Los malos modales del racismo de
Trump apenas disimulan las prácticas racistas y xenófobas extendidas también en
Europa, partiendo desde luego del trato vejatorio que mayoritariamente los
gobiernos infringen a los desplazados y migrantes en sus fronteras externas. A
pesar de los aires de superioridad que los discursos europeos dominantes se
autoatribuyen en materia de lucha contra la discriminación, la consolidación gubernamental
del neoconservadurismo (y de la llamada “nueva derecha”), cuestiona seriamente
cualquier complacencia retórica.
Aun si la izquierda tradicional europea cuestiona en grados
diversos el capitalismo global, parece haberse olvidado del racismo y la
xenofobia cristalizados en diferentes espacios institucionales -comenzando por
las instituciones estatales-, por no hablar del papel (neo)colonialista que los
estados europeos han asumido con respecto a diferentes regiones -sean antiguas
colonias o no-, incluyendo su participación bélica directa e indirecta en Medio
Oriente y África, su implicación en el negocio de la “reconstrucción” y la
“seguridad” o sus políticas extractivistas y corporativistas que toman por
objeto a aquellas naciones que sigue construyendo como “tercer mundo”. Hasta la
propia jerga de la cooperación al
desarrollo sigue presuponiendo un modelo unidireccional y etapista de
desarrollo que pone a la propia Europa como paradigma de realización.
A nivel interno, circunscribir las prácticas racistas y
xenófobas a la ultraderecha (o, más ampliamente, a la derecha gubernamental) es
una mera coartada ideológica. Para decirlo de otro modo: la mancha
racista/xenófoba se ha propagado en todo el sistema político y, a nivel
capilar, en toda la sociedad civil, adquiriendo formas diversas de existencia. Todavía
en la actualidad la izquierda tradicional europea sigue hablando en nombre de
otros minorizados y oprimidos sin contar en absoluto con ellos. Mucho desatascaríamos
el debate si cuestionamos no sólo su etnocentrismo cultural, sino si tomamos
mínimamente en serio la idea de que puesto
que el otro es otro –esto es, un sujeto autónomo e irreductible a mi
posición-, lo que necesita no es meramente ser representado, sino
incluido como participante, en relaciones de igualdad en las diferentes
instancias de la vida social e institucional.
Si, por una parte, las instituciones públicas y privadas
-sean económicas, políticas o culturales- han consolidando de forma abrumadora
su cierre ante esos colectivos, restringiéndoles el paso de forma sistemática a
partir de su inferiorización (incluso si la frontera es porosa por defecto),
por otra parte, la izquierda dominante europea apenas si se ha tomado el
trabajo de elaborar una crítica relevante a semejante sistema jerárquico y
excluyente que, en el caso de España, condena a la marginación a una parte nada
despreciable de los más de cuatro millones y medio de personas extranjeras que
residen en su territorio. Lo que es peor: el cuestionamiento a un régimen de
privilegios ni siquiera cuenta con la participación directa de los propios
sujetos damnificados, como no sea de forma testimonial, consolidando un
paternalismo benevolente que, demasiado a menudo, se convierte en una profunda subestimación
del otro.
Para decirlo de otra manera: la denuncia de una
deshumanización creciente de Europa, en el mejor de los casos, se produce desde
los presupuestos ideológicos y teóricos de la propia izquierda europea
dominante, sin hacer partícipes a quienes padecen de forma directa las políticas
y prácticas discriminatorias en cuestión. Dicho de forma negativa: el
señalamiento crítico de una Comisión Europea que se ha desentendido de la vida
de millones de seres humanos no se ha transformado a nivel nacional en una política de articulación de múltiples
demandas en términos de políticas de empleo y formación, vivienda y ocio,
educación y sanidad, participación
cultural y política, específicas a estos colectivos subalternizados. Si bien lo dicho no niega la existencia de plataformas ciudadanas
valiosas –tal como ocurre por ejemplo con la Plataforma por el Cierre de los
CIE- así como iniciativas locales necesarias –tal como ocurre con los Consejos
locales de inmigración e interculturalidad impulsados por los municipios de
Valencia y Barcelona[i]-, señala en cambio la persistencia de limitaciones relevantes tanto al
momento de elaborar una perspectiva crítica mulifacética y multicentrada como al
momento de coordinar estrategias de lucha a nivel nacional que atiendan las
realidades divergentes de estos grupos minorizados.
Puesto que en otras ocasiones me he ocupado en estudiar de
forma detenida las marcas de este proceso de segregación en múltiples
dimensiones de la vida social, me limitaré a un repaso somero de algunas de
esas realidades que muestran la magnitud real de la problemática, así como
vislumbrar posibles estrategias para afrontarlas desde una perspectiva de
izquierda no sólo anticapitalista y antipatriarcal sino también decolonial y antirracista.
1.
Lo primero sobre lo que hay
que llamar la atención es acerca de la crónica segregación ocupacional que
sigue produciéndose en el campo laboral español. Además de una tasa de
desempleo superior a la media española (aproximadamente, un 10 % más), 8 de
cada 10 personas pertenecientes a estos colectivos accede a puestos laborales subcualificados según su formación, con índices de temporalidad elevados, en condiciones de
trabajo comparativamente más precarias que las de la población local y con una
política salarial que los sitúa en la base de la pirámide laboral. De este
modo, el mercado laboral español terceriza los puestos de trabajo
socialmente indeseados (como es el caso de los peones agrícolas, las empleadas
de hogar, las trabajadoras sexuales, los peones de construcción e industria,
personal de restauración y comerciales minoristas), asignándolos a trabajadore/as
inmigrado/as, cuando no a etnias crónicamente marginadas como es el caso de la
comunidad gitana que subsiste regularmente mediante el empleo sumergido o el
autoempleo en sectores económicos devaluados.
2.
A pesar de ello, las
políticas de formación orientadas a la inserción laboral a partir de una
re-cualificación (o una acreditación de las cualificaciones del país de origen)
de estos sujetos colectivos son insuficientes (cuando no inexistentes). Al día
de hoy, no hay ninguna política formativa nacional que atienda las necesidades
específicas de estos colectivos, de cara a compensar las dificultades propias
de esta población, incluyendo las dificultades para acreditar y homologar los
estudios de los países de origen. Semejante falta consolida la posición
subalterna de esos colectivos dentro del sistema económico vigente, posición
que, en determinados casos, colinda con una forma de explotación severa. En
términos más amplios, las políticas educativas –modificadas en función de las
directivas europeas- no consideran de forma suficiente la heterogeneidad de los
estudios en los países de origen, convirtiendo a decenas de miles de graduados secundarios
y universitarios –en términos administrativos y jurídicos- en sujetos no
escolarizados.
3.
También asistimos a un
proceso de “etnicización de la pobreza”, paralela a su “feminización” y su
intensificación en los grupos de jóvenes. No es ninguna novedad señalar que el
«trabajo» -que antaño significó para las clases trabajadoras europeas el acceso
a condiciones de vida mínimamente satisfactorias- no constituye en la
actualidad una garantía contra el empobrecimiento. Si hoy día hay más de tres
millones de trabajadores pobres en España y un 28,6 % de personas en riesgo de
pobreza y exclusión (en total, más de 13 millones)[ii], lo cierto es que, si diferenciamos por procedencia, la
incidencia desigual de la pobreza en los trabajadores inmigrados y refugiados
es nítida: en conjunto, el 55, 3% de la población extracomunitaria y el 33,3%
de la comunitaria están afectados por este riesgo (EAPN, op.cit: 4), a excepción de la etnia gitana en la que el 98% de sus miembros
tiene ingresos por debajo de los niveles de riesgo de pobreza[iii]. En suma, la pobreza y la exclusión social se concentran
de forma significativa según coordenadas étnicas y de nacionalidad, además de las
coordenadas de edad y género.
4.
La crisis de las propuestas
de interculturalidad, en verdad, no hace sino constatar esta marginación
institucional y social de la que son objeto, especialmente, colectivos de
inmigrantes, refugiados, solicitantes de asilo y minorías étnicas. A pesar de
los relatos integradores que se han gestado en la última década y media, la
inclusión igualitaria que esos relatos presuponen -como parte central de un
proyecto de ciudadanía plural y crítica- ha quedado reducida a una declaración
de intenciones más o menos fallida. La inclusión institucional de los otros, no
sólo como sujetos laborales sino también como sujetos comunicativos y
ciudadanos –en medios de comunicación, en ONG, empresas privadas, sindicatos,
administraciones públicas, partidos políticos o el propio sistema educativo- es
un proceso trunco, acentuado por la crisis sistémica de 2008. El paso está, por
así decirlo, obstruido.
5.
Las políticas migratorias y de
asilo vigentes no han hecho más que consolidar una discriminación institucional
persistente. Además de reforzar una política de fronteras militarizada,
semejantes políticas regresivas han afianzado las dificultades para acceder y
permanecer en territorio español, obstaculizando el proceso de regularización
de los sujetos inmigrantes (a partir de instrumentos legales como la Ley de
Extranjería vigente que endurece las condiciones de reagrupamiento y renovación
de permisos de trabajo y residencia) y el proceso de admisión a trámite de las
solicitudes de asilo (vulnerando asimismo el propio derecho de asilo en las
fronteras nacionales como las de Ceuta y Melilla, por no hablar de los incumplidos compromisos
internacionales que vulneran, a su vez, el derecho de asilo de personas de
terceros países).
6.
La criminalización de la
inmigración irregular, a partir del despliegue de un fuerte dispositivo
jurídico-policial, no sólo reproduce prácticas de identificación racistas sino
que además mantiene instituciones aberrantes como los Centros de Internamiento
de Extranjeros (CIE), establecidos como zonas de excepción al derecho. Por si fuera poco, la actual “Ley de Seguridad Ciudadana” ha
reforzado este trato criminalizador, legalizando las “devoluciones en caliente”
reformuladas como “rechazo en frontera”.
Ciertamente, sería preciso detenerse en otros procesos de
marginación sistémica concomitantes, como es el caso de la desproporcionada
presencia de extranjeros en la población carcelaria (un 29,00% del total en 2015[iv]), la exclusión sanitaria que sigue afectando a una parte significativa
de la población inmigrada en situación irregular, las barreras de acceso a las
prestaciones públicas por dificultades en el acceso al padrón municipal u otras
trabas burocráticas, la persecución policial de trabajadores precarios (como es
el caso de “manteros” y aparcadores de coches), la marginación tendencial que
estos colectivos sufren con respecto a la vida cultural local y nacional, su baja
participación en el sistema político o la persecución ideológica de minorías
religiosas (tal como ocurre con la comunidad musulmana), entre otras cuestiones.
Las propias políticas y proyectos de codesarrollo y cooperación son, grosso
modo, instrumentos sustraídos al control de las comunidades locales,
orientados por un horizonte colonial predefinido en función de intereses
gubernamentales y empresariales ajenos a la órbita de los presuntos países
beneficiarios.
También a nivel social el racismo y la xenofobia son (dis)valores
en alza. La naturalización de estas formas discriminatorias, entre otras, es
efecto de un imaginario etnocéntrico que no cesa de ser reafirmado a partir de
la construcción del otro como sujeto antagónico (a nivel económico, cultural y securitario). Si el
colonialismo se legitima a sí mismo en la imposición geoestratégica de la “propia
superioridad” a través de diferentes medios políticos, financieros, económicos,
culturales y militares en territorios no europeos, la colonialidad por su parte
se legitima mediante una narrativa de inferiorización/ subalternización de los
otros que justificaría los lugares privilegiados de los sujetos locales y, por
tanto, las asimetrías de poder existentes. Así, lo que la izquierda tradicional
europea borra sin más es un régimen colonial de saber y poder que opera como
justificación de los privilegios del sujeto blanco, europeo, varón, burgués,
cristiano y heterosexual[v].
Es momento de evidenciar no sólo los «micromachismos» persistentes
en la vida cotidiana sino también los «micro-racismos» que sostienen la
fisonomía de una sociedad que, mirándose en personajes políticos grotescos, mal
disimula su propio racismo. Es ese modo de subjetivación
racista y xenófobo, colonial y eurocéntrico –que atraviesa en medidas diferenciadas
pero de forma transversal todo el arco ideológico y político- lo que
necesitamos investigar de forma crítica. Quizás sólo esa investigación crítica
puede crear las condiciones de posibilidad de luchas interseccionales con
vocación emancipatoria.
En suma, se trata de poner en cuestión, tanto en el campo del saber
como del poder, un modo de subjetivación que, aunque no dude en situarse en la
cúspide moral (ligada al discurso liberal de los derechos humanos), mal
disimula su propia indecencia y permisividad ante los crímenes de lesa
humanidad que la Comisión Europea no ha cesado de producir bajo su retórica
pacificadora y cínica. Doble objetivo entonces: dar cuenta tanto de las
prácticas institucionales que perpetúan formas de dominación basadas en
jerarquías sociales naturalizadas, como de las subjetividades que sostienen ese
régimen de privilegios. Por más insuficiente que resulte esa crítica radical sin
el acceso a específicos dispositivos de poder, sólo desde ese otro lugar de
enunciación podemos comenzar a desmontar el fascismo contemporáneo que también
agencia entre nosotros.
Arturo Borra
[i] Si bien
no estamos en condiciones de poder evaluar sus efectos a mediano y largo plazo,
la activación relativamente reciente de estos consejos locales resulta positiva
a mi juicio, en tanto permite la participación de múltiples sujetos inmigrantes
tanto en la detección como en la elaboración de propuestas de solución a
diferentes problemáticas ligadas a diferentes ejes: igualdad de derechos,
promoción de la diversidad cultural o fomento de la participación ciudadana,
entre otros.
[ii]
Al respecto, remito al último Informe de la EAPN (2016): http://www.eapn.es/estadodepobreza/ARCHIVO/documentos/Informe_AROPE_2016_Resumen_Ejecutivo.pdf
[iii] Cf.
“Un 98% de los gitanos del Estado vive en la pobreza”, en “Diario de Gipuzkoa”, 30/11/2016, versión electrónica en http://www.noticiasdegipuzkoa.com/2016/11/30/sociedad/un-98-de-los-gitanos-del-estado-vive-en-la-pobreza.
[v] Como
insiste Ramón Grosfoguel (“Decolonizar
la economía es mirar desde otra geopolítica”, 2013) la descolonización
implica también un trabajo de crítica epistemológica a ciertas teorías críticas
occidentales: (…) “la izquierda occidentalizada practica un racismo/sexismo
epistémico que inferioriza el pensamiento crítico proveniente de la experiencia
histórico-social de todas la mujeres del mundo y de todos los pueblos
no-occidentales. Las epistemologías de los pueblos no-occidentales o las
epistemologías de las mujeres (occidentales o no-occidentales) son
inferiorizadas por la izquierda occidentalizada que privilegia el pensamiento
crítico de los hombres occidentales. Esto es lo que llamo fundamentalismo
eurocéntrico que se construye a partir del racismo/sexismo epistemológico”
(versión electrónica en https://www.diagonalperiodico.net/saberes/decolonizar-la-economia-es-mirar-desde-otra-geopolitica.html).
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