viernes, 13 de enero de 2017

Seminario 11: Clase 1, La excomunión, 15 de Enero de 1964, Jacques Lacan


  

Señoras, Señores.

En la serie de conferencias que me ha encargado la Sexta Sección de la École des Hautes Études, voy a hablarles de los fundamentos del psicoanálisis.
 

Hoy quisiera indicarles solamente el sentido que pienso dar a este título, y  el modo como espero cumplir con él.
 

Sin embargo, tengo primero que presentarme, pese a que la mayoría de ustedes me conoce -aunque no todos- pues, dadas las circunstancias, me parece apropiado introducir un punto previo al tratamiento del tema: ¿qué me autoriza a hacerlo?
 

Me autoriza a hablar aquí ante ustedes sobre este tema el que sepan de oídas que durante diez años dicté lo que llamaban un seminario, dirigido a psicoanalistas.  Como algunos saben, renuncié a esta función -a la que había de veras dedicado mi vida- debido a acontecimientos sucedidos dentro de lo que se llama una sociedad psicoanalítica, y justamente la misma que me había confiado dicha función.

 
Se podría sostener que ello no pone en entredicho mi calificación para cumplir en otra parte esta función. Considero, sin embargo, este asunto como provisionalmente en suspenso. Y si hoy dispongo de los remedios para poder, digamos solamente, dar continuación a esta enseñanza que fue la mía, se impone que, antes de abrir lo que se presenta entonces como una nueva etapa, comience por dar las gracias al señor Fernand Braudel, presidente de la Sección de la École des Hautes Études que me ha delegado ante ustedes.  El señor Braudel, debido a un impedimento, me expresó su pesar de no poder estar presente en el momento en que le rindo este homenaje a él, como también a lo que llamaré la nobleza con la que quiso poner coto en esta ocasión a la situación de carencia en que me hallaba respecto a una enseñanza de la que, en suma, sólo conocía el estilo y la reputación, a fin de que no quedase yo pura y simplemente reducido al silencio. Y de nobleza se trata, precisamente, cuando el asunto es dar acogida a alguien en mi posición: la de un refugiado.

Se àpresuró en hacerlo acicateado por la vigilancia de mi amigo Claude Lévi-Strauss, cuya presencia aquí me regocija, y que sabe muy bien cuanto aprecio este testimonio de la atención que presta a un trabajo, el mío, a lo que en él se elabora en correspondencia con el suyo.

 
Quiero también dar las gracias a todos los que en esta ocasión me mostraron su simpatía, extensibles a la complacencia con la que el señor Robert Flacelière, director de la École Normal Supérieure tuvo a bien poner a la disposición de la École des Hautes Études esta sala, sin la cual no sé cómo hubiese podido recibirlos, habiendo venido tantos, lo cual les agradezco de todo corazón.

 
Todo esto tiene que ver con la base, en el sentido local y hasta militar de la palabra, la base de mi enseñanza. Abordo ahora el asunto: los fundamentos del psicoanálisis.

 
En lo que toca a los fundamentos del psicoanálisis, mi seminario, desde el comienzo, estaba implicado en ellos.  Era uno de sus elementos, puesto que contribuía a fundarlo en concreto, puesto que formaba parte de la propia praxis; puesto que le era inherente: puesto que estaba dirigido a lo que es un elemento de esta praxis, a saber la formación de los psicoanalistas.

 
 Hace algún tiempo me tocó, irónicamente, quizá provisionalmente, pero también a falta de otra cosa en el apuro en que me hallaba, definir un criterio de lo que es el psicoanálisis, o sea, el tratamiento dispensado por un psicoanalista. Henri Ey, que está aquí hoy, recuerda seguramente el artículo en cuestión, ya que fue publicado en ese tomo de la enciclopedia que él dirige.  Su presencia hace que me sea mucho más fácil evocar el encarnizamiento a que echaron mano para que se retirase de dicha enciclopedia dicho artículo, hasta el punto de que él mismo, cuyas simpatías por mí son harto conocidas, se vio reducido a la impotencia y no pudo detener esta operación concebida por un comité directivo en el que había psicoanalistas, precisamente. Este artículo va a ser recogido en la edición que trató de hacer de algunos de mis textos, y podrán juzgar si acaso ha perdido actualidad.  No creo para nada que la haya perdido, sobre todo porque las preguntas que allí examino son las mismas que ventilo ante ustedes, ejemplificadas por el hecho de que estoy aquí, en la postura que es la mía, para presentar siempre la misma pregunta: ¿qué es el psicoanálisis?
 
