Señoras, Señores.
En la serie de conferencias que
me ha encargado la Sexta Sección de la École des Hautes Études, voy a hablarles
de los fundamentos del psicoanálisis.
Hoy quisiera indicarles solamente
el sentido que pienso dar a este título, y
el modo como espero cumplir con él.
Sin embargo, tengo primero que
presentarme, pese a que la mayoría de ustedes me conoce -aunque no todos- pues,
dadas las circunstancias, me parece apropiado introducir un punto previo al
tratamiento del tema: ¿qué me autoriza a hacerlo?
Me autoriza a hablar aquí ante
ustedes sobre este tema el que sepan de oídas que durante diez años dicté lo
que llamaban un seminario, dirigido a psicoanalistas. Como algunos saben, renuncié a esta función
-a la que había de veras dedicado mi vida- debido a acontecimientos sucedidos
dentro de lo que se llama una sociedad psicoanalítica, y justamente la misma
que me había confiado dicha función.
Se podría sostener que ello no
pone en entredicho mi calificación para cumplir en otra parte esta función.
Considero, sin embargo, este asunto como provisionalmente en suspenso. Y si hoy
dispongo de los remedios para poder, digamos solamente, dar continuación a esta
enseñanza que fue la mía, se impone que, antes de abrir lo que se presenta
entonces como una nueva etapa, comience por dar las gracias al señor Fernand
Braudel, presidente de la Sección de la École des Hautes Études que me ha
delegado ante ustedes. El señor Braudel,
debido a un impedimento, me expresó su pesar de no poder estar presente en el
momento en que le rindo este homenaje a él, como también a lo que llamaré la
nobleza con la que quiso poner coto en esta ocasión a la situación de carencia
en que me hallaba respecto a una enseñanza de la que, en suma, sólo conocía el
estilo y la reputación, a fin de que no quedase yo pura y simplemente reducido
al silencio. Y de nobleza se trata, precisamente, cuando el asunto es dar
acogida a alguien en mi posición: la de un refugiado.
Se àpresuró en hacerlo acicateado
por la vigilancia de mi amigo Claude Lévi-Strauss, cuya presencia aquí me
regocija, y que sabe muy bien cuanto aprecio este testimonio de la atención que
presta a un trabajo, el mío, a lo que en él se elabora en correspondencia con
el suyo.
Quiero también dar las gracias a
todos los que en esta ocasión me mostraron su simpatía, extensibles a la
complacencia con la que el señor Robert Flacelière, director de la École Normal
Supérieure tuvo a bien poner a la disposición de la École des Hautes Études
esta sala, sin la cual no sé cómo hubiese podido recibirlos, habiendo venido
tantos, lo cual les agradezco de todo corazón.
Todo esto tiene que ver con la
base, en el sentido local y hasta militar de la palabra, la base de mi
enseñanza. Abordo ahora el asunto: los fundamentos del psicoanálisis.
En lo que toca a los fundamentos
del psicoanálisis, mi seminario, desde el comienzo, estaba implicado en
ellos. Era uno de sus elementos, puesto
que contribuía a fundarlo en concreto, puesto que formaba parte de la propia
praxis; puesto que le era inherente: puesto que estaba dirigido a lo que es un
elemento de esta praxis, a saber la formación de los psicoanalistas.
Hace algún tiempo me tocó, irónicamente, quizá
provisionalmente, pero también a falta de otra cosa en el apuro en que me
hallaba, definir un criterio de lo que es el psicoanálisis, o sea, el
tratamiento dispensado por un psicoanalista. Henri Ey, que está aquí hoy,
recuerda seguramente el artículo en cuestión, ya que fue publicado en ese tomo
de la enciclopedia que él dirige. Su
presencia hace que me sea mucho más fácil evocar el encarnizamiento a que
echaron mano para que se retirase de dicha enciclopedia dicho artículo, hasta
el punto de que él mismo, cuyas simpatías por mí son harto conocidas, se vio
reducido a la impotencia y no pudo detener esta operación concebida por un
comité directivo en el que había psicoanalistas, precisamente. Este artículo va
a ser recogido en la edición que trató de hacer de algunos de mis textos, y
podrán juzgar si acaso ha perdido actualidad.
