jueves, 2 de febrero de 2012

Diez preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a Antonio Méndez Rubio de Arturo Borra


1. Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

Puede tratarse de un retorno de lo reprimido, de lo prohibido. La “conciencia social” (tanto en su variante micro-cotidiana de “sentido común” como en la más macro-mediática de “opinión pública”) trabaja inercialmente con vistas a una insensibilización, una amnesia y una ceguera con respecto a las necesidades de libertad e igualdad que históricamente ha defendido el “espíritu libertario”. Especialmente en España (pero no sólo) este rastro es un rastro de desmemoria y de sangre, de muerte, pero ante todo es un rastro espectral, desaparecido. Es comprensible que poca gente esté dispuesta a seguirlo. Y es comprensible que quienes nos empeñamos en seguirlo consideremos seriamente la opción de reconstruirlo asimismo de una forma silenciosa y espectral.


2. Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado? 

La pregunta puede ser preguntada, a su vez, en la medida en que puede presuponer que hay sujetos activos y sujetos pasivos, y que los primeros deben tener la responsabilidad o la obligación de movilizar a los segundos porque aquéllos saben que éstos deben moverse y hacia dónde. Demasiado esquemático. Quizá sea urgente reconsiderar qué llamamos “acción”, y quizá no sea absurdo averiguar si mucho de lo que llamamos “pasividad” pueden ser formas nuevas de atención y redefinición crítica de la vida, a la vez que mucho de lo que llamamos “acción” pueden ser solo modos encubiertos de una cobardía no asumida. Sería también demasiado esquemático generalizar aquí, pero una mirada particular sobre este punto puede ser más urgente de lo que parece. Igual de urgente podría ser aprender a reconocer en qué medida estamos todavía sujetos a la idea de “sujeto” y esa sujeción, en lugar de impulsarnos hacia la exploración de nuevas tácticas, nos conduce a una reproducción ensimismada de códigos y conductas.

3. La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario? 

Seguramente el marxismo ha desarrollado una crítica más afilada con respecto al funcionamiento de la economía política y su relación con las dinámicas ideológicas del capitalismo moderno. Mientras tanto, el anarquismo confía más claramente en defender la necesidad de ir “a la revolución por la cultura”, por decirlo con el inquietante título de Javier Navarro, y en contraste con el cliché del ácrata violento. Como sugería Manuel Sacristán, el marxismo hace aportaciones en el espacio de la “realidad” que pueden y deben completarse con las que el anarquismo hace en el espacio del “deseo”. Sería una suerte que esos cruces dejaran de ser utópicos, o exóticos, o al menos tan infrecuentes como lo han sido desde la II Internacional.

4. ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada? 

La respuesta a cómo se autorregularía una nueva sociedad debería darla justamente esa nueva sociedad una vez hubiera construido condiciones mínimas de igualdad y libertad. En ese momento puede incluso que ya no pudiera hablarse de “la sociedad” con el absolutismo panóptico del que abusamos hoy. Que dichas condiciones, por otra parte, nos resulten todavía casi imposibles de imaginar puede no ser una limitación de dicha hipótesis revolucionaria sino de la mentalidad actualmente dominante.

5. Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical? 

Al menos en el caso de la revolución libertaria en 1936 los imperativos de disciplina, centralización y unificación de la lucha vinieron más del comunismo que seguía (y se financiaba según) el comunismo soviético (o “de partido” o “de estado”…) que de los movimientos anarcosindicalistas y libertarios. Quizá se les debería dirigir la pregunta a quienes hoy se identifican como herederos de aquel comunismo autoritario. Lo único seguro es que sólo ellos (como el Marx de la II Internacional) pueden explicar por qué, para seguir avanzando, necesitan detentar el monopolio operativo de la “Izquierda”. 

6. ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?

