lunes, 25 de noviembre de 2019

Articular las resistencias. Hacia un proyecto político altermundista - Arturo Borra

 
 
“El todo es lo no verdadero”. 
T. Adorno
 
  1. 1. La heterogeneidad de lo social  
 
Desde hace varias décadas, la irrupción de los movimientos sociales disidentes es insoslayable, no solo ni prioritariamente para la sociología crítica o la teoría política, sino para nuestra formación social en conjunto. La retirada del estado en términos de protección social, cuando no la destrucción sistémica del estado de bienestar, así como la pérdida de confianza social con respecto a sus márgenes políticos y su capacidad de transformación social efectiva, han empujado a millones de personas y grupos a plantear otros vínculos con respecto a las instituciones políticas, desplazándose de una relación de delegación o representación a una relación crítica que exige su participación periódica en el campo de la política (extraparlamentaria). El escepticismo ante el sistema político, lejos de conducir hacia una apatía generalizada, también ha dado lugar a nuevas formas de inconformismo y a una revitalización de lo político en tanto práctica instituyente. 
 
En diferentes partes del mundo, bajo una presión estatal sofocante, las disidencias no han cesado de proliferar: movimientos obreristas de recuperación de fábricas, piqueteros, feministas, anticapitalistas, antirracistas, ecologistas, colectivos LGBTIQ+, grupos antidesahucios, movimiento Sin Tierras (MST), defensores de DDHH, colectivos indígenas, racializados y migrantes o grupos llamados "antiglobalización”, entre otros, constituyen agentes políticos diferenciados que demandan cambios sociales, económicos, institucionales y culturales que el actual sistema político (caracterizado de forma habitual como «democrático» y cuestionado por «timocrático») se muestra incapaz de gestionar desde el ámbito estatal y, más ampliamente, desde las instituciones públicas (nacionales, comunitarias e internacionales). No se trata solo de «déficits democráticos» salvables por algún gobierno más o menos progresista (aunque experiencias como las de Portugal muestran márgenes de acción política significativos); por el contrario, dichos movimientos hacen manifiestas las limitaciones estructurales de las democracias parlamentarias occidentales en su alianza actual con el capitalismo financiero. Si bien semejante situación no implica necesariamente desistir de las luchas institucionales (incluyendo las luchas estratégicas por la conducción del estado), plantea un desbordamiento de la política por lo político, esto es, un desplazamiento con respecto a los modos efectivos de propiciar un proceso de transformación social. 
 
En ese contexto global, se hace pertinente repensar nuestros modos de intervención colectiva y, en particular, de elaborar respuestas en común ante un sistema político que, como anticipó Gramsci (1974), en momentos de crisis no duda en desplegar su aparato coercitivo, tal como ocurre en la actual coyuntura internacional frente a diversas revueltas populares. En este sentido, aunque en términos genéricos nuestra sociedad puede calificarse legítimamente como racista, xenófoba, clasista, productivista y (hetero)sexista, cualquier intento de potenciar las resistencias colectivas en curso exige, a mi entender, una distinción interna dentro de esa “sociedad”, especialmente a efectos de visibilizar su relativa heterogeneidad y, en particular, las luchas colectivas que desestructuran su orden dominante. En términos teóricos, se trata de eludir una forma recurrente de reduccionismo que, al plantear el cierre de lo social, no solo impide conocer prácticas e identidades diferenciadas, sino que dificulta el mutuo reconocimiento de movimientos, plataformas y colectivos autoorganizados que tienen como finalidad explícita el cambio social y que no se dejan describir de forma apropiada a partir de lo que un proceso hegemónico centraliza.  
 
Si bien a menudo diferentes iniciativas colectivas han sucumbido ante las presiones sistémicas -especialmente las políticas represivas pergeñadas por los estados nacionales y la insistente labor criminalizadora de los discursos dominantes-, una constante de estos movimientos sociales disidentes ha sido su capacidad para elaborar estrategias de lucha en común frente a esas políticas y sostener mediante diferentes modalidades prácticas sus reivindicaciones específicas. Así, las resistencias a los procesos hegemónicos forman parte irreductible de un análisis político contemporáneo. Reconocer esas dinámicas, en este punto, también implica incluir en términos sociológicos la heterogeneidad de los propios movimientos sociales (Pleyers, 2018). Del hecho de que compartan algunas reivindicaciones no se deriva que dichos movimientos no estén atravesados por una conflictividad interna tan persistente como ineludible. Sin esta dimensión conflictiva, los movimientos no serían tales, sino bloques actuando con arreglo a unos objetivos unánimes.  
 
Precisamente porque esos movimientos distan de la imagen homogénea que a menudo se plantea con respecto a los mismos, cabe remarcar que la construcción de consensos es en el mejor de los casos resultante de una práctica de negociación de sus diferencias y no un punto de partida o una condición de su existencia. La continuidad de dichos movimientos sociales, pues, depende no solo de lo que las políticas de estado permitan o el grado de consenso que generen en otros agentes sociales e institucionales, sino también del modo en que gestionan sus divergencias internas. Sus consensos son necesariamente precarios e inestables, resultantes de esta base negociada y conflictual sobre la que se construyen. Pretender construir frentes de lucha al margen de esas diferencias es ilusorio e impide asumirlas de forma abierta como parte central de su devenir político.  
 
La misma identificación de los ejes sistémicos con que estos movimientos antagonizan está en discusión. Mientras que algunas posiciones apuestan por subsumir las distintas aristas de sus luchas bajo el significante totalizador de «capitalismo» (como vertebrador fundamental y último de todas las luchas sociales con vocación de cambio), otras posiciones abogan por distinguir cada eje, en tanto plantearían especificidades materiales, es decir, una existencia entretejida a la vez que relativamente autónoma que justificaría la referencia explícita a otros ejes de opresión, como ocurre con el antirracismo, el feminismo e incluso el ecologismo (1) 
 
Lo relevante, desde esta perspectiva interna, es que necesitamos diferenciar en términos analíticos ejes que, aunque resulten inseparables en nuestra experiencia histórica, operan de modos específicos. Reenviar todas esas opresiones al «capitalismo», en este sentido, corre el riesgo de recaer en una forma de reduccionismo de clase (que, en términos despolitizados, suele ser planteado como «aporofobia»): remitir las dinámicas sexistas y racistas a una determinación, en última instancia, económica. Semejante economicismo no permite dar cuenta de los múltiples regímenes de poder que se sobredeterminan en el sistema mundial actual (2). Si bien las jerarquías de clase, raza/etnia y género están estructuralmente interrelacionadas, usar la categoría de capitalismo como término englobante que permite subsumir las demás podría hacer suponer, de forma equivocada, que aboliendo su modo de producción automáticamente quedarían abolidos el patriarcado, el racismo y el productivismo o suponer que los sujetos anticapitalistas son necesariamente feministas, antirracistas y ecologistas (algo que, por lo demás, es históricamente erróneo).  
 
El argumento podría admitir diferentes conjugaciones: si «capitalismo» fuera una categoría omnicomprehensiva, eso significaría que feminismo, antirracismo y ecologismo serían formas particulares (tan parciales como concretas) de luchar de forma explícita y deliberada contra dicho sistema. Aunque hay variantes de estas corrientes que, efectivamente, luchan contra el sistema capitalista, también es claro que hay variantes del feminismo que se declaran abiertamente “liberales”(3), variantes antirracistas que luchan por cambiar la posición de determinadas personas en una sociedad racialmente dividida -sin cuestionar las estructuras socio-institucionales que sostienen esa división (4)- y variantes ecologistas que defienden más bien un “capitalismo verde” o incluso un “crecimiento sostenible” (que, por lo demás, no deja de ser un oxímoron) [5]. En síntesis, ni el anticapitalismo como tal es necesariamente antirracista, feminista y ecologista ni, a la inversa, posicionarse como feminista, antirracista o ecologista conduce de forma inevitable a combatir el capitalismo como específica estructura de clases basada en la división capital/trabajo (6). 
 