No creo para nada que la haya perdido, sobre todo porque las preguntas
que allí examino son las mismas que ventilo ante ustedes, ejemplificadas por el
hecho de que estoy aquí, en la postura que es la mía, para presentar siempre la
misma pregunta: ¿qué es el psicoanálisis?
Hay en ello, sin duda, más de una
ambigüedad, y esta pregunta es siempre, según la palabra con que la designo en
ese artículo; una pregunta mochuelo. Lo
que me proponía entonces era examinarla a la luz del día, y sobre ello tengo
que volver, sea cual fuere el lugar desde donde tengo que proponérselos.
El lugar desde donde vuelvo a
abordar este problema ha cambiado; ya no es un lugar que está del todo dentro,
y no se sabe si está fuera.
Este comentario no es anecdótico,
y por ello pienso que no consideraran que se trata por mi parte de un recurso a
la anécdota o a la polémica, si les señalo un hecho: que mi enseñanza,
designada como tal, ha sido sometida, por un organismo que se llama el Comité
Ejecutivo de una organización internacional llamada la International
Psychológical Association, a una censura nada ordinaria, puesto que se trata
nada menos que de proscribir esta enseñanza, que ha de ser considerada como
nula en todo lo tocante a la habilitación de un psicoanalista, y de convertir
esta proscripción en condición para la afiliación internacional de la sociedad
psicoanalítica a la cual pertenezco.
Y esto aún no es suficiente. Está especificado que esta afiliación sólo
será aceptada si se dan las garantías de que mi enseñanza nunca podrá, por
intermedio de esta sociedad, entrar de nuevo en actividad para la formación de
analistas.
Se trata pues de algo en todo
comparable a lo que en otros sitios se llama excomunión mayor. Con la salvedad
de que ésta, en los sitios en que se emplea este término, no se pronuncia
jamás, sin posibilidad de remisión.
Existe en esta forma solamente en
una comunidad religiosa designada por el término indicativo, simbólico, de
sinagoga, y Spinoza la padeció. El 27 de Julio de 1656 primero - peculiar
bicentenario, ya que corresponde al de Freud- Spinoza fue objeto del kherem,
excomunión que corresponde justamente a la excomunión mayor, esperó luego algún
tiempo para que le aplicaran el chammata que consiste en añadir la condición de
la imposibilidad de regreso.
Una vez más, no crean que se
trata de un juego metafórico, que sería pueril mencionar al abordar el campo,
Dios mío, tan largo como serio, que tenemos que cubrir. Creo, ya lo verán
ustedes que no sólo las resonancias que evoca, sino también la estructura que
enseña este hecho, introducen algo que hace al principio de nuestra
interrogación en lo tocante a la praxis psicoanalítica.
No estoy diciendo -aunque la cosa
no es imposible- que la comunidad psicoanalítica es una Iglesia. Inexorablemente,
empero, surge la pregunta sobre lo que en ella puede tener resonancias de práctica
religiosa. Asimismo, ni siquiera hubiese
recalcado este hecho, de por sí relevante por el tufillo de escándalo que
despide, si, como es el caso de todo lo que les ofreceré hoy, no pudieran estar
seguros de encontrarle, más adelante, un empleo.
No quiere esto decir que sea yo
en tales coyunturas un sujeto indiferente. No crean tampoco que para mí, como
tampoco, supongo, para el intercesor cuya referencia y hasta precedencia no
vacilo en evocar, sea esto cosa de comedia, en el sentido de cosa de risa.
Quisiera, no obstante decirles de paso que no se me ha escapado algo de
inmensas dimensiones cómicas en este rodeo. La dimensión cómica no pertenece al
registro de lo sucedido en la formulación que llamé excomunión. Tiene que ver más bien con la posición en que
estuve durante dos años, la de saber que me estaban negociando y me negociaban
justamente quienes, respecto de mí, estaban en posición de colegas y hasta de
alumnos.
