. Claro que no bien queremos identificar ese
“ellos”, los rostros también se hacen múltiples. No están del otro lado. Ni
lejos. No es una cuestión irrelevante si preguntamos a cada cual qué está
haciendo (qué estamos haciendo) para no permitir lo atroz. Para no conformarnos
con estar dentro, aunque se trate de un mal-estar, de una presencia al límite
de lo presente. En particular, ante el déficit de reflexión en torno a lo que
Bourdieu llama especialistas en el manejo
de los capitales simbólicos, resulta
de vital importancia preguntarse qué están haciendo esos sujetos para no comportarse
como verdugos. Puesto que los
«intelectuales» no constituyen una categoría independiente y autónoma de
individuos, sino que pertenecen a grupos sociales determinados, no sólo no es lícito
presuponer su participación en
prácticas sociales transformadoras, sino que también exige indagar cómo
participan en la producción de hegemonía.
Para decirlo de un modo inclusivo:
ante la ofensiva radical del capitalismo financiero, ¿qué estamos haciendo los
sujetos académicos, científicos, artísticos y filosóficos? ¿Cómo resistimos, si
lo hacemos, quienes participamos en el trabajo intelectual, incluyendo a los
periodistas como supuestos “profesionales de la (des)información”? Las
preguntas no se detienen ahí: ¿qué ocurre con los millones de trabajadores y
trabajadoras, con los parados y paradas, con los movimientos estudiantiles, con
los movimientos de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales, con los diferentes
sindicatos, los colectivos inmigrantes y refugiados, en suma, con los cientos
de miles de humanos afectados por una política de lo atroz?
4. Sería un error suponer que la
baja participación en las protestas públicas responde sola o principalmente a
la desafección ciudadana, la despolitización y el escepticismo ante
manifestaciones colectivas desoídas de forma sistemática por gobiernos autistas
o el apoyo vergonzante a las actuales direcciones gubernamentales. No hay por
qué descartar algo más desconcertante: la perplejidad extendida ante una
«política de shock» globalitaria que no cesa de expandirse.
No es preciso disociar esas
dimensiones. Probablemente, el irregular nivel de movilización sea síntoma de
unos consensos mayoritarios erosionados pero persistentes y, simultáneamente,
de una perplejidad política de los que, de formas diferenciadas, somos damnificados.
¿No es precisamente ese estado de ánimo colectivo lo que bloquea la
articulación crítica de una práctica política radical, con fuerza suficiente
para poner en crisis la hegemonía actual? ¿No habría incluso que ir más allá de lo que es inmediatamente reconocido como
«político», para desplazarse al análisis crítico de nuestras formas colectivas
de vida?
Tal vez sea preciso insistir en
el punto: nadie escapa de ese estado como no sea mediante un trabajo (auto)crítico
que nunca está asegurado. Dicho de otra manera, no hay posibilidad de rebelión
sin el cuestionamiento radical del mundo, de nuestras formas de existencia y de
nosotros mismos. Todavía seguiría siendo una mera coartada si a ese espectro de
la crítica no le exigiéramos la encarnación en una práctica social
transformadora. Ante la vergüenza de nuestra
complicidad que la crítica hace manifiesta, nos queda la posibilidad del acto:
la creación de una praxis colectiva que interrumpa su permisividad, incluso
aquella que se justifica teóricamente.
No se trata, en este sentido, de
un llamado simple a la
acción. No todo activismo es de por sí mejor. De forma
complementaria, la tesis marxiana de la autodestrucción del capitalismo a
partir de las contradicciones de su ley de desarrollo histórico es, de mínima,
dudosa. No hay nada que indique que la formación capitalista no pueda
reproducirse en medio de los escombros, incluso si ello supusiera una mutación
histórica radical a partir de la institucionalización de una gobernanza supranacional
sustraída a los poderes democráticos. En última instancia, la condición de
existencia de nuestra formación social es la producción de un mundo arruinado
en el que sobreabundancia y carencia coexisten.
En ese contexto, reflexionar
sobre nuestras posibilidades de
acción y su articulación con otras prácticas a nivel global se convierte en una
necesidad política de primer orden. Es parte de nuestra responsabilidad ante
una exigencia de justicia. No basta cuestionar las actuales estructuras
políticas, económicas y culturales si no cuestionamos, simultáneamente, a los «sujetos»
individuales y colectivos que las sostienen. Cuestionar ciertas teorías del
sujeto, entonces, no habilita a clausurar la reflexión en torno a éste. El
sujeto no es un mero soporte pasivo de estructuras cerradas, sino «agente» que
participa en la reproducción/ transformación del presente. Demasiado a menudo
olvidamos -a pesar de algunos filósofos- que no sólo la historia nos hace sino
que también nosotros hacemos la historia efectiva. La concepción (objetivista)
de una «historia sin sujeto» se limita a invertir el idealismo (subjetivista) de
un «sujeto sin historia», pero no permite subvertir a los «sujetos históricos»
que, en condiciones materiales específicas, plantean una relación determinada
con lo que heredan. Incluso si fuéramos “moscas atrapadas en una telaraña”,
nuestro deseo de salir no perdería fuerza.
