miércoles, 19 de octubre de 2016

Figuras de lo repudiado: desplazamientos y fascismo contemporáneo


 
 

Pensar la actualidad del fascismo, como una de las posibilidades de la propia modernidad[i], tiene aristas diversas y difíciles, incluyendo el modo de construcción de los vínculos del sujeto hegemónico con respecto a diferentes “otros”, algunos de los cuales ni siquiera cuentan en categorías ya de por sí controvertidas como “colectivos vulnerables”[ii]. La hipótesis de partida no es otra que la continuidad de una realidad histórica que bien podría interpretarse, tal como hace de forma incisiva Méndez Rubio[iii], como una forma renovada de fascismo que afecta no sólo a los refugiados -como una de sus víctimas fundamentales- sino a diferentes sujetos sociales, tanto a aquellos considerados “ciudadanos de segunda mano” (inmigrantes regulares, trabajadores, gitanos, pobres, etc.) como a los que son excluidos de toda ciudadanía. Si los refugiados son los nuevos desaparecidos de principios del siglo XXI, eso no debería hacernos olvidar que en la economía política del sacrificio que rige el capitalismo financiero nadie está a salvo, aun si asumimos que el riesgo no está distribuido de forma azarosa sino según ciertas coordenadas de clase, género, etnia, nacionalidad, edad u orientación sexual.

Para contextualizar mínimamente la situación de algunos de esos “otros” hay que recordar que además de 230 millones de personas inmigradas en el mundo, según ACNUR más de 65 millones de personas son refugiadas y desplazadas, aunque menos de un tercio cuente con protección internacional y sólo una ínfima parte consiga residir de forma legal en territorio europeo, concretamente, apenas el 14% del total[iv]. No se trata de una mera cuestión estadística, sino de millones de vidas que se enfrentan a la inminencia de un peligro nada difuso. Ante ello, los estados europeos ni siquiera han cumplido con sus compromisos ya de por sí irrisorios. Sólo para poner el caso de Siria. Allí no sólo han muerto más de 470.000 civiles sino que se han desplazado fuera del territorio de manera forzosa más de 4.900.000 de personas. Para hacerse una mínima idea de la magnitud del desastre (no tan distinto al que se está produciendo en Yemen, a pesar del apagón informativo[v]): si en 2010 la población siria era de 21.393.000, en 2015 dicha población se redujo a 18.502.413[vi], casi tres millones de personas menos, además de 12 millones de desplazados internos. Un cuadro semejante permite evaluar las respuestas que la Unión Europa está proporcionando frente a un drama colectivo que sólo se puede comparar con la segunda guerra mundial. A pesar de ello, la CE se comprometió a reasentar apenas a unas 160.000 personas (procedentes no sólo de Siria, sino también de países como Eritrea, Somalía, Afganistán o Ucrania, entre otros) durante 2015-2016. Alcanza con comparar este caos organizado con las ayudas ofrecidas por los estados europeos para saber que se trata de soluciones meramente cosméticas ante un problema de alcance imprevisible.

De forma más específica, de las 18000 personas que España se había comprometido a acoger, sólo unas 500 han sido efectivamente reasentadas. Lo mismo ocurre en otros países europeos. La falta absoluta de prioridad por acoger a estos grupos es manifiesta. La conclusión es clara: la CE no sólo no está por la labor de cumplir con el derecho de asilo que ella misma promulgó en la postguerra, sino que además no ha cesado de crear nuevas restricciones legales al momento de dar cabida a este ejército de desheredados que, en una medida significativa, ha contribuido a producir con sus políticas neocoloniales -junto a EEUU, Israel y aliados como Arabia Saudí- tanto en Medio Oriente como en África.

Las consecuencias son múltiples. La primera es que la amplia mayoría de personas desplazadas no accede a ninguna protección internacional, pasando a formar parte de los cientos de miles de inmigrantes en situación irregular que subsisten en la economía sumergida, siempre que no sean confinados por meses en un CIE, recluidos en campos de refugiados, o expulsados a los mismos países donde sus vidas peligran (tal como ocurre con el acuerdo CE/Turquía, que no es otra cosa que una transacción mercantil en la que las “deportaciones colectivas” apenas disimuladas son reintroducidas a cambio de fondos). Tampoco es casual que la llamada “crisis de refugiados” sea renombrada en el acuerdo como “crisis migratoria”: de un golpe mágico, se omite sin más que se trata de personas que se desplazan de manera forzosa de sus hogares.