Porque se trataba de lo siguiente: saber en qué medida las concesiones que se hicieron
respecto al valor habilitante de mi enseñanza podían llegar a contrabalancear
lo que se buscaba obtener por el otro lado, la habilitación internacional de la
sociedad. No quiero dejar pasar la ocasión de señalar -nos taparemos de nuevo
con eso- que ello es, propiamente hablando, una cosa que puede vivirse, cuando
se está adentro, en la dimensión de lo cómico. Creo que sólo lo puede percibir
plenamente un psicoanalista. Ser objeto de negociación no es, sin duda, para un
sujeto humano, una situación insólita, pese a la verborrea sobre la dignidad
humana y los Derechos del Hombre. Cada
cual, en cualquier aprehensión, tanto y en todos los niveles, es negociable, ya
que cualquier aprehensión un tanto seria de la estructura social nos revela el
intercambio. El intercambio en cuestión es intercambio de individuos, es decir,
de soportes sociales que son, además, lo que se llama sujetos, con todo lo que
ello entraña de derechos sagrados a la autonomía, según dicen. Todos saben que la política consiste en negociar,
y en su caso al por mayor, por paquetes, a los mismos sujetos. Llamados
ciudadanos por cientos de miles. La situación no tenía pues, a este respecto,
nada de excepcional, si se descarta que el hecho de ser negociado por colegas,
y hasta alumnos, como los llamé antes, recibe a veces, visto desde afuera, otro
nombre.
Pero si la verdad del sujeto, aún
cuando se halla en la posición del amo, no está en él mismo sino, como lo
demuestra el análisis, en un objeto por naturaleza velado, hacer surgir este objeto
es, propiamente, el elemento de lo cómico puro.
Creo oportuno señalar esta
dimensión y justamente donde puedo dar testimonio de ella, ya que, después de
todo, quizá podría llegar a ser en semejante ocasión objeto de una indebida
reserva, de una especie de pudor, el que alguien diera fe de ella desde
afuera. Desde dentro, puedo decirles que
esta dimensión es cabalmente legítima, que puede vivírsela desde el punto de
vista analítico, y aún, a partir del momento en que se la percibe, de una
manera que permite sobreponerse a ella, a saber, desde el ángulo del humor que,
aquí, no es más que el reconocimiento de lo cómico.
Ese comienzo no está fuera del
campo de lo que aporto respecto a los funcionamientos del psicoanálisis pues
fundamento tiene más de un sentido, y no necesito evocar la Cábala para recordar que en ella designa uno de los
modos de la manifestación divina, identificada propiamente, en este registro,
con el pudendum, Sería de veras algo extraordinario que, en un discurso
analítico, nos paráramos justamente en el pudendum. Sin duda, los fundamentos
tomarían aquí la forma de interiores, si los mismos no estuviesen ya un tanto
al aire.
Algunos desde afuera, pueden
asombrarse de que en esta negociación hayan participado, y de manera muy insistente,
algunos de mis analizados, y hasta analizados que aún estaban en análisis.
Entonces surge la pregunta: ¿cómo es posible una cosa semejante, a no ser que
exista, en las relaciones con sus analizados, alguna discordia que pone en tela
de juicio el propio valor del análisis?. Pues bien, partiendo justamente de lo
que puede ser materia de escándalo podremos ceñir de manera más precisa el
llamado psicoanálisis didáctico -esa praxis, o etapa de la praxis, que todo lo
que se publica deja en la sombra-, y aportar algunas luces respecto a sus
metas, sus límites, sus efectos.
En esto ya no se trata de una
cuestión de pudendum. Se trata de saber qué puede, qué debe esperarse del
psicoanálisis, y qué ha de ratificarse como freno y aún como fracaso.
Por ello no quise andarme con
miramientos, sino plantear aquí un hecho, como un objeto, cuyos contornos
espero verán con más claridad y, a la par, sus posibles manejos, y plantearlo
de entrada, respecto a lo que tengo que decir ahora, en el momento en que, ante
ustedes, pregunta: ¿cuáles son los fundamentos, en el sentido lato del término,
del psicoanálisis?. Lo cual quiere
decir: ¿qué lo funda como praxis?