El debate en torno al alcance conceptual de cada significante, no obstante, es recurrente y constituye parte central de la dimensión deliberativa necesaria para la propia continuidad de esos movimientos. Sin esa deliberación colectiva lo que se produce es un vaciamiento del espectro igualitario y antijerárquico que esos movimientos encarnan o aspiran encarnar: una fractura que suele derivar en su disolución o institucionalización como partido político, asociación u otro tipo de organizaciones formales. No en vano la denuncia regular ante estas reestructuraciones es la “manipulación” que unos grupos específicos hacen del movimiento en el que participan. Más o menos acertadas, esas denuncias son síntoma de un desplazamiento de lo democrático -como ejercicio de una igualdad efectiva entre sujetos diferenciados-, a lo autoritario -como ejercicio de poder jerárquico de unos sujetos sobre otros, habitualmente erigidos en guardianes de la Causa-. El pasaje de lógicas asamblearias a lógicas jerárquicas es el momento crítico de todo movimiento: la irrupción de una parte que reclama una posición privilegiada con respecto a las otras y, por implicación, el cercenamiento de la negociación y disputa discursiva, erigiéndose en dogma oficial. Con ello, la pluralidad ideológica es saboteada y la consecuencia más habitual no es otra que el vaciamiento o la deserción. La «participación» directa es desplazada por la «representación» institucionalizada y la radicalidad de lo instituyente suplantada por un dogmatismo instituido. No es extraño que, en esa dinámica esquematizada, el grupo dominante termine afrontando una crisis de legitimidad provocada por una polarización creciente que se convierte en ruptura con quienes disienten (denunciada, también, como “purga”) [7] y una creciente regulación de las funciones de cada sujeto (incluyendo la proclamación de líderes) que, de forma habitual, cristaliza en roles codificados 
 
Devenir-secta, sin embargo, no es destino. Los movimientos sociales disidentes tienen un lugar relevante en la historia del pluralismo ideológico y, en general, un espacio central en las luchas democráticas contemporáneas y en la formación de una «cultura común» ligada a la igualdad efectiva. Más aun: han contribuido a reinventar de forma decisiva, aunque a pequeña escala, formas de democracia directa que los estados han procurado sofocar de maneras distintas. En particular, debemos a esos movimientos la recuperación de una política asamblearia que ha impulsado una práctica participativa, a pesar de algunas limitaciones regulares como son los tiempos requeridos para una toma colectiva de decisiones, la dilución de responsabilidades o las dificultades para desplegar intervenciones estratégicas comunes. En ese sentido, no resulta desencaminado suponer que una de las pautas de consolidación de estos movimientos -acorde a un deber de apertura crítica propia del mandato democrático- es su capacidad para afrontar conflictos internos de forma creativa y apostar por un proceso de distribución igualitaria de poder que minimice la descalificación como relación primordial con el otro. Antes que esa polemología en acción que se suele poner en juego en algunos espacios del activismo (8), semejantes espacios bien podrían potenciarse como lugares de construcción de formas abiertas de comunidad (9).  
 
2. Fragmentaciones 
 
Ya es un tópico sostener que las fragmentaciones pasan factura a la(s) izquierda(s). Ciertamente, abundan ejemplos de rupturas internas que han implicado un debilitamiento notable de frentes de lucha populares. Aunque de forma legítima algunos grupos y colectivos reclaman para sí no solo una pluralidad de derechos sino también un reconocimiento identitario, las políticas de la identidad que ponen en juego corren el riesgo de confundirse con una filosofía esencialista que dificulta, cuando no bloquea directamente, la articulación con otros movimientos sociales y el despliegue de una política de alianzas efectiva. ¿No es esa la dinámica de algunos grupos disidentes erigidos en vanguardia política? ¿Cuántas veces hemos presenciado la recaída en lo que pretendemos abolir, considerándonos libres de lo que denunciamos, cuando más de una vez nuestras subjetivaciones políticas reinciden en las mismas lógicas binarias, autoritarias y jerárquicas que padecemos? Para decirlo de otro modo: ¿en qué sentido la izquierda política se ha desplazado del «discurso del amo» que pretende fijar de forma unilateral su Ley planteada como inapelable?  
 
Si bien desde hace tiempo los movimientos disidentes han cuestionado de forma legítima un liderazgo basado en una política de representación, ejercida básicamente por sujetos privilegiados –en nuestro contexto, sobre todo, hombres blancos, cristianos, heterosexuales, europeos y burgueses- no afectados directamente por el racismo y la xenofobia, el clasismo o el patriarcado, una política articulatoria -entendida como “(…) toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica” (Laclau y Mouffe, 2010: 119) [10]- exige un desplazamiento con respecto a una posición esencialista que plantea la «identidad» como una suerte de «esencia originaria» (o un conjunto estable de atributos) del ser humano pensado por fuera de su constitución histórica y social. Semejante esencialismo, que confunde posición social y agenciamiento, es uno de los principales obstáculos para articular en un frente común luchas que comparten el anhelo de otra sociedad.  
 
En ese contexto, la revisión del concepto de «identidad» me parece imprescindible. Incluso si el concepto sigue siendo necesario para pensar la agencia y lo político, es preciso desplazarse de aquellas perspectivas que lo plantean como una especie de núcleo fijo del individuo o la comunidad, concebidos por fuera del tejido social. Antes bien, se trata de pensar la «identidad» como construcción relacional inestable y cambiante antes que como una propiedad fija e inamovible. En esa dirección se mueve Stuart Hall al recuperar la noción de identidad para pensarla como una construcción social que, sin negar los procesos hegemónicos, permite dar cuenta de múltiples resistencias (11). En su forma de/reconstruida, el concepto de identidad nos ayuda a pensar un sujeto descentrado que se constituye a partir de identificaciones múltiples.  
 
En vez de un individuo que preexistiría a la sociedad, Hall muestra cómo el ser humano conforma su identidad a partir de diferentes identificaciones conflictivas que nos localizan en el espacio social, como específicos sujetos sexuados, enclasados y racializados. La identificación no borra la diferencia. La construcción de identidades es el juego de delimitación de fronteras simbólicas, lo que supone a su vez una exterioridad constitutiva (que Derrida y Laclau desarrollan a partir de la categoría de «antagonismo»). Así, las identidades son construidas a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzados y antagónicos, dentro de ámbitos históricos e institucionales específicos (12) 
 
Así pues, más que rechazar a secas las políticas de la identidad, se trata de pensar en su significación política y en sus posibilidades de articulación. Es precisamente la construcción de equivalencias entre identidades diferenciadas y la delimitación de fuerzas antagónicas lo que permite la construcción de una hegemonía alternativa, ligada a un proyecto colectivo de democracia radical y plural.  
 
3. Hacia una política articulatoria 
 
Frente a la creciente fragmentación de la(s) izquierda(s), articular las múltiples resistencias que se despliegan en el presente constituye una condición para la construcción de una hegemonía alternativa, tanto a nivel local como a escala nacional e internacional. Admitiendo que toda práctica política supone luchas por hegemonizar el campo político, esto es, que necesariamente se constituye en un campo de poder en el que los diferentes agentes luchan por la construcción de una voluntad colectiva (Laclau, 2007), la fragmentación política de la izquierda no significa nada diferente a la constatación de su derrota histórica en diferentes planos de su intervención (13). Precisamente porque nuestra formación social es irreductible a una lógica de dominación unitaria, necesitamos articular nuestras reivindicaciones diferenciales en frentes comunes de lucha. El ascenso de una ultraderecha abiertamente antidemocrática, la consolidación de un orden social xenófobo, racista, sexista, ecocida y clasista, la primacía de unas políticas de estado que perpetúan esas múltiples formas de desigualdad y opresión, así como la permanente reconversión de los seres humanos en consumidores dentro de una economía de mercado que se desentiende de aquellos que condena a la pobreza, la exclusión social y la muerte por goteo (especialmente en las puertas de Europa y EEUU), entre otras realidades sangrantes, constituyen fenómenos de primer orden que, políticamente, nos exigen respuestas colectivas efectivas, delimitando las fuerzas con las que antagonizamos (14)  
 
Semejante articulación, pues, constituye uno de los desafíos políticos centrales de nuestra época, en tanto condición de posibilidad de una sociedad diferente: no tanto abrir nuevos frentes de lucha como incluir los ya existentes en un mismo horizonte de emancipación, partiendo de la rehabilitación de lo utópico en tanto construcción histórica abierta y plural en la que el deseo de otro mundo toma forma a partir de fuerzas sociales que lo anticipan (15). Dicho de otra forma: la construcción de una sociedad ecosocialista, feminista y anticolonial exige la elaboración de un proyecto colectivo específico antes que la proliferación de luchas más o menos dispersas centradas en ejes planteados como mutuamente excluyentes. No se trata, por tanto, de un proyecto que pueda separarse de forma válida de las intervenciones políticas de los diferentes movimientos sociales disidentes a los que nos referimos. Antes bien, ese proyecto se entreteje –no sin ambigüedades y conflictos- en la multiplicidad de luchas sociales por la igualdad efectiva.  
 
Aunque a ese proyecto podríamos denominarlo como «altermundista» por posibilitar la inscripción discursiva de diversas luchas sociales en su voluntad común de instituir otro mundo social posible, corre el mismo riesgo que otras categorías totalizadoras: dar por sentado que el altermundismo implica necesariamente una práctica política anticapitalista, ecologista, antirracista y feminista. ¿Tendríamos, entonces, que privarnos de cualquier lógica política totalizadora? ¿Y cómo podría ser esa des-totalización compatible con la voluntad de cambiar el mundo social como tal, en tanto totalidad determinada? ¿No implica, por el contrario, una cierta operación re-totalizadora, en tanto aspiración a transformar el conjunto de la sociedad? A menos que incurramos en alguna forma de reformismo gradualista, desde esta perspectiva, privarnos de esa lógica sería sin más declinar de un espectro revolucionario que aspira a cambiar el mundo social de raíz. Lo que en cambio exige de nuestra parte es reformular la propia noción de «totalidad» ya no como lógica de una mediación universal y necesaria (que tiene como contrapartida la idea de una sociedad homogénea) sino como una trama específica y contingente (que reintroduce en términos analíticos la heterogeneidad de lo social). A esa forma de «totalidad» relativamente abierta y en devenir nos referimos, precisamente, con la noción de una articulación política capaz de incluir una multiplicidad de demandas en un mismo horizonte emancipatorio.  
 
¿Significa ello que cada movimiento debería asumir las demandas políticas de los otros movimientos disidentes, confluyendo en un único movimiento global (un movimiento de movimientos)? Antes bien, quizás se trate de recuperar lo que algunas corrientes libertarias identificaron como «apoyo mutuo»: no estamos obligados a participar directamente en todas las luchas sociales, algo que es material y vitalmente imposible. Ello no niega, sin embargo, la posibilidad de construir espacios de confluencia y enlaces entre esos movimientos con el fin de coordinar sus intervenciones e incrementar su eficacia política. La categoría de «articulación», así, no se confunde con ninguna propuesta de homogeneización de identidades colectivas ni, mucho menos, con un llamado a la organización, como si esas luchas no estuvieran ya autoorganizadas en un grado relevante. A diferencia de ello, se trata de reflexionar sobre aquellas modalidades prácticas de vinculación que permitan entretejer nuestras luchas a escala planetaria y crear espacios de debate colectivo que permitan, más que un consenso último, construir puntos en común o una «cadena de equivalencias» entre reivindicaciones diferenciadas que antagonizan con el actual sistema-mundo.  
 
Algo semejante implica al menos i) la co-presencia de agentes históricos heterogéneos que necesitan negociar sus diferencias a efectos de inscribirlas en una misma cadena significante; ii) la coordinación de esos agentes en espacios de deliberación y decisión en común en diferentes escalas; y iii) el desarrollo de estrategias conjuntas de comunicación e intervención (incluyendo una agenda compartida de luchas). En suma, se trata de interrogar el sentido de nuestras apuestas políticas para aprender a caminar en común. Contra todo purismo, que confunde dogmatismo y radicalidad, en ese camino también nuestras identidades necesariamente serán transformadas por la interacción con otras. 
 
En suma, construir espacios de reflexión y participación en común supone no solo rebasar la compartimentación institucional sino, sobre todo, la inclusión de colectivos que históricamente han sido excluidos o relegados en su necesario protagonismo: personas negras, mestizas, mujeres, indígenas, trabajadores, migrantes, sujetos racializados y grupos LGTBIQ+, entre otros. Al menos en el contexto europeo, más que nunca, es preciso un doble gesto político: dejar de hablar en nombre de los otros (como suele hacer cierto despotismo ilustrado) y apostar por la apertura de un debate crítico multicentrado (no eurocéntrico) que nos permita recuperar saberes elaborados en otros contextos. Es en esa recuperación por la que podemos no solo revisar nuestros privilegios concretos sino también elaborar una crítica sistemática a las estructuras que sostienen las desigualdades del presente (16).  
 
Desde luego, nada semejante está dado. Más que nunca, es preciso un trabajo político que permita entretejer disidencias. En ese trabajo, la teoría crítica (anticolonial) resulta imprescindible, ante todo, para alertarnos de nuestras posibles cegueras etnocéntricas y orientarnos en nuestras prácticas transformadoras. Contra el autoritarismo antiintelectualista que no cesa de proliferar, necesitamos interrogar aquellas herramientas teóricas que nos orientan en nuestras intervenciones. La «prohibición de pensar» -como si el pensamiento fuera por necesidad la hybris del sujeto-, conduce a una sociedad totalitaria. Contra ese cierre dogmático, cabe reivindicar una práctica articulatoria, ligada a la internacionalización de la revuelta y a la institución efectiva de otro mundo social. Es en esa práctica donde reside la promesa siempre incierta y abierta de una sociedad más justa.   
 