La vergüenza sigue ahí. “Estamos
auto-divididos, auto-alienados, somos esquizoides. Nosotros los-que-gritamos
somos también nosotros-los-que-consentimos” (2). La vergüenza de consentir es también la que nos incita a gritar. Precisamente
porque las grietas de la realidad social son cada vez más numerosas, es a
nosotros a quienes atañe convertir esos gritos colectivos en nuevas intervenciones
históricas que nos lleven más allá de la desolación del presente.
(1)
Para un análisis obre la «lógica del campo» puede consultarse Giorgio Agamben, Medios sin fin, Pretextos, Valencia, 2010.
(2) Holloway, John, Cambiar el mundo sin tomar el
poder, El Viejo Topo, España, 2002, p. 201.
viernes, 12 de julio de 2013
jueves, 4 de julio de 2013
La edad del cinismo (IV): daños colaterales
Extraño credo del exterminio: barrer con todo con la secreta pretensión de sustraerse de sus efectos, recluidos en paraísos vallados por gendarmes del orden. Extraña inversión, también, de los términos de la vida: que las máquinas excavadoras arrasen las chozas que sirven de habitáculos y los disparos aplaquen lo naciente; que se ahoguen en el océano los que huyen de la pesadilla que nunca soñaron y que unos amos invisibles cultivan en algún lugar recóndito; dejar que se mueran, hacinados, hambrientos, desahuciados; encerrarlos en los campos que se propagan por el desierto; asesinar cualquier atisbo de revuelta; criminalizar a los que no aceptan callar y anestesiar a los que callan para que no puedan despertar jamás; dispararles desde la altura, torturar a sus hijos para que confiesen delitos que no cometieron; reventarles el cráneo, la esperanza; echarlos a las perreras, meterles un bozal y pegarles hasta que, furibundos, puedan destrozar a otros perros inermes; inocularles sobredosis de miedo hasta que imploren la protección de sus verdugos; inyectarlos con morfina; señalarlos como causas del fracaso en vez de esquirlas del sistema. Que se destrocen; que se mueran; que se arrastren o supliquen algo a cambio de migajas, haciendo ademanes reverenciales y sonriendo sumisos sin mostrar los dientes. Que se arrojen al vacío, se pongan un revolver en la sien y disparen contra sí mismos, anulando cualquier vestigio de autonomía. Que conviertan el mundo en un páramo. Que acumulen cielos custodiados mientras el infierno, cada vez más frío, se extiende en el submundo planetario. Que mueran como moscas, rociados por lluvias tóxicas; que no puedan nunca imaginar otra tierra para sus huesos y la sobrevida no quede expuesta por la promesa de lo diferente. Dejar que se coman el corazón del enemigo.
Esas imágenes no describen alguna obra terrorífica: forman parte del inventario del crimen organizado en el que (sobre)vivimos. Efectos colaterales del sistema. Los lugares se multiplican. Cuando pasa Afganistán viene Irak; cuando Irak es una escombrera viene Libia, convertido en una jungla; cuando Libia ya no es más que el recuerdo efímero de un líder empalado (tras su captura y entrega por parte de un comando franco-británico a la “turba salvaje”) viene Siria, el apoyo militar de Europa y EEUU a los grupos de Al Qaeda que participan enfilados en las tropas “rebeldes”. Después, o simultáneamente, puede ser otro. Habrá más, en el inventario modificable de las enemistades. Siempre habrá “tiranías” que destronar, a condición de que no coincidan con los intereses geopolíticos del bloque político-militar hegemónico. El asunto de primer orden es la construcción de enemigos mortales e infinitamente intercambiables, la invención de nuevas dicotomías que permitan perpetuar la globalización de la guerra. Su condición espectacularizada, análoga a un video-game, no niega en lo más mínimo la materialidad de los cientos de miles de muertos. Más todavía: cualquier reducción de la guerra a espectáculo olvida la condición irreductible de los cuerpos destrozados. La verdad de la aniquilación. La invisibilización de esta verdad convierte el sufrimiento en el fundamento (oculto) del espectáculo siniestro de la guerra.
Infundir terror es la política a domicilio: si internamente se criminaliza a los movimientos disidentes, externamente se los aniquila o neutraliza bajo una montaña de escombros. El magnicidio está garantizado. El asesinato indiscriminado también. Los daños colaterales son parte del nuevo orden del mundo. Los sobrevivientes suplicarán seguridad a cambio de entregar los restos de su libertad. Incluso si eso supone desplegar un desproporcionado aparato de control sobre las poblaciones o preparar atentados de falsa bandera para lanzar los planes que de otro modo no podrían legitimar. El negocio de la guerra es también la rentabilización del crimen. La industria del miedo tiene que fundar la promesa de seguridad en el terror que produce por todos los medios. No es sólo una incitación al consumo que pueda calmar de forma temporal un miedo incesantemente incentivado; es también creación de nichos de mercado regando devastación en numerosos territorios. Las empresas de reconstrucción, desde hace tiempo, son complementarias a las fábricas del exterminio. Drones y excavadoras son la ecuación perfecta.