¿Qué es una praxis? Me parece
dudoso que ese término pueda ser considerado impropio en lo que al psicoanálisis
respecta. Es el término más amplio para
designar una acción concertada por el hombre, sea cual fuere, que le da la
posibilidad de tratar lo real mediante lo simbólico. Que se tope con algo más o algo menos de
imaginario no tiene aquí más que un valor secundario.
Esta definición de la praxis
puede extenderse mucho. No vamos a ponernos a buscar, como Diógenes, ya no un
hombre, sino nuestro psicoanálisis, en los diferentes campos muy diversificados
de la praxis. Tomaremos más bien nuestro psicoanálisis y éste nos dirigirá de
inmediato hacia puntos bastante localizados, denominables, de la praxis.
Sin siquiera introducir, mediante
alguna transición, los dos términos entre los cuales me propongo sostener la
pregunta -y en modo alguno de forma irónica- digo primero que si estoy aquí,
ante un público tan grande, en un ambiente como éste y con semejante
asistencia, es para preguntarme si el psicoanálisis es una ciencia, y
examinarlo con ustedes.
La otra referencia, la religiosa,
ya la evoqué hace poco, precisando bien que hablo de religión en el sentido
actual del término: no de una religión desecada, metodologizada, que se remonta
a lo remoto de un pensamiento primitivo, sino de la religión tal como la vemos
practicarse todavía, aún viva, y bien viva.
El psicoanálisis, sea o no digno de inscribirse en uno de estos dos
registros, hasta podría iluminarnos sobre lo que ha de entenderse por ciencia,
y aún por religión.
Quisiera, desde ahora, evitar un
malentendido. Se medirá: de todas
maneras, el psicoanálisis es una investigación.
Pues bien, permítaseme enunciar, incluso para los poderes públicos, para
quienes este término de investigación, desde hace algún tiempo, parece servir
de schibbolet, de pretexto para unas cuantas cosas que no me fío de dicho
término. En lo que a mí respecta, nunca me he considerado un investigador. Como
dijo una vez Picasso, para gran escándalo de quienes lo rodeaban: no busco,
encuentro.
Por lo demás, en el campo de la
investigación llamada científica hay dos dominios perfectamente deslindables:
el dominio donde se busca y el dominio donde se encuentra.
Es curioso que ello corresponda a
una frontera bastante definida en lo que respecta a lo que puede calificarse de
ciencia. Asimismo, hay sin duda alguna afinidad entre la investigación que
busca y el registro religioso. Se suele decir: No me buscarías si no me
hubieras encontrado ya. El encontrado ya está siempre detrás, pero marcado por
algo que es del orden del olvido ¿No se abre entonces aquí una investigación
complaciente, indefinida?
Si la investigación nos interesa,
en esta ocasión, es por lo que se establece a partir de este debate en lo
tocante a las llamadas ciencias humanas.
En efecto, tras los pasos de cualquiera que encuentre, se ve surgir lo
que yo llamaría la reivindicación hermenéutica, que es justamente la que
investiga, la que busca la significación siempre nueva y nunca agotada, pero
amenazada de que la corte de raíz el que encuentra.
Pues bien, a nosotros los
analistas nos interesa esta hermenéutica porque la vía de desarrollo de la
significación que propone se confunde, para muchos, con lo que el análisis
llama interpretación. Sucede que, si bien esta interpretación no debe
concebirse en absoluto en el mismo sentido que dicha hermenéutica, ésta, por su
parte, se aprovecha de ella gustosa. Por
este lado, vemos un canal de comunicación, al menos, entre el psicoanálisis y
el registro religioso. Lo volveremos a
encontrar a su hora.
Entonces, para autorizar al
psicoanálisis a llamarse ciencia,
exigiremos un poco más.
Lo específico de una ciencia es
tener un objeto. Puede sostenerse que una ciencia se especifica por un objeto
definido, al menos, por cierto nivel operativo, reproducible, al que se llama
experiencia. Pero hay que ser muy prudentes porque este objeto cambia, y de
manera singular, en el curso de la evolución de una ciencia. No se puede decir
que el objeto de la física moderna es el mismo ahora que en el momento de su
nacimiento, el cual, se los advierto desde ahora, es para mí el siglo XVII. Y el objeto de la química moderna ¿es acaso
el mismo que el del momento de su nacimiento, que sitúo en Lavoisier?
