1. Crisis de
financiación y universidad pública
El estrangulamiento económico de
la universidad pública española es manifiesto. En una dimensión económica, la política universitaria del gobierno
nacional podría resumirse en una estrategia de creciente restricción en el
acceso a los grados superiores y en la precarización de la plantilla docente, especialmente,
en lo que atañe a profesores asociados contratados por plazos de tiempo cada
vez más restringidos y en peores condiciones salariales. Es precisamente esta
política la que conduce a una crisis de financiación que pone en riesgo un modelo
universitario inclusivo, plural y
abierto, de por sí amenazado por un sistema de becas cada vez más excluyente y
en general, por el encarecimiento de las tasas universitarias que contradicen
un (no menos devaluado) principio de gratuidad de la enseñanza (único compatible
con la apuesta por una universidad para todo/as).
La transferencia de saberes fundamentales a los postgrados no hace sino
acentuar una política que privatiza las oportunidades formativas y consolida un
modelo universitario elitista, más orientado a la satisfacción de las
necesidades profesionales de las empresas que a la formación de sujetos
críticos que participan en la construcción social del presente.
En una situación semejante, la
crisis de financiación estatal conlleva la búsqueda de financiación privada,
tanto mediante inversiones de capital privado como del arancelamiento de una
parte significativa de la oferta académica. Ninguna de las dos alternativas de
financiación son neutras: institucionalizan la enseñanza superior como una
mercancía cultural de elite, destinada a la provisión de saberes técnicos para
la mejora de la gestión del capitalismo. La inclusión de la universidad
española en el Plan Bolonia forma parte de una apuesta global orientada a la
impugnación de una educación crítico-reflexiva que ponga en discusión la
función primordialmente tecno-económica de los sujetos educativos.
En conjunto, el propósito de este
estrangulamiento no puede ser otro que la privatización de la universidad y la
implantación de un modelo de calidad educativa ligada a parámetros de
eficiencia y rentabilidad más que de excelencia académica. La estrategia de
selección económica del alumnado, junto a la inversión privada, se han
convertido en métodos preferentes para afianzar la alianza entre mercado y
universidad, favoreciendo el acceso de aquellos grupos sociales que de antemano
ya están alineados a un proyecto de sociedad de mercado. Otra vez, la
centralización dogmática de la “economía de mercado” tiene como contracara la
pretensión de reducir la universidad a un espacio de adoctrinamiento
neoconservador y de adiestramiento profesional. Así, tras una política de
financiación lo que se pone en juego es algo más grave aun: el tipo de saberes que
produce (y debe producir) la universidad y la legitimidad misma de la academia
como espacio de cuestionamiento de lo heredado.
A ese modelo de
(hiper)especialización profesionalista, orientada a la formación de expertos,
no cabe una réplica academicista que se limita a acentuar el autoencierro de los
sujetos universitarios, reafirmando su distancia social con respecto a otros
grupos y sectores sociales (usados a menudo por la derecha para atacar la autonomía universitaria con respecto a
los imperativos del mercado). La arremetida contra la universidad pública por
parte de las políticas educativas neoliberales y la consiguiente reivindicación
de su función central en la formación de una ciudadanía crítica, sin embargo, no debería impedir una reflexión profunda acerca de las estructuras universitarias que,
en el presente, perpetúan específicas formas de desigualdad, restringen la democracia
interna y reproducen modelos de autoridad reverencial que no podemos sino
cuestionar. Del mismo modo en que la crisis de financiación intensifica la
dualización laboral entre funcionarios docentes y docentes contratados, es
pertinente interrogarnos acerca de otras dualidades preexistentes, en
particular, entre estas categorías docentes y aquellos sujetos que, por
factores que hay que elucidar, están tendencialmente
excluidos de la docencia universitaria en España.
Aunque existan otros ejes de
desigualdad, empezando por las asimetrías de género, en la presente reflexión
me centraré en la desigualdad sustentada por una razón de procedencia.
Específicamente, procuraré determinar el grado y características de la
participación del profesorado extranjero (con residencia legal en España) en el
sistema universitario, en tanto pilar básico para evaluar el grado de clausura o apertura de estas
instituciones educativas.