La concepción representativa de la democracia está ligada históricamente a la aparición y las ansiedades derivadas de la sociedad de masas en Occidente, que a su vez es un producto de lo que conocemos bajo el eufemismo de “revolución industrial”. Apurando el razonamiento, de manera abiertamente polémica, se podría decir que el gobierno representativo en su sentido moderno es una necesidad ante todo mercantil, que se ve respaldada en un momento dado por un movimiento obrero que se la juega en la implantación de ese nuevo sistema económico, y que ve en ese parlamentarismo un cierto avance con respecto a las condiciones de barbarie en que la vida de la gente había transcurrido durante siglos. Pero confundir eso con democracia es un error lógico y táctico. Han hecho falta en torno a doscientos años para que incluso la “clase obrera” (no me refiero fundamentalmente aquí a los sindicatos más importantes) se recuerde lo que al principio le resultaba evidente: que ese pacto no se sostiene y ya no implica un avance sino una regresión a todos los niveles. La resistencia debería entonces darse también a todos los niveles, incluyendo las instituciones del estado, o incluso anteponiéndolas a otras donde la intervención social o pública es aún más difícil, al menos por ahora.

7. Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?

La administración de las cosas, y por tanto de “los hombres” como si fueran cosas, es una descripción exacta de lo que hoy tenemos como realidad establecida, es decir, una política (o antipolítica) de gestión instrumental, una cosificación de las ilusiones y del querer-vivir, y una sociedad a la que se le ha expropiado la posibilidad (la condición creativa, poética) de ser lo que quiera ser.

8. En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos? 

Un antipoder, por usar el término que usa Holloway, no significa por fuerza una renuncia a toda forma de poder. Eso sería una ingenuidad imperdonable. Significa más bien un espacio (o espaciamiento) donde el poder se redistribuye primando las necesidades del poder-para (“potentia”) sobre las exigencias del poder-sobre (“auctoritas”). Tal vez lo único, o lo primero que aún puede-hacer un “antipoder” sea trabajar (de forma no necesariamente reconocible) por crear las condiciones que hagan posible un cambio revolucionario, pues estas condiciones aún no se dan y afirmarlas apresuradamente puede ser más un síntoma de estrés que otra cosa. Por muy legítimo y comprensible que sea este estrés, convendría a lo mejor reconsiderar (si se puede) el dicho popular árabe: “quien tiene prisa ya está en el cementerio”.

9. La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?

El poco tiempo que le queda de vida a la “clase intelectual” podría dedicarlo a deslimitar su práctica, tanto en el sentido epistemológico o disciplinar(io) como en el sentido más inmediatamente político, es decir, a abrir su intervención (inter-venir como venir al “entre”, entrar) en/hacia una politización radical e incondicional. En ese pulso intersticial o liminar está ya inscrita la cuestión del espacio y, por tanto, de “los espacios estratégicos”. En un mundo que, como insinúa Sloterdijk, tiende a eliminar todo exterior, es previsible, a corto plazo, un proyecto de eliminación del espacio (y del tiempo). De ahí que más que “nuevos espacios” en un territorio donde el espacio se está perdiendo como tal pueda ser más eficaz la exploración de nuevas formas de “espaciamiento”, de abrir el espacio, de perforarlo y hacerlo respirable. Salir, por ejemplo, de la monología televisiva para entrar en la interacción de internet pero en clave de hipervisibilidad o exhibicionismo parece salir del fuego para meterse en la sartén. Como pasa en ciertos alardes de activismo, es como si el afán de remar y remar como sea nos aplazara la opción de darnos cuenta de que quizá estamos envarados en el desierto, que remar ayuda incluso a hundirnos más en la arena, y que estamos dejando para no se sabe cuándo la posibilidad de que haya que cargar entre todos con la barca y emprender la travesía hacia un lugar del que aún no sabemos mucho, o que sencillamente tengamos que destrozar la barca para hacer con las tablas otra cosa. El apunte de Adorno sobre que lo menos que se puede hacer en el infierno es hacer sitio para que el otro respire me parece un aviso de inminencia, todavía no del todo asumido por la voluntad indiscriminada no tanto de despejar y transformar como de ocupar y acaparar espacios a toda costa.  

10. La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?

No hay retorno, en efecto, ya no somos Ulises. Y esto tanto para unos como para otros, estemos donde estemos. Así que el avance se abre también tanto para quienes defienden el “statu quo” como para quienes lo cuestionan desde distintos ángulos. Precisamente porque el espacio se ha resquebrajado y abierto de una forma singularmente nueva, crítica, ahora las opciones se abren y reinventan también sin límite. Todos somos por una vez tan extras como protagonistas. Porque todo está en juego, y eso no se podía decir con la misma claridad en otros momentos o contextos. Un fascismo de baja intensidad produce un holocausto de baja intensidad, y reclama, entre otras cosas, una lucha de intensidad máxima.

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