Quizás estas observaciones nos
obligan a una retirada, táctica al menos, para partir de nuevo de la praxis y
preguntarnos así, a sabiendas de que la praxis delimita un campo, si no será
ese campo el que especifica al sabio de la ciencia moderna, que no es un hombre
que sepa la mar de cosas.
No retengo la exigencia de Duhem
de que toda ciencia se refiera a un sistema unitario, llamado Sistema del Mundo,
pues esta referencia es siempre, al fin y al cabo, más o menos idealista, ya
que es referencia a la necesidad de identificación. Aún llegaría a decir que
podemos prescindir del complemento trascendente implícito en la posición
positivista, el cual se refiere siempre a una unidad última de todos los
campos.
Haremos abstracción de él porque
después de todo es discutible, y hasta puede considerársele falso. No hay
ninguna necesidad de que el árbol de la ciencia tenga un sólo tronco. No pienso
que tenga muchos. Hoy tal vez, según el modelo del primer capítulo del Génesis,
dos diferentes; y no es que de mucha importancia a ese mito más o menos signado
por el oscurantismo, pero ¿por qué no aspirar a que el psicoanálisis nos
ilumine al respecto?
Si nos atenemos a la noción de
experiencia, entendida como campo de una praxis, vemos a las claras que no
basta para definir una ciencia. En
efecto, esta definición se aplicaría muy, muy bien, por ejemplo, a la experiencia
mística. Precisamente por eso se le ha vuelto a dar una consideración
científica, y casi se llega a pensar que es posible una consideración
científica de esta experiencia. Hay en
esto una especie de ambigüedad: someter una experiencia a un examen científico
da pie para que se piense que la experiencia tiene por sí misma subsistencia
científica. Ahora bien, es evidente que no se puede hacer entrar la experiencia
mística en la ciencia.
Una observación más. Esta definición de la ciencia a partir del
campo que determina una praxis, ¿podría aplicarse a la alquimia para
autorizarla a que sea una ciencia? hace poco estaba releyendo un opúsculo que
ni siquiera fue recogido en las Obras Completes de Diderot, pero que parece
ciertamente ser de él. Si la química nace con Lavoisier, Diderot no esta
hablando de química, sino, de la primera a la última página de este opúsculo,
de alquimia, con esa finura de espíritu que todos le conocen. ¿Qué nos hace
decir de inmediato que, pese al carácter deslumbrante de las historias que él
nos sitúa en el curso de las edades, la alquimia, a fin de cuentas, no es una
ciencia? En mi opinión, hay algo que es decisivo: que la pureza del alma del
operador era como tal explícitamente, un elemento esencial del asunto.
Esta observación no es accesoria,
pues quizá se acudirá a algo pálido en lo que respecta a la presencia del
analista en la Gran Obra analítica, y se sostendrá que quizá eso busca nuestro
psicoanálisis didáctico, y que quizás yo también parezco decir lo mismo en mi
enseñanza de estos últimos tiempos, cuando apunto derechito, a toda vela, y de
manera confesa, al punto central que pongo en tela de juicio, a saber, ¿cuál es
el deseo del analista?
¿Qué ha de ser del deseo del
analista para que opere de manera
correcta? Esta pregunta, ¿puede quedar fuera de los límites de nuestro campo
como en efecto pasa en las ciencias -las
ciencias modernas de tipo más asegurado- en las que nadie se pregunta nada
respecto al deseo del físico, por ejemplo?
Se necesita de veras una crisis
para que el señor Oppenheimer nos pregunte a todos sobre el deseo que está en
el trasfondo de la física moderna. Nadie, por lo demás, le presta atención. Se
cree que es un incidente político. Este deseo, ¿será algo que pertenece al
mismo orden de lo que se le exige al adepto de la alquimia?.
En todo caso, el deseo del
analista no puede dejarse fuera de nuestra pregunta, por una razón muy
sencilla: el problema de la formación del analista lo postula. Y el análisis
didáctico no puede servir para otra cosa como no sea llevarlo a ese punto que en
mi álgebra designo como el deseo del analista.
