domingo, 5 de julio de 2015

Contra las cuerdas: una lectura de F.B.I. de Antonio Méndez Rubio

 
 





En la línea de La desaparición del exterior: Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad (Eclipsados, Zaragoza, 2012), FBI (fascismo de baja intensidad) de Antonio Méndez Rubio -editado por La Vorágine, Santander, 2015- reincide en una de esas verdades del capitalismo que podrían calificarse de “insoportables”, ante todo, porque nos pone contra las cuerdas. Si bien FBI como sigla podría remitir a la Agencia Federal de Investigación de EEUU y mediante esa remisión metonímica al encumbramiento del estado policial en nuestra época, aquí el significante FBI va más lejos aun: reenvía al fascismo de baja intensidad que coloniza nuestras formas de vida (algo que Foucault ya vislumbraba en su “Introducción a una vida no fascista” que precede el Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia de Deleuze y Guattari).

Al plantear este vínculo con nuestro mundo cotidiano, Méndez Rubio nos hace mirar en dirección de lo que nos negamos a ver. Como decía Lacan en un contexto diferenciado, se trata de saber algo de eso de lo que no se quiere saber absolutamente nada, ante todo, porque pone en riesgo nuestras vidas e incluso lo más íntimo de nuestro ser. No por azar la cita de Pasolini se repite: “Todos estamos en peligro”. Cuando se sobrevive en un orden criminal como el presente, nadie permanece indemne. Desde el primer fragmento, somos lanzados ahí, con la sospecha de que “(…) destruir la vigencia del régimen fascista implica destruir una parte de mi corazón” (Méndez Rubio, op.cit., pág. 5).
Como clave interpretativa parcial pero decisiva, el fascismo de baja intensidad nos compromete en primera persona por el vínculo totalizador que plantea con respecto al contexto presente, planteando una presión mínima a la vez que continua sobre cada uno de nosotros. En esta versión renovada de la vida fascista, más centrada en el mercado que en el estado, la “baja intensidad” ni siquiera es excluyente de la alta intensidad de los conflictos bélicos, la represión policial o el uso (para)legal de la fuerza.
Sin detenerme en la argumentación del autor, deliberadamente fragmentaria y entrelazada a otras voces –desde Reich o Benjamin hasta Bauman o Sloterdijk, por citar sólo algunos nombres-, quizás lo central de esta intervención crítica sea poner sobre la mesa, de manera rotunda, lo que desde hace algunas décadas algunas posiciones críticas vienen sosteniendo, en concreto, la alianza estructural entre capitalismo y fascismo o, si se prefiere, la relación entre una incitación ilimitada al consumo, el industrialismo voraz y el nacional-estatalismo moderno, desplazado en el presente (al menos en parte) por la dictadura de los mercados.
Semejante reflexión crítica, desde luego, implica referirse a la cultura de masas y en particular, a la tendencia a la pantallización de nuestras vidas que no sólo involucra el aislamiento, sino la disminución de la empatía ante el sufrimiento de los otros y la estandarización de nuestros modos de pensar y actuar, entre otras consecuencias. Solamente como apunte, resulta de especial relieve la crítica de Méndez Rubio a las tecnologías de la información y la comunicación, en particular, al autismo compartido que promueven, como si en la matriz uterina del Capital el afuera fuera algo ilusorio y cargado de peligros. Es sintomático que los discursos hegemónicos, aun aquellos que mantienen algún tinte reformista, no cesen de ligar cualquier alternativa política diferente al mero desastre o al caos, como si no estuviéramos ya bailando en un abismo, en un espacio irrespirable.  