 
Notas 
 
    1. Aunque el capitalismo plantea una base industrialista/ extractivista, de forma creciente, la defensa de la naturaleza también se ha desarrollado desde la crítica al «especismo» o, en términos diferenciados, al antropocentrismo, que desborda claramente el campo económico. Por otra parte, la constatación de que otros sistemas económicos no han cuestionado esta base industrialista/extractivista supone que el ecologismo implica y rebasa al mismo tiempo el cuestionamiento del orden capitalista. La dominación técnica de la naturaleza, reducida a un mero recurso natural explotable, es la base del «productivismo» desenfrenado que está provocando, con intensidades variables, una crisis planetaria irreversible. 
    1. La necesidad de elaborar un pensamiento heterárquico ha sido remarcada por parte de algunos autores decoloniales (Castro Gómez y Grosfoguel, 2007) a efectos de visibilizar la «colonialidad del poder» vigente en las sociedades occidentales. 
    1. Para una crítica a estas variantes feministas remito a Davis (2003), Lugones (2008), Crenshaw (2012) y Arruzza, Bhattacharya y Fraser (2019). 
    1. Este es el caso, por ejemplo, de muchas ONG europeas que colaboran en distintos aspectos con las personas migrantes y refugiadas sin incidir en las estructuras socioinstitucionales que producen discriminaciones múltiples con respecto a estos colectivos, comenzando por el racismo y la xenofobia del que son objeto por parte de las propias instituciones públicas.   
    1. Para una crítica a estas variantes medioambientalistas remito a Taibo (2019). 
    1. Aunque podría objetarse con razón que el feminismo liberal, el antirracismo moral o el ambientalismo son inconsecuentes, en tanto discursos determinados tienen una presencia significativa en nuestra formación social. Por más inconsistentes que los consideremos, ello no niega su relativa eficacia ideológica, en cuanto matriz discursiva que orienta específicas prácticas sociales y políticas. Puesto que la producción de sentido se inscribe en contextos histórico-sociales concretos, ninguna categoría está exenta de las disputas simbólicas que atraviesan nuestras sociedades: cuanto mayor es su centralidad en la vida política, más ambigüedad semántica adquieren. Dicho lo cual, es sobre el reconocimiento de estas disputas simbólicas como mejor podemos luchar para dotar de un sentido emancipador a estas categorías. De modo análogo, incluso si abogamos por un anticapitalismo capaz de cuestionar el patriarcado, el colonialismo y el productivismo, considero crucial diferenciar entre aquello que nos resulta políticamente deseable de aquello que, en el marco de unos grupos sociales, se plantea en cuanto al alcance y límites de ciertas luchas. Dicho en otros términos: que nosotros apostemos por articular diferentes luchas sociales en un sentido emancipador no niega que, de facto, otros agentes sociales desplieguen concepciones contrarias acerca de lo que implica, en términos semánticos, cada una de estas luchas.  
    1. Aunque esta caracterización sumaria sea necesariamente esquemática, atraviesa todo el espectro político. Si bien no es privativa a los movimientos disidentes, también los incluye. El autoritarismo y el sectarismo son formas estructurales de las dinámicas grupales, riesgos de los que ningún grupo social está exento. 
    1. A diferencia del concepto de «militancia», ligado a un compromiso práctico relativamente estable con respecto a ciertas estructuras institucionales (especialmente partidos políticos y sindicatos), el «activismo» podría vincularse a la participación variable en múltiples espacios sociales de carácter extrainstitucional.  
    1. Achile Mbembe se ha explayado sobre la relación entre esta forma de comunidad y su relación con la clínica en (2016). Al respecto, parte del trabajo de esa comunidad no puede ser otro que un trabajo de duelo en torno a las heridas históricas infligidas a los sujetos subalternos.  
    1. La práctica de la articulación consiste, por tanto, en la construcción de puntos nodales que fijan parcialmente el sentido; y el carácter parcial de esa fijación procede de la apertura de lo social, resultante a su vez del constante desbordamiento de todo discurso por la infinitud del campo de la discursividad” (Laclau y Mouffe, 2010: 130). 
    1.  A diferencia del estructuralismo, más que pensar al sujeto como un efecto, de lo que se trata es de reconceptualizarlo a partir del cuestionamiento del mito de una interioridad fundante, pero también de la idea de un sujeto que no ofrecería resistencia al “poder disciplinario” que estudia Foucault. Se trata más bien de recuperar una doble vertiente del sujeto: no solo como sujeto disciplinado sino también como sujeto deseante. 
    1. Tal como Hall lo retoma, se trata de un concepto estratégico y posicional: “Precisamente porque las identidades son construidas dentro, y no fuera, del discurso, tenemos que entenderlas como producidas en localizaciones históricas e institucionales específicas, dentro de formaciones y prácticas discursivas y por medio de estrategias enunciativas específicas. Más aún, surgen dentro del juego de modalidades específicas de poder y por lo tanto son más el producto de la marcación de la diferencia y la exclusión, que signos de una unidad idéntica naturalmente constituida, una “identidad” en su sentido tradicional (esto es, una igualdad total, sin grietas, sin diferenciaciones internas)” (Hall, 2003: 18). 
    1. Una «política anti-hegemónica» es, a mi entender, una política denegatoria: al autoafirmarse, niega la dimensión constitutiva de lo político ligado a la construcción de una voluntad colectiva en tanto condición de existencia de toda práctica instituyente.  
    1. Entre otras formas discriminatorias, también es oportuno advertir sobre la escalada de la homofobia, la lgtbifobia, la disfobia, la transfobia, el antigitanismo y la islamofobia, en tanto modos en que los privilegios del sujeto hegemónico tienen como contrapartida serios perjuicios para los sujetos subalternos. 
    1. En “¿Qué hacer con la pregunta «qué hacer»?” Derrida (1997) aproxima lo utópico a la posibilidad de soñar, no ya en lo que pudiera tener de «cierre» en su realización material sino en tanto principio de apertura de lo histórico.  
    1. Para una crítica a la «episteme occidental», remito a Castro Gómez (2005).  
 
 
Referencias bibliográficas 
 
ADORNO, Theodor (2006): Minima moralia. Madrid: Akal.  
 
ARRUZA, Cinzia; BHATTCHARYA, Tithi y FRASER, Nancy (2019): Manifiesto de un feminismo para el 99%. España: Herder. 
 
CASTRO GÓMEZ, Santiago (2005): La hybris del punto cero. Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana.  
 
CASTRO GÓMEZ, Santiago y GROSFOGUEL, Ramón [eds.] (2007): El giro decolonial: reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global. Bogotá: Siglo del Hombre editores. 
 
CRENSHAW, Kimberlé (2012): “Cartografiando los márgenes. Interseccionalidad, políticas identitarias y violencia contra las mujeres de color”, en PLATERO, Raquel (Lucas) [ed.] (2012): Intersecciones: cuerpos y sexualidades en la encrucijada. Barcelona: Bellaterra. 
 
DAVIS, Ángela (2003): Mujeres, raza y clase. Madrid: Akal. 
 
DERRIDA, Jaques (1997): El tiempo de una tesis. Deconstrucción e implicaciones conceptuales. Barcelona: Proyecto A Ediciones.  
 
GRAMSCI, Antonio (1974): Antología. Madrid: Siglo XXI. 
 
HALL, Stuart y DU GAY, Paul [comps.] (2003): Cuestiones de identidad cultural. Buenos Aires: Amorrortu. 
 
LACLAU, Ernesto (2007): La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.  
 
LACLAU, Ernesto y MOUFFE, Chantal (2010): Hegemonía y estrategia socialista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. 
 
LUGONES, María (2008): “Colonialidad y Género”. Revista “Tabula Rasa”, Bogotá, Nº.9, julio-diciembre 2008, versión electrónica en http://dev.revistatabularasa.org/numero-9/05lugones.pdf 
 
MBEMBE, Achille (2016): Crítica de la razón negra. Barcelona: Nuevos Emprendimientos Editoriales. 
 
PLEYERS, Geoffrey (2018): Movimientos sociales en el siglo XXI. Buenos Aires: Clacso. 
 
TAIBO, Carlos (2019): Ante el colapso. Madrid: Catarata.  
 

martes, 18 de diciembre de 2018

«Historia de un naufragio anunciado» -Arturo Borra

 
 
 

a-       La fosa del Mediterráneo

Poner cifras a las muertes recurrentes que se producen en el Mediterráneo es una tarea difícil pero necesaria para dimensionar en cierta medida la magnitud del desastre que se está produciendo ahora mismo en las puertas (entrecerradas) de Europa. Los muertos, sin embargo, no son meras cifras. Son vidas interrumpidas de forma abrupta, pérdidas irreparables, contadas en varios miles cada año, que nunca tendrán oportunidad de arribar a la orilla de sus sueños, aunque las cifras mismas corran el riesgo de convertirse en una simple abstracción, despojada del contenido dramático que eso supone tanto paras las familias que quedan atrás como para los que perecen en esa ruta mortífera. Lo cierto es que las víctimas se multiplican: según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), más de 17000 seres humanos han perdido la vida en los últimos 3 años en su intento de arribar al continente europeo. Las estimaciones, sin embargo, son mínimas. Si repasamos la información proporcionada por el Proyecto de Migrantes Desaparecidos («Missing Migrants Project»), estas estimaciones solo tienen en cuenta las muertes que se producen en tránsito. Y, por si fuera poco, las estadísticas nada pueden decirnos sobre aquellos cuerpos desaparecidos que jamás serán identificados ni localizados.

Por supuesto, no es superfluo reflexionar sobre el papel que están jugando los estados nacionales, los organismos internacionales y las propias sociedades tanto en la producción de esas catástrofes de gran escala como en la elaboración de políticas y prácticas que apunten a combatir las causas que generan los desplazamientos forzados y a reducir drásticamente una sangría humana que se repite entre la indiferencia y el estupor. Lo que está en juego, una vez más, es el sufrimiento que cientos de miles de seres humanos padecen como consecuencia de unas políticas migratorias y de asilo que les deniegan de forma regular el acceso legal y seguro a territorio europeo, a menudo invocando problemas de seguridad o de control de fronteras.

La gestión de las fronteras o los controles securitarios, sin embargo, nunca podrán justificar estas muertes por goteo ni deberían estar por encima del socorro a personas en situación desesperada. No se trata de ninguna fatalidad trágica. Al contrario, los naufragios que se repiten cada día podrían evitarse en gran parte si los estados utilizaran sus recursos e instrumentos para ese fin prioritario que debería ser salvar vidas. Las escasas iniciativas por parte de la UE para afrontar este gravísimo problema, a pesar de su carácter recurrente, corrobora una voluntad política que da las espaldas a todo ese dolor anónimo de una multitud de personas abandonadas a su suerte. Esa voluntad parece más bien orientada a transferir a terceros países la gestión de la llamada “crisis de refugiados” (como es el caso de Turquía o Libia), aceptar a regañadientes mano de obra dispuesta a trabajar en mercados laborales generalmente precarios y temporales (en condiciones de desigualdad) y expulsar a quienes apenas cuentan desde esta perspectiva oficial.