Aquí de nuevo tengo que dejar
abierto el interrogante, por ahora. A ustedes les toca percatarse de que los
llevo, por aproximación, a una pregunta como la siguiente: ¿es la agricultura
una ciencia? Se responderá que sí, se responderá que no. He traído a colación este ejemplo sólo para
sugerirles que al fin y al cabo hacen ustedes una diferencia entre la
agricultura definida por un objeto, y la agricultura definida, cabe decirlo,
por un campo, entre agricultura y agronomía.
Esto me permite hacer surgir una dimensión asegurada -estamos en el ABC,
pero, en fin, allí hay que estar-, la de la formalización.
¿Basta esto para definir las
condiciones de una ciencia? No lo creo para nada. Se puede formalizar una falsa ciencia, igual
que una ciencia de verdad. El asunto no
es simple, entonces, ya que el psicoanálisis, como supuesta ciencia, aparece
en aspectos que podrían calificarse de
problemáticos.
¿A qué se refieren las formulas
en psicoanálisis?, ¿Qué motiva y modula ese deslizamiento del objeto? ¿Hay
conceptos analíticos formados de una vez por todas? El mantenimiento casi
religioso de los términos empleados por Freud para estructurar la experiencia
analítica, ¿a qué se debe? ¿Se trata de un hecho muy sorprendente en la
historia de las ciencias, del hecho de que Freud sería el primero, y seguiría
siendo el único, en esta supuesta ciencia, en haber introducido conceptos
fundamentales? Sin este tronco, sin este mástil, esta estaca, ¿dónde anclar
nuestra práctica? ¿Podemos decir siquiera que se trata propiamente de
conceptos?, ¿son conceptos en formación?
¿Son conceptos en
evolución, en movimiento,
por revisar?.
Creo que en este asunto se puede
sostener que ya ha habido un avance, por una vía que sólo puede ser de trabajo,
de conquista, y que tiene como meta resolver la pregunta de si el psicoanálisis
es una ciencia. En verdad, el
mantenimiento de los conceptos de Freud en el centro de toda discusión teórica
dentro de esa cadena cansona, fastidiosa, repelente -que nadie lee aparte de
los psicoanalistas- que se llama la literatura psicoanalítica, no impide que se
esté muy rezagado respecto a estos conceptos, que la mayoría estén falseados,
adulterados, quebrados, y que los que son demasiado difíciles son pura y
simplemente dejados en un cajón; que, por ejemplo, todo lo que se ha elaborado
en torno a la frustración es, respecto a los conceptos freudianos de donde se
deriva, claramente retrógrado y preconceptual.
Asimismo, nadie se preocupa ya,
salvo raras excepciones que pertenecen al grupo de quienes me rodean, de la
estructura triple del complejo de Edipo, ni del complejo de castración.
Para asegurar un status teórico
al psicoanálisis no basta en absoluto que un escritor tipo Fenichel reduzca
todo el material acumulado de la experiencia a la banalidad, mediante una
enumeración estilo gran colector. Es
verdad que se han reunido cierta cantidad de hechos, y que no es desdeñable
verlos agrupados en unos cuantos capítulos: se puede tener la impresión de que,
en todo un campo, todo está explicado de antemano. Pero el análisis no consiste en encontrar, en
un caso, el rasgo diferencial de la teoría, y en creer que se puede explotar
con ello por qué su hija está muda, pues de lo que se trata es de hacerla
hablar, y este efecto procede de un tipo de intervención que nada tiene que ver
con la referencia al rasgo diferencial.
El análisis consiste justamente
en hacerla hablar, de modo que podría decirse que queda resumido, en último
término, en la remisión del mutismo, lo cual se llamó, durante un tiempo,
análisis de las resistencias.
El síntoma es, en primer lugar,
el mutismo en el sujeto que se supone que habla. Si habla, se curó de su mutismo, por
supuesto.
Pero ello no nos dice para nada
por qué se puso a hablar. Nos designa
solamente un rasgo diferencial que, en el caso de la hija muda es como era de
esperarse, el de la histérica.
