jueves, 1 de agosto de 2013

Crisis, corrupción y capitalismo



1. La metáfora médica

Si el planeta se ha convertido en un vasto campo de experimentación de las corporaciones y de los poderes financieros trasnacionales, España por su parte se ha constituido en un laboratorio de las políticas neoconservadoras más agresivas, bautizadas de forma eufemística como “políticas de saneamiento”. El gobierno español, sin embargo, no tiene exclusividad ni siquiera en la aplicación de este recetario que pretende salvar a los pacientes matándolos. Grecia, Italia, Portugal, Irlanda y Chipre forman parte de este listado de damnificados que probablemente seguirá aumentando en nombre de la restitución de una presunta “salud perdida”.

La metáfora médica, sin embargo, nada dice sobre los «criterios de salud» que presupone esta política de ajuste infinito: dar por bueno el “diagnóstico” oficial y plantear una “terapia de choque” a las poblaciones como forma de resolver una crisis sistémica que no han creado en absoluto. En otras palabras: semejante metáfora acepta sin más que el neoconservadurismo podría restablecer la “salud” del capitalismo, como si ambos términos no fueran parte de la “enfermedad”. Los médicos, en este caso, se parecen a comerciales de una farmacéutica multinacional que, en vez de limitarse a vender sus productos, no dudan en experimentar con los “pacientes” (evaluando el grado de resistencia colectiva al tratamiento y sus posibles “efectos secundarios”), así como en apelar a “medios persuasivos” (desde los reclamos mediáticos hasta la policía misma) cuando éstos no aceptan de buena gana que les extirpen sus órganos junto al cáncer que les han diagnosticado.

El discurso médico, extrapolado al campo político, oculta lo decisivo: una economía globalizada que para perpetuar un régimen de privilegios no duda en sacrificar a millones de seres humanos, sea mediante diversos procesos de marginación sistémica, sea mediante mecanismos de eliminación más o menos directa. La troika misma (BCE, CE y FMI) puede ser interpretada como la consolidación de los métodos de estrangulamiento ya conocidos y padecidos en América Latina a partir de la década de los 70, instrumentados entonces por las dictaduras militares. De hecho, sus prescripciones no cesan de propagarse bajo amenaza de muerte: la reforma laboral y previsional, el recorte de las prestaciones públicas, el proceso de privatizaciones, la reducción salarial, el salvataje estatal del sistema financiero, la reducción del déficit, el incremento de los impuestos indirectos o el pago de los intereses de la deuda, entre otros, serían instrumentos de obligatoria obediencia si España pretende “sanear su economía”. No hacerlo sería, según esa misma lógica, el colapso o la bancarrota.

Por supuesto que podríamos preguntarnos si no es precisamente esa serie de prescripciones lo que está produciendo la actual crisis sistémica, esto es, la reestructuración radical del capitalismo y su escandalosa transferencia de riqueza a los grandes grupos económicos y financieros trasnacionales. Hay buenas razones para suponer que ese es el caso, a condición de admitir simultáneamente que se trata de «prescripciones» en tanto y en cuanto los estados nacionales las reconocen como tales.

Interpretar este proceso como «pérdida de soberanía», aunque retiene lo que hay de coactivo en estos organismos internacionales, no deja de tener un momento engañoso: pierde de vista la complicidad objetiva de los estados con respecto a esas prescripciones orientadas a la «desregulación de los mercados», esto es, a la supresión de las restricciones al capital privado y la promoción de medidas que favorezcan las condiciones de su rentabilidad. En el nuevo (des)orden mundial, sin embargo, no todo es impuesto. El neoconservadurismo como agencia política no se limita a acatar unos mandatos económicos centralizados; a nivel nacional, despliega algunas iniciativas relativamente autónomas con respecto a esos mandatos: la financiación millonaria al clero católico y el apoyo activo a sus grupos más ortodoxos y reaccionarios, la defensa entusiasta de una monarquía desacreditada, el elitismo educativo y la creciente exclusión de las clases populares y medias del sistema universitario, el arrase medioambiental y el modelo de urbanización salvaje, el asalto ideológico a los medios públicos de comunicación, la desfinanciación de la investigación científica y la producción artística, las políticas de criminalización de movimientos sociales, la consolidación del control ejecutivo sobre el sistema judicial, la amnistía fiscal de los grandes evasores, la arremetida contra los derechos de las mujeres y de los inmigrantes, la política de desahucios (cuestionada incluso por la Comisión Europea) y, en general, la regresión en términos de derechos sociales, económicos, políticos y culturales.

