martes, 8 de octubre de 2024

El crepúsculo de la «humanidad» en la era de la guerra global - Arturo Borra




I.          Sobre el humanismo renacentista

La categoría de «humanidad», desde su irrupción significativa en el pensamiento filosófico occidental, implicó una referencia universal que excede propiamente el concepto de «especie» -como unidad biológica dada entre los seres humanos- y de «comunidad» -como unidad instituida entre miembros de un colectivo específico-. Aunque con matices diferenciados, «humanidad» no refiere a ninguna comunidad particular ni, mucho menos, al conjunto de especímenes que conforman la especie humana. Aunque la propia unidad biológica de la especie humana ha sido puesta en cuestión por el racismo científico del siglo XIX, de forma similar al cuestionamiento a toda idea de comunidad por parte del individualismo político moderno, lo que podría estar en crisis en el presente es algo de mayor alcance: la propia idea de «humanidad» como conjunto indivisible de seres humanos dotados de dignidad.

La idea abstracta de que los seres humanos formamos parte de una totalidad orgánica, esto es, una colectividad que no está dada por naturaleza sino que ha de ser construida en términos históricos no tiene ella misma más que unos pocos siglos. Es precisamente esta «humanidad» como categoría general la que hoy mismo podría estar sufriendo una erosión inédita, de la mano de la proliferación de particularismos político-culturales que se presentan como mutuamente excluyentes, comenzando por la ofensiva neoliberal que no reconoce más que «individuos» en tanto sujetos naturalmente egoístas.

En efecto, puede que ningún otro movimiento filosófico haya impulsado con más vigor esta idea de «humanidad» que el humanismo renacentista, al suponer un reconocimiento de la dignidad humana a priori, claramente contrapuesta a la condición originariamente «pecaminosa» de los miembros particulares de la comunidad cristiana y a la condición inerradicablemente «infiel» de los miembros de otras comunidades religiosas. En rigor, el propio reconocimiento de cualquier parecido de familia entre sujetos religiosos diferenciados ha sido reiteradamente negado por las religiones instituidas, en cuanto podría significar sin más la admisión tácita de la propia relatividad de las creencias de esos sujetos o comunidades. En este sentido, la línea de demarcación entre la presunta “fe verdadera” y el resto de los credos, reducidos a falsas creencias, necesariamente implicó en términos históricos el debilitamiento de la humanitas en común para exaltar el papel de la comunitas (religiosa).

En suma, en el contexto cultural del Renacimiento, que de forma incipiente comenzaba a limitar el alcance del dogmatismo religioso ejercido durante la Edad Media, la idea de «humanidad» cobró fuerza como forma filosófica de contraponer a una comunidad religiosa particular un ideal cosmopolita que incluyera a otros seres humanos e incluso a otras comunidades en una misma categoría común. No por azar el Discurso sobre la dignidad del hombre, publicado originalmente en 1486 por Pico della Mirandola, constituyó uno de los hitos más relevantes en la fragua de la idea de «humanidad» como sujeto. Al respecto, resulta manifiesto que el concepto en cuestión fue ganando impulso con los procesos de secularización de las sociedades occidentales modernas, incluso si esas mismas sociedades, históricamente, han infligido un trato indigno y degradante a otras comunidades. Dicho de otra manera: si por una parte el humanismo filosófico moderno no ha impedido el genocidio de pueblos enteros ni detenido la dinámica del expolio colonialista, por otra parte, contribuyó de forma decisiva a fortalecer el ideal de igualdad humana que se fue fraguando, de forma contradictoria y vacilante, en el período de varios siglos.