La tesis que sustenta las
presentes reflexiones es que no hay
interculturalidad posible sin un tejido institucional que de lugar efectivo a
las diferencias tanto en los procesos de decisión como en las prácticas (para
el caso, educativas) que construyen una determinada formación social. Las
retóricas de la diferencia, en este sentido, deben ser confrontadas en el
terreno primario de la historia que contribuyen a construir y las desigualdades
sobre las que intervienen en sentidos diversos. En clave política, cabe
preguntar sobre la relación entre esas retóricas y unas estructuras
institucionales en las que las desigualdades no son un mero remanente del
pasado, sino uno de sus rasgos persistentes.
2. La estructura del
profesorado universitario en España
Tomando los últimos datos
disponibles del Instituto Nacional de Estadística, en el curso 2010-2011 de la
universidad pública española, participaron 102.378 profesores (11,5%
catedráticos, 37,2% titulares y el 30,0% asociados y el 21,4 % ayudantes,
contratados doctores, colaboradores y eméritos), del cual el 49,1% es personal
funcionario (1). Aunque dicha información precisa que sólo el 38,7% de dicho
profesorado está constituido por mujeres (haciendo visible la desigualdad de
género), no hay datos sobre el número e importancia relativa del profesorado
inmigrante y refugiado, así como de extranjeros nacionalizados. Por su parte,
el último informe “Datos y Cifras del Sistema Universitario Español (SUE)” del
Ministerio de Educación, Cultura y Deporte señala unas cifras ligeramente
superiores (2), aunque las omisiones referidas se mantienen.
Si bien dentro de la universidad
pública participan 616 profesores visitantes, no estamos en condiciones de
determinar su procedencia o su nacionalidad (3). Tampoco se especifica si en
las otras categorías docentes participan profesores de procedencia extranjera,
como podría ser el caso de colaboradores, ayudantes doctores, contratados
doctores, personal investigador u otros. En suma, por esta vía, resulta imposible determinar el nivel de participación
del profesorado extranjero en la universidad pública española. Lo que
resulta más significativo: ni siquiera remontándonos a la “Encuesta Nacional
de Inmigrantes 2007: una monografía” (4), estamos en condiciones de mejorar
nuestro conocimiento al respecto.
En cuanto a los datos ministeriales,
la información que disponemos es selectiva y sólo incluye referencias al “Programa
de movilidad del profesorado de máster y doctorado” en la que han participado
más de 3000 personas. En ese respecto, el informe especifica la procedencia de
los participantes: “La mayor parte de los beneficiarios de este programa son
profesores con nacionalidad española o de algún país miembro de la UE 27” (5). Más adelante, precisa las
nacionalidades de los beneficiarios del programa de movilidad tanto en
doctorados como en másteres oficiales respectivamente: España (23,9 % / 35,5%),
UE-27 (49,4 %/ 45,2%), EEUU y Canadá (11,6%/ 8,7%), América Latina y Caribe
(9,2 % / 6.1%), Asia y Oceanía (2,3%/ 1,4%), Resto de Europa (3,4%/ 2,9%) y
África (0,1% /0,3 %). Solamente España, EEUU y Canadá se aproximan al 60% del
total. Por supuesto, cabría preguntarse qué representa, por ejemplo, el 0,1 %
de África en términos absolutos. Aunque la información no lo detalla, cabe
deducir que de todo el continente africano ha participado solamente una persona
en dicho programa de movilidad. En otros términos: el número de beneficiarios extracomunitarios, procedentes de países
periféricos, es notoriamente bajo.
Si procuramos analizar la
estructura general del profesorado, la información disponible se centra en la distribución
por sexo y edad del profesorado, así como en su nivel de estudios y otras
variables de las que queda rigurosamente excluida cualquier referencia a su
procedencia. La constatación no deja de ser sorprendente: si por una parte, las
estadísticas oficiales ofrecen un mapa detallado de la estructura del alumnado -en
la que se especifican, entre otras cuestiones, las diferentes nacionalidades de
los y las alumnos/as-, por otra parte, no ocurre nada equivalente con respecto
a la estructura del profesorado.
Dada esta diferencia, resulta
plausible preguntarse por las razones por las cuales las instancias oficiales consideran
no pertinente este tipo de
información en un caso y pertinente en otro. A menos que existiera alguna
cláusula legal que impidiera la incorporación laboral de profesores y
profesoras de otros países en el sistema universitario español, que tornaría superflua
dicha información, esta omisión no parece justificada.
