A menudo los detractores de la
crítica anticolonial parten de la idea de que el «colonialismo», sea lo que
sea, es un asunto del pasado. Incluso si admiten que algo así como una «política
colonial» ha permeado, históricamente, la relación entre diferentes pueblos (incluyendo
la conquista de América y el etnocidio cometido contra las comunidades
originarias, así como el expolio económico sufrido y la dependencia política
prolongada), el colonialismo no sería más que un efecto residual de un pasado más
o menos lejano y desconectado del presente. Desde esa perspectiva, seguir
hablando de «colonialismo» sería un anacronismo, asumiendo como punto de
partida una sociedad felizmente postcolonial. Paradójicamente, esta postura que
niega el colonialismo en el presente es la posición colonial por excelencia, al
invisibilizar las desigualdades que se producen y reproducen entre las
personas y los grupos por su procedencia, nacionalidad o condición racial. Del
mismo modo que la negación del racismo forma parte del discurso racista, la
negación del colonialismo es el modo en que opera regularmente la posición colonial.
Por mi parte, voy a partir de la
hipótesis contraria. El colonialismo es una realidad multifacética actual, no
sólo en las relaciones asimétricas de poder que se establecen entre centros y periferias
a nivel internacional, sino también en el vínculo jerárquico que se produce
entre diferentes pueblos al interior de una sociedad específica[i].
Dicho brevemente: el colonialismo es un eje de desigualdad que parte de una
supuesta jerarquía racial y étnica (en la que el hombre blanco, europeo y
cristiano representa la cúspide). Desde luego, ese eje se articula en la
práctica a otros ejes de desigualdad como la clase o el género, creando como
resultante verdaderas jaulas sistémicas para determinados grupos. Así que,
aunque a efectos analíticos nos centremos en el eje colonial, en nuestra
realidad social se entrecruza con el capitalismo y el patriarcado, planteando
formas específicas de dominación.
Según esa jerarquía, se me
reconocen unos derechos o unas obligaciones específicas. Por eso no resulta extraño
que los portavoces del discurso colonial se escandalicen no sólo ante la
demanda de derechos colectivos que consideran exclusivos, sino cuando algún
sujeto subalterno desafía esa jerarquía (p.e. discutiendo su propia posición a
nivel institucional).
El concepto de «colonialismo», en
este sentido, va más allá del concepto del racismo, no sólo porque señala la
práctica de inferiorización de las personas “racializadas”, sino porque plantea
un vínculo de desigualdad basada en una jerarquía de pueblos o nacionalidades. Aunque
algunos grupos antirracistas niegan validez a una categoría como «etnia»,
procedente de la antropología europea, conviene detenerse en este punto. Los
seres humanos sufrimos discriminación no sólo por nuestro color de piel, sino
también por ser extranjeros, por tener otras nacionalidades, en definitiva, por
formar parte de comunidades extraeuropeas, a menudo colonizadas. Si bien están
habitualmente entrelazados, «racismo» y «xenofobia» tienen objetos diferenciales.
Eso supone que también mi procedencia incide en mi posición social,
especialmente por la existencia de un blindaje colonial que es de carácter
jurídico-administrativo que afecta, en general, a las personas migrantes (y no
sólo racializadas), especialmente en los países del norte (Europa y EEUU),
aunque también en las propias sociedades colonizadas, en las que unas elites
criollas reclaman para sí los privilegios que les niegan a los demás pueblos. Dicho
esto, resulta claro que sin la referencia a la “etnia” o a la “nacionalidad” no
podemos visibilizar estas otras formas de discriminación realmente existentes. Por
lo demás, ¿cómo podríamos referirnos al etnocentrismo -la creencia en la propia
superioridad como pueblo-, que está en la base del colonialismo, sin esta
referencia conceptual a un pueblo o etnia que se representa como encarnación
del desarrollo?
Incluso si a nivel social la aceptación
de ciertas nacionalidades es mayor a otras, la discriminación sistémica sigue
produciéndose en diferentes ámbitos de la vida social e institucional. Para
concretar más este análisis, resulta apropiado mencionar varios ejemplos que he
procurado documentar durante dos décadas. Cuando hablamos de «colonialismo»,
pues, es necesario tener en cuenta al menos estas preguntas en el contexto
español.
1.