Lo anterior invita a preguntarse si la «infra-regulación económica» (esto es, el déficit normativo que agrava las desigualdades socioeconómicas presentadas como “economía de libre mercado”) no tiene como contraparte necesaria una «sobre-regulación político-cultural» inédita, esto es, una multiplicación de codificaciones restrictivas en lo que atañe a la configuración de nuestras formas de vida, de las instituciones públicas y privadas y de los modos en que construimos la convivencia humana. Porque, una vez más, no se trata sólo del despliegue del aparato represivo del estado o de una escalada autoritaria sin precedentes inmediatos; es la sedimentación de una cultura hegemónica que, simultáneamente, legitima la obtención fraudulenta de riqueza y la exhibición distintiva de poder, reafirma un cierto tradicionalismo jerárquico (como fuente de autoridad que pretende restablecer de forma reverencial) y consagra las desigualdades en nombre de una concepción individualista y meritocrática de la sociedad (1).

2. Crisis y corrupción

Afirmar que la causa de la crisis es la corrupción política (2) es una coartada ideológica que deja intacto el dogma de que, si no fuera por esas irregularidades ético-jurídicas, el capitalismo podría constituir una alternativa “saludable”, honesta y justa. Sin embargo, abogar por un “giro ético de la política” es radicalmente insuficiente: no sólo no basta la honestidad, sino que es preciso un giro político radical tan improbable como necesario.

Por lo demás, la coartada que estigmatiza lo público en general y capitaliza el descrédito de la política profesional es invocada de forma regular para justificar un proceso de privatizaciones que, presuntamente, subsanaría la corrupción estatal. Incluso si dicha corrupción fuera planteada como justificativo de una política reformista (destinada a hacer “transparentes” las reglas de juego y reestablecer la “buena marcha de la economía”) el dogma se mantiene: la tesis de un capitalismo de libre competencia en el que todos los jugadores aceptarían las mismas reglas de juego, como si las tendencias monopólicas del capital privado no comprometieran ya la eliminación estratégica de los sujetos competidores por cualquier medio.

Las actuaciones de las grandes corporaciones trasnacionales al margen de las legislaciones nacionales vigentes, con la complicidad de las autoridades públicas, es cada vez más manifiesto. La corrupción forma parte de sus tácticas de posicionamiento de mercado y ampliación de sus cuotas de participación. A menos que demos a esa categoría un contenido especialmente restringido, la cleptocracia está institucionalizada y rebasa de forma evidente la esfera estatal: no constituye una “perversión” con respecto a una pauta de rectitud diferente, sino que es el modo regular de funcionamiento de la economía-mundo y las democracias parlamentarias actuales.

Para contrastar una afirmación semejante resulta plausible apelar a los informes de Transparencia Internacional, obtenidos mediante la mayor encuesta de opinión pública sobre corrupción a nivel mundial. Los resultados son lapidarios: el pago de sobornos es “una práctica generalizada” de las empresas hacia las autoridades públicas o hacia otras empresas para la obtención de favores (3), especialmente en el sector de obras públicas y construcción, del sector petrolero o del gas. Los avances efectuados con respecto a 2008 son en su abrumadora mayoría inferiores al 2 % (4). Si bien los niveles de corrupción sistémica varían significativamente según los países, su omnipresencia variable y modulada en diferentes sectores e instituciones a nivel mundial está fuera de discusión. En España, si la percepción de corrupción en los partidos políticos es 4,4 (siendo 1 “Nada corrupto” y 5 “Muy corrupto”), en el sector privado es de 3,3 (5).

