a) El miedo como política
Instituir el miedo como política,
la política del miedo, como modo de vinculación con los otros es el juego
peligroso en el que se ha embarcado Europa. La tendencia a criminalizar a los
inmigrantes («irregulares» en primera
instancia) tiene como contracara la consolidación de un estado policial que
gestiona la promesa de protección contra la presunta inseguridad que crecería
por la presencia de esta masa humana marginal.
Tras la agitación del miedo no
sólo asoma el fantasma xenófobo y racista; sobrevuela también la amenaza
explícita de los estados europeos hacia esos sujetos especialmente vulnerables
que logran sobrevivir como no-ciudadanos
en un país extranjero. El problema no se limita a una capitalización partidaria
de unos miedos sociales cada vez más extendidos ni a la poderosa industria de la seguridad. La
demagogia política que capta millones de votos y el negocio del miedo que mueve
millones de euros son dos factores centrales que sólo pueden crecer en
condiciones en las que la mayoría de la población autóctona vive al otro como
sujeto antagónico, no integrable, que usurpa un espacio que no le pertenecería
por derecho (servicios sociales, sanidad, educación, empleo, vivienda).
Sería miope negar que, tras los
discursos de la inseguridad y la mercantilización de sus presuntas soluciones, subyace
una percepción social relativamente generalizada de un “descontrol” o “desequilibrio”
en la gestión de la inmigración. Interpretada a menudo en clave de “invasión”,
el tabique y el encierro como políticas aparecen como modos privilegiados de la
solución invocada: no se trata ya sólo de hacer más rígidos los ingresos de
inmigrantes (separados rigurosamente de los turistas ávidos de consumir
paisajes que dejan ingentes ingresos a los diferentes sectores de la hostelería
y de los jubilados comunitarios que no implican competencia laboral alguna),
sino de hacer permanente el control, de extenderlo a estos colectivos, de
ejercer una vigilancia discontinua en su acción pero constante en sus efectos. Ciertamente,
en las «sociedades de control» los poderes policiales no ejercen de forma
homogénea su vigilancia; siempre habrá, en un momento dado, zonas más sensibles
y sujetos especialmente sospechosos. Por poner un ejemplo, un musulmán
procedente de Medio Oriente, incluso con relativa independencia a su nivel de
ingresos, será blanco permanente de este control invisible pero certero sobre
los cuerpos.
En este contexto cultural, no
alcanza con responder al alarmismo social en un nivel jurídico, señalando que
cualquier extranjero que delinque ya es
expulsado de España y de otros países de Europa, en consonancia al código
penal y a la ley de extranjería actuales. En última instancia, lo que está en
juego es la construcción discursiva de la equivalencia entre «inmigración» y
«delincuencia». Los C.I.E. (centros de internamiento de extranjeros) al
penalizar con el encierro a inmigrantes irregulares no hacen más que alimentar
esta tendencia en aumento a construir la inmigración como portadora de una
peligrosidad intrínseca. Dicho de otro modo: al convertir a los inmigrantes
irregulares en objeto de encierro, se contribuye al menosprecio encubierto
(cuando no abierto) cada vez más extendido hacia esos colectivos, uniformizados
a partir de categorías jurídicas abstractas.
b) Sobre la situación de los CIE en España
¿Qué ocurre con los CIE diseminados tanto en
territorio español como en más de 20 países de la Unión Europea desde
1985? El conocimiento públicamente disponible al respecto no deja lugar a
dudas: los inmigrantes irregulares están confinados en esa zona indiscernible
donde no hay privacidad ni acceso al espacio público, en nombre de una política
de seguridad que institucionaliza de facto
la categoría del fuera del derecho (1).
Las denuncias ampliamente documentadas relativas
a los CIE españoles (distribuidos en ciudades como Madrid, Valencia, Málaga,
Barcelona, entre otras) se repiten desde hace varios años y están avaladas tanto
por asociaciones y ONG (ACSUR, APDHA, AEDIDH, CEAR, Convivir Sin Racismo,
Federación Estatal de Asociaciones de SOS Racismo, Fundación Acción Pro
Derechos Humanos, Grupo Inmigrapenal, Médicos del Mundo, entre otros), como por
entidades europeas, comisiones del Parlamento Europeo e instituciones españolas
como la Defensoría del Pueblo o la Fiscalía General del Estado. Entre esas
denuncias, cuentan las palizas y torturas
a internos, los castigos colectivos arbitrarios, registros nocturnos, insultos
racistas, traslados y deportaciones repentinas e injustificadas, atención
sanitaria deficiente, falta de identificación de los funcionarios policiales,
falta de recursos e infraestructura suficientes, por mencionar las más
recurrentes, aunque no deberíamos olvidar -habida cuenta de su gravedad-
denuncias más puntuales tales como tratar de forma indigna a una enferma de
cáncer (2), o los abusos sexuales a una mujer de origen marroquí que luego fue
extraditada, archivándose el caso contra el policía acusado (3).