Más todavía: aunque el propio desarrollo histórico del capitalismo ha negado ese ideal igualitario de forma sistemática, desde la primera declaración de los derechos humanos en 1789 como declaración de derechos universales, ha consolidado el imaginario secular de una «humanidad» común, con independencia al género, la raza, la etnia, la clase social, la orientación e identidad sexual e incluso la opinión política[1]. El flagrante incumplimiento de los derechos humanos por parte de las propias potencias occidentales que se arrogaron la función de custodiarlos, e incluso el absoluto desprecio que han mostrado históricamente esas potencias frente al derecho de los demás, no es razón para dejar de reconocer en esa declaración de carácter universal un horizonte normativo en el que cada ser humano es constituido como sujeto de múltiples derechos, en tanto integrante de la humanidad.

 

II.       La masacre consentida

Ahora bien, si al fin y al cabo la modernidad anunció en términos filosóficos una «humanidad» que ella misma denigró de forma reiterada en términos históricos, sin privarse siquiera de medios tan brutales como el asesinato, la tortura, la persecución y el genocidio, ¿en qué sentido nuestra contemporaneidad podría considerarse de forma válida como diferente? ¿Qué diferencias sustantivas hay entre las masacres repetidas en la historia humana y las masacres actuales, comenzando por la que está perpetrando el estado israelí en Medio Oriente con el apoyo de las principales potencias occidentales? ¿No fue acaso el nazismo la encarnación de todo lo ominoso que también supuso la modernidad capitalista? O de forma más directa, ¿no ha sido el fascismo en un sentido amplio el que ha arrojado al basural de la historia el ideal de «humanidad»? Y ¿no son acaso las dos guerras mundiales del siglo XX la encarnación misma de la desaparición de este ideal renacentista?

Por más sorprendente que resulte, incluso el fascismo del siglo XX pretendía justificar todavía su genocidio en nombre de un ideal específico (perverso desde luego) de “humanidad”. Sus más abominables prácticas tenían el reverso de una justificación retórica en la que la categoría de humanidad estaba presente, aun si se desterraba de su alcance a otros seres humanos categorizados como “animales” o “subhumanos”. A pesar del manifiesto desprecio a comunidades enteras de seres humanos (p.e. personas judías, comunistas, gitanas, con discapacidad) y de su exclusión del concepto de “humanidad”, la propia noción aún conservaba un sentido como máscara ideológica, esto es, como una referencia positiva que había que reconfigurar en términos supremacistas. La vocación imperial del viejo fascismo se justificaba así en nombre de un presunto mejoramiento de la humanidad como conjunto (a diferencia del fascismo actual que está dispuesto a prescindir sin más de la propia idea). Que esa justificación fuera una máscara hipócrita, un pretexto para avasallar mejor a los otros, no niega la omnipresencia de esta referencia a la «humanidad» (ciertamente angostada) como una suerte de testigo universal de la historia.

Nuestra época, por el contrario, parece estar asistiendo a los funerales de la «humanidad» como categoría englobante que iguala a todos los seres humanos como titulares de derecho, más allá de su ciudadanía reconocida. No porque fuera a extinguirse la especie humana en un corto plazo o porque el apocalipsis sobrevuele por sobre nuestras cabezas bajo la forma de la amenaza nuclear o de la catástrofe ecológica -amenazas manifiestamente presentes y recurrentes- sino porque, a diferencia de otras épocas, las clases dominantes ya no ocultan en lo más mínimo que se han desentendido de distintas comunidades, condenadas sin más a su exterminio forzoso.

En efecto, en las condiciones culturales del presente, en el horizonte de la subjetividad neoliberal ni siquiera aparece la necesidad de justificar las masacres en curso en nombre de alguna presunta “humanidad” beneficiaria. Toda la retórica humanista -y con ella la declaración universal de los derechos humanos y las instituciones que pretenden hacerla efectiva-, parece sumida en una especie de impotencia recurrente, esto es, de completa desactivación práctica. Para decirlo directamente: los derechos humanos, en las coordenadas del discurso hegemónico, han devenido letra muerta, que a nada obliga, incluso si desde una política de izquierdas no cabe más que su reivindicación política.