Hay en ello, sin duda, más de una ambigüedad, y esta pregunta es siempre, según la palabra con que la designo en ese artículo; una pregunta mochuelo.  Lo que me proponía entonces era examinarla a la luz del día, y sobre ello tengo que volver, sea cual fuere el lugar desde donde tengo que proponérselos.
 
El lugar desde donde vuelvo a abordar este problema ha cambiado; ya no es un lugar que está del todo dentro, y no se sabe si está fuera.
 
Este comentario no es anecdótico, y por ello pienso que no consideraran que se trata por mi parte de un recurso a la anécdota o a la polémica, si les señalo un hecho: que mi enseñanza, designada como tal, ha sido sometida, por un organismo que se llama el Comité Ejecutivo de una organización internacional llamada la International Psychológical Association, a una censura nada ordinaria, puesto que se trata nada menos que de proscribir esta enseñanza, que ha de ser considerada como nula en todo lo tocante a la habilitación de un psicoanalista, y de convertir esta proscripción en condición para la afiliación internacional de la sociedad psicoanalítica a la cual pertenezco.
 
Y esto aún no es suficiente.  Está especificado que esta afiliación sólo será aceptada si se dan las garantías de que mi enseñanza nunca podrá, por intermedio de esta sociedad, entrar de nuevo en actividad para la formación de analistas.

 

Se trata pues de algo en todo comparable a lo que en otros sitios se llama excomunión mayor. Con la salvedad de que ésta, en los sitios en que se emplea este término, no se pronuncia jamás,  sin posibilidad de remisión.

 

Existe en esta forma solamente en una comunidad religiosa designada por el término indicativo, simbólico, de sinagoga, y Spinoza la padeció. El 27 de Julio de 1656 primero - peculiar bicentenario, ya que corresponde al de Freud- Spinoza fue objeto del kherem, excomunión que corresponde justamente a la excomunión mayor, esperó luego algún tiempo para que le aplicaran el chammata que consiste en añadir la condición de la imposibilidad de regreso.

 

Una vez más, no crean que se trata de un juego metafórico, que sería pueril mencionar al abordar el campo, Dios mío, tan largo como serio, que tenemos que cubrir. Creo, ya lo verán ustedes que no sólo las resonancias que evoca, sino también la estructura que enseña este hecho, introducen algo que hace al principio de nuestra interrogación en lo tocante a la praxis psicoanalítica.

 

No estoy diciendo -aunque la cosa no es imposible- que la comunidad psicoanalítica es una Iglesia. Inexorablemente, empero, surge la pregunta sobre lo que en ella puede tener resonancias de práctica religiosa.  Asimismo, ni siquiera hubiese recalcado este hecho, de por sí relevante por el tufillo de escándalo que despide, si, como es el caso de todo lo que les ofreceré hoy, no pudieran estar seguros de encontrarle, más adelante, un empleo.

 

No quiere esto decir que sea yo en tales coyunturas un sujeto indiferente. No crean tampoco que para mí, como tampoco, supongo, para el intercesor cuya referencia y hasta precedencia no vacilo en evocar, sea esto cosa de comedia, en el sentido de cosa de risa. Quisiera, no obstante decirles de paso que no se me ha escapado algo de inmensas dimensiones cómicas en este rodeo. La dimensión cómica no pertenece al registro de lo sucedido en la formulación que llamé excomunión.  Tiene que ver más bien con la posición en que estuve durante dos años, la de saber que me estaban negociando y me negociaban justamente quienes, respecto de mí, estaban en posición de colegas y hasta de alumnos.

 

Porque se trataba de lo  siguiente: saber en qué  medida las concesiones que se hicieron respecto al valor habilitante de mi enseñanza podían llegar a contrabalancear lo que se buscaba obtener por el otro lado, la habilitación internacional de la sociedad. No quiero dejar pasar la ocasión de señalar -nos taparemos de nuevo con eso- que ello es, propiamente hablando, una cosa que puede vivirse, cuando se está adentro, en la dimensión de lo cómico. Creo que sólo lo puede percibir plenamente un psicoanalista. Ser objeto de negociación no es, sin duda, para un sujeto humano, una situación insólita, pese a la verborrea sobre la dignidad humana y los Derechos del Hombre.  Cada cual, en cualquier aprehensión, tanto y en todos los niveles, es negociable, ya que cualquier aprehensión un tanto seria de la estructura social nos revela el intercambio. El intercambio en cuestión es intercambio de individuos, es decir, de soportes sociales que son, además, lo que se llama sujetos, con todo lo que ello entraña de derechos sagrados a la autonomía, según dicen.  Todos saben que la política consiste en negociar, y en su caso al por mayor, por paquetes, a los mismos sujetos. Llamados ciudadanos por cientos de miles. La situación no tenía pues, a este respecto, nada de excepcional, si se descarta que el hecho de ser negociado por colegas, y hasta alumnos, como los llamé antes, recibe a veces, visto desde afuera, otro nombre.