Como información probada, alcanza con señalar que las instalaciones de los CIE
tienen graves problemas (incluyendo la falta de espacios íntimos), no se
permite el acceso a las organizaciones sociales, no existen servicios sociales
en la mayoría de los casos, no hay dependencias para enfermos, se usan
discrecionalmente las celdas de aislamiento sin notificación sistemática al
juez, se utiliza la sujeción con grilletes o esposas para los internos y, en
algunos centros, la luz se mantiene encendida las 24 horas (4). A esas
infraestructuras deficitarias, hay que sumar el incumplimiento habitual de normas como la revisión sanitaria de los
internos, la disponibilidad de ropa, el uso de las llamadas telefónicas, la
falta de asesoramiento legal, la falta de mediadores y traductores y la vulneración de derechos básicos. Siguiendo
el informe de CEAR, se considera una “convicción probada” las torturas a
internos dentro de algunos CIE, así como la ausencia de sistemas de
identificación de los policías, la existencia de zonas grises en el sistema de
video-control, la negativa a elaborar partes médicos y a documentar lesiones
por parte del personal médico del centro. De forma igualmente corroborada,
también se señala la imposibilidad de acceso directo del interno al juez o
fiscal para expresar quejas o denuncias. Podrían señalarse otros tantos
problemas, pero lo dicho es suficiente para que no sorprenda por qué a estos centros
se los ha bautizado como “pequeños Guantánamos”.
Las crónicas denuncias de maltrato, insultos y
humillaciones sufridas en los CIE (5) forman parte de esas regularidades
vergonzantes que buena parte de la “ciudadanía” prefiere desconocer, no
obstante la movilización de algunas ONG, plataformas sociales y asociaciones
que luchan por su cierre inmediato (6). Contra esa voluntad de ceguera
mayoritaria, hay que recordar que a esas denuncias se suman también continuas
redadas policiales que tienden a naturalizar el racismo como principio de selección de posibles irregulares (7). El hecho de que autoridades
de algunos CIE se hayan negado a visitas de control por parte de ONG implicadas
(8) muestra a las claras no sólo la opacidad de su funcionamiento sino además
la certeza por parte de quienes los gestionan de estar cometiendo una violación
sistemática de los derechos que reglamentariamente se les confiere a los
confinados.
Las falencias y problemas gravísimos que afectan
a los CIE son la punta del iceberg que compromete a las políticas de
inmigración y asilo del estado español en su conjunto. No hay ningún azar tras
estas realidades: son producto de una política del encierro que produce maltratos
físicos y psíquicos por parte de quienes detentan el monopolio de la ley y la violencia. No se
trata, sin embargo, de una tendencia local contrarrestada por fuerzas globales.
Por el contrario, este maltrato hacia los más vulnerables es una política de
estado, elaborada por gobiernos que presuntamente combaten la xenofobia y el
racismo.
Más allá de las intencionalidades manifiestas,
los efectos de esta política no dejan lugar a dudas: además de crear sujetos
sometidos a un régimen de excepcionalidad sin garantías, crea las condiciones
para que parte de los irregulares, tras el período máximo de retención, sean
liberados con orden de expulsión, lo que equivale a vedarles toda posibilidad
de acceder a una regularización posterior (y por extensión, de acceder a un permiso
de trabajo). Objetos de un sistema de encierro, constituidos como sujetos
delictivos –aunque sin las garantías de las cárceles ni personal competente
para atender sus necesidades físicas, psíquicas y sociales-, los “internos”
difícilmente quedan rehabilitados para afrontar una exterioridad no menos
amenazante en las condiciones en que son devueltos. Los “sospechosos de
siempre” son también los “eternos condenados”: “sudacas”, “negros”, “moros”,
“amarillos”, parias sin país…
Si cualquier «campo» (de
internamiento, de concentración, de
exterminio), como espacio de excepción, se sitúa fuera del orden jurídico
normalizado, apenas puede afirmarse con un mínimo de honestidad que el
desprecio de las vidas que allí se produce de forma sistemática es un hecho
accidental. Por implicación, los padecimientos de los internos de los CIE no es
un mero incidente producto de algunos excesos policiales, más o menos aislados.
Su estructura jurídica de excepción, da pie a que lo excepcional sea la regla:
vejaciones, insultos, abusos de autoridad. Como «máquina letal» el maltrato no
es transgresión de su funcionamiento, sino su puesta en práctica, en la que los
sujetos son reducidos a cuerpos regulados a través de una violencia crónica, ejercida
discrecionalmente por un poder policial soberano.
Ahora bien, ¿cómo es posible que
una persona que no ha cometido ningún delito pueda ser encerrada en nombre de
un “estado de derecho” más o menos espectral? ¿Qué clase de racismo y xenofobia
institucionalizados permiten legalmente que algunos seres humanos sean
recluidos por una falta administrativa como es el caso de estar indocumentado? Incluso si las condiciones e infraestructura
de los CIE fueran las apropiadas, el proceder mismo es indefendible: si cometer una falta administrativa es
razón suficiente para ser recluido, entonces, la amplia mayoría de la población
debería estarlo (y no hablemos ya de los imputados
por delitos de gravedad como la corrupción, el tráfico de influencias, el
cohecho, asociación ilícita, etc.).
¿Debemos concluir, entonces, que
el racismo se pone en práctica de forma selectiva, especialmente con los
desposeídos? La pregunta es puramente retórica: en última instancia, sólo
podemos explicar estas prácticas en las que están implicados los estados
europeos no sólo a partir de prejuicios xenófobos y racistas, sino también de
un clasismo radical que adquiere estatuto jurídico en las “fianzas”.
Paradójicamente, nuestro régimen político permite que unos imputados por
delitos graves estén en libertad si tienen poder para pagar su fianza y a su
vez sujetos que han cometido faltas administrativas estén encerrados por no
disponer de recursos económicos suficientes para su defensa.
La conclusión que se deduce es que
lo que vale para ciertos colectivos no vale para todos, esto es, el trato de
excepcionalidad que se aplica a los inmigrantes irregulares, de generalizarse,
nos instala en una situación totalitaria en la que las faltas administrativas
son tratadas como delitos jurídicos. Desde luego, la gravedad de esta
regularidad de la excepción no disminuye por afectar a menos personas (en este
caso, “no-ciudadanos”) sino que la (mal)disimula. Porque el procedimiento sigue
siendo arbitrario y no hace más que reafirmar un doble rasero de los estados
europeos en los que los derechos humanos son desechados en cuanto el ser humano
no es ciudadano. Se plantea así una dualización perversa: al reconocimiento de los
derechos de ciudadanía se le superpone una denegación de tales derechos a los
no-ciudadanos.
Sostener que la institución
policial es racista no es ninguna acusación desmesurada; sin embargo, cuando se
intentan borrar las huellas de sus prácticas el problema se agrava, porque se
da un cariz institucional a ese racismo, indiscutiblemente enlazado a un
clasismo de larga data. Es precisamente ese ocultamiento cínico lo que desde
hace varios años el estado español ha instalado como moneda de cambio, constituyendo a sujetos irregulares en ilegales,
esto es, objetos de persecución y encierro. Que esta práctica estatal se
considere “normal” no hace sino agravar el problema: señala el grado de
patologización de las estructuras sociales e institucionales en las que mal
vivimos.
Para firmar la iniciativa: "Que
el derecho no se detenga a la puerta de los CIE", aquí.
(1) Según el
Ministerio del Interior de España, la detención –con una duración máxima de 60
días- procede “en casos de denegación de entrada,
devolución, inicio de expediente sancionador por el procedimiento preferente y
expulsión” a “petición del instructor del procedimiento, del responsable de la
unidad de extranjería del Cuerpo Nacional de Policía ante la que se presente el
detenido o de la autoridad gubernativa que hubiera acordado dicha detención” (http://www.mir.es/SGACAVT/extranje/regimen_general/centro.html).
(4) Me remito
al informe hasta el momento más sistemático que existe al respecto: “Situación de los centros de internamiento
para extranjeros en España” (informe técnico realizado por la Comisión Española
de Ayuda al Refugiado (CEAR) en el marco del estudio europeo DEVAS). http://www.icam.es/docs/ficheros/200912110006_6_1.pdf
(5) Estas denuncias son de
conocimiento público. Al respecto, puede consultarse:
http://www.publico.es/127183/muros-opacos-centros-de-internamiento-para-sin-papeles
(6) La campaña por el cierre
de los CIE puede seguirse aquí: http://ciesno.wordpress.com/
(7) Con respecto a las
redadas policiales, puede consultarse la nota “Acoso policial contra los
inmigrantes” en http://www.diagonalperiodico.net/Acoso-policial-contra-los.html
(8) Así por ejemplo http://www.cadenaser.com/sociedad/articulo/juez-ordena-centro-internamiento-extranjeros-aluche-facilite-visitas-ong/csrcsrpor/20110119csrcsrsoc_4/Tes
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