La segunda consecuencia no es menos drástica: al obstruir los accesos legales a esta masa de desplazados, se crean las condiciones propicias para que las redes de tráfico y trata de personas se instalen como realidades paralelas a los mermados estados de bienestar, incrementando el riesgo de esa otra odisea que es arribar a Europa por vía marítima, en la que cada año mueren miles de personas. Solamente en 2015 fallecieron más de 3700 seres humanos según estimaciones manifiestamente inexactas. Se trata de una “industria” que se nutre de las políticas de control de fronteras cada vez más militarizadas. La política de dejación que la Unión Europea ha asumido no sólo vulnera derechos humanos fundamentales, sino que además tiene el agravante de empujar a esos grupos humanos a una situación de pobreza y exclusión social crónica, entre otras cuestiones, porque de un plumazo los reconvierte en “sin papeles” susceptibles de expulsión y repatriación, privados de todo acceso a la ciudadanía. Si a esa situación sumamos, en el contexto español, la supresión de fondos de integración, la financiación insuficiente de partidas destinadas a los colectivos de inmigrantes o a políticas de codesarrollo y cooperación, el refuerzo de una política de control migratorio, el aumento de la presión contra la inmigración irregular y las fuertes restricciones de su política de asilo, entre otras medidas, el diagnóstico no puede ser más grave: muestra el grado de indiferencia institucionalizada que semejante política de estado plantea con respecto a estos sujetos.

El ejercicio de cinismo se hace visible así en la lamentación del “drama humanitario” por parte de una Unión Europea que no duda en blindarse frente a estos sujetos inermes, desasistiendo a quienes intentan arribar a sus costas o incurriendo en “devoluciones en caliente” presentadas como “rechazo en frontera”. A pesar de las escenas de numerosos naufragios, reiteradas cada año en el Mediterráneo, las autoridades europeas se han limitado a incrementar el presupuesto de agencias como FRONTEX[vii]. Sólo de forma reciente, tras numerosas críticas por parte de organismos de derechos humanos y asociaciones de ayuda a inmigrantes y refugiados, la CE ha creado la nueva Guardia Europea de Costas y Fronteras que tiene como función, además de custodiar las fronteras, participar en acciones de salvamento y rescate[viii].

No es muy difícil comprender lo que esto significa. Se trata de “salvar las formas” ante el naufragio radical de un proyecto europeo inclusivo y democrático. Literalmente, estas decenas de miles de seres humanos en riesgo apenas cuentan para los poderes hegemónicos como no sea, en el mejor de los casos, en tanto mano de obra barata o, en el peor, como amenaza para su seguridad. En síntesis, la creciente hostilidad de los estados europeos hacia estos colectivos específicos (consolidada por la fábrica de estereotipos que se producen y reproducen en los medios de comunicación) contradice de forma manifiesta su presunta defensa incondicional y universal de los derechos humanos. Tanto “inmigrantes” como “refugiados” están sometidos a una categorización jerárquica, en la que los eslabones inferiores son blanco de una vigilancia policial permanente (basada en perfiles étnicos), además de ser convertidos de forma regular en objeto de sobreexplotación laboral (tal como ocurre, por ejemplo, en el sector agrícola o en el sector doméstico).

En nuestras sociedades de control la presión es extensa y desigual. Como dice Benjamin en sus “Tesis sobre filosofía de la historia”: “La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos”[ix]. Bien podría decirse aquí que lo que es cierto para las clases oprimidas lo es en un grado mayor para aquellos que son tratados como “parias”. Si esto es cierto, no estamos tan lejos como quisiéramos de un «núcleo totalitario» que suspende el derecho en el corazón de las llamadas “democracias parlamentarias” y que nos obliga a cuestionar la vigencia práctica del “estado de derecho” y otras ficciones similares. La institucionalización del racismo y la xenofobia, articulados al carácter intrínsecamente clasista del capitalismo, nos instala en un orden «globalitario», por recuperar los términos de Ramonet, producto no de un azar histórico sino de una rutina burocrática en la que la especialización de las funciones impide tener que hacerse cargo de consecuencias globales desastrosas.