3. El régimen del profesorado en el sistema universitario español
Examinemos de forma sucinta el régimen
de profesorado del sistema universitario, regulado principalmente a base de real
decretos, leyes orgánicas y los propios estatutos de las universidades (además
de reglamentaciones de orden inferior). Por un lado, en el real decreto 898/1985
(6) el artículo 1 del “Título I” establece que el profesorado de las universidades
está constituido por diferentes cuerpos de “funcionarios docentes” (catedráticos
y profesores titulares tanto universitarios como de escuelas universitarias). El “Título II” refiere, por otro lado, a “profesores
contratados” (profesores asociados, visitantes y eméritos). No bien queremos
determinar quiénes pueden ser “funcionarios docentes” se nos remite a la “Ley orgánica de reforma
universitaria (LRU)” (7), lo que no permite despejar nuestra duda, dado que en
dicha ley sólo se especifican requisitos legales, académicos y de edad, pero no
de nacionalidad.
Con todo, en tanto se trata de una
clase específica de «funcionariado», es de suponer que los extranjeros
residentes extracomunitarios no están habilitados legalmente para presentarse
como “funcionarios docentes”, esto es, para ser profesores catedráticos o
titulares. El “Título II”, por su parte, no deja lugar a dudas: el inciso 3 del
artículo 20 lo señala de forma expresa: “3. Los profesores asociados podrán ser
de nacionalidad española o extranjera y habrán de reunir los requisitos que
puedan establecer los Estatutos de la Universidad”. A nuestros fines, no necesitamos
ahondar en esos estatutos. Formalmente, no hay impedimentos para acceder como
profesor/a contratado/a en lo que atañe a personas de otras nacionalidades,
independientemente del grado de dificultad (comparativamente mayor al
profesorado nativo) que implica cumplir con los requisitos generales y
específicos de las convocatorias (en particular, homologación de títulos,
documentos acreditativos expedidos en países de origen, conocimiento de la
lengua autonómica en algunos casos, etc.).
Tras este breve examen, la
pregunta que nos hacíamos se hace más relevante, máxime en un país como España
en el que la población inmigrante representa más del 15% del total. Puesto que
en un nivel normativo dicha población no está excluida del acceso a la función
docente (aunque de forma restringida), esta falta de registro no sólo resulta
injustificable, sino que además nutre la sospecha de que el profesorado
universitario migrante y refugiado es considerado por las autoridades públicas
como estadísticamente irrelevante. Lo
dicho incluso podría desplazarse a un nivel más primario: estos grupos no
cuentan en términos estadísticos porque su participación efectiva dentro de la
institución universitaria sería de carácter excepcional. Habida cuenta de esta
situación de excepcionalidad, esto es, de la exclusión que se produce tendencialmente de estos colectivos, no constituiría siquiera una categoría significativa.
No obstante, incluso si dicha
omisión se explicara en términos metodológicos, el efecto que produce no parece
ser otro que el de bloquear cualquier investigación al respecto. ¿Por qué
dejaría de ser relevante el conocimiento (no sólo estadístico) del nivel de
participación del profesorado universitario extranjero en el sistema
universitario español? Es de suponer que dicho conocimiento permitiría evaluar
la necesidad de reformular la política universitaria vigente considerando la
inclusión de esos grupos, acorde a un principio de no discriminación (8).
En términos más generales: el
tipo de conocimientos que producen las instituciones oficiales dista de ser
satisfactorio en este aspecto. Políticamente, invisibilizan la presencia o ausencia de estos colectivos en el
sistema universitario, así como su posición eventual dentro de dicho sistema, impidiendo
evaluar el grado de apertura institucional hacia el exterior.
4. Más allá de las estadísticas
Tampoco las estadísticas de
empleo subsanan esta cuestión. Si consultamos, por ejemplo, los “Anuarios de
inmigración” proporcionados por el Observatorio Permanente de Inmigración, no
obtenemos resultados más precisos (9). Si bien se especifican los grandes
sectores en los que la población extranjera residente se desempeña con sus
correspondientes permisos de trabajo, las referencias siguen siendo genéricas. Así,
dentro de “servicios”, se incluyen “Actividades profesionales, científicas y
técnicas” y “Educación”, lo que no permite extraer ninguna información
específica válida. Las estadísticas del Servicio Público de Empleo (SEPE) no
mejoran esta incógnita: distribuyen las cifras del empleo por sector, sexo y edad,
sin precisar la cantidad y tipo de contratos de extranjeros residentes en la
educación universitaria (10).