 

Pero si la verdad del sujeto, aún cuando se halla en la posición del amo, no está en él mismo sino, como lo demuestra el análisis, en un objeto por naturaleza velado, hacer surgir este objeto es, propiamente, el elemento de lo cómico puro.

 

Creo oportuno señalar esta dimensión y justamente donde puedo dar testimonio de ella, ya que, después de todo, quizá podría llegar a ser en semejante ocasión objeto de una indebida reserva, de una especie de pudor, el que alguien diera fe de ella desde afuera.  Desde dentro, puedo decirles que esta dimensión es cabalmente legítima, que puede vivírsela desde el punto de vista analítico, y aún, a partir del momento en que se la percibe, de una manera que permite sobreponerse a ella, a saber, desde el ángulo del humor que, aquí, no es más que el reconocimiento de lo cómico.

 

Ese comienzo no está fuera del campo de lo que aporto respecto a los funcionamientos del psicoanálisis pues fundamento tiene más de un sentido, y no necesito evocar la Cábala  para recordar que en ella designa uno de los modos de la manifestación divina, identificada propiamente, en este registro, con el pudendum, Sería de veras algo extraordinario que, en un discurso analítico, nos paráramos justamente en el pudendum. Sin duda, los fundamentos tomarían aquí la forma de interiores, si los mismos no estuviesen ya un tanto al aire.

 

Algunos desde afuera, pueden asombrarse de que en esta negociación hayan participado, y de manera muy insistente, algunos de mis analizados, y hasta analizados que aún estaban en análisis. Entonces surge la pregunta: ¿cómo es posible una cosa semejante, a no ser que exista, en las relaciones con sus analizados, alguna discordia que pone en tela de juicio el propio valor del análisis?. Pues bien, partiendo justamente de lo que puede ser materia de escándalo podremos ceñir de manera más precisa el llamado psicoanálisis didáctico -esa praxis, o etapa de la praxis, que todo lo que se publica deja en la sombra-, y aportar algunas luces respecto a sus metas, sus límites, sus efectos.

 

En esto ya no se trata de una cuestión de pudendum. Se trata de saber qué puede, qué debe esperarse del psicoanálisis, y qué ha de ratificarse como freno y aún como fracaso.

 

Por ello no quise andarme con miramientos, sino plantear aquí un hecho, como un objeto, cuyos contornos espero verán con más claridad y, a la par, sus posibles manejos, y plantearlo de entrada, respecto a lo que tengo que decir ahora, en el momento en que, ante ustedes, pregunta: ¿cuáles son los fundamentos, en el sentido lato del término, del psicoanálisis?.  Lo cual quiere decir: ¿qué lo funda como praxis?

 

¿Qué es una praxis? Me parece dudoso que ese término pueda ser considerado impropio en lo que al psicoanálisis respecta.  Es el término más amplio para designar una acción concertada por el hombre, sea cual fuere, que le da la posibilidad de tratar lo real mediante lo simbólico.  Que se tope con algo más o algo menos de imaginario no tiene aquí más que un valor secundario.

 

Esta definición de la praxis puede extenderse mucho. No vamos a ponernos a buscar, como Diógenes, ya no un hombre, sino nuestro psicoanálisis, en los diferentes campos muy diversificados de la praxis. Tomaremos más bien nuestro psicoanálisis y éste nos dirigirá de inmediato hacia puntos bastante localizados, denominables, de la praxis.

 

Sin siquiera introducir, mediante alguna transición, los dos términos entre los cuales me propongo sostener la pregunta -y en modo alguno de forma irónica- digo primero que si estoy aquí, ante un público tan grande, en un ambiente como éste y con semejante asistencia, es para preguntarme si el psicoanálisis es una ciencia, y examinarlo con ustedes.

 

La otra referencia, la religiosa, ya la evoqué hace poco, precisando bien que hablo de religión en el sentido actual del término: no de una religión desecada, metodologizada, que se remonta a lo remoto de un pensamiento primitivo, sino de la religión tal como la vemos practicarse todavía, aún viva, y bien viva.  El psicoanálisis, sea o no digno de inscribirse en uno de estos dos registros, hasta podría iluminarnos sobre lo que ha de entenderse por ciencia, y aún por religión.