El soberano desprecio que el neoliberalismo y otras narrativas fundamentalistas han mostrado en las últimas décadas por la carta de derechos humanos la ha convertido no ya en una declaración vacía sino directamente superflua, al punto de no contar con ella en lo más mínimo. Como si la crítica moderna al relato antropocéntrico del «humanismo» -en lo que tiene de pernicioso, al presuponer una dignidad humana general avasallada en la práctica de mil maneras en la propia modernidad-, en vez de haber dado lugar a una política emancipatoria más consecuente, a un sentido de la justicia expandido a la totalidad de los pueblos, no hubiera dado pie más que a su supresión efectiva. Según el supuesto implícito de ese giro, puesto que la idea de «humanidad» es un mito incapaz de detener el curso beligerante de la historia, entonces, no cabe más que arrojarla al fregadero de los ideales caducados.

Que el crepúsculo de la «humanidad» como categoría englobante y general se produzca en las condiciones de un capitalismo que ha globalizado la guerra, como una mercancía más, no deja de ser paradójico: mientras los más optimistas tenían razones para pensar que este proceso daría un nuevo impulso a la cooperación entre diferentes comunidades políticas o al mutuo reconocimiento de la condición común entre humanos diversos -a saber, su «humanidad»-, lo cierto es que el movimiento histórico-universal concreto ha propiciado la proliferación de diferentes antagonismos sociales expandidos a nivel mundial y la negativa creciente a reconocer al otro como semejante e incluso como sujeto de derecho.

De un modo que habrá que seguir elucidando, las llamadas «nuevas derechas»[2] lo que están capitalizando en el actual orden mundial, gobernado por un sistema económico-financiero completamente desatado con respecto a los estados nacionales, no es nada distinto a esta especie de retirada voluntaria del campo de lo común bajo la forma de una creciente privatización de la vida o, más radicalmente, a este repliegue identitario en el que la «humanidad» no aparece ya ni siquiera como un horizonte político deseable, en tanto ideal de desarrollo social justo e igualitario o de reconocimiento del otro como sujeto infinitamente perfectible pero en todos los casos digno, portador de derechos. Por el contrario, lo que se está expandiendo a una velocidad sorprendente, movida por una auténtica pasión por la desigualdad, es la caída de esa «humanidad» significada como una abstracción de la que hay que sustraerse mediante la reafirmación de una diferencia jerarquizada que reclama privilegios en detrimento de todas las otras.

 

III.     Sobre la nueva derecha

Aunque buena parte de esta “nueva derecha” se agota en la vieja búsqueda de una política de restauración tradicionalista -presentando los derechos colectivos adquiridos como amenaza para el propio bienestar de los sujetos privilegiados-, de forma subrepticia, lo que está emergiendo en esa derecha, como algo específicamente novedoso, no parece ser otra cosa que la misma disolución de la referencia a la «humanidad» como conjunto indivisible al que estamos inexorablemente unidos, planteando por el contrario una relación de abierta hostilidad hacia todo aquello que suponga alteridad. La incitación continua al odio no es más que una manifestación de esta referencia perdida. La idea de que hay que responder ante esa «humanidad» parece una idea ya asediada por algo anacrónico, perteneciente a un tiempo puesto a distancia, fatalmente ligado al pasado.

De la mano de esta derecha autoritaria que hegemoniza el mundo, tanto a nivel social como estatal, en suma, lo que se está perpetrando es el crimen contra un ideal moderno con potencial revolucionario: el que apostó por la igualdad efectiva de los seres humanos ya no por su pertenencia a una comunidad particular o a la especie sino por su sola pertenencia a la colectividad humana. La misma universalidad de la categoría exigía a nuestras sociedades, en términos normativos, una labor de construcción de una justicia que incluyera a los otros, que se responsabilizara por su bienestar, que respondiera ante los incumplimientos de sus derechos e incluso que defendiera su humanidad contra los poderes instituidos. Toda esa retórica humanista ha quedado confinada, en el mejor de los casos, a cierto izquierdismo más o menos minoritario, acusado de “nostálgico”.

Incluso en las guerras del Golfo de finales del siglo XX las retóricas discursivas que utilizaron estados imperiales como EEUU o Reino Unido invocaban una promesa democratizadora, un bien colectivo para la humanidad, consistente en una supuesta restauración de la libertad de un pueblo bajo el yugo de una tiranía malvada. Por supuesto que toda esa retórica no ha pasado de ser una estratagema para legitimar lo ilegítimo. Pero la referencia a la «humanidad», como testigo colectivo de la historia, resultaba todavía insoslayable. (Ciertamente, otro debate sería reflexionar cómo esa «humanidad» invocada, en vez de constituirse en sujeto protagónico de la historia, ha quedado reducida a un papel meramente testimonial).

En cualquier caso, el siglo XXI bien podría ser el siglo en el que un cambio de régimen político se está produciendo a pasos acelerados, en nombre de una ética de los negocios universalizada que se desentiende de sus consecuencias políticas y sociales desastrosas. Dicho cambio de régimen podría estar manifestándose, entre otros síntomas, en el hecho brutal de que en las actuales retóricas beligerantes de los estados la referencia a la “humanidad” se ha esfumado sin más. La propia referencia a la «democracia» como régimen político dominante en nuestras sociedades occidentales, en estas condiciones históricas, debe ser cada vez más matizada para que cuente con una mínima verosimilitud. En cualquier caso, las palabras referidas a la guerra entre Rusia y Ucrania por parte de David Cameron a comienzos de 2024, entonces secretario de estado para asuntos exteriores y ex primer ministro del Reino Unido, son perfectamente ilustrativas de este cambio epocal: “Lo mejor que podemos hacer este año es mantener a Ucrania en esta guerra. Luchan con tanta valentía. No perderán por falta de moral. (…) [La guerra en Ucrania] tiene una excelente relación calidad-precio para Estados Unidos y otros países. Quizás entre el cinco y el diez por ciento de su presupuesto de defensa, casi la mitad del equipo militar que Rusia tenía antes de la guerra ha sido destruido, sin que se haya perdido un solo soldado estadounidense”[3].

Lo sorprendente en estas declaraciones, además de la total ausencia de referencias negativas al conflicto armado, es la admisión explícita de la guerra como oportunidad de inversión extraordinariamente lucrativa, incluso si eso supone cientos de miles de muertos ajenos. No es sólo que los estados, en su giro gerencialista, admiten sin más, como criterio de justificación, la propia conveniencia instrumental, la relación calidad-precio, el interés geoestratégico o el cálculo económico a secas. Las declaraciones de los principales líderes del mundo en el actual contexto de guerra global muestran algo más que una indiferencia absoluta con respecto al derecho en general y a los derechos humanos en particular: constatan la desaparición de toda referencia a la «humanidad» como testigo universal de la historia ante la que se debe responder en términos morales.

A la hipocresía de la modernidad le sobreviene un discurso político que, en su franqueza brutal y desvergonzada, no se siente siquiera forzado a arriesgar una justificación moral para intentar legitimar sus peores tropelías. La desaparición de la «humanidad» como «significante flotante» -por recuperar una categoría de Ernesto Laclau- en el campo político y mediático, desde luego, no ha dado paso a una fase política más promisoria. Tras la denuncia derechista de las máscaras ideológicas no hay más que un nuevo juego de máscaras: las que en nombre de la “autenticidad” condenan a dos tercios de la sociedad a la más absoluta indignidad.

El crepúsculo de la idea de una «humanidad» compartida no es una mera mutación en la historia de las ideas: crea las condiciones simbólicas para que el genocidio siga siendo posible mediante su legitimación social. El propio testigo ha desaparecido de la escena, asesinado por las bombas que nuestros estados genocidas lanzan encogiéndose de hombros ante la catástrofe social y ecológica que están provocando de forma irreversible.