En síntesis, la vía estadística
es, en este caso, una vía muerta. La
información pública disponible no permite
conocer el grado de inserción real del profesorado extranjero residente en el
sistema universitario español, incluso cuando formalmente están habilitados a
participar en este tipo de actividad. Ni siquiera permite determinar cuántas
personas inmigrantes y refugiadas con titulación superior homologada estarían
en situación de acceder potencialmente
al sistema universitario. Por lo demás, la creencia de que entre los más de
5.500.000 de inmigrantes no hay perfiles habilitados para ese fin es
completamente insostenible, a la luz de diversas investigaciones
realizadas.
Por citar sólo una fuente (Moreno
Fuentes y Bruquetas Callejo, 2011: 41 [11]), las conclusiones al respecto son
rotundas:
La bibliografía que estudia los vínculos entre nivel
educativo y migración muestra cómo aquellos que deciden emigrar se encuentran
generalmente entre los mejor educados de su sociedad de origen (Beauchemin y
González, 2010).
Las razones para ello son claras. Emigrar constituye
una apuesta difícil y onerosa en todo tipo de capitales (económico, cultural,
relacional, social, etc.). Los potenciales emigrantes más educados se
encuentran más preparados para hacer frente a dichos costes. Esto implica que,
aunque un determinado colectivo inmigrante tenga un nivel educativo
relativamente bajo en comparación con la población autóctona de la sociedad
receptora, generalmente constituye, sin embargo, una selección de los más
formados de su lugar de origen. A partir de los datos recogidos por la ENI de
2007 podemos analizar los perfiles educativos de los diferentes colectivos
extranjeros residentes en España y compararlos con los de la población
autóctona.
Así, podemos observar que el único colectivo
extranjero que presenta un perfil educativo más bajo que el de la población
autóctona es el de los inmigrantes procedentes del continente africano, ya que
la proporción de los que tienen un nivel de educación primaria o inferior dobla
a la de los españoles, y los que tienen algún tipo de estudio superior son la
mitad que en la población autóctona. Con distintos equilibrios entre los
diferentes niveles educativos, todos los demás colectivos extranjeros muestran
un perfil de mayor nivel formativo que los españoles.
Si bien podríamos discutir la
equiparación entre «educación» y «nivel de escolarización», lo interesante aquí
es la puesta en cuestión del estereotipo de una inmigración de baja
cualificación o no cualificada. Por el contrario, dicha investigación permite constatar
que existe una franja relevante de inmigrantes con estudios superiores que
oscila, según el continente, entre valores mínimos del 8% y valores máximos del
30%.
Concluyamos, pues, que la falta
de especificación de la posición relativa del profesorado universitario
extranjero en el sistema universitario responde a un diseño estadístico
ajustado a objetivos de conocimiento más ligados al control de los flujos
migratorios que a su inclusión igualitaria en las instituciones universitarias.
El interés técnico de este sujeto de conocimiento está orientado principalmente
tanto i) a la relación de la inmigración con mercados de trabajo de baja
cualificación con escasez de mano de obra nativa como ii) a la relación de este
colectivo con el sistema de prestaciones públicas, especialmente en lo atinente
a su sostenibilidad económica.
El supuesto tácito de esas investigaciones
podría formularse del siguiente modo: la universidad no constituye un espacio
significativo de inserción laboral para personal docente de otras procedencias.
La «clausura institucional» de este espacio parece ser una premisa
omnipresente: no sólo no forma parte de las problematizaciones de este tipo de
investigación sino que tampoco constituye una preocupación de las políticas de
estado y, por extensión, de la política universitaria. Más que una simple
omisión, reafirma la escasa atención que las llamadas «políticas de integración»
han prestado a la inserción laboral de extranjeros residentes acreditados en
puestos relacionados a la docencia universitaria, a pesar de los profundos
cambios socioculturales que los fenómenos migratorios han producido en la
sociedad española, especialmente en las últimas dos décadas.
5. Subalternidad e interculturalidad
Aunque existe una bibliografía
especializada relativamente extensa que nos permite reflexionar sobre los
diversos modelos de gestión de la pluralidad cultural (12), el vínculo efectivo
que se plantea entre la institución universitaria española y profesores
extranjeros residentes sigue estando marcado por la opacidad.