«Globicidio» -por recuperar el término acuñado por Günther Anders- es un término que define de forma ajustada la magnitud de la catástrofe en la que nos movemos: la atrocidad no sólo posible sino probable. No en vano Zygmunt Bauman lo cita en un libro elocuente desde su mismo título: Daños colaterales (1). El «síndrome de Nagasaki» se resume en la idea de que lo hecho una vez puede repetirse con un grado creciente de naturalidad. La naturalización del horror es uno de los males que afecta nuestra sociedad.
Para decirlo de otro modo: el “potencial de barbarie” de la “civilización moderna” (por mantener esta terminología ambigua) es amplio. Las atrocidades nazis “(…) fueron excepcionales sólo en el sentido de que sintetizaron numerosos medios de esclavización y aniquilación ya puestos a prueba, aunque por separado, en la historia de la civilización occidental” (Bauman, 2011: 195). La Europa liberal es también un laboratorio de violencias tanto contra otros (que han padecido los efectos duraderos de la colonización y el imperialismo) como contra sí misma. El habituamiento a lo atroz es así una condición cultural del cinismo moderno. Los buenos padres y madres de familia hacen bien su trabajo con una soberana indiferencia ante lo(s) extraño(s).
La omnipotencia tecnológica presumida nos devuelve la imagen de nuestra impotencia. De ahí la idea misma de «tragedia» que ronda nuestro tiempo: se nos anuncia la inevitabilidad del desastre y la responsabilidad de los gobiernos de no impedirlo… Sin embargo, aceptar sin más esta posición es una claudicación política inadmisible. Una estratagema para llamarse al silencio, a la calma apócrifa de los despachos, al retiro de la escena pública, al resguardo de los altares y las misas académicas, a la imposición de un orden policial que se nutre de la represión del disenso. Tomar en serio la tesis foucaultiana que plantea -invirtiendo la tesis de Clausewitz (2)- la política como continuación de la guerra por otros medios es, ante todo, interpretar las fuerzas políticas en pugna como un campo de relaciones de poder, marcadas por diversos antagonismos sociales. A partir de ahí podemos empezar a pensar algo sobre nuestra contemporaneidad. Interrogar nuestro desarme, producto de derrotas históricas reversibles pero irreductibles. Nuestro punto de partida es la crítica a la resignación a la que quieren reducirnos. Desafiar la «paz perpetua» del capital, es decir, la declaración de guerra a todo(s) aquello(s) que no acepta(n) la alianza entre estado plutocrático, economía de mercado y cultura de masas como la ascensión final de la verdad o realización final de la civilización (supuestamente post-ideológica y post-histórica).
No necesitamos, sin embargo, seguir con estas “historias” para pensar nuestra historia, la historia en su proceso formativo, la historia que construimos colectivamente en condiciones de existencia determinadas, contra un cinismo hegemónico que pretende coagularla como destino inexorable, cosa irreversible, derrota intemporal de cualquier proyecto político que no se contente con la servidumbre. Por supuesto que dirán que la guerra es inevitable. Es su eslogan repetido. Dirán que no hay opción, mientras construyen una amenaza inusitada, una catástrofe inédita con magnitudes imprevisibles: armas de destrucción masiva, masacre inminente, terrorismo global, uso de armas químicas, violación de derechos humanos, tortura y crímenes de guerra… En cierto sentido, su propaganda o sus profecías son perversamente certeras: despliegan exactamente todos los medios que adjudican a sus enemigos, produciendo las realidades terribles que anuncian.
El discurso imperial produce, pues, sus metáforas performativas: un escenario apocalíptico de destrucción que contribuye de forma decisiva a construir. No deja de ser sorprendente que estos ideólogos del apocalipsis acusen de “alarmistas” a quienes cuestionan radicalmente su retórica pacificadora y su práctica belicista. Ante la acusación de alarmismo nuestra réplica es que nunca lo somos suficientemente. Puede que en las condiciones actuales ni siquiera escuchemos la alarma cuando suene sobre nuestras cabezas, una vez más, este extraño credo del exterminio.
Arturo Borra
(1) Zygmunt Bauman (2011): Daños colaterales, s/n, FCE, Madrid, p. 192 y ss.
(2) Karl Von Clausewitz (2003): De la guerra, trad. Francisco Moglia, Astri, Buenos Aires. Si en Clausewitz “(…) la guerra es sólo un arma de la negociación política, y por ello, no es en absoluto independiente en sí misma” (op. cit., p. 239), en Foucault lo político es una forma de guerra: “La historicidad que nos arrastra y nos determina es belicosa, no es parlanchina. De ahí la centralidad de la relación de poder, no de la relación de sentido. La historia no tiene «sentido», lo que no quiere decir que sea absurda e incoherente; es, por el contrario, inteligible y se debe poder analizar en sus mínimos detalles, pero a partir de la inteligibilidad de las luchas, de las estrategias y de las tácticas” (Foucault, Michel [1999]: Estrategias de poder, trad. Fernando Álvarez Uría y Julia Varela, Paidós, Barcelona, p. 45).
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