 

Quisiera, desde ahora, evitar un malentendido.  Se medirá: de todas maneras, el psicoanálisis es una investigación.  Pues bien, permítaseme enunciar, incluso para los poderes públicos, para quienes este término de investigación, desde hace algún tiempo, parece servir de schibbolet, de pretexto para unas cuantas cosas que no me fío de dicho término. En lo que a mí respecta, nunca me he considerado un investigador. Como dijo una vez Picasso, para gran escándalo de quienes lo rodeaban: no busco, encuentro.

 

Por lo demás, en el campo de la investigación llamada científica hay dos dominios perfectamente deslindables: el dominio donde se busca y el dominio donde se encuentra.

 

Es curioso que ello corresponda a una frontera bastante definida en lo que respecta a lo que puede calificarse de ciencia. Asimismo, hay sin duda alguna afinidad entre la investigación que busca y el registro religioso. Se suele decir: No me buscarías si no me hubieras encontrado ya. El encontrado ya está siempre detrás, pero marcado por algo que es del orden del olvido ¿No se abre entonces aquí una investigación complaciente, indefinida?

 

Si la investigación nos interesa, en esta ocasión, es por lo que se establece a partir de este debate en lo tocante a las llamadas ciencias humanas.  En efecto, tras los pasos de cualquiera que encuentre, se ve surgir lo que yo llamaría la reivindicación hermenéutica, que es justamente la que investiga, la que busca la significación siempre nueva y nunca agotada, pero amenazada de que la corte de raíz el que encuentra.

 

Pues bien, a nosotros los analistas nos interesa esta hermenéutica porque la vía de desarrollo de la significación que propone se confunde, para muchos, con lo que el análisis llama interpretación. Sucede que, si bien esta interpretación no debe concebirse en absoluto en el mismo sentido que dicha hermenéutica, ésta, por su parte, se aprovecha de ella gustosa.  Por este lado, vemos un canal de comunicación, al menos, entre el psicoanálisis y el registro religioso.  Lo volveremos a encontrar a su hora.

 

Entonces, para autorizar al psicoanálisis a llamarse ciencia,  exigiremos un poco más.

 

Lo específico de una ciencia es tener un objeto. Puede sostenerse que una ciencia se especifica por un objeto definido, al menos, por cierto nivel operativo, reproducible, al que se llama experiencia. Pero hay que ser muy prudentes porque este objeto cambia, y de manera singular, en el curso de la evolución de una ciencia. No se puede decir que el objeto de la física moderna es el mismo ahora que en el momento de su nacimiento, el cual, se los advierto desde ahora, es para mí el siglo XVII.  Y el objeto de la química moderna ¿es acaso el mismo que el del momento de su nacimiento, que sitúo en Lavoisier?

 

Quizás estas observaciones nos obligan a una retirada, táctica al menos, para partir de nuevo de la praxis y preguntarnos así, a sabiendas de que la praxis delimita un campo, si no será ese campo el que especifica al sabio de la ciencia moderna, que no es un hombre que sepa la mar de cosas.

 

No retengo la exigencia de Duhem de que toda ciencia se refiera a un sistema unitario, llamado Sistema del Mundo, pues esta referencia es siempre, al fin y al cabo, más o menos idealista, ya que es referencia a la necesidad de identificación. Aún llegaría a decir que podemos prescindir del complemento trascendente implícito en la posición positivista, el cual se refiere siempre a una unidad última de todos los campos.

 

Haremos abstracción de él porque después de todo es discutible, y hasta puede considerársele falso. No hay ninguna necesidad de que el árbol de la ciencia tenga un sólo tronco. No pienso que tenga muchos. Hoy tal vez, según el modelo del primer capítulo del Génesis, dos diferentes; y no es que de mucha importancia a ese mito más o menos signado por el oscurantismo, pero ¿por qué no aspirar a que el psicoanálisis nos ilumine al respecto?

 

Si nos atenemos a la noción de experiencia, entendida como campo de una praxis, vemos a las claras que no basta para definir una ciencia.  En efecto, esta definición se aplicaría muy, muy bien, por ejemplo, a la experiencia mística. Precisamente por eso se le ha vuelto a dar una consideración científica, y casi se llega a pensar que es posible una consideración científica de esta experiencia.  Hay en esto una especie de ambigüedad: someter una experiencia a un examen científico da pie para que se piense que la experiencia tiene por sí misma subsistencia científica. Ahora bien, es evidente que no se puede hacer entrar la experiencia mística en la ciencia.

