“Nadie abandona su hogar, a menos
que su hogar sea la boca de un tiburón”.
1- La falacia de la llamada
La omnipresencia informativa
acerca de la pandemia (enfocada más desde la crisis sanitaria que desde el
impacto social que está provocando) apenas deja espacio mediático para
reflexionar sobre una crisis estructural no menos grave, referida a la
situación de miles de seres humanos que, cada año, procuran desplazarse desde diferentes
países a territorio europeo. Lanzarse al
mar en busca de otra vida no es
nada diferente a una solución desesperada que, a menudo, cuando no deriva en
explotación sexual y laboral severa, termina en deportación, reclusión en un
CIE o, de modo no menos frecuente, lisa y llanamente en la muerte (1).
Los paisajes de la desolación son
múltiples. A pesar de que las pantallas los transitan de forma efímera y superficial,
las vidas que zozobran cada año en el Mediterráneo -desde hace al menos dos
décadas (2)- recuerdan un drama colectivo evitable mediante la coordinación y adopción
de políticas efectivas de salvataje, comenzando por la creación de vías seguras
y la consolidación de dispositivos de ayuda destinados prioritariamente a salvar vidas y no a blindar fronteras. Ninguna interpretación en clave «trágica» es
pertinente en este contexto: no se trata de un destino inexorable en el que la
inclemencia de las fuerzas naturales se impondría fatalmente sobre las fuerzas
humanas, sino de la previsible repetición del desastre, producto de unas políticas de estado que apenas han
cambiado, estructuralmente, en las últimas décadas, con relativa independencia
a los énfasis diferenciados de las políticas de gobierno (3).
Dicho de otro modo: se trata de
una decisión política reafirmada de forma periódica. El arribo de personas a
costas europeas cada año es abordado ante todo desde una perspectiva
securitaria (cuando no como una cuestión meramente económica), esto es, como un
problema policial antes que como irresolución política de primer orden, producto
de las crecientes desigualdades globales y de un régimen colonial que expulsa a
millones de habitantes de sus países de origen.
Ningún recordatorio es
suficiente: el empobrecimiento acelerado del Sur global, la desertización de
zonas enteras del planeta, la proliferación de guerras neocoloniales -especialmente
en África y en Medio Oriente-, la persecución racial, étnica, religiosa y
política, la vulneración sistemática de los derechos humanos -incluyendo el
derecho a decidir sobre el propio cuerpo o sobre la propia orientación e
identidad sexual- constituyen el caldo de
cultivo de los desplazamientos que, aunque no necesariamente encuadran en
la legislación vigente de asilo, empujan
fuera de los propios lugares de residencia. De forma individual o conjunta, son
condiciones suficientes para intentar ponerse a salvo, aun si el propio
concepto de salvación no es más que
una quimera nacida de la escasez de oportunidades vitales. No responden a
ningún «efecto llamada»: España, como tantos otros países europeos, no solo no
es una panacea para estos grupos sociales que escapan de condiciones
insoportables sino que a menudo encarna la trampa perfecta. Tras la promesa de bienestar,
es el espacio que aloja infinidad de historias de miseria, explotación y
racismo, entretejidas con las propias estrategias de supervivencia orientadas a
transformar de forma activa esas condiciones.
La hipótesis del «efecto llamada»
presupone que, para estas personas desplazadas, Europa sería una “tierra de
oportunidades”, una esperanza de prosperidad e incluso de libertad. La
presuposición, sin embargo, parte de la extrapolación etnocéntrica de los
propios privilegios raciales y de clase, como si esa tierra promisoria no fuera
de forma regular un espacio de encierro, persecución policial, empleo precario
y maltrato institucional (4).
Quienes afirman este presunto
efecto son, en cierto grado, los que con mayor facilidad se convierten en
defensores de medidas que privan de derechos a estas vidas, herederas de un
expolio sistémico que las expulsa de entornos cada vez más hostiles. Puede que,
en términos comparativos, algunas de esas vidas encuentren resquicios para
mejorar su situación material o para rehacer sus trayectos atravesados por el
sufrimiento colectivo. Pero que encuentren hueco a pesar de los obstáculos sistemáticos
que se interponen ante sus deseos y necesidades es un efecto no buscado, un
efecto que se produce a pesar de la
voluntad política de los gobiernos y no por mérito de ellos.
Mucho más apropiada es la
descripción que remite esos desplazamientos a la urgencia de salir del propio
hogar convertido en un infierno. Huir con el afán de ponerse a resguardo no
enaltece el territorio al que se quiere arribar. Porque lo decisivo no es tanto
el lugar al que se llega como salir de la
boca de un tiburón en que se ha convertido el hogar, convertido en lugar de
nadie a fuerza de una política de tierra
quemada tras las que pueden encontrarse, entre otros, los rastros de
numerosas empresas y gobiernos occidentales.
El relato cínico de Europa como
faro de los derechos humanos apenas oculta las penurias materiales de estos
grupos. Posterga la reflexión sobre las políticas de estado que se despliegan en
la actualidad para contener y reprimir esos flujos humanos que, de forma
sistemática, son tratados como meros excedentes, sobrantes estructurales de un
sistema mundial que no les reserva otro sitio que la periferia, incluso en los
países llamados “centrales”. La periferia interior del capitalismo, sin
embargo, debe ser gestionada: el trato policial denigrante que estas personas
sufren en las fronteras, la permanencia de los Centros de Internamiento de
Extranjeros, la Ley de Extranjería vigente, los vuelos de deportación, las
identificaciones policiales basadas en perfiles étnicos y raciales, la
denegación regular del estatuto de refugiado a la amplia mayoría de
solicitantes de asilo (y la propia obstrucción para el ejercicio del derecho de
asilo), los obstáculos legales para el acceso al sistema de prestaciones y
servicios públicos esenciales, las dificultades administrativas para ejercer el
oficio o profesión de origen, el confinamiento sectorial que afecta a la mayoría
migrante, la exclusión laboral de las Administraciones Públicas y la falta de diversificación
cultural en las organizaciones tanto públicas como privadas (incluyendo el
sistema público de enseñanza), la infrarrepresentación política dentro de las
instituciones de estado, entre otros elementos, forman parte de una batería
política que perpetúa los privilegios de la población nacional (desigualmente
distribuidos según específicas coordenadas de clase, género y edad), con
rigurosa exclusión de la comunidad gitana. El reverso no puede ser otro que el bloqueo
de un proyecto igualitario de ciudadanía nada reñido, por lo demás, con el
rescate efectivo de la «diversidad cultural», no como mero folclore de
diferencias sino como una realidad concreta que debe gestionarse desde una
política intercultural.
2- El «efecto pantalla»
El «efecto pantalla» podría
definirse como la consecuencia de un régimen de visibilidad mediática y
política que, simultáneamente a la sobreinformación que produce en torno a
determinados sucesos, opaca específicas realidades a las que les niega rango
ontológico. En la “zona del no ser”, al decir de Fran Fanon (5), se encuentran
estas otras aristas de los procesos migratorios, reducidas de forma usual a su
forma supuestamente más “evidente” y “simple”: la forma “invasión” o la forma
“avalancha” (incluso si estas formas discursivas son envueltas en una retórica
de la caridad que hace insalvable la distancia entre “ellos” y “nosotros”). La presunta
evidencia, sin embargo, no resiste el más mínimo análisis crítico: presentados como
hechos indiscutibles por buena parte de los medios masivos de comunicación
–incluyendo los considerados “progresistas”-, el propio concepto de “avalancha”
o “invasión” simboliza un supuesto escenario de saturación insostenible o de
desequilibrio demográfico manifiesto. Nada semejante ocurre en España o en
otros países europeos, aun cuando esa imagen nada novedosa sobrevuela los
telediarios de forma periódica (6).
Aunque la llamada “presión
migratoria” fluctúa según los ciclos económicos y momentos específicos de
grandes éxodos colectivos desatados por guerras –como la de Libia o Siria- donde
las responsabilidades europeas y norteamericanas son indisimulables, lo cierto
es que en España, en la última década, la presencia relativa de personas migrantes
apenas se ha incrementado de forma moderada (7). Por lo demás, en lo atinente a las entradas
irregulares al país, las miles de personas que arriban por costa o valla a territorio
nacional son contrapesadas por las miles de personas que son deportadas a sus
países de origen e incluso a “terceros países” extracomunitarios,
convenientemente incentivados por fondos económicos destinados a la
“contención” (sic) de esos flujos en las puertas entrecerradas del continente (8).
Más allá de la retórica eufemística
de la cooperación interestatal (que tiene como fin prioritario impedir la
salida de pateras o cayucos desde África), lo que es absolutamente desproporcionado es la afirmación de una presunta
“invasión” de migrantes. Al fin de cuentas, ¿qué representan estas entradas
irregulares en un país de más de 47 millones de habitantes? En vez de
escandalizarnos por el trato que padecen esas personas (tratadas como
delincuentes por las fuerzas policiales, hacinadas en centros de estancia
temporal que se asemejan a cárceles sin garantías, depósitos de personas que
sufren el estigma de la “raza” y la “clase”), el énfasis deja en suspenso no
solo lo que causa esos desplazamientos sino las políticas europeas que se
despliegan para afrontar esta situación previsible.
En síntesis: lo que de forma
episódica irrumpe en las pantallas como una forma de invasión no es otra cosa
que el drama colectivo continuo que, como una rutina de fondo, esporádicamente
estalla en nuestro «palacio de cristal», por recuperar la expresión de
Sloterdijk (9). La situación, sin embargo, no deja de repetirse en la última
década, de forma similar a lo que ocurre con las miles de personas ahogadas que
cada año se producen sin que los estados europeos mejoren de forma sustancial
sus dispositivos de ayuda y rescate, acorde a las directrices de la industria
de la seguridad fronteriza y sus agencias de control migratorio.
3-
Biopolítica
y necropolítica como modalidades del poder de estado
En medio del monotematismo que se
presenta como información actualizada, las noticias de un exterior opacado
introducen alguna variación tópica que, sin cuestionar nuestro letargo consumista,
permita desperezarse con algunos gestos de una indignación más bien efímera. La
irrupción esporádica de noticias en torno a migrantes, reducida tendencialmente
a una “avalancha” interrumpida por naufragios que se suceden sin determinación
alguna del complejo sistema de corresponsabilidades políticas y económicas,
legitima una actuación oficial que oscila entre la “acogida humanitaria”
–aunque sea a regañadientes- y la gestión de esos flujos como una “potencial
amenaza” –aunque revestida del lenguaje de los derechos humanos-. En ambos
casos, el “otro” es puesto a una distancia insalvable, bajo el signo de la
caridad o la hostilidad. Ambos signos construyen y sostienen una relación
asimétrica, en la que esencialmente lo que opera es una reafirmación de la
propia superioridad. La jerarquía no solo no es puesta en cuestión, sino que se
ratifica como poder sobre la vida o sobre la muerte. Mientras que la primera
modalidad de poder responde a lo que Foucault conceptualizó como «biopolítica»
(10), la segunda modalidad de poder puede vincularse a lo que Mbembe llama
«necropolítica» (11). Cada modalidad de poder, antes que ser meramente antagónica,
complementa a la otra: la “ayuda humanitaria”, administrada rigurosamente en
función de la identificación de los individuos incluidos en esta masa
poblacional, llega tras el abandono en altamar de miles de personas que naufragan
cada año, sin que las autoridades europeas se inmuten en lo más mínimo en
nombre de su poder soberano, sabedores de las escasas consecuencias que ello
les acarrea en su gobernanza convertida en gestión –no tan errática como
radicalmente errada- de quienes categoriza como “desechos” de los derechos
humanos (12).
La economía política del
sacrificio, sostenida por unas políticas de estado que reducen esas miles de
vidas en peligro a un excedente que hay que gestionar, implica consolidar la
inmunización ante el otro. La producción social de la indiferencia no podría
hacerse efectiva sin esa toma de distancia con respecto a las víctimas de unas
políticas coloniales y de una economía capitalista que solo percibe de estas
crisis la dimensión de oportunidad que tienen en términos económicos, políticos
o militares. El complejo bio-necro-político impermeabiliza como una membrana asfixiante
la visión del asunto. La catástrofe normalizada de los demás no moviliza los
pies más que de unos pocos grupos de activistas, plataformas ciudadanas y algunas
ONG a contramano, reductos de una filosofía política emancipadora que no sea
meramente académica. Anima, sí, la pantalla por unos instantes antes de que el
ejercicio del zapping se tope con
alguna celebridad que recuerde lo verdaderamente
importante: la necesidad de visibilidad aunque no se haya hecho más mérito
que ser estrictamente un idiota. En la tele-evidencia del mal, ni siquiera
resulta claro si somos capaces todavía de ver lo que irrumpe más allá del
palacio donde cada tanto estalla algún cristal: personas desplazadas que
preguntan por qué no tienen parte en el relato de esta «actualidad» que
naufraga fuera de las pantallas.
Arturo Borra
(1) Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), solamente en 2020 el saldo de muertes en la ruta marítima de África Occidental a las Islas Canarias llega a 500, pese a tratarse de una “estimación mínima” [sic], (en https://www.iom.int/es/news/en-2020-el-saldo-de-muertes-en-la-ruta-maritima-de-africa-occidental-llega-500-en-medio-de-un).
(2) Las estadísticas al respecto son de carácter mínimo y tienen el estatus de una aproximación informada y no de un mapa exhaustivo de la cuestión. Al respecto, cf. “Las muertes en el Mediterráneo: la contabilidad de lo desaparecido” (en Rebelión, 15/01/2018, versión electrónica en https://rebelion.org/las-muertes-en-el-mediterraneo-la-contabilidad-de-lo-desaparecido/).
(3) He insistido sobre estas continuidades en “Más allá de los gestos: por un cambio de las políticas migratorias y de asilo europeas”, Rebelion (04/08/2018) a raíz de la euforia suscitada por el arribo del «Aquarius» a Valencia. Tal como advertíamos entonces, dicha euforia no estaba justificada, teniendo en cuenta las políticas que, históricamente, diferentes gobiernos nacionales han esgrimido en torno a los procesos migratorios. La disposición al cambio de dirección en esta materia sigue siendo mínima.
(4) Cf. “Ciudadanías mermadas: mercado laboral y discriminación” (en Rebelión, 10/06/2017, versión electrónica en https://rebelion.org/ciudadanias-mermadas-mercado-laboral-y-discriminacion/).
(5) Fanon, Frantz (2009): Piel negra, máscaras blancas, Akal, Madrid.
(6) El discurso de la avalancha migratoria es
completamente engañoso: las imágenes que se repiten en torno a ciertas
aglomeraciones de personas migrantes en puntos geográficos concretos, como es
el caso de las Islas Canarias, es consecuencia de la negativa gubernamental a
trasladarlas a diferentes regiones de la península [cf. Fanjul, Gonzálo, “La
impostura del “efecto llamada”, en El País, 25/11/2020, versión electrónica en La
impostura del ‘efecto llamada’ | Blog 3500 Millones | EL PAÍS (elpais.com)].
(7) Según el INE, mientras que en 2012 residían en el
país 46.818.216 habitantes, a principios
de 2020 residían 47.329.981, con un total de 5.235.375 de personas inmigrantes,
es decir, poco más del 11 % del total de la población [INE, “Cifras de
Población (CP) a 1 de enero de 2020 Estadística de Migraciones (EM). Año 2019”,
versión electrónica en Microsoft Word -
cp_e2020_p.docx (ine.es)].
(8)
A pesar de la
opacidad informativa del Ministerio del Interior, solamente entre 2010 y 2019 se
han deportado a 223.463 personas desde España, sin incluir las “devoluciones en
caliente” [cf. “España ha deportado a más de 220000 migrantes en los últimos 10
años, El Diario, 7/10/2020, versión electrónica España
ha deportado a más de 220.000 migrantes en los últimos 10 años (eldiario.es)].
La pregunta, que en la actualidad se hace difícil responder por la falta de
accesibilidad pública a las estadísticas ministeriales, es la siguiente: ¿qué
saldo arroja la comparativa entre deportaciones forzadas y arribos por vía
irregular? A falta de información oficial actualizada, es posible reconstruir
con diferentes datos una respuesta tentativa. Puesto que la política de
expulsión ha sido reforzada en los últimos años [cf. “España acelera el ritmo
de expulsiones de inmigrantes”, El País, 15/06/2020, versión electrónica en España
acelera el ritmo de expulsiones de inmigrantes | España | EL PAÍS (elpais.com)],
tenemos razones válidas para suponer que el saldo entre entradas irregulares y
deportaciones sigue siendo negativo. Convendría recordar que el balance hecho
por el propio ministerio en 2015 es inequívoco: las
deportaciones son considerablemente más numerosas que las llegadas por vía
irregular [cf.
“For export: las deportaciones forzadas en España”, Rebelión, 2/06/2017, versión electrónica en For
export: las deportaciones forzadas en España – Rebelion)].
(9)
Sloterdijk, Peter
(2010): En el mundo interior del capital,
Siruela, Madrid.
(10) Foucault, Michel (1989): Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, S XXI, Buenos Aires.
(11) Mbembe, Achile (2011): Necropolítica seguido de Sobre
el gobierno privado indirecto, Melusina, España.
(12) Bauman, Zygmunt (2005): Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Paidós,
Barcelona.
(1)