Como ocurre con otros sectores
laborales, la posición tendencialmente subalterna de estos colectivos sociales
(salvando algunas elites profesionales) tampoco parece estar en entredicho en el
campo universitario. La idea de que la universidad pública constituye un
espacio participativo, plural y abierto al exterior, vinculada a la universalización
del saber, aunque forma parte de un imaginario progresista, no tiene ninguna
correlación con las políticas universitarias vigentes. Como otros espacios
sociales, el sistema universitario forma parte de los espacios de producción de
hegemonía y no hay razones válidas para sustraer su dinámica de las prácticas
sociales e institucionales que sostienen las condiciones del presente.
Paradójicamente, desde principios
de milenio, las propuestas relacionadas a una «pedagogía de la
interculturalidad» no han cesado de proliferar dentro del campo universitario,
bajo la forma de postgrados, seminarios, jornadas y bibliografía teórica y
metodológica abundantes. No deja de ser legítimo preguntarse si esa pedagogía no
exigiría como una de sus dimensiones centrales la inclusión de los otros no
sólo como objetos pedagógicos sino también como sujetos de la enseñanza. ¿Cómo
podría, en efecto, defenderse una política de la interculturalidad sin resolver
desigualdades múltiples, en este caso, provocadas por la procedencia?
El acceso igualitario a la docencia
universitaria, independientemente a la “raza”, etnia, nacionalidad o grupo
social, entre otras diferencias, forma parte de la problemática más amplia de
la pluralidad cultural. Si bien lo expuesto nos permite sospechar la coherencia
entre una retórica culturalmente pluralista y una práctica universitaria excluyente,
ello no conduce necesariamente a la
invalidación de los discursos de la interculturalidad, que constituyen una
apertura significativa, sino más bien al cuestionamiento de una inconsecuencia
persistente en la “gestión” de esa interculturalidad que abre la vía a indagar
en las posibles ambigüedades teóricas de este proyecto.
Para que la «problemática de la interculturalidad»
no quede reducida a una mera cuestión académica más o menos prestigiosa, ha de
ser elaborada y debatida desde una multiplicidad de posiciones de enunciación.
Difícilmente ello pueda producirse sin la inclusión institucional de los otros como
sujetos del discurso teórico y pedagógico. Sólo esa pluralidad efectiva puede
promover el descentramiento de las
diferentes posiciones enunciativas, condición necesaria aunque insuficiente para
la producción de una sociedad intercultural. En suma, es la ruptura de la
subalternidad intelectual lo que hace posible que un proyecto intercultural
tenga un sentido que desborde lo académico.
Si bien la opacidad estadística
no permite determinar si ese descentramiento se está produciendo y en qué
medida, hay razones para suponer que los obstáculos institucionales para una
política intercultural son persistentes y no han cesado de crecer. Las mismas
propuestas pedagógicas que hacen pensable ese camino están afectadas por la
crisis de financiación estatal de la universidad pública. En este sentido, la posibilidad
de una pedagogía desde lo
intercultural se parece cada vez más a un proyecto remoto, cuando no a una mera
veleidad.
Determinar la “apertura
universitaria” por la disposición intelectual, política y ética de los sujetos académicos
es, cuando menos, unidimensional. Como cuestión fáctica, también está ligada a
la estructura del profesorado. La misma noción de «claustro» para referirse a
la comunidad docente no deja de ser sintomática: en términos etimológicos, expresa
ante todo un «cierre» y comparte su raíz con «clausura». En cualquier caso,
difícilmente podría entenderse la apertura como no sea mediante la recuperación
institucional de experiencias pedagógicas e investigativas ligadas no sólo a
narrativas de la alteridad, sino también a la participación efectiva de esos
otros, capaces de contribuir a la producción de una sociedad intercultural.
Entretanto, las declaraciones al respecto se asemejan más a un artículo de fe
que a un vínculo simétrico con otros sujetos culturales.
6. En la encrucijada
No cabe subestimar las
iniciativas individuales o grupales orientadas a la erosión de lo que hemos
llamado «clausura institucional». Sin embargo, seguirán resultando
insuficientes mientras las desigualdades que aquí planteamos no sean
transformadas a nivel institucional. Como problema público de primer orden, las
serias deficiencias del estado español al momento de desarrollar una política
de igualdad exigen un giro decisivo. La discriminación institucionalizada -bajo
leyes restrictivas, trato desigual, trabas burocráticas o invisibilización de
otros colectivos sociales- no es a pesar del estado español, sino efecto de sus
intervenciones, en tanto garante de unos privilegios institucionales.