La realidad-límite de los refugiados muestra, entonces, no el fracaso de los organismos internacionales o de los estados europeos, sino los objetivos de fondo que estas instituciones gubernamentales se han planteado; en particular, tratar a estos grupos como un “excedente” que debe ser gestionado como si se trataran de “desechos humanos” a reciclar. Incluso de forma previa a la crisis sistémica de 2008, el proyecto político dominante en Europa no ha sido otro que el de un bienestar cercado, rodeado de muros blancos, sostenido sobre unas periferias tanto internas como externas. Dicho de otra manera, nuestras sociedades opulentas, como dispara Bauman, crecen bajo la sombra de miles de “vidas desperdiciadas”[x].

La cuestión tampoco se agota ahí. Nada de esto sería posible sin los discursos y prácticas de segregación que se han propagado de forma alarmante en los últimos años, a pesar de algunas oleadas efímeras de solidaridad, que explican esta engañosa “pasividad” de la CE. Hay buenas razones para pensar que la legitimación de esta política de reciclaje y descarte proviene de la apelación continua a una estrategia del miedo en la que estos otros concretos aparecen no sólo como potencial amenaza laboral sino también como un potencial enemigo y como un riesgo a mi identidad cultural. Cuando estos sujetos vulnerados son inculpados de forma sistemática del deterioro de las condiciones mayoritarias de vida, es previsible que una parte significativa de la población autóctona –comenzando por aquella más afectada por el desempleo y la pobreza- sea más propensa al racismo y la xenofobia. De hecho, la demagogia política que capta millones de votos agitando el miedo a los bárbaros y el negocio millonario del miedo parte, precisamente, de esta constatación. Sería miope negar que, tras los discursos de la inseguridad y la mercantilización de sus presuntas soluciones, subyace una percepción social relativamente generalizada de un “descontrol” o “desequilibrio” en la gestión de los flujos migratorios y, correlativamente, un reclamo de restauración del “orden”.

Por eso hay que insistir con la pregunta sobre el alcance real que está adquiriendo el racismo y la xenofobia en las sociedades europeas. La respuesta no es fácil de elaborar, ante todo, porque no existe a nivel local ninguna publicación de datos estadísticos oficiales relativos a denuncias y procesos penales de delitos racistas en territorio español. Se trata de una operación de borrado o de una invisibilidad estadística de por sí sintomática. Sólo a partir de fuentes no ministeriales[xi] podemos trazar un diagnóstico de partida que incluya, además de delitos de odio, otro tipo de prácticas discriminatorias, como es el trato desigual, la negación de derechos, la inclusión subordinada en mercados laborales precarios o las redadas policiales racistas. Aunque no puedo desarrollar este punto, hay indicios suficientes para sostener que la discriminación de estos otros vulnerados está naturalizada en un grado alarmante[xii]. Ni siquiera los informes de la Red Europea de Información sobre Racismo y Xenofobia (RAXEN) captan la magnitud del problema. En total, dicha red contabiliza unos 4000 casos discriminatorios cada año, sin contar con los casos de violencia de género o de feminicidio: si medio millar de incidentes están relacionados con agresiones racistas y xenófobas, los demás incidentes son padecidos por personas sin hogar, personas con diferentes orientaciones sexuales o minorías étnicas y religiosas. Si bien semejantes datos ya son alarmantes, lo cierto es que la realidad efectiva es bastante más grave, por empezar porque la mayor parte de las agresiones (aproximadamente entre el 80%y 90%) no se denuncian por miedo a represalias o desconfianza a las autoridades. Eso significa que en España, cada día, entre 10 y 90 personas sufren una agresión física o verbal por motivos de etnia, religión, orientación sexual o situación económica.