[1] Desde luego, dicha declaración inicial, aprobada como declaración de los “Derechos del Hombre y del Ciudadano” por la Asamblea Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789, no estuvo exenta de ambigüedades, incluyendo el alcance de la propia categoría de “Hombre” y sus connotaciones sexistas.

[2] No deja de ser sorprendente que a fines de la década de los 50 del siglo pasado, Theodor Adorno ya se refiriera certeramente al “nuevo radicalismo de derecha”, que no duda en vincular al “(…) hecho de que en todo momento siguen vivas las condiciones sociales que determinan el fascismo” (Rasgos del muevo radicalismo de derecha, Taurus, España, pág. 9). Adorno no duda en vincular este radicalismo de derechas tanto a las cicatrices de una democracia formal antes que real como a la “sensación de catástrofe social”, erigiéndose los movimientos de la “nueva derecha” en  “garantes del futuro” que reducen lo político a mera propaganda contra la presunta amenaza del comunismo.

[3] Citado en: https://www.meneame.net/m/actualidad/cameron-guerra-ucrania-tiene-relacion-calidad-precio-buena-sueco. No deja de ser extraordinario el hecho de que la transcripción escrita de semejantes declaraciones sea prácticamente imposible de encontrar en castellano en Internet. Que semejantes declaraciones hayan pasado inadvertidas o no hayan sido objeto de una reflexión profunda no deja de ser indicativo, por lo demás, de la profunda crisis de la crítica (no sólo periodística) en el presente. 



viernes, 7 de junio de 2024

«Un régimen de locos: la globalización de la guerra» -Arturo Borra

 




“La atrocidad vuelve a ser ruido de fondo”. 

Naomí Klein 

 

En el borde del abismo, las grandes potencias del mundo insisten en su política beligerante, en una espiral de conflicto que evoca el fantasma de la segunda guerra mundial, reactivando la retórica incendiaria de la amenaza nuclear. Los tambores de guerra suenan cada vez más cercanos y las principales fuerzas militares de la OTAN, lejos de procurar pacificar la situación alarmante que han contribuido a crear, no cesan de alentar este antagonismo que amenaza con propagarse, aunque de manera presuntamente controlada, llevándose consigo cientos de miles de muertes tras un paisaje en ruinas.   

Preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí sigue teniendo sentido incluso si ya tenemos un principio de respuesta política abreviada: por la falta de autolimitación de los estados, a contramano de lo que cabría esperar de un régimen democrático. Precisamente, porque la defensa de la autonomía individual y colectiva -tal como ha planteado Cornelius Castoriadis en numerosas ocasiones- tiene como contraparte necesaria la autolimitación política, algo que en lo más mínimo están haciendo los estados en liza. Para decirlo de una vez: llegamos a esta encrucijada por la absoluta irresponsabilidad de nuestros gobernantes, alentados por una red económica-financiera que opera como una verdadera dictadura del capital. No se trata de ninguna “mano invisible”: la ambición desmesurada tiene rostros identificables, incluso si los desconocemos. Como prestidigitadores, harán que los poderes gubernamentales vociferen su dictum que no es otro que el llamado a alistarse aunque sea como participante indirecto, mientras repiten que hay que hacer la guerra para alcanzar la paz o asesinar a millones para defender la democracia que dicen encarnar sin el más mínimo pudor moral. Ni remotamente se les ocurre apelar a una consulta colectiva a la ciudadanía damnificada, apostar por las negociaciones multilaterales, forzar un armisticio o recurrir a la búsqueda de consensos aunque más no fuera en algunos pocos asuntos fundamentales. Todo lo contrario: las grandes inversiones en la mal llamada "defensa" se traduce en desinversión en áreas sociales fundamentales, comenzando por los servicios públicos deteriorados por décadas de financiación insuficiente. La decisión gubernamental de ampliar los presupuestos estatales en industria armamentística, priorizándola por sobre las necesidades más acuciantes de las mayorías sociales (como el acceso a la vivienda, la consolidación del empleo digno, la mejora de la sanidad o la educación pública, por mencionar algunas) no deja de ser otra derrota política de la izquierda parlamentaria. Mediante una nueva transferencia de recursos públicos a empresas del complejo industrial-militar, las guerras en curso profundizan la concentración de capital e incrementan el empobrecimiento generalizado que provocan las políticas neoliberales, cada vez más identificadas con una necro-política que no cesa de lucrar con los muertos.   

Que nuestros estados responden más a los intereses de los grandes grupos económico-financieros que a la propia ciudadanía resulta una evidencia abrumadora. El cinismo de nuestros gobernantes es desolador: mientras condenan con razón la invasión rusa a Ucrania, no dudan en apoyar al estado israelí, el mismo que está perpetrando un genocidio en nuestras narices sin mayores dificultades. Incluso si de vez en cuando se plantean algunas tibias protestas gubernamentales, lo cierto es que la coalición occidental –una alianza de potencias decadentes- no ha cesado de proveer armamento y apoyo militar a las mismas fuerzas de ocupación que amenaza –de forma poco verosímil- con sancionar. No es que falten razones legítimas para repudiar los crímenes perpetrados por potencias neocoloniales como Rusia o para combatir grupos que usan el terror como método político. Lo que sobra es la retórica legitimatoria de los crímenes propios perpetrados a plena luz del día, como el que ahora mismo está produciéndose en Gaza con el vergonzoso apoyo de las principales potencias occidentales.   

Lo escandaloso es este doble rasero cada vez más flagrante: al repudio legítimo a los ataques de Hamás no le sobrevino el repudio no menos legítimo al genocidio de la población civil gazatí; la enérgica condena al controlado ataque iraní no ha tenido ninguna contracara crítica con respecto al ataque israelí previo a la embajada de Irán en Damasco, un acto de declaración de guerra que nuestros hipócritas analistas pasan por alto con una ligereza tan temeraria como reveladora. El complejo mediático empresarial se frota las manos: harán caja con sus discursos que ven la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio. La redefinición de las prioridades públicas según la opinión publicada no tardará en provocar nuevas deflagraciones que contemplaremos como espectadores más o menos impotentes, incluso si ese siniestro espectáculo está financiado en buena medida con nuestros recursos públicos. En efecto, lo que está en discusión son los negocios, no las vidas humanas.   

Una vez que cuestionamos esta doblez moral, resulta claro que no es exigible al otro una contención político-militar que los estados occidentales no practican en absoluto. El mal es ubicuo y endémico y cualquier localización o circunscripción en los otros es completamente simplista y falaz si no identifica las principales fuerzas en pugna, comenzando por los estados criminales –con EEUU, Reino Unido, Alemania y Francia a la cabeza- que planifican el desastre, constituyéndose en protagonistas indiscutibles de la escalada bélica que nos asedia. Si alguien ya se estaba despidiendo de la OTAN, el presente es un rotundo recordatorio de su reactivación más brutal, aunque para ello tuvieran que empeñarse a fondo, incumpliendo acuerdos preexistentes como los acuerdos de Minsk, la no expansión de la OTAN hacia Europa del Este o la evitación de injerencias externas en países supuestamente soberanos.   

La falta de autolimitación de los estados y la rentabilización de la guerra por las multinacionales del crimen resulta claro para quienes no participan en la trama mitómana del poder de nuestros estados más próximos a una timocracia que a una democracia efectiva. Porque lo que desde hace tiempo se dirime es la lucha por la hegemonía mundial, incluso si para ello deben generar focos bélicos que desgasten al enemigo o a sus aliados, en términos de costos-beneficios o de una razón instrumental que utiliza como medios a cientos de miles de seres humanos convertidos en peones a sacrificar. Semejante trama criminal es el elemento que se escamotea en los medios masivos de comunicación, imprescindibles en la construcción de adhesiones a una política belicista en curso, que es global aunque esté focalizada en algunas zonas "calientes" del planeta. En efecto, en este escenario de guerra ya participan de forma directa e indirecta las principales potencias del mundo.   

Llegados a este punto, nuestra impotencia política individual no debería hacernos perder de vista nuestra capacidad colectiva para intervenir en nuestra historia, incluso si ello supone desafiar el discurso canalla que manejan los expertos en la gestión sistemática de la mentira. En este contexto, no deja de ser extraño que fuerzas políticas autodenominadas "progresistas" nos lleven a esta situación extrema planteándola como inevitable. Sin embargo, hace tiempo que la propia distinción entre progresismo y conservadurismo reaccionario está difuminada: la (pseudo)izquierda parlamentaria -timorata y pusilánime- ha virado hacia políticas clasistas y colonialistas sin tapujos; la (ultra)derecha -la única realmente existente- no ha hecho más que ensanchar su horizonte conservador y autoritario, defenestrando en nombre de una falsa libertad de mercado todo lo que se parezca a lucha por el bien común o a consolidación de derechos colectivos -desde el feminismo a la defensa de las minorías sexuales y, más en general, a todo lo que huela a igualdad entre seres humanos-.  

Aunque este auténtico «régimen de locos» no es ninguna novedad, lo que sí parece o podría ser novedoso es el abierto juego de cotización de la muerte que la necropolítica propone, sin inmutarse ante sus contradicciones más evidentes. No teme al descrédito, entre otras cuestiones, porque tampoco teme ninguna respuesta colectiva realmente desestabilizadora. La impunidad da carta blanca a los asesinos. Que el capitalismo -tanto en su variante neoliberal como en su vertiente estatalista- necesita guerras para apuntalar su crecimiento insostenible no es contradictorio con el hecho de que ese mismo crecimiento se apoye sobre la eliminación de vidas declaradas superfluas, parte de un excedente humano condenado a la muerte o al abandono.   

Literalmente siguen enviando este "excedente" al frente bajo la forma de miles de cuerpos a sacrificar mientras las grandes corporaciones de la guerra gestionan sus ingentes negocios basados en la industrialización de la muerte. ¿Qué significan para ellos unos millones de muertos más, sobre todo si los muertos los ponen los otros? Por supuesto que sus hijos no irán a la guerra ni sus mujeres e hijas serán violadas o secuestradas. Para eso están las vidas precarias, reducidas a fuerza militar, incluso cuando la tarea encomendada no es otra que eliminar a quienes participan en su misma condición de clase.   

La economía política del sacrificio se estructura sobre un doble pivote: defender los privilegios vitales de unas elites mientras se exige el máximo sacrificio de los otros a fuerza de convertir el mundo en un páramo. El juego perverso no es otro que dar la muerte de los otros para sustentar la vida megalómana de las elites sociópatas que nos gobiernan mundialmente.   

Dicho lo cual, nos enfrentamos a una situación en la que la no intervención ya es una forma de consentimiento ante lo existente. Porque se juega, ahora mismo, mucho más que unas supuestas guerras focalizadas. Lo que está en riesgo, cada vez más, de forma dramática, es el futuro de la humanidad en tanto conjunto indivisible, un futuro que no sea otra oportunidad enterrada como un cadáver del presente.  

Precisamente porque estamos en un régimen amplificado por el cinismo del poder mediático dominante es que necesitamos articular de forma apremiante una voluntad colectiva antagónica al actual bloque hegemónico. Porque si algo parecido a la justicia sigue siendo imaginable es por esa capacidad de responder a un Otro que nos mira frontalmente, en silencio, sin siquiera preguntarnos por qué permitimos que la masacre siga aconteciendo. 


Arturo Borra