No parece descabellado recuperar la confesión de Ana Frank en su Diario, cuando, en su encierro del 42 al 44 en uno de los tantos escondites que proliferaban en una Holanda ocupada por las fuerzas alemanas, decía: “Me angustia más de lo que puedo expresar el que nunca podamos salir fuera, y tengo mucho miedo de que nos descubran y nos fusilen. Eso no es, naturalmente, una perspectiva demasiado halagüeña” (1). Es sabido que Ana Frank sólo pudo salir de camino hacia su muerte, tras su paso por Auschwitz y Bergsen-Belsen. Su angustia daba cuenta de una claustrofobia que también podría ser la nuestra. Alguien podría objetar que nosotros, a diferencia de Ana Frank, sí que podemos salir al exterior. Pero es esa lectura (o coartada interpretativa) lo que está en cuestión en FBI, incluso si el muro ya no está fuera sino que ha sido interiorizado por el sujeto.
De ahí que contra la reducción del fascismo al nazismo alemán, como si se tratara de algo pasado y ajeno a nosotros (aunque rentable para la industria cultural), lo que perturba de esta pequeña máquina de guerra que es FBI es la conexión de la actualidad con lo que el autor llama «constelación fascista», tomando distancia de toda búsqueda conceptual de una “esencia” del fascismo. Más bien, se trata de pensar esta constelación como un fenómeno complejo y poliédrico que presenta al menos cuatro rasgos interrelacionados, referidos a la masificación autoritaria, la base industrialista de la modernidad, el despliegue de un proyecto de control ilimitado y lo que el autor llama la “liberación emocional de una serie de «pasiones movilizadoras» que giran en torno a la experiencia del colapso y el acorazamiento del individuo masificado (y que bien podría vincularse a la bancarrota del sujeto ante la presión ambiental y a un repliegue narcisista bastante extendido que significa la alteridad como amenaza).
No menos inquietantes son los efectos apuntalados por Méndez Rubio sobre esta forma específica de fascismo, relacionados al crimen masivo que produce y al grado de resignación, cuando no de indiferencia brutal, con que tendencialmente los demás viven (o vivimos) el “imparable exterminio humano” tanto en las fronteras convertidas en cementerios como en regiones donde la “maquinaria de muerte” (el despliegue policial-militar) sigue haciendo sus estragos. Otro tanto habría que decir sobre las referencias a la “producción industrial de miseria” como “adicción del capitalismo” y a la explotación omnipresente en la que malvivimos. Las preguntas no cesan de proliferar: ¿cómo conectar en términos analíticos este neofascismo a otras claves interpretativas, no menos relevantes, como es la crisis de subjetividad contemporánea, la expansión de múltiples formas de racismo, la primacía cultural del cinismo o la interminable economía del sacrificio en la que sobrevivimos? Y, en clave vital, ¿cómo construir maneras efectivas de desplazarnos de ahí, en las condiciones asfixiantes del presente, deconstruyendo no sólo el discurso del amo sino también la metafísica de la derrota?
Aunque lo dicho no invita a un optimismo irrestricto, pensar la hegemonía del fascismo de baja intensidad, lejos de conducirnos a un callejón sin salida, sigue siendo imprescindible para hacer hueco a lo que se asfixia, comenzando por nuestro pulso deseante y nuestros sueños. Es previsible, sin embargo, que más de uno opte por matar al mensajero o, inclusive, llamarse al silencio ante un texto de combate como éste.
Puede que el riesgo más íntimo de un planteo crítico semejante no sea otro que el desconocimiento, ante todo, porque al producir un saber sobre eso de lo que no queremos saber nada, desafía la omnipresencia de un discurso de la seducción que se pretende inofensivo. Como ha señalado Adorno (2): “Después de que millones de hombres inocentes han sido asesinados, comportarse filosóficamente como si aún hubiese algo inofensivo sobre lo que discutir, (…) y no filosofar de manera que uno tenga que avergonzarse de los asesinos, sería ciertamente para mí una falta contra la memoria, contra esa mnemosyne, que ya desde Platón es el nervio de la filosofía”. Desde ese nervio, Méndez Rubio sigue contribuyendo a pensar la catástrofe del presente y toda la arquitectura sistémica que la sostiene. 
Arturo Borra

Notas:
(1)  Frank, Ana (2004): Diario, trad. D. Puls, De Bolsillo, Barcelona, pág. 39.
(2)  Adorno, Theodor (1991): Terminología filosófica I, Taurus Humanidades, Madrid, pág.126.

 

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