A eso, sin embargo, hay que sumar formas de discriminación más sutiles, no necesariamente delictivas. Sin entrar en detalles, los propios informes de OBERATXE permiten constatar que es la propia sociedad civil quien, de forma dominante, reclama un trato privilegiado con respecto a esos otros que no percibe como semejantes. No se trata sólo de la constatación de un imaginario eurocéntrico o de la expansión de una ideología del desprecio, sino de una práctica sistemática que condena a diversos otros a espacios subalternos, sea a partir del confinamiento laboral, la marginación institucional o el ostracismo cultural. Una lectura crítica del presente, por tanto, no se agota en una dimensión político-estatal o jurídico-policial. Tiene que abordar otras dimensiones de análisis, partiendo de las prácticas económicas, sociales y culturales en las que participan estos sujetos colectivos, reguladas por diferentes instituciones públicas y privadas (administración pública, medios de comunicación, mercado laboral, sistema de enseñanza formal, acceso a la vivienda y al sistema sanitario, etc.).

Dicho lo cual, las graves desigualdades que se están planteando en la actualidad permiten cuestionar la complacencia oficial al momento de interpretar nuestras sociedades. Sería un error, con todo, suponer que la discriminación opera de forma indiscriminada. Antes que un rechazo general a los inmigrantes, las políticas europeas han optado por mecanismos selectivos (p.e. la tarjeta azul, la adquisición de viviendas o la libre circulación de comunitarios) que permiten discriminar categorías de sujetos, según sus niveles de renta, su nivel de cualificación o su pertenencia etnocultural. La resultante no es otra que la priorización de ciertos movimientos migratorios acordes a las necesidades instrumentales de mano de obra o de capital y aquellas que son consideradas prescindibles o indeseables. Aunque a menudo los estados europeos son comparados a un gigantesco dispositivo policial, ello no niega que también se asemejen a grandes empresas de trabajo temporal, tal como es caso de Alemania, quien en 2015 recibió a cientos de miles de personas con niveles medios y altos de cualificación a coste cero, presionando a la baja los salarios de las clases trabajadoras locales.

La resultante de esta combinación explosiva de crisis económica, cultura hegemónica y políticas de estado neoconservadoras es doble: la producción de un proletariado periférico que atiende -con derechos mermados- las demandas fluctuantes del sistema productivo y la producción de parias que son considerados técnicamente prescindibles, expulsados tanto de la producción como del consumo. Dicho de forma brutal: el capitalismo, en esta fase, produce un «sobrante» estructural de seres humanos que ni siquiera cuentan como “ejército de reserva” y que son condenados a la marginación social e institucional, a la vigilancia y el confinamiento e incluso a la muerte por abandono.

No se trata, sin embargo, de ninguna fatalidad. Por el contrario, es efecto de una racionalidad instrumental que opera a partir de una política de reciclaje y descarte de cientos de miles de seres humanos, incluyendo una parte de la población nacional pauperizada. Quizás por eso la tesis acerca de la actualidad del fascismo no sólo resulte plausible sino básica para comprender las condiciones del presente. Puede que no seamos suficientemente conscientes de lo que supone construir el planeta como una descontrolada fábrica de residuos, sobre todo porque los antecedentes que conocemos son demasiado horrorosos como para poder asimilarlos. Desde una perspectiva sistémica, lo que cuenta no es ya la existencia misma de esas vidas sino su gestión como sobrante. Si por un lado la falta total de reciclaje conduce a riesgos más o menos imprevisibles (terrorismo, criminalidad, etc.), la inversión que supone el reciclaje, en la actual ecuación basada en el rendimiento, no puede ser más elevada que el costo de desecharlos completamente. Si el límite de la social-democracia europea era la indigencia (reciclar para evitar la pobreza extrema dentro de las fronteras nacionales), el neoconservadurismo –y su utopía de desregulación económica y control policial- no parece tener otro límite que no sea la necesidad de gestionar el riesgo, esto es, de regular la aparición de la “amenaza terrorista”, el incremento de la “delincuencia” y la irrupción de “movimientos sociales” con potencial subversivo (identificados, en última instancia, como una variante local del terrorismo global[xiii]).

La constitución del capitalismo en una máquina biopolítica fascista cada día margina flujos humanos, apelando en ciertas zonas francas a mecanismos selectivos como la criminalización, el asesinato, la guerra no convencional o la propagación de hambrunas y enfermedades endémicas. La contracara del ultraliberalismo del capital –que circula de forma irrestricta a nivel mundial- no es otra que esta forma de totalitarismo que asfixia a sus víctimas sin ensuciar en exceso sus manos invisibles. Quizás por ello haya que insistir en las diferentes modulaciones de esta máquina: su fascismo tiene intensidades variables según contextos geopolíticos diversos e incluso según los colectivos de los que se trate.

En este punto, más que definir el fascismo por su objeto, quizás se trate de conceptualizarlo como un conjunto de operaciones represivas con respecto al Otro y a nuestra propia alteridad. Hay que recordar que una de las primeras medidas que el nacionalsocialismo tomó con respecto a los judíos fue retirarles la nacionalidad alemana. No es ningún azar: una medida así puede interpretarse como el comienzo de un proceso de separación donde el otro es puesto a una distancia radical, primero como extranjero, luego como no-humano. Semejante extrañamiento del otro como otro es parte del proceso de cosificación que no sólo obstruye toda empatía, sino que además prepara las condiciones subjetivas para su eliminación. La indiferencia actual ante su suerte muestra que nuestra época de grandes conquistas técnicas es también el tiempo de una ignominia ético-política generalizada. Debemos a un superviviente judío, Primo Levi, el señalamiento de que los campos de concentración nazis introdujeron en nosotros “la vergüenza de ser hombres”. No porque todos seamos responsables del nazismo o porque todos seamos unos asesinos, sino porque hemos sido manchados, por no haber podido ni sabido impedirlo. Tal vez sea esa vergüenza la que quizás nos impulse a combatir el fascismo en nuestros corazones y seguir apostando por otras formas de sociedad.

Arturo Borra


[i] Ver al respecto Bauman, S. (2010): Modernidad y holocausto, Sequitur, Madrid.
[ii]Una categoría semejante confina la “vulnerabilidad” a unos grupos determinados, como si no fuera en primer lugar una cuestión de clase, transversal a otras dimensiones identitarias. Así, ¿no habría que apresurarse a señalar, en el contexto europeo, que amplias franjas sociales empobrecidas también son sistemáticamente vulneradas -incluso si disponen de un empleo (más o menos precario y temporal)-?
[iii] Méndez Rubio, A. (2015): Fascismo de baja intensidad, La Vorágine, Santander.
[iv] Puede consultarse el informe de Acnur (2015), “Tendencias Globales”, http://www.acnur.org/fileadmin/scripts/doc.php?file=fileadmin/Documentos/Publicaciones/2016/10627.
[v] En la actualidad, la masacre que lidera la coalición entre EEUU y Arabia Saudí ha provocado el desplazamiento interno de más de 1.400.000 yemeníes (http://blogs.publico.es/puntoyseguido/3550/eeuu-y-arabia-saudi-provocan-en-yemen-la-mayor-crisis-humanitaria-del-mundo/)
[ix]Benjamin, W. (1987): Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Taurus, Madrid.
[x]Bauman, S. (2008): Vidas desperdiciadas, Debate, España.
[xi] Entre esas fuentes hay que tomar en consideración los informes anuales elaborados por el Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia, dependiente de la Dirección General de Integración de los Inmigrantes y los informes elaborados por diferentes entidades sociales: entre algunos otros, el “Informe Raxen” (de Movimiento contra la Intolerancia), el informe “El racismo en el estado español” (de SOS Racismo), y el “Informe de Derechos Humanos” (de Amnistía Internacional).
[xii]No deja de ser sintomática la ausencia de un Plan nacional de lucha contra el racismo, la xenofobia y otras formas de discriminación (tanto en sus formas espontáneas como en sus modalidades institucionales), por no hablar de la carencia o escasez de políticas transversales de interculturalidad en las instituciones públicas y privadas o la transformación del sistema judicial para que las agresiones racistas dejen de ser juzgadas mayoritariamente como delitos comunes.
[xiii] La invocación del “terror” consolida una política de seguridad ligada a un proyecto de control extendido. La “amenaza global del terrorismo” no debería impedirnos reconocer que también los propios estados occidentales son productores de este tipo de amenazas.

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