En términos cualitativos: la corrupción percibida afecta de forma abrumadora tanto al sector público como privado, aunque en menor proporción. Las prácticas de corrupción (y la opacidad que le es inherente) no sólo no son excepcionales, sino que constituyen una regularidad estructural para la obtención de favores y prerrogativas que vulneran un principio de igualdad. La corrupción percibida, sin embargo, no agota una práctica multifacética, a menudo indemostrable, que incluye puertas giratorias, evasión fiscal, donaciones ilegales, trato de favor, leyes especiales, comisiones especiales, nepotismo, lobbies, quiebras fraudulentas, extorsión, préstamos blandos, adjudicaciones de obras y licitaciones públicas, etc. En esa práctica transversal participan directivos y gerentes, operadores bursátiles, sindicalistas, juristas y abogados, economistas, periodistas, clérigos, policías y un sinnúmero de profesionales. La ingeniería de la corrupción organizada es, a menudo, estadísticamente invisible: representa la argamasa de un sistema económico, político y cultural que acepta como regla de juego infringir las reglas cuando se trata de obtención de beneficios privados.

3. Corrupción y capitalismo

Suponer que las autoridades europeas tienen como objetivo impedir la corrupción gubernamental es como mínimo una ingenuidad; a lo sumo, su propósito consiste más bien en regular las prácticas corruptas para que no sobrepasen ciertos límites que podrían dificultar la obtención de los resultados previstos.

La corrupción del partido gobernante en España, en este sentido, no perturba el proyecto político hegemónico -del que la troika no es sino uno de sus portavoces privilegiados-: es una de sus condiciones de realización. Sin esa corrupción, difícilmente podría explicarse cómo distintos gobiernos nacionales implementan unas políticas públicas manifiestamente antipopulares, que tienen como claros beneficiarios a las mismas oligarquías económico-financieras que las impulsan. Resulta inverosímil alegar que dichos gobiernos no saben lo que están haciendo: el enriquecimiento ilegal de sus miembros lo desmiente rotundamente.

Admitamos la hipótesis de que cierta derecha honesta no constituye un oxímoron o una contradicción entre los términos. En tal caso, tendríamos dos alternativas teóricas que en principio podrían dar cuenta de estas políticas antipopulares: (i) o bien la distinción misma entre oligarquías económico-financieras y poderes gubernamentales es inválida, siendo los segundos meros portavoces de los primeros, movidos por intereses económicos similares, (ii) o bien la distinción se mantiene y la identificación entre estos grupos es de carácter estrictamente ideológico, más allá de su pertenencia de clase, poniéndose en disputa el sentido mismo de «lo popular»: lo que para nosotros significa una clara afrenta al bienestar colectivo sería para ellos un modo de defenderlo.

Aunque a priori las dos alternativas teóricas son posibles, en términos históricos este tipo de políticas ha estado asociado a prácticas de corrupción persistentes, esto es, a la obtención ilegítima de beneficios y favores privados por parte de los miembros del gobierno en cuestión. En síntesis, si bien estas prácticas no son patrimonio exclusivo de una ideología política determinada (y ni siquiera de un sistema en particular), la subordinación de las elites gobernantes a los poderes económico-financieros ha estado ligada -y sigue ligada- a un amplio sistema de prebendas y dádivas. De forma más general, un capitalismo sin corrupción es un contrasentido. Al respecto, cabe preguntarse si este tipo de prácticas no es constitutivo de toda estructura económica, política y cultural que se sostenga de hecho sobre la desigualdad. Aunque no pretendo resolver semejante cuestión, algunos argumentos aquí esbozados sugieren esa dirección.

Lo antedicho, en cambio, sí permite dar cuenta de la falta de pronunciamientos públicos por parte de la troika con respecto a la corrupción, especialmente en los países del sur europeo. Como he procurado argumentar, al actual «bloque histórico» (6) le basta que los PIIGS no se desvíen de los recetarios prescritos más allá de ciertos márgenes previstos. A esos países no se les pide más transparencia democrática sino obediencia a la metafísica del mercado. Para el poder hegemónico, la opacidad es su modo de existencia: la corrupción sólo podría convertirse en un boomerang si pusiera en jaque la resignación de una parte significativa de los que padecen el ajuste.

No cabe descartar, pues, algún movimiento forzoso ante la “hipótesis” de una presión colectiva creciente: la crisis de legitimidad podría llevar más allá de esos márgenes previstos y, con ello, obligar a los mandatarios a tener que alterar de forma drástica sus proyecciones de recortes públicos y capitalización privada. En la rueda del sacrificio, siempre puede sustituirse a algún presidente más o menos inepto e inmoral a cambio de que las políticas del saqueo se mantengan. Que algo similar ocurra depende de la presión colectiva que pueda ejercerse mediante la movilización social. Aunque no tenemos demasiadas razones para ser optimistas, la evidencia de una corrupción omnipresente en las estructuras de poder constituye una nueva oportunidad para revitalizar la promesa de otro mundo.

Arturo Borra


1) Identificar esa cultura hegemónica con sus indiscutibles elementos «nacional-catolicistas» siempre corre el riesgo de impedir analizar el entrecruzamiento entre esos elementos y otros componentes heterogéneos, mucho más extendidos a nivel mundial, como por ejemplo, la xenofobia y el racismo, la primacía de una ética cínica, la apología del pragmatismo, o el descrédito con respecto a otras alternativas históricas. En cualquier caso, se trata de elementos diferenciados que aparecen articulados al «nacional-catolicismo» manifiesto en diferentes decisiones del actual gobierno español, desde la nueva ley de fertilización asistida (que excluye a madres solteras y lesbianas) hasta las nuevas regulaciones previstas para la interrupción del embarazo.

2) Aunque no cabe subestimar el perjuicio económico que la corrupción política produce, atribuirle fuerza causal en el actual descalabro económico es inverosímil: este tipo de prácticas es una constante sistémica, aunque desde luego, no sea exclusiva al capitalismo contemporáneo. Estratagemas así desconocen sin más la responsabilidad central del sistema financiero mundial (y, a nivel nacional, del mercado de la construcción y el sector inmobiliario) en la producción de la coyuntura actual.

3) En el I.F.S. (índice de fuentes de sobornos) de 2011, las conclusiones del informe son inequívocas: “En la encuesta, diversos líderes de empresas internacionales indicaron que existe una práctica generalizada de pago de sobornos a funcionarios públicos por parte de empresas con el fin de, por ejemplo, conseguir la adjudicación de licitaciones públicas, evitar el cumplimiento de reglamentaciones, agilizar procesos gubernamentales o influir en la determinación de políticas”, en   http://www.transparencia.org.es/INDICES_FUENTES_DE_SOBORNO/INDICE%20DE%20FUENTES%20DE%20SOBORNO%202011/ASPECTOS_MÁS_DESTACADOS_%20IFS_2011.pdf

4)http://www.transparencia.org.es/INDICES_FUENTES_DE_SOBORNO/INDICE%20DE%20FUENTES%20DE%20SOBORNO%202011/Tabla%20comparación%20IFS%202011%20y%202008.pdf

5)http://www.transparencia.org.es/BAROMETRO_GLOBAL/Barómetro_Global_2013/Tabla%20sintética%20Barómetro%202013.pdf

6) Si bien Gramsci utilizó la noción de «bloque histórico» para referirse primordialmente a las alianzas de clase, en un sentido amplio «bloque» alude aquí a un tejido de alianzas inestables entre sujetos sociales relativamente heterogéneos que participan en la construcción de hegemonía. Dichas alianzas son condición de existencia de cualquier articulación hegemónica. Hay articulación precisamente porque el bloque histórico mismo es inestable y está atravesado por conflictos.


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