Desde hace más de una década, en
el contexto español, los discursos políticos y mediáticos dominantes se han
encargado de construir en el imaginario colectivo el tópico de una suerte de invasión bárbara que supuestamente
pondría en riesgo no sólo la convivencia social sino también la seguridad
nacional. “Asalto multitudinario a las vallas”, “Salto masivo de inmigrantes”,
“Multitud de sin papeles asaltan de forma violenta las vallas” y titulares
similares se repiten de forma incesante en los grandes medios de comunicación,
creando un sentido de alarma colectiva que carece de toda base. Además de
reforzar la xenofobia y el racismo extendidos, uno de los efectos de dichos
discursos es el llamado a la autoridad, esto es, el reclamo de orden basado en
un presunto descontrol de las fronteras que crearía una situación social y
económica insostenible.
La propia terminología policial
oculta el drama cernido sobre miles de vidas en peligro, planteándolo como un
problema securitario antes que como problema político. Por si fuera poco, el
uso de términos como “multitudinario” o “masivo” para referirse a los intentos desesperados
de cruzar las vallas de Ceuta y Melilla inducen de forma deliberada al (t)error.
Se trata más bien de un fenómeno localizado que tiene más relevancia por la
gravedad de las circunstancias en que se produce que por el número total de
personas que acceden de forma irregular por estos puntos fronterizos. Lo grave
del caso no es que de forma esporádica algunos cientos de personas logren
llegar a territorio español por medios no autorizados -bajo la presión de la
guerra, el cambio climático, las carencias económicas o las persecuciones de
todo tipo-, sino el tipo de respuesta que el estado español ha proporcionado
durante la última década: la vulneración del derecho de solicitud de asilo, la
represión de personas en situación especialmente vulnerable, su eventual
encierro en Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) o en Centros de
Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) y el régimen de deportaciones forzadas
que el estado ha instituido ante aquellos flujos migratorios que ha decidido
juzgar como indeseables, incluyendo desplazados que jamás adquirirán el
estatuto de «refugiados».
Ante una política de (des)información
masiva que se estructura sobre la repetición tópica, repasar algunas
informaciones estadísticas básicas, aportadas por el Ministerio del Interior,
puede contribuir a elucidar de qué estamos hablando. Según los últimos datos
disponibles, durante 2015 han arribado por costa 5312 personas y por Ceuta y
Melilla 11624, incluyendo 7198 personas de procedencia siria. En total, el
fenómeno se limita a la llegada de 16936 personas por estos medios en el
período de un año, a diferencia de 2006 en el que llegaron por costa 39180
personas y por vallas 5566 (44746 personas)[i]. El
balance es rotundo: la inmigración por
estos medios irregulares se ha reducido dos tercios en la última década, a
pesar de la multiplicación de guerras neocoloniales que expulsan a millones de
sus países de origen e incrementan la “presión migratoria” a nivel
internacional.
En síntesis, el alarmismo
mediático ante el ingreso irregular de personas al territorio español es tan
inválido como cómplice de una política de estado que incumple de forma
sistemática la «igualdad» que proclama para legitimarse. Por el contrario, la
reducción del número de ingresantes por estas vías muestra a las claras que el
estado español no está desbordado en el control de fronteras en lo más mínimo. A
pesar del repudio moral que una política semejante debería provocar en la
ciudadanía, la “eficacia” de esta política de control es indiscutible, siempre
y cuando nos atengamos al objetivo prioritario que esa política presupone; a
saber, blindar policialmente las fronteras asumiendo como parte constitutiva
del procedimiento la vulneración regular de los derechos de las personas
damnificadas.
Dicho lo cual, conocer la
magnitud de la situación de la migración irregular en el sur de España supone,
de mínima, comparar los datos sobre ingresos con los datos sobre egresos, sea
por i) denegación de entrada, ii) readmisiones a terceros países, iii) devoluciones
o iv) expulsiones, relativamente constantes en los últimos años. La conclusión
es exactamente la contraria a la que se repite a diario: las deportaciones
forzadas en 2015 -que incluyen el uso de sedantes para quienes se resisten a
este proceso- es de 20091 personas. El saldo de inmigrantes que arriban por la
frontera sur de España por vías irregulares es, por tanto, negativo. El balance
de 2015 (-3155 personas) muestra que no sólo no hay nada semejante a una
“invasión”, sino que las deportaciones
son considerablemente más numerosas que las llegadas. No deja de ser
llamativa la omisión mediática sobre esta contraparte. Contra la imagen mítica
de una supuesta benevolencia europea que toleraría de hecho los ingresos
irregulares, las estructuras represivas del estado no han cesado de
incrementarse para expulsar a aquellos colectivos que juzga como sobrante
humano, acorde a una visión economicista de las migraciones[ii].
Un mínimo de decencia
periodística obligaría a revisar la terminología: o bien se mantiene el lenguaje
al uso –y en tal caso habría que hablar de “deportaciones masivas”, utilizando el mismo criterio cuantitativo que se usa
cuando se alude a las entradas irregulares-, o bien se reformulan los criterios
de construcción de la noticia –y en tal caso, se desiste de la referencia a lo
“masivo” o a lo “multitudinario” que, además de generar confusión, atemoriza a la
población local de forma completamente injustificada-. Es en este contexto en
el que la aproximación de la inmigración irregular al discurso policial hace su
trabajo (simbólico). La propia noción de “asalto” de las vallas carece de
inocencia: legitima el rechazo ante una presunta amenaza expandida. De este
modo, se plantea el cruce de una valla como una acción violenta e ilegítima, cuando
lo que está en juego es la misma supervivencia ante condiciones económicas,
políticas y militares extremas. Convertir el previsible intento de acceder a
territorio europeo para salvaguardar la propia vida en un “asalto” forma parte
del arsenal retórico del racismo en los medios. En un golpe de efecto,
significa un drama colectivo como un hecho policial que debe ser gestionado
como cualquier otro: recurriendo a las fuerzas represivas del estado como
solución por excelencia.
En suma, la construcción
simbólica de los otros como figuras amenazantes forma parte de las operaciones discursivas
que participan en la escalada racista y
xenófoba que asola como una plaga a Europa. El corolario de esta
construcción es evidente: sugerir que España (y Europa en general) no puede hacer
más sitio para personas extranjeras. La «hipótesis de la saturación», sin
embargo, es completamente inválida. Apenas es preciso insistir en que ninguno
de los estados europeos (incluyendo a Alemania) son ejemplares en materia de
“acogida” ni ocupan las principales posiciones en materia de recepción de
personas desplazadas. Ni siquiera han cumplido, en la mayoría de los casos, las
cuotas –de por sí irrisorias- de “refugiados” a “reubicar”. Por poner sólo un
ejemplo: de los más de 5 millones de desplazados sirios, la Comisión Europea se
ha comprometido a recibir en total unos 160000 en dos años, lo que representa
menos del 3 % del total. Hasta el momento, ni siquiera ha cumplido con este
compromiso manifiestamente insuficiente, considerando además el agravante de
que muchos países europeos coparticipan de forma directa –a través de
intervenciones militares- e indirecta –a través de financiación, logística y
venta de armas- en buena parte de los conflictos bélicos que provocan estos
grandes éxodos de personas y ahondan las desigualdades estructurales a nivel
mundial.
Por el contrario, la
Europa-fortaleza se empeña en encerrar en una grilla jerárquica a estos
diferentes colectivos -sean desplazados, apátridas, solicitantes o inmigrantes-
y a partir de ahí modula la intensidad de sus prácticas de control. La lección
principal no es que cierra el paso de forma indiscriminada, sino que en su
práctica discriminatoria ciertos flujos migratorios no cuentan en lo más mínimo
como no sea bajo la forma del estigma o la criminalización, comenzando por la
población subsahariana, magrebí y arabo-musulmán.
Pese a ello, los discursos que
predominan en los principales medios de comunicación de masas insisten en
plantear los flujos migratorios como un proceso homogéneo y simple,
consolidando los prejuicios eurocéntricos que debería más bien combatir. No se
trata solamente de un problema de falta de rigor periodístico sino de
desinformación masiva y carencia de una mínima investigación de fuentes que
permitan contrastar las versiones dominantes. Ante la cantinela de la “falta de
tiempo” dadas las rutinas productivas del periodismo, conviene insistir en la
necesidad de producir investigación crítica al interior de los mass-media, especialmente cuando los
oligopolios mediáticos amenazan no sólo la sacrosanta “libertad de prensa”,
sino la más básica pluralidad ideológica (en otro tiempo, llamada “libertad de
pensamiento”) requerida para no hacer de las noticias mera propaganda del poder
colonial.
Arturo Borra
[i] Remito
al informe del Ministerio del Interior (2015): “Inmigración irregular”, 2015,
versión electrónica en http://www.interior.gob.es/documents/10180/3066430/Balance+2015+de+la+lucha+contra+la+inmigraci%C3%B3n+irregular.pdf/d67e7d4b-1cb9-4b1d-94a0-9a9ca1028f3d
[ii] Dichas expulsiones selectivas constituyen uno de los
mecanismos reguladores del estado capitalista, complementario a cierta
permisividad en la estancia irregular de cientos de miles de trabajadores extranjeros
que participan en la economía sumergida española, en condiciones laborales y
salariales especialmente penosas.
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