En efecto, el rasgo diferencial
de la histérica es precisamente ese: en el movimiento mismo de hablar, la
histérica constituye su deseo. De modo que no debe sorprender que Freud haya
entrado por esa puerta en lo que, en realidad, eran las relaciones del deseo
con el lenguaje, y que haya descubierto los mecanismos del inconsciente.
Es una muestra de su genio que
esta relación del deseo con el lenguaje como tal no haya permanecido oculta a
sus ojos, pero lo que no quiere decir que haya quedado enteramente dilucidado
ni siquiera, y sobre todo, con la noción masiva de transferencia.
Que para curar a la histérica de
todos sus síntomas lo mejor sea satisfacer su deseo de histérica que para ella
es poner su deseo ante nuestros ojos como deseo insatisfecho, deja enteramente fuera de juego la cuestión
especifica de por qué no puede sustentar su deseo más que como deseo
insatisfecho. Por eso la histeria nos da la pista, diría yo, de cierto pecado
original del análisis. Tiene que haberlo. El verdadero no es, quizá, más que
éste: el deseo del propio Freud, o sea, el hecho de que en Freud, algo nunca
fue analizado.
Estaba yo exactamente en esto
cuando, por una peculiar coincidencia, se me puso en el disparadero de tener
que renunciar a mi seminario.
Lo que tenía que decir sobre los
Nombres-del-Padre, en efecto, no intentaba otra cosa que el cuestionamiento del
origen, es decir, averiguar mediante qué privilegio pudo encontrar el deseo de
Freud, en el campo de la experiencia que designa como el inconsciente, la
puerta de entrada.
Si queremos que el análisis se
sostenga en pie es esencial remontarse a este origen.
Sea como fuere, en nuestro
próximo encuentro, tal modo de interrogar la experiencia estará orientado por
la siguiente referencia: ¿qué status conceptual habremos de dar a cuatro de los
términos introducidos por Freud como conceptos fundamentales, a saber, el
inconsciente, la repetición, la transferencia y la pulsión?
El paso siguiente en nuestro
próximo encuentro, nos lo hará dar la consideración del modo como, en mi
enseñanza pasada, situé estos conceptos en relación con una función más general
que los engloba, y que permite mostrar su valor operatorio en este campo, a
saber, la función del significante como tal, subyacente, implícita.
Este año me prometí a mí mismo
interrumpir mi exposición a las dos menos veinte para dejar así luego, a todos
los que están en condiciones de quedarse aquí por no tener el reclamo de otra
cosa que hacer, la oportunidad de hacerme preguntas sobre lo que les han
sugerido ese día los términos de mi discurso.
Respuestas
M.Tort: Cuando usted refiere el psicoanálisis
al deseo de Freud y al deseo de la histérica, ¿no podría acusársele de
psicologismo?
J. Lacan: La referencia al deseo
de Freud no es una referencia psicológica.
Formulé la siguiente pregunta, el
funcionamiento del Pensamiento Salvaje, que Leví-Strauss sitúa en la base de
los status de la sociedad, es un inconsciente, pero ¿bastará para albergar al
inconsciente como tal?. Y si lo logra ¿albergará al inconsciente freudiano?.
Las histéricas le enseñaron a
Freud el camino del inconsciente propiamente freudiano. Allí fue donde puse en
juego el deseo de la histérica, indicando a la par, que Freud no se había quedado en eso.
En cuanto al deseo de Freud lo
situé en un deseo más elevado. Dije que el campo freudiano de la práctica
analítica seguía dependiendo de cierto deseo original que desempeña siempre un
papel ambiguo pero prevaleciente, en la transmisión del psicoanálisis. El
problema de este deseo no es psicológico, como tampoco lo es el problema no
resuelto del deseo de Sócrates. Hay toda
una temática que tiene que ver con el status del sujeto, cuando Sócrates
postula no saber nada aparte de lo que toca al deseo. Sócrates no coloca al
deseo en posición de subjetividad original, sino en posición de objeto. Pues
bien, también en Freud se trata del deseo como objeto.
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