¿Qué ocurre en la administración pública en
España? Todavía al día de hoy la ley de funcionariado impide el libre acceso de
personas extracomunitarias a la carrera funcionarial. Es el propio estado el
que construye una desigualdad estructural entre ciudadanía nacional y
ciudadanía extracomunitaria. Lo que determina aquí el acceso a la administración
pública es, sin más, nuestro estatuto jurídico, no un marcador racial. El
blindaje colonial es, precisamente, el desarrollo de una normativa que
establece, con fuerza de ley, unos privilegios para unos grupos en detrimento
de otros. Podría argumentarse que, a pesar de todo, las personas migrantes y
racializadas sí pueden acceder a puestos laborales temporales dentro de las administraciones
públicas. Un breve repaso del mercado de
trabajo en España, sin embargo, desmiente esa participación, señalando en este
caso no una prohibición legal sino la falta de una cultura institucional
inclusiva, capaz de promover la incorporación a las propias estructuras del
estado de un funcionariado diverso, incluyendo los organismos públicos que
gestionan la diversidad[ii].
2.
¿Qué pasa en las universidades públicas y, en
general, en el sistema público de educación? La participación de un profesorado
diverso sigue siendo completamente marginal. Las estadísticas del ministerio lo
señalan de forma inequívoca. Menos del 1% del profesorado es extracomunitario,
no sólo por impedimentos legales sino por obstáculos culturales, comenzando por
la clausura institucional hacia el exterior. Lo cierto es que aunque tenemos un
sistema educativo marcado por un contexto de multiculturalidad, el privilegio
del que goza el profesorado local es una clara muestra de colonialismo cultural,
que bloquea la participación de profesionales de la educación de otras partes
del mundo en igualdad de condiciones. El otro, si cabe, en el mejor de los
casos ocupa una posición subalterna dentro del alumnado, pero no es reconocido
como sujeto pedagógico e investigativo[iii].
3.
¿Qué están haciendo las propias ONG y sindicatos?
Aunque en los últimos años la plantilla laboral de sindicatos y ONG se ha
diversificado mínimamente, no deja de ser sorprendente que siga primando la
contratación de personal técnico local en una proporción absolutamente
mayoritaria en estas organizaciones, sin que siquiera se contemplen
titulaciones de otros países en el diseño de los puestos de trabajo o que se tenga
en cuenta a las personas extranjeras ya no como clientela sino como parte de una
plantilla diversa que gestiona la diversidad. Mientras se promueve esa diversidad
de cara a otras organizaciones, son las ONG y sindicatos las que tienen una
deuda relevante para hacer un giro verdaderamente postcolonial, en el que
puedan incluirse a profesionales de distintas procedencias en sus diferentes
niveles jerárquicos. Incluso si pensamos en el tipo de servicios que
proporcionan -p.e. las formaciones profesionales que oferta-, parece bastante
claro que las ONG y sindicatos forman parte del espacio colonial hegemónico:
producir mano de obra barata en sectores socialmente indeseados (limpieza,
cuidados, construcción, logística, restauración…).
4.
En términos más amplios, ¿qué ocurre en el
mercado de trabajo? Sin entrar en un análisis más pormenorizado, no hay que ser
un experto para reconocer la dinámica dual del mercado de trabajo: mientras la
mayoría de personas migrantes son confinadas en sectores de alta intensidad
laboral, en puestos precarios y temporales, en las categorías profesionales más
bajas y peor remuneradas, la ciudadanía local, comparativamente, tiende a
ocupar mejores posiciones laborales, eventualmente en puestos jerárquicos y con
mejores condiciones de trabajo. Aunque la precariedad laboral afecta en general
a las clases trabajadoras, el confinamiento sectorial que se produce entre las
personas migrantes y refugiadas potencia esa precariedad. La segregación
ocupacional que sufren estos colectivos, desde luego, no puede explicarse de
forma satisfactoria por una cuestión de competencias profesionales. Hasta el
día de hoy, no hay nada parecido a un empleo intercultural en España. Incluso
si algunos grupos logran obtener mejores oportunidades de trabajo, el mercado
laboral opera no sólo con una lógica racista sino, más globalmente, colonial.
La creencia en la propia superioridad garantiza esta dinámica desigual en la
que los mejores puestos los ocupan los nacionales, articulando de modo concreto
las desigualdades de clase con las desigualdades por origen[iv].
Estos ejemplos podrían
multiplicarse. También resulta pertinente preguntar por las dinámicas del campo
mediático, del ámbito artístico y de la gestión cultural. Búsquese en estos
ámbitos referentes diversos, que den cuenta de la pluralidad cultural de
España. Una vez más, el acceso de esos referentes a ciertos dispositivos de
poder es, en el mejor de los casos, de carácter excepcional. No deja de ser
paradójico que el colonialismo legitime esta desigualdad en el acceso y
participación en todos estos ámbitos en nombre de la defensa de la «identidad
nacional», como si dicha identidad fuera única e inamovible.
En síntesis, el colonialismo está
muy lejos de agotarse en las actuaciones político-militares de unos estados
sobre otros; incluye asimismo formas de acción unilateral de unas comunidades sobre
otras, legitimadas a partir de su presunta superioridad étnica y cultural. El
colonialismo, por tanto, no es sólo un asunto de política exterior, de trato
desigual -y a menudo abusivo, mediante complejos mecanismos financieros,
económicos, culturales, políticos, jurídicos y militares- sobre otras naciones.
Opera a nivel interno de múltiples maneras. Aunque algunas de sus formas son
verdaderamente brutales -como encerrar en Centros de Internamiento de
Extranjeros a personas en situación irregular[v]
o deportar de forma forzada a miles de migrantes cada año[vi]-,
otras de sus formas son más sutiles, aunque no por ello menos insidiosas y
persistentes. En todos los casos, el colonialismo se manifiesta como un
dispositivo productor de exclusión y marginación social e institucional, a
menudo mediante obstáculos jurídicos y administrativos que dificultan el libre
ejercicio profesional y la participación de una ciudadanía culturalmente diversa
en el espacio público.
Sólo si partimos de una crítica a
la colonialidad se hace imaginable un camino real para una interculturalidad crítica
que vaya más allá de cierto folclorismo multicolor promovido por los
estados coloniales y de ciertas prácticas bien intencionadas (como las
pedagogías interculturales o las iniciativas de mediación intercultural) pero
finalmente fallidas, nacidas de la evidencia de la multiculturalidad. Sin la
defensa concreta de la igualdad en la diversidad, del derecho a la
participación, comunicación y decisión de las personas con independencia a su
condición, no tenemos más que una retórica multiculturalista en el contexto de
una sociedad colonial, que sigue aferrándose a sus privilegios de nacionalidad.
Con todo, la propia lucha
anticolonial resulta radicalmente insuficiente si no se articula a otras luchas
emancipatorias. Convendría, en este sentido, no olvidar que es el propio
capitalismo quien ha consolidado la dicotomía entre «países centrales» y «países
periféricos» dentro del sistema-mundo. Aunque a efectos analíticos sea preciso
distinguir entre diferentes ejes que se entrelazan en cada sociedad, en
términos políticos no podemos contentarnos con cambiar un eje sistémico sin
intervenir sobre los demás.
De lo que se trata, en última
instancia, es de transformar la sociedad como totalidad, cuestionando la
posición subordinada que ocupan las personas no sólo por su nacionalidad,
etnia, raza o género sino también por su pertenencia de clase. Sin un proyecto
de sociedad que subvierta esas desigualdades estructurales, la amenaza real del
fascismo se conjugará también bajo la forma de un neocolonialismo que está convirtiendo
el mundo en una escombrera.
[i]
“El colonialismo es todo aquel modo de dominación basado en la degradación
ontológica de las poblaciones dominadas por razones etnorraciales. A las
poblaciones y a los cuerpos racializados no se les reconoce la misma dignidad
humana que se atribuye a quienes los dominan. Son poblaciones y cuerpos que, a
pesar de todas las declaraciones universales de los derechos humanos, son
existencialmente considerados como subhumanos, seres inferiores en la escala
del ser. Sus vidas tienen poco valor para quien los oprime, siendo, por tanto,
fácilmente desechables” (Boaventura de Sousa Santos, El colonialismo
insidioso, versión electrónica en https://attac.es/el-colonialismo-insidioso/).
[ii]
Remito a mi artículo “Migraciones y sector público”, en Rebelión, 21/06/2018,
versión electrónica en https://rebelion.org/migraciones-y-sector-publico/.
[iii]
Cf. “De vueltas con la interculturalidad. Enseñanza pública y migraciones en
España”, en Rebelión, 22/10/2022, versión electrónica en https://rebelion.org/ensenanza-publica-y-migraciones-en-espana/.
[iv]
Cf. “Ciudadanías mermadas, mercado laboral y discriminación”, en Rebelión, 10/06/2017,
versión electrónica en https://rebelion.org/ciudadanias-mermadas-mercado-laboral-y-discriminacion/.
[v]
Cf. “Las consecuencias previsibles de los CIE”, en Rebelión, 28/12/2011,
versión electrónica en https://rebelion.org/las-consecuencias-previsibles-de-los-cie/.
[vi]
Cf. “For export: las deportaciones forzadas en España”, en Rebelión, 02/06/2017,
versión electrónica en https://rebelion.org/for-export-las-deportaciones-forzadas-en-espana/.
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