La estratificación de las
ciudadanías que coexisten en España es una realidad social inocultable. Que
dentro de las universidades públicas ese proceso sea menos visible no debería
extrañarnos. Choca con uno de sus ethos
más influyentes: la ética de la
hospitalidad que marca algunas de sus mejores tradiciones intelectuales. En
este punto, nos encontramos en la siguiente encrucijada: o reivindicamos una política
interculturalista que promueva la construcción de condiciones igualitarias en
una sociedad plural o cedemos a la tolerancia multiculturalista que bajo la
retórica de la diferencia encubre la rígida jerarquización que se produce entre
configuraciones culturales distintas.
Aunque esta «clausura
institucional» de la universidad pública no sea exclusiva a España, es nuestra
tarea documentar los modos en que se produce en cada contexto. Luego de dos décadas
de sucesivas olas migratorias de importancia y de un verdadero estallido de
discursos aperturistas, no deja de ser significativo no sólo que no se hayan
producido cambios favorables para la inclusión igualitaria a nivel
institucional de estos colectivos, sino que hayamos ingresado en un período más
regresivo aun, donde el mismo profesorado universitario nacional (por no hablar
de las comunidades científicas) se ven empujados a migrar en busca de las oportunidades
que la política educativa vigente les niega a nivel nacional.
A pesar de lo dicho, es erróneo
suponer que las «membranas institucionales» son producto de la actual crisis
económica. Por el contrario, se trata de una regulación implícita de larga
duración. Responde a una constelación jurídica, política e ideológica ligada, en
particular, a la historia de la universidad. Aunque trazar esa historia rebasa
este trabajo, la historia del profesorado como claustro y la emergencia de la
institución universitaria en la Alta Edad
Media podrían ser su punto de partida, sin desconocer el
lugar central de los estados-nación modernos en la construcción de fronteras
entre la propia comunidad imaginada y los “extranjeros”, poniendo en juego la
cuestión decisiva de la pertenencia y la exclusión. En
términos específicos, la configuración social y cultural del campus universitario resulta impensable
sin la referencia al blindaje etnocéntrico que las autoridades coloniales han
efectuado a lo largo de la historia moderna. El efecto duradero de ese blindaje
es la producción de una membrana jurídico-institucional que separa el interior
del exterior e inhabilita al Otro como sujeto pedagógico.
Dadas esas condiciones, los
discursos de la interculturalidad corren el riesgo de hacerse huecos o, más
precisamente, de convertirse en una mercancía cultural de elite, siendo su
fuerza histórica y su base institucional débiles. Hacer visibles los obstáculos
socio-institucionales presentes al momento de institucionalizarla, sin embargo,
es un modo específico de su reivindicación. Forma parte de ese gesto concreto
el llamar la atención sobre una legislación restrictiva y unas dificultades de
acceso que la invisibilidad estadística de los colectivos de inmigrantes y
refugiados no hace sino agravar.
La buena nueva que hace más de
una década se celebró como «interculturalidad» es también la historia de una
posibilidad si no reprimida sí al menos neutralizada en sus efectos subversivos
potenciales, incluyendo la reestructuración del campo universitario. Pero como
ocurre con otras problemáticas de interés teórico y político, luego de
desmembrar al niño no cabe denunciar que no camina. La apertura teórica ligada
a algunas propuestas interculturales se ha topado con escollos serios, tanto político-institucionales
como económicos y culturales. No cabe separar la defensa de la universidad
pública –lo que en ella persiste en tanto proyecto dialógico y crítico- del
cuestionamiento de ciertas pautas de organización que segregan a específicos sujetos
sociales. Desde el rescate de determinadas prácticas universitarias
(pedagógicas e investigativas) que participan en tradiciones intelectuales y
políticas que apuestan por una sociedad igualitaria, autónoma y justa, nuestra
opción es señalar aquello que, en sus estructuras, responde a una lógica antagónica.
Es desde esas tradiciones específicas por las que la crítica institucional se
hace pertinente y evita que la defensa de la universidad pública se convierta
en una simple apología de los privilegios.
Arturo Borra
Notas:
(5)
“Datos y Cifras
del Sistema Universitario Español (SUE)”, op.cit.,
p. 52.
(12) Al respecto, puede consultarse Francisco Colom (1998):
Razones de identidad. Pluralismo cultural
e integración política, Anthropos, Barcelona, Ana María López Sala (2005): Inmigrantes y Estados: la respuesta política
ante la cuestión migratoria, .Anthropos, Barcelona y VVAA (2007): Diccionario de relaciones interculturales.
Diversidad y Globalización,
Complutense, Madrid.