 

Una observación más.  Esta definición de la ciencia a partir del campo que determina una praxis, ¿podría aplicarse a la alquimia para autorizarla a que sea una ciencia? hace poco estaba releyendo un opúsculo que ni siquiera fue recogido en las Obras Completes de Diderot, pero que parece ciertamente ser de él. Si la química nace con Lavoisier, Diderot no esta hablando de química, sino, de la primera a la última página de este opúsculo, de alquimia, con esa finura de espíritu que todos le conocen. ¿Qué nos hace decir de inmediato que, pese al carácter deslumbrante de las historias que él nos sitúa en el curso de las edades, la alquimia, a fin de cuentas, no es una ciencia? En mi opinión, hay algo que es decisivo: que la pureza del alma del operador era como tal explícitamente, un elemento esencial del asunto.

 

Esta observación no es accesoria, pues quizá se acudirá a algo pálido en lo que respecta a la presencia del analista en la Gran Obra analítica, y se sostendrá que quizá eso busca nuestro psicoanálisis didáctico, y que quizás yo también parezco decir lo mismo en mi enseñanza de estos últimos tiempos, cuando apunto derechito, a toda vela, y de manera confesa, al punto central que pongo en tela de juicio, a saber, ¿cuál es el deseo del analista?

 

¿Qué ha de ser del deseo del analista para que opere de  manera correcta? Esta pregunta, ¿puede quedar fuera de los límites de nuestro campo como en efecto pasa en las ciencias  -las ciencias modernas de tipo más asegurado- en las que nadie se pregunta nada respecto al deseo del físico, por ejemplo?

 

Se necesita de veras una crisis para que el señor Oppenheimer nos pregunte a todos sobre el deseo que está en el trasfondo de la física moderna. Nadie, por lo demás, le presta atención. Se cree que es un incidente político. Este deseo, ¿será algo que pertenece al mismo orden de lo que se le exige al adepto de la alquimia?.

 

En todo caso, el deseo del analista no puede dejarse fuera de nuestra pregunta, por una razón muy sencilla: el problema de la formación del analista lo postula. Y el análisis didáctico no puede servir para otra cosa como no sea llevarlo a ese punto que en mi álgebra designo como el deseo del analista.

 

Aquí de nuevo tengo que dejar abierto el interrogante, por ahora. A ustedes les toca percatarse de que los llevo, por aproximación, a una pregunta como la siguiente: ¿es la agricultura una ciencia? Se responderá que sí, se responderá que no.  He traído a colación este ejemplo sólo para sugerirles que al fin y al cabo hacen ustedes una diferencia entre la agricultura definida por un objeto, y la agricultura definida, cabe decirlo, por un campo, entre agricultura y agronomía.  Esto me permite hacer surgir una dimensión asegurada -estamos en el ABC, pero, en fin, allí hay que estar-, la de la formalización.

 

¿Basta esto para definir las condiciones de una ciencia? No lo creo para nada.  Se puede formalizar una falsa ciencia, igual que una ciencia de verdad.  El asunto no es simple, entonces, ya que el psicoanálisis, como supuesta ciencia, aparece en  aspectos que podrían calificarse de problemáticos.

 

¿A qué se refieren las formulas en psicoanálisis?, ¿Qué motiva y modula ese deslizamiento del objeto? ¿Hay conceptos analíticos formados de una vez por todas? El mantenimiento casi religioso de los términos empleados por Freud para estructurar la experiencia analítica, ¿a qué se debe? ¿Se trata de un hecho muy sorprendente en la historia de las ciencias, del hecho de que Freud sería el primero, y seguiría siendo el único, en esta supuesta ciencia, en haber introducido conceptos fundamentales? Sin este tronco, sin este mástil, esta estaca, ¿dónde anclar nuestra práctica? ¿Podemos decir siquiera que se trata propiamente de conceptos?, ¿son conceptos  en  formación?  ¿Son  conceptos  en  evolución,  en  movimiento,  por revisar?.

 

Creo que en este asunto se puede sostener que ya ha habido un avance, por una vía que sólo puede ser de trabajo, de conquista, y que tiene como meta resolver la pregunta de si el psicoanálisis es una ciencia.  En verdad, el mantenimiento de los conceptos de Freud en el centro de toda discusión teórica dentro de esa cadena cansona, fastidiosa, repelente -que nadie lee aparte de los psicoanalistas- que se llama la literatura psicoanalítica, no impide que se esté muy rezagado respecto a estos conceptos, que la mayoría estén falseados, adulterados, quebrados, y que los que son demasiado difíciles son pura y simplemente dejados en un cajón; que, por ejemplo, todