I.
Sobre el humanismo renacentista
La categoría de «humanidad»,
desde su irrupción significativa en el pensamiento filosófico occidental,
implicó una referencia
universal que excede propiamente el concepto de «especie» -como unidad
biológica dada entre los seres humanos- y de «comunidad» -como unidad
instituida entre miembros de un colectivo específico-. Aunque con matices
diferenciados, «humanidad» no refiere a ninguna comunidad particular ni, mucho
menos, al conjunto de especímenes que conforman la especie humana. Aunque la
propia unidad biológica de la especie humana ha sido puesta en cuestión por el
racismo científico del siglo XIX, de forma similar al cuestionamiento a toda
idea de comunidad por parte del individualismo político moderno, lo que podría
estar en crisis en el presente es algo de mayor alcance: la propia idea de
«humanidad» como conjunto indivisible de seres humanos dotados de dignidad.
La idea abstracta de que los
seres humanos formamos parte de una totalidad orgánica, esto es, una
colectividad que no está dada por naturaleza sino que ha de ser construida en
términos históricos no tiene ella misma más que unos pocos siglos. Es precisamente
esta «humanidad» como categoría general la que hoy mismo podría estar sufriendo
una erosión inédita, de la mano de la proliferación de particularismos
político-culturales que se presentan como mutuamente excluyentes, comenzando
por la ofensiva neoliberal que no reconoce más que «individuos» en tanto
sujetos naturalmente egoístas.
En efecto, puede que ningún otro
movimiento filosófico haya impulsado con más vigor esta idea de «humanidad» que
el humanismo renacentista, al suponer un reconocimiento de la dignidad humana a
priori, claramente contrapuesta a la condición originariamente «pecaminosa»
de los miembros particulares de la comunidad cristiana y a la condición
inerradicablemente «infiel» de los miembros de otras comunidades religiosas. En
rigor, el propio reconocimiento de cualquier parecido de familia entre sujetos
religiosos diferenciados ha sido reiteradamente negado por las religiones
instituidas, en cuanto podría significar sin más la admisión tácita de la
propia relatividad de las creencias de esos sujetos o comunidades. En este
sentido, la línea de demarcación entre la presunta “fe verdadera” y el resto de
los credos, reducidos a falsas creencias, necesariamente implicó en términos
históricos el debilitamiento de la humanitas en común para exaltar el
papel de la comunitas (religiosa).
En suma, en el contexto cultural
del Renacimiento, que de forma incipiente comenzaba a limitar el alcance del
dogmatismo religioso ejercido durante la Edad Media, la idea de «humanidad»
cobró fuerza como forma filosófica de contraponer a una comunidad religiosa
particular un ideal cosmopolita que incluyera a otros seres humanos e incluso a
otras comunidades en una misma categoría común. No por azar el Discurso
sobre la dignidad del hombre, publicado originalmente en 1486 por Pico
della Mirandola, constituyó uno de los hitos más relevantes en la fragua de la
idea de «humanidad» como sujeto. Al respecto, resulta manifiesto que el
concepto en cuestión fue ganando impulso con los procesos de secularización de
las sociedades occidentales modernas, incluso si esas mismas sociedades,
históricamente, han infligido un trato indigno y degradante a otras
comunidades. Dicho de otra manera: si por una parte el humanismo filosófico
moderno no ha impedido el genocidio de pueblos enteros ni detenido la dinámica
del expolio colonialista, por otra parte, contribuyó de forma decisiva a
fortalecer el ideal de igualdad humana que se fue fraguando, de forma
contradictoria y vacilante, en el período de varios siglos.
Más todavía: aunque el propio
desarrollo histórico del capitalismo ha negado ese ideal igualitario de forma
sistemática, desde la primera declaración de los derechos humanos en 1789 como
declaración de derechos universales, ha consolidado el imaginario
secular de una «humanidad» común, con independencia al género, la raza, la
etnia, la clase social, la orientación e identidad sexual e incluso la opinión
política[1].
El flagrante incumplimiento de los derechos humanos por parte de las propias
potencias occidentales que se arrogaron la función de custodiarlos, e incluso
el absoluto desprecio que han mostrado históricamente esas potencias frente al
derecho de los demás, no es razón para dejar de reconocer en esa declaración de
carácter universal un horizonte normativo en el que cada ser humano es
constituido como sujeto de múltiples derechos, en tanto integrante de la
humanidad.
II.
La masacre consentida
Ahora bien, si al fin y al cabo
la modernidad anunció en términos filosóficos una «humanidad» que ella misma
denigró de forma reiterada en términos históricos, sin privarse siquiera de
medios tan brutales como el asesinato, la tortura, la persecución y el
genocidio, ¿en qué sentido nuestra contemporaneidad podría considerarse de
forma válida como diferente? ¿Qué diferencias sustantivas hay entre las
masacres repetidas en la historia humana y las masacres actuales, comenzando
por la que está perpetrando el estado israelí en Medio Oriente con el apoyo de
las principales potencias occidentales? ¿No fue acaso el nazismo la encarnación
de todo lo ominoso que también supuso la modernidad capitalista? O de forma más
directa, ¿no ha sido el fascismo en un sentido amplio el que ha arrojado al
basural de la historia el ideal de «humanidad»? Y ¿no son acaso las dos guerras
mundiales del siglo XX la encarnación misma de la desaparición de este ideal
renacentista?
Por más sorprendente que resulte,
incluso el fascismo del siglo XX pretendía justificar todavía su genocidio en
nombre de un ideal específico (perverso desde luego) de “humanidad”. Sus más
abominables prácticas tenían el reverso de una justificación retórica en la que
la categoría de humanidad estaba presente, aun si se desterraba de su alcance a
otros seres humanos categorizados como “animales” o “subhumanos”. A pesar del
manifiesto desprecio a comunidades enteras de seres humanos (p.e. personas
judías, comunistas, gitanas, con discapacidad) y de su exclusión del concepto
de “humanidad”, la propia noción aún conservaba un sentido como máscara
ideológica, esto es, como una referencia positiva que había que reconfigurar en
términos supremacistas. La vocación imperial del viejo fascismo se justificaba
así en nombre de un presunto mejoramiento de la humanidad como conjunto
(a diferencia del fascismo actual que está dispuesto a prescindir sin más de la
propia idea). Que esa justificación fuera una máscara hipócrita, un pretexto
para avasallar mejor a los otros, no niega la omnipresencia de esta referencia
a la «humanidad» (ciertamente angostada) como una suerte de testigo universal
de la historia.
Nuestra época, por el contrario,
parece estar asistiendo a los funerales de la «humanidad» como categoría
englobante que iguala a todos los seres humanos como titulares de
derecho, más allá de su ciudadanía reconocida. No porque fuera a extinguirse la
especie humana en un corto plazo o porque el apocalipsis sobrevuele por sobre
nuestras cabezas bajo la forma de la amenaza nuclear o de la catástrofe
ecológica -amenazas manifiestamente presentes y recurrentes- sino porque, a
diferencia de otras épocas, las clases dominantes ya no ocultan en lo más
mínimo que se han desentendido de distintas comunidades, condenadas sin más a
su exterminio forzoso.
En efecto, en las condiciones
culturales del presente, en el horizonte de la subjetividad neoliberal ni siquiera
aparece la necesidad de justificar las masacres en curso en nombre de alguna
presunta “humanidad” beneficiaria. Toda la retórica humanista -y con ella la
declaración universal de los derechos humanos y las instituciones que pretenden
hacerla efectiva-, parece sumida en una especie de impotencia recurrente, esto
es, de completa desactivación práctica. Para decirlo directamente: los derechos
humanos, en las coordenadas del discurso hegemónico, han devenido letra
muerta, que a nada obliga, incluso si desde una política de izquierdas no
cabe más que su reivindicación política.
El soberano desprecio que el
neoliberalismo y otras narrativas fundamentalistas han mostrado en las últimas
décadas por la carta de derechos humanos la ha convertido no ya en una
declaración vacía sino directamente superflua, al punto de no contar con ella
en lo más mínimo. Como si la crítica moderna al relato antropocéntrico del
«humanismo» -en lo que tiene de pernicioso, al presuponer una dignidad
humana general avasallada en la práctica de mil maneras en la propia
modernidad-, en vez de haber dado lugar a una política emancipatoria más
consecuente, a un sentido de la justicia expandido a la totalidad de los
pueblos, no hubiera dado pie más que a su supresión efectiva. Según el supuesto
implícito de ese giro, puesto que la idea de «humanidad» es un mito incapaz de
detener el curso beligerante de la historia, entonces, no cabe más que
arrojarla al fregadero de los ideales caducados.
Que el crepúsculo de la
«humanidad» como categoría englobante y general se produzca en las condiciones
de un capitalismo que ha globalizado la guerra, como una mercancía más, no deja
de ser paradójico: mientras los más optimistas tenían razones para pensar que
este proceso daría un nuevo impulso a la cooperación entre diferentes
comunidades políticas o al mutuo reconocimiento de la condición común entre
humanos diversos -a saber, su «humanidad»-, lo cierto es que el movimiento
histórico-universal concreto ha propiciado la proliferación de diferentes
antagonismos sociales expandidos a nivel mundial y la negativa creciente a
reconocer al otro como semejante e incluso como sujeto de derecho.
De un modo que habrá que seguir
elucidando, las llamadas «nuevas derechas»[2]
lo que están capitalizando en el actual orden mundial, gobernado por un sistema
económico-financiero completamente desatado con respecto a los estados
nacionales, no es nada distinto a esta especie de retirada voluntaria
del campo de lo común bajo la forma de una creciente privatización de la vida
o, más radicalmente, a este repliegue identitario en el que la «humanidad» no
aparece ya ni siquiera como un horizonte político deseable, en tanto ideal de
desarrollo social justo e igualitario o de reconocimiento del otro como sujeto infinitamente
perfectible pero en todos los casos digno, portador de derechos.
Por el contrario, lo que se está expandiendo a una velocidad sorprendente,
movida por una auténtica pasión por la desigualdad, es la caída de esa
«humanidad» significada como una abstracción de la que hay que sustraerse
mediante la reafirmación de una diferencia jerarquizada que reclama privilegios
en detrimento de todas las otras.
III.
Sobre la nueva derecha
Aunque buena parte de esta “nueva
derecha” se agota en la vieja búsqueda de una política de restauración
tradicionalista -presentando los derechos colectivos adquiridos como amenaza para
el propio bienestar de los sujetos privilegiados-, de forma subrepticia, lo que
está emergiendo en esa derecha, como algo específicamente novedoso, no parece
ser otra cosa que la misma disolución de la referencia a la «humanidad» como
conjunto indivisible al que estamos inexorablemente unidos, planteando por el
contrario una relación de abierta hostilidad hacia todo aquello que suponga
alteridad. La incitación continua al odio no es más que una manifestación de
esta referencia perdida. La idea de que hay que responder ante esa «humanidad»
parece una idea ya asediada por algo anacrónico, perteneciente a un tiempo
puesto a distancia, fatalmente ligado al pasado.
De la mano de esta derecha
autoritaria que hegemoniza el mundo, tanto a nivel social como estatal, en
suma, lo que se está perpetrando es el crimen contra un ideal moderno con
potencial revolucionario: el que apostó por la igualdad efectiva de los seres humanos
ya no por su pertenencia a una comunidad particular o a la especie sino por su
sola pertenencia a la colectividad humana. La misma universalidad de la
categoría exigía a nuestras sociedades, en términos normativos, una labor de
construcción de una justicia que incluyera a los otros, que se responsabilizara
por su bienestar, que respondiera ante los incumplimientos de sus derechos e
incluso que defendiera su humanidad contra los poderes instituidos. Toda esa
retórica humanista ha quedado confinada, en el mejor de los casos, a cierto
izquierdismo más o menos minoritario, acusado de “nostálgico”.
Incluso en las guerras del Golfo
de finales del siglo XX las retóricas discursivas que utilizaron estados
imperiales como EEUU o Reino Unido invocaban una promesa democratizadora, un
bien colectivo para la humanidad, consistente en una supuesta restauración de
la libertad de un pueblo bajo el yugo de una tiranía malvada. Por supuesto que
toda esa retórica no ha pasado de ser una estratagema para legitimar lo
ilegítimo. Pero la referencia a la «humanidad», como testigo colectivo de la
historia, resultaba todavía insoslayable. (Ciertamente, otro debate sería
reflexionar cómo esa «humanidad» invocada, en vez de constituirse en sujeto
protagónico de la historia, ha quedado reducida a un papel meramente
testimonial).
En cualquier caso, el siglo XXI
bien podría ser el siglo en el que un cambio de régimen político se está
produciendo a pasos acelerados, en nombre de una ética de los negocios universalizada
que se desentiende de sus consecuencias políticas y sociales desastrosas. Dicho
cambio de régimen podría estar manifestándose, entre otros síntomas, en el
hecho brutal de que en las actuales retóricas beligerantes de los estados la
referencia a la “humanidad” se ha esfumado sin más. La propia referencia a la
«democracia» como régimen político dominante en nuestras sociedades
occidentales, en estas condiciones históricas, debe ser cada vez más matizada
para que cuente con una mínima verosimilitud. En cualquier caso, las palabras
referidas a la guerra entre Rusia y Ucrania por parte de David Cameron a
comienzos de 2024, entonces secretario de estado para asuntos exteriores y ex
primer ministro del Reino Unido, son perfectamente ilustrativas de este cambio
epocal: “Lo mejor que podemos hacer este año es mantener a Ucrania en esta
guerra. Luchan con tanta valentía. No perderán por falta de moral. (…) [La
guerra en Ucrania] tiene una excelente relación calidad-precio para Estados
Unidos y otros países. Quizás entre el cinco y el diez por ciento de su
presupuesto de defensa, casi la mitad del equipo militar que Rusia tenía antes
de la guerra ha sido destruido, sin que se haya perdido un solo soldado
estadounidense”[3].
Lo sorprendente en estas
declaraciones, además de la total ausencia de referencias negativas al
conflicto armado, es la admisión explícita de la guerra como oportunidad
de inversión extraordinariamente lucrativa, incluso si eso supone cientos de
miles de muertos ajenos. No es sólo que los estados, en su giro gerencialista,
admiten sin más, como criterio de justificación, la propia conveniencia
instrumental, la relación calidad-precio, el interés geoestratégico o el
cálculo económico a secas. Las declaraciones de los principales líderes del
mundo en el actual contexto de guerra global muestran algo más que una
indiferencia absoluta con respecto al derecho en general y a los derechos
humanos en particular: constatan la desaparición de toda referencia a la «humanidad»
como testigo universal de la historia ante la que se debe responder en términos
morales.
A la hipocresía de la modernidad
le sobreviene un discurso político que, en su franqueza brutal y desvergonzada,
no se siente siquiera forzado a arriesgar una justificación moral para intentar
legitimar sus peores tropelías. La desaparición de la «humanidad» como
«significante flotante» -por recuperar una categoría de Ernesto Laclau- en el
campo político y mediático, desde luego, no ha dado paso a una fase política
más promisoria. Tras la denuncia derechista de las máscaras ideológicas no hay
más que un nuevo juego de máscaras: las que en nombre de la “autenticidad”
condenan a dos tercios de la sociedad a la más absoluta indignidad.
El crepúsculo de la idea de una
«humanidad» compartida no es una mera mutación en la historia de las ideas: crea
las condiciones simbólicas para que el genocidio siga siendo posible mediante
su legitimación social. El propio testigo ha desaparecido de la escena,
asesinado por las bombas que nuestros estados genocidas lanzan encogiéndose de
hombros ante la catástrofe social y ecológica que están provocando de forma
irreversible.
[1]
Desde luego, dicha declaración inicial, aprobada como
declaración de los “Derechos del Hombre y del Ciudadano” por la Asamblea
Nacional Constituyente francesa el 26 de agosto de 1789, no estuvo exenta de
ambigüedades, incluyendo el alcance de la propia categoría de “Hombre” y sus
connotaciones sexistas.
[2]
No deja de ser sorprendente que a fines de la década de los 50 del siglo
pasado, Theodor Adorno ya se refiriera certeramente al “nuevo radicalismo de
derecha”, que no duda en vincular al “(…) hecho de que en todo momento siguen
vivas las condiciones sociales que determinan el fascismo” (Rasgos del muevo radicalismo de derecha, Taurus,
España, pág. 9). Adorno no duda en vincular este radicalismo de derechas tanto
a las cicatrices de una democracia formal antes que real como a la “sensación
de catástrofe social”, erigiéndose los movimientos de la “nueva derecha”
en “garantes del futuro” que reducen lo
político a mera propaganda contra la presunta amenaza del comunismo.
[3]
Citado en: https://www.meneame.net/m/actualidad/cameron-guerra-ucrania-tiene-relacion-calidad-precio-buena-sueco.
No deja de ser extraordinario el hecho de que la transcripción escrita de semejantes
declaraciones sea prácticamente imposible de encontrar en castellano en
Internet. Que semejantes declaraciones hayan pasado inadvertidas o no hayan
sido objeto de una reflexión profunda no deja de ser indicativo, por lo demás,
de la profunda crisis de la crítica (no sólo periodística) en el presente.