Detrás de las cifras están las vidas perdidas y, con ellas, sus aspiraciones que jamás encontrarán un espacio hospitalario donde realizarse. ¿Hace falta insistir en que huir de una guerra, del cambio climático, de alguna forma de persecución o de situaciones de pobreza extrema son razones suficientes para intentar ponerse a salvo? La producción de masas desplazadas, claro está, no es producto de la generación espontánea, sino de la creciente desigualdad entre Norte y Sur global, así como de unas políticas que expulsan a millones de personas de sus hogares. Negar la relación entre estos desplazamientos colectivos y las actuaciones de los estados europeos forma parte del problema. El caso de Libia puede ayudar a comprender mejor la profunda interrelación entre estos fenómenos.
 

b-      El caso de Libia

Como es sabido, tras la caída de Gadafi en 2011, precipitada por la intervención bélica de la OTAN, Libia entró en un proceso de desintegración que ha llevado al país a una situación de creciente deterioro económico, violencia política e impunidad judicial. Con un estado fallido, la sociedad libia se ha visto desde entonces afectada por la corrupción y el vacío políticos y los continuos abusos contra migrantes y desplazados en tránsito. Dada la ubicación estratégica de Libia, el país se ha convertido en el principal lugar de paso en África para quienes huyen de la guerra y las persecuciones antes de intentar arribar a Europa.

A pesar de la importancia de este enclave y de la vulnerabilidad de quienes se agolpan ahí a la espera de una oportunidad para lanzarse al mar, tal como denuncia ACNUR, en los últimos años no han cesado de incrementarse las torturas, la esclavitud y el tráfico y trata de personas con fines de explotación sexual y laboral, así como violaciones y abusos de todo tipo padecidos especialmente por mujeres y niños. No es solo que Libia es la ruta más mortífera: la vulneración de derechos humanos se ha convertido en una práctica cotidiana, incluyendo la retención ilegal de miles de personas desplazadas. Ni siquiera el trato inhumano que reciben estas víctimas parece ser razón suficiente para que los estados europeos faciliten el ejercicio del derecho de asilo y desarrollen medidas más efectivas de asistencia humanitaria. La escasa preocupación gubernamental ante esta situación se traduce en escasez de medios para el rescate de personas, en obstáculos sistemáticos para solicitar asilo y en la falta de respuestas efectivas para revertir un drama colectivo del que los estados europeos son corresponsables.  Es esa falta de voluntad política y no las inclemencias naturales las que están convirtiendo el Mediterráneo en una enorme fosa común.
 

c-       La creación de vías seguras y legales

La creación de un dispositivo europeo de salvamento y de corredores humanitarios podría reducir de forma notable la multiplicación de muertes en el Mediterráneo, así como la adopción de medidas complementarias de protección que garanticen el cumplimiento de los derechos humanos de las personas migrantes y desplazadas. Sin lugar a dudas, la falta de vías legales y seguras, la política de cierre de fronteras y la vulneración recurrente del derecho de asilo (especialmente en la frontera Sur) forman parte de las causas que provocan semejante catástrofe. La puesta en marcha de operaciones de rescate más efectivas y, en general, la implementación de medidas urgentes de socorro y protección dirigidas a los colectivos damnificados no es ninguna imposibilidad.

Es momento de exigir a los gobiernos europeos el cambio sustancial de sus políticas migratorias y de asilo, más allá de gestos aislados más o menos bien intencionados. Ante una situación semejante, en pleno siglo XXI, la pasividad nos convierte en cómplices de un sistema de control fronterizo basado en el rechazo de quienes son víctimas de múltiples formas de violencia. Frente a la xenofobia y el racismo que se extienden como una plaga en los países occidentales, necesitamos construir un proyecto europeo justo, inclusivo e igualitario, capaz de acoger a quienes el sistema mundial arroja fuera de sus hogares en busca de una vida mejor. Lo menos que cabe exigir en estas condiciones es el cumplimiento efectivo de la legislación internacional en materia de asilo y, en particular, de garantizar el ejercicio de dicho derecho en las fronteras.

No es tiempo de grandes declaraciones de intenciones. Es momento de actuar. Junto a todas esas muertes evitables, también naufraga la promesa de una Europa a la altura de sus mejores ideales, comenzando por aquellos que ella misma postuló en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La hospitalidad ante el otro, especialmente si se halla en situación de indefensión, no solo es una cuestión ética: es la prueba de fuego que deben afrontar los estados europeos frente a un orden mundial injusto y desigual que ellos mismos han contribuido a crear. En esa prueba se juega el porvenir de nuestra democracia como proyecto de sociedad en la que nuestros derechos y conquistas no reposen en el sufrimiento de los demás. 

 

viernes, 22 de junio de 2018

Migraciones y sector público- Arturo Borra


 
 
  1. Derecho y ciudadanía

Indagar sobre la relación entre migraciones y sector público en el contexto español es indagar, simultáneamente, sobre diferentes obstáculos al momento de acceder en términos laborales a las administraciones e instituciones públicas (conformada por La Administración General del Estado, las Administraciones de las Comunidades Autónomas y de las Ciudades de Ceuta y Melilla, las Administraciones de las Entidades Locales, los Organismos Públicos, Agencias y demás Entidades de derecho público con personalidad jurídica propia y las Universidades Públicas) por parte de diversos sujetos inmigrantes, solicitantes de asilo y refugiados. Si bien podría analizarse la relación entre AAPP y los colectivos inmigrantes y refugiados desde múltiples aristas, el presente trabajo tiene como objetivo trazar una primera aproximación sobre la posición y participación de estos colectivos en las estructuras institucionales de las AAPP.

Como es sabido, en la medida en que el «Estatuto Básico del Empleado Público» de España limita la incorporación profesional de la población activa extranjera no comunitaria sólo a la categoría de “personal laboral” (op.cit., p. 35), no es preciso especular sobre su inserción real en este ámbito: los sujetos inmigrantes, solicitantes y refugiados, en el mejor de los casos, están habilitados para ocupar puestos temporales dentro de las AAPP, de forma regular en posiciones subalternas, derivadas tanto de las dificultades para acreditar sus competencias, estudios y experiencias laborales como por cuestiones idiomáticas y burocráticas. En cualquier caso, semejantes colectivos están excluidos por ley de las categorías de Funcionarios de carrera; Funcionarios interinos o Personal eventual1.

En este sentido, si bien dicho estatuto apuesta de forma explícita por la igualdad, el mérito y capacidad en el acceso al empleo público, esa apuesta está restringida sin embargo a personas con nacionalidad española y de nacionales de otros estados miembro de la Unión Europea (en este caso, “(…) con excepción de aquellos que directa o indirectamente impliquen una participación en el ejercicio del poder público o en las funciones que tienen por objeto la salvaguardia de los intereses del Estado o de las Administraciones Públicas” (BOE Nº 89, Ley 7/2007 de 12 de abril, p. 35). Así, quedan excluidas por ley aquellas personas extranjeras residentes que no cuenten con nacionalidad española o de otros países comunitarios, a pesar de que por sus méritos y capacidades también podrían contribuir a la mejora de la gestión de la administración pública. Si por una parte el EBEP plantea como uno de sus principios rectores que “[t]odos los ciudadanos tienen derecho al acceso al empleo público de acuerdo con los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad, y de acuerdo con lo previsto en el presente Estatuto y en el resto del ordenamiento jurídico” (op.cit., p. 34), poco después fija como requisito general “tener la nacionalidad española” (artículo 56) o ser nacional de los estados miembros de la Unión Europea (artículo 57), con las salvedades ya comentadas. En síntesis, sobre esa base normativa, la «igualdad» queda circunscrita a la ciudadanía española y, en menor grado, a la ciudadanía de personas procedentes de otros estados de la Comunidad Europea, planteándose una relación de desigualdad con respecto a una ciudadanía extracomunitaria residente en territorio nacional.

Dicho lo cual, resulta manifiesto que el concepto de “ciudadanía” queda anclado a ciertas nacionalidades. Semejante situación plantea dos alternativas interpretativas:

  1. o bien el derecho de toda la ciudadanía a acceder al empleo público queda reducido sólo a una parte del conjunto de la ciudadanía, planteando en tal caso tanto una contradicción lógica como una exclusión ilegítima de los colectivos migrantes, solicitantes y refugiados extracomunitarios del ámbito público, producto de decisiones políticas específicas, instituyendo en consecuencia ciudadanías de primera y segunda mano;
  2. o bien ciudadanía y extranjería son mutuamente excluyentes y, en tal caso, las regulaciones jurídicas del EBEP legitiman legalmente la desigualdad entre nacionales y extranjeros, concibiendo la ciudadanía como un privilegio de las poblaciones europeas.

Aunque en el segundo caso el carácter excluyente del estatuto se acentúa más, ambas alternativas vulneran un principio de igualdad efectiva, incurriendo en una forma de «discriminación indirecta» en tanto las propias normas estarían favoreciendo claramente a un grupo en detrimento de otros a partir del requisito de nacionalidad. Ahora bien, si esta interpretación es válida, el propio EBEP incurre en un serio incumplimiento de los derechos individuales que el propio estatuto formula, en particular, el derecho “i) A la no discriminación por razón de nacimiento, origen racial o étnico, género, sexo u orientación sexual, religión o convicciones, opinión, discapacidad, edad o cualquier otra condición o circunstancia personal o social” (op.cit., p. 17). La presunta universalidad del derecho público se convierte en la práctica en una forma de particularismo legal, en tanto privilegia a las personas nacionales y, en menor medida, a personas comunitarias. Más aun: incluso en la categoría de “personal laboral” la diversidad de las personas migrantes y refugiadas apenas está contemplada2.

Empleo público y discriminación institucional

Teniendo en cuenta las restricciones jurídicas para el acceso al empleo público por parte de los colectivos inmigrantes, solicitantes y refugiados (reducida su participación potencial a la categoría de “personal laboral”) y teniendo en cuenta la falta de un principio transversal de interculturalidad en las regulaciones del empleo público, resulta apropiado en esta fase de análisis preguntarse acerca del grado de inclusión efectiva en la única categoría sociolaboral prevista para estos grupos de personas en las estructuras de las AAPP. Para tal fin, es preciso desplazarse del campo del derecho al campo de la sociología del trabajo.

Una primera aproximación puede efectuarse a partir de la información estadística provista por diferentes organismos oficiales, incluyendo los servicios de empleo. Teniendo en cuenta que el empleo público representa un 20 % del total de empleos existentes en la economía española (además de representar el 25% del gasto público)3, la escasa atención que se ha prestado a la discriminación institucional que se produce en las estructuras de la AAPP resulta por demás de preocupante, en la medida en que semejante desconocimiento perpetúa un sistema de privilegios contrario a una sociedad democrática, plural e igualitaria.

Para hacerse una idea cabal de la magnitud de este sector en el ámbito del empleo. Basándonos en el INE, sabemos que ya a fines de 2017 más de 3.000.000 de personas trabajaban en las diferentes estructuras de las AAPP4. Ahora bien, dada la importancia relativa del sector, cabe preguntar: ¿qué participación porcentual tienen las personas extranjeras en el sector y en qué posiciones? A pesar de la abundancia de estadísticas, procurar determinar semejante participación resulta de extrema complejidad. Algo tan básico como saber cuántos extranjeros trabajan en las AAPP nacionales, autonómicas, provinciales o locales resulta una empresa imposible. Paradójicamente, en la sobreabundancia de información desagregada, demasiado a menudo perdemos de vista la configuración global del empleo público. De forma análoga, la dispersión de fuentes estadísticas hace más complicada la tarea, aportando datos diferentes según metodologías diferentes también. Basta consultar la EPA, los datos de afiliación a la seguridad social, las estadísticas de la agencia tributaria o el BEPSAP (Boletín estadístico de personas al servicio de la administración pública). O, incluso, el informe del Banco de España “La evolución del empleo de las Administraciones Públicas en la última década” (2017), en el que no se hace ni una sola referencia a trabajadores extranjeros en el sector público. La «invisibilidad estadística» es manifiesta. Las propias metodologías condenan a la irrelevancia este tipo de información.

Si, por ejemplo, se analiza el último “Boletín estadístico del personal al servicio de las Administraciones Públicas” (Registro Central de Personal, Enero 2017)5, los resultados siguen siendo opacos. De los 2.523.167 de empleados públicos que allí contabilizan, 583.713 (el 23,13% del total) son “personal laboral”, que es la única categoría laboral en la que tendrían cabida trabajadores extranjeros (especialmente, no comunitarios) en el sector público. Si bien la información se desagrega por sexo y edad, no es posible encontrar ninguna referencia a la nacionalidad de las personas empleadas como “personal laboral”. Tampoco por esta vía nos es dado conocer cuál es la inserción real de personas trabajadoras extranjeras en el sector público y no digamos ya su posición laboral dentro de sus estructuras. Si bien el gobierno nacional se ha comprometido desde 2017 a dotarse de una herramienta única que ofrezca una radiografía lo más exacta posible de este sector (a cargo del Ministerio de Hacienda y Función Pública), ni siquiera es claro que dicha herramienta –en caso de concretarse- vaya a dar cuenta de esta dispersión e invisibilidad estadísticas, que bien pueden significar exclusión real del sector.

Si nos remitimos al informe del “Mercado de trabajo” del SEPE de 20156, sabemos que por entonces de una población activa extranjera de 2.720.700 (del que el 63, 4% no pertenece a la Unión Europea) más de 1.900.000 estaban trabajando entonces. Aunque en dicho informe la información sobre trabajadores extranjeros es bastante más amplia que en otras fuentes, se limita a describir la situación del empleo en el sector privado; una radiografía que conocemos bastante bien: la mayor parte de los afiliados extranjeros lo están en el sector Servicios, que aglutina al 81,08% del total, mientras que el resto de sectores se dividen en el 9,11% de Industria, el 8,53% de Construcción y el 1,28% de Agricultura. Tampoco por esta vía podemos conseguir nuestro objetivo de conocimiento7.

A falta de información estadística al respecto, caben sin embargo otras aproximaciones a nuestra problemática. Así, cabe plantear como hipótesis de trabajo una exclusión tendencial de estos colectivos del empleo público, lo que no niega que ciertas categorías profesionales de inmigrantes (como médicos o maestros, por ejemplo) logran insertarse en el ámbito de la sanidad o la educación pública (especialmente primaria y secundaria). Sin embargo, no tenemos nada semejante a una radiografía amplia sobre empleo público e inmigración, incluyendo el tipo y calidad de empleo al que realmente acceden las personas extranjeras residentes (no nacionalizadas). Tampoco sabemos qué tipo de inclusión laboral se plantea de estas personas en las subcontrataciones de las AAPP y el tipo de puestos laborales a los que son incorporados.

En términos generales, la hipótesis de una exclusión tendencial de estos colectivos de las AAPP –invisibilizada por diseños estadísticos que responden a otros objetivos de conocimiento- da cuenta de una membrana jurídico-institucional que segrega de forma sistemática a los otros, perpetuando ciertos privilegios de la población nacional. Para contrastar esta hipótesis, me limitaré a aportar un ejemplo bastante rotundo sobre esta exclusión. Me refiero al caso de las universidades públicas.

Universidad y extranjería

Si desde una perspectiva intercultural intentamos reconstruir el sistema universitario español las conclusiones son rotundas. Como es sabido, el profesorado extranjero no comunitario está habilitado a participar en las universidades públicas españolas sólo bajo el rubro de “personal contratado” (excluidos como titulares o catedráticos). A partir del “Anuario de indicadores universitarios 2016” podemos saber que el profesorado extranjero residente que ha logrado insertarse como profesor/a en el Sistema Universitario Español representa el 2,37% del total del profesorado, es decir, 2730 personas de un total de 115.336 docentes. De ese total, en las universidades públicas sólo participan 1958 personas extranjeras, representando el 1,97% del total8. Teniendo en cuenta que en España residen de forma regular más de 4.500.000 de personas extranjeras al día de hoy (el 9,5 % del total de la población en España), y que más del 15 % tiene estudios superiores, su bajísima participación profesional en la estructura universitaria es por demás de notoria. Si bien podrían señalarse obstáculos jurídicos, burocráticos e idiomáticos que dificultan dicho acceso, incluso si hacemos estimaciones a la baja, es evidente que una franja relevante de la población activa extranjera podría desempeñar una labor pedagógica e investigadora en la universidad pública (contribuyendo a la producción de conocimiento y a la enseñanza superior), muy por encima de su inserción real en dicho sistema. Así, a partir de lo que sabemos, podemos sostener de forma plausible que la presencia del profesorado extranjero en la universidad pública es marginal, en posición subalterna (como “personal contratado”), pese a existir niveles de cualificación suficientes en esa población como para tener una participación más relevante en dicho espacio. Por si fuera poco: el 73,5 % del profesorado de las universidades públicas trabaja en el mismo centro universitario donde ha leído su tesis (“Datos y cifras del sistema universitario español [2015-2016]” del Ministerio de Cultura, Educación y Deporte). De cada 10 profesores universitarios, 7 pertenecen a la propia casa de estudios y 8 son de la propia comunidad autónoma. Puesto que del resto del profesorado sólo el 2,4 % es personal extranjero, eso significa que, se proceda o no de la misma comunidad autónoma, el 97,6 % del total del profesorado sigue conformado por profesorado nacional.

La clausura institucional hacia el exterior de esta institución pública es patente. Tras casi tres décadas de procesos migratorios masivos en España, la universidad pública no ha cambiado en lo sustantivo sus estructuras profesorales para dar lugar a una ciudadanía diversa, incluyendo aquella que cuenta con grados de cualificación similares o superiores a la población local en el campo de la enseñanza pública universitaria. Por si fuera poco, del porcentaje mínimo que representa el profesorado universitario extranjero en el SUE, el 65,1% pertenece a la propia Unión Europea, un 17 % a América Latina y el Caribe y un 17,9% del resto de los otros continentes. El carácter excluyente del la universidad pública se hace manifiesto en su propia estructura profesoral. Ni siquiera dos décadas de pedagogías de la interculturalidad han logrado horadar este cerco que perpetúa los privilegios de las poblaciones nacionales (con rigurosa exclusión de la comunidad gitana). Más aun, ni siquiera esas pedagogías han enfatizado la necesidad de que esa interculturalidad se transforme en una exigencia de participación institucional igualitaria.

Diversidad e instituciones públicas

Lo dicho es suficiente para preguntarnos: el caso de la universidad pública ¿es excepcional o describe, más bien, una situación generalizada de las AAPP? ¿Hasta qué punto se han transformado las estructuras del estado, de las administraciones autonómicas o locales, en suma, de las diferentes instituciones públicas para posibilitar la inclusión igualitaria de los otros en su interior? ¿Y en qué sentido este cierre tendencial hacia las personas extranjeras en el sector público podría ser compatible con una política intercultural y, en general, con un sentido de lo público no sólo en su remisión a lo estatal sino también como esfera de convivencia y participación colectiva? ¿De qué “política inclusiva” hablamos cuando es el propio sector público el que separa y segrega? Si tenemos en cuenta que un proyecto intercultural persigue la construcción de marcos de convivencia ciudadana igualitaria entre sujetos diversos, es claro que una práctica intercultural coherente supone la inclusión de esos otros como sujetos simétricos en las diversas instituciones que configuran la sociedad del presente. Nada similar ocurre en la actualidad, incluso si reconocemos que algunas iniciativas gubernamentales locales están moviéndose en una dirección diferente. Para decirlo rápidamente: ¿cómo podría crearse interculturalidad sin apertura en las instituciones, máxime cuando sabemos que la precariedad, el paro, la explotación laboral y la pobreza se incrementan o intensifican en estos colectivos en situaciones más precarias?

Desde esta perspectiva, la marginación tendencial de personas inmigrantes, solicitantes y refugiadas en las instituciones públicas hace manifiesto un largo camino por recorrer en materia de igualdad, comenzando por revocar la falta de prioridad política para desarrollar políticas de personal inclusivas y diversas y sistemas de acreditación y evaluación que favorezcan no sólo la igualdad formal de oportunidades sino también que contemple de forma suficiente la diversidad cultural presente en la sociedad española, comenzando por la redefinición de unos “requisitos generales” que, comparativamente, resultan bastante más difíciles de cumplir por parte de quienes vienen de otras partes del mundo. Habrá que insistir en la necesidad de que la diversidad cultural sea gestionada desde lo diverso, o más precisamente, desde la propia diversificación de las AAPP y la transformación de sus estructuras institucionales. Sin esa inclusión institucional igualitaria, la interculturalidad se convierte en folclore: una forma de salvar las formas sin cuestionar los privilegios y desigualdades presentes. El recordatorio de lo que nos falta abre camino a una política de cambio en donde la interculturalidad no sea meramente una promesa postergada.



1Si bien el EBEP, en el artículo 57, inciso 5 (p. 36), deja abierta la posibilidad de eximir del requisito de la nacionalidad para el acceso a la condición de personal funcionario, dicha posibilidad queda condicionada a la existencia de una ley de las Cortes Generales o las Asambleas legislativas de las CCAA por razones de interés general.

2Solamente por limitarme a unos ejemplos: en el Capítulo V del EBEP ni siquiera están contempladas situaciones especiales de personas que por motivos de fallecimiento, accidente o enfermedad grave de familiares deben desplazarse no ya de localidad sino de país. Algo análogo ocurre con respecto a las titulaciones exigidas: no contemplan los procesos de homologación y convalidación -a menudo prolongados en el tiempo- ni la posibilidad de sistemas de acreditación alternativos. La cuestión no es menor, ante todo, porque esa escasa consideración de la diversidad dificulta no sólo el acceso sino también la permanencia del personal laboral extranjero en la función pública.

3Cf. Marta Martínez Matute y Javier J. Pérez (2017) “LA EVOLUCIÓN DEL EMPLEO DE LAS ADMINISTRACIONES PÚBLICAS EN LA ÚLTIMA DÉCADA”, versión electrónica en https://www.bde.es/f/webbde/SES/Secciones/Publicaciones/InformesBoletinesRevistas/NotasEconomicas/T4/fich/bene1704-nec12.pdf.




7Lo mismo puede decirse con respecto a la Encuesta Nacional de Inmigrantes (ENI – 2007).

martes, 3 de abril de 2018

«El colonialismo insidioso» -Boaventura de Sousa Santos*




El término alemán Zeitgeist se utiliza actualmente en diferentes lenguas para designar el clima cultural, intelectual y moral de una determinada época, literalmente, el espíritu del tiempo, el conjunto de ideas y creencias que componen la especificidad de un periodo histórico. En la Edad Moderna, dada la persistencia de la idea del progreso, una de las mayores dificultades para captar el espíritu de una determinada época reside en identificar las continuidades con respecto a épocas anteriores, casi siempre disfrazadas de discontinuidades, innovaciones y rupturas.
 

Para complicar aún más el análisis, lo que permanece de períodos anteriores siempre se metamorfosea en algo que simultáneamente lo denuncia y disimula y, por eso, permanece siempre como algo diferente de lo que fue, sin dejar de ser lo mismo. Las categorías que usamos para caracterizar una determinada época son demasiado toscas para captar esta complejidad, porque ellas mismas forman parte del mismo espíritu del tiempo que supuestamente deben caracterizar desde fuera. Corren siempre el riesgo de ser anacrónicas, por el peso de la inercia, o utópicas, por la ligereza de la anticipación.
 

Vengo defendiendo que vivimos en sociedades capitalistas, coloniales y patriarcales, en referencia a los tres principales modos de dominación de la modernidad occidental: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado o, más precisamente, el heteropatriarcado. Ninguna de estas categorías es tan controvertida entre los movimientos sociales y la comunidad científica como la de colonialismo. Hemos sido tan socializados en la idea de que las luchas de liberación anticolonial del siglo XX pusieron fin al  colonialismo, que casi resulta una herejía pensar que al final el colonialismo no acabó, sino que apenas cambió de forma o ropaje. Nuestra dificultad radica sobre todo en nombrar adecuadamente este complejo proceso de continuidad y cambio. Es cierto que los analistas y los políticos más perspicaces de los últimos 50 años tuvieron la aguda percepción de esta complejidad, pero sus voces no fueron lo suficientemente fuertes como para cuestionar la idea convencional de que el colonialismo propiamente dicho acabara, con la excepción de algunos pocos casos, siendo los más dramáticos posiblemente el Sáhara Occidental, la colonia hispano-marroquí que continúa subyugando al pueblo saharaui, así como la ocupación de Palestina por Israel. Entre esas voces cabe destacar la del gran sociólogo mexicano Pablo González Casanova con su concepto de “colonialismo interno” para caracterizar la permanencia de estructuras de poder colonial en las sociedades que emergieron en el siglo XIX de las luchas de independencia de las antiguas colonias americanas de España.
 

Y también la voz del gran líder africano Kwame Nkrumah, primer presidente de la República de Ghana, con su concepto de “neocolonialismo” para caracterizar el dominio que las antiguas potencias coloniales seguían ejerciendo sobre sus antiguas colonias, convertidas en países supuestamente independientes. Una reflexión más profunda sobre los últimos 60 años me lleva a concluir que lo que casi terminó con los procesos de independencia del siglo XX fue una forma específica de colonialismo, y no el colonialismo como modo de dominación. La forma que casi terminó fue lo que se puede designar como colonialismo histórico, caracterizado por la ocupación territorial extranjera. Sin embargo, el modo de dominación colonial continuó bajo otras formas. Si las consideramos de esta forma, el colonialismo es tal vez hoy tan vigente y violento como en el pasado.

 
Para justificar esta afirmación es necesario especificar en qué consiste el colonialismo como forma de dominación. El colonialismo es todo aquel modo de dominación basado en la degradación ontológica de las poblaciones dominadas por razones etnorraciales. A las poblaciones y a los cuerpos racializados no se les reconoce la misma dignidad humana que se atribuye a quienes los dominan. Son poblaciones y cuerpos que, a pesar de todas las declaraciones universales de los derechos humanos, son existencialmente considerados como subhumanos, seres inferiores en la escala del ser. Sus vidas tienen poco valor para quien los oprime, siendo, por tanto, fácilmente desechables. Originalmente se los concibió como parte del paisaje de las tierras “descubiertas” por los conquistadores, tierras que, a pesar de ser habitadas por poblaciones indígenas desde tiempos inmemoriales, fueron consideradas como tierras de nadie, terra nullius. También se consideraron como objetos de propiedad individual, de los que la esclavitud es prueba histórica. Y hoy continúan siendo poblaciones y cuerpos víctimas del racismo, de la xenofobia, de la expulsión de sus tierras para abrir el camino a los megaproyectos mineros y agroindustriales y a la especulación inmobiliaria, de la violencia policial y las milicias paramilitares, del trabajo esclavo llamado eufemísticamente “trabajo análogo al trabajo esclavo” para satisfacer la hipocresía biempensante de las relaciones internacionales, de la conversión de sus comunidades de ríos cristalinos y bosques idílicos en infiernos tóxicos de degradación ambiental. Viven en zonas de sacrificio, en todo momento en riesgo de convertirse en zonas de no ser.

 
Las nuevas formas de colonialismo son más insidiosas porque se producen en el núcleo de relaciones sociales, económicas y políticas dominadas por las ideologías del antirracismo, de los derechos humanos universales, de la igualdad de todos ante la ley, de la no discriminación, de la igual dignidad de los hijos e hijas de cualquier dios o diosa. El colonialismo insidioso es gaseoso y evanescente, tan invasivo como evasivo, en suma, astuto. Pero ni así engaña o aminora el sufrimiento de quienes son sus víctimas en la vida cotidiana. Florece en apartheids sociales no institucionales, aunque sistemáticos. Sucede tanto en las calles como en las casas, en las prisiones y en las universidades, en los supermercados y en las estaciones de policía. Se disfraza fácilmente de otras formas de dominación tales como diferencias de clase y de sexo o sexualidad, incluso siendo siempre un componente de ellas. Verdaderamente, el colonialismo insidioso solo es captable en close-ups, instantáneas del día a día. En algunas de ellas surge como nostalgia del colonialismo, como si fuese una especie en extinción que debe ser protegida y multiplicada. He aquí algunas de tales instantáneas.

 
Primera instantánea: Uno de los últimos números de 2017 de la respetable revista científica Third World Quarterly, dedicada a los estudios poscoloniales, incluía un artículo de autoría de Bruce Gilley, de la Universidad Estatal de Portland, titulado “En defensa del colonialismo”. Este el resumen del artículo: “En los últimos cien años, el colonialismo occidental ha sido muy maltratado. Ha llegado la hora de rebatir esta ortodoxia. Considerando de manera realista los respectivos conceptos, el colonialismo occidental fue, en regla, tanto objetivamente benéfico como subjetivamente legítimo en la mayor parte de los lugares donde ocurrió. En general, los países que abrazaron su herencia colonial tuvieron más éxito que aquellos que la despreciaron. La ideología anticolonial impuso graves perjuicios a los pueblos sujetos a ella. Y continúa impidiendo, en muchos lugares, un desarrollo sustentado y un encuentro productivo con la modernidad. Hay tres formas en las que estados fallidos de nuestro tiempo pueden recuperar hoy el colonialismo: reclamando modos de gobernanza colonial, recolonizando algunas áreas y creando nuevas colonias occidentales”.

 
El artículo causó una indignación general y quince miembros del consejo editorial de la revista dimitieron. La presión fue tan grande que el autor terminó por retirar el artículo de la versión electrónica de la revista, aunque permaneció en la versión impresa. ¿Fue una señal de los tiempos? Al final, el artículo fue sujeto a revisión anónima por pares. La controversia mostró que la defensa del colonialismo estaba lejos de ser un acto aislado de un autor desvariado.
 

Segunda instantánea: Wall Street Journal del 22 de marzo pasado publicó un reportaje titulado: “La búsqueda de semen norteamericano se disparó en Brasil”. Según la periodista, la importación de semen norteamericano por mujeres solteras y parejas lésbicas brasileñas ricas aumentó extraordinariamente en los últimos siete años y los perfiles de los donantes seleccionados muestran la preferencia por bebés blancos y con ojos azules. Y añade: “La preferencia por donantes blancos refleja una persistente preocupación por la raza en un país en que la clase social y el color de piel coinciden con gran rigor. Más del 50 por ciento de los brasileños son negros o mestizos, una herencia resultante del hecho que Brasil importó diez veces más esclavos africanos que los Estados Unidos; y fue el último país en abolir la esclavitud, en 1888. Los descendientes de colonos y migrantes blancos –muchos de los cuales fueron atraídos al Brasil a fines del siglo XIX y principio del siglo XX, cuando las élites de gobierno buscaban explícitamente ‘blanquear’ a la población– controlan la mayor parte del poder político y de la riqueza del país. En una sociedad tan racialmente dividida, tener descendencia de piel clara es visto muchas veces como un modo de brindar a los niños mejores perspectivas, sea un salario más elevado o un tratamiento policial más justo”.

 
Tercera instantánea: El 24 de marzo pasado, el diario más influyente de Africa del Sur, Mail & Guardian, publicó un reportaje titulado “Genocidio blanco: cómo la gran mentira se propagó en los Estados Unidos y otros países”. Según el periodista, “los Suidlanders (foto), un grupo sudafricano de extrema derecha, han venido estableciendo contacto con otros grupos extremistas en Estados Unidos y en Australia, fabricando una teoría de conspiración sobre el genocidio blanco, con el objetivo de conseguir apoyo internacional para los sudafricanos blancos. El grupo, que se autodescribe como ‘una iniciativa-plan de emergencia’ para preparar una minoría sudafricana de cristianos protestantes para una supuesta revolución violenta, se ha relacionado con varios grupos extremistas (alt-right) y sus influyentes contactos mediáticos en Estados Unidos para instalar una oposición global a la alegada persecución de blancos en África del Sur. La semana pasada, el ministro australiano de Asuntos Internos dijo a Daily Telegraph que estaba considerando la otorgación de visas rápidas para agricultores sudafricanos blancos, los cuales –argüía el ministro– necesitaban “huir de circunstancias atroces” para “un país civilizado”. Según el ministro, tales agricultores “merecen atención especial” debido a la ocupación de tierras y la violencia… Estos agricultores sudafricanos blancos también han recibido atención en Europa, donde políticos de extrema derecha con contactos en la extrema derecha estadounidense han solicitado al Parlamento Europeo que intervenga en Africa del Sur. Agentes políticos contra los refugiados en el Reino Unido están igualmente ligados a la causa”.

 
La gran trampa del colonialismo insidioso es dar la impresión de un regreso, cuando en realidad lo que “regresa” nunca dejó de existir.

 
*Doctor en Sociología del Derecho. Profesor de las universidades de Coimbra (Portugal) y de Winsconsin-Madison (EE.UU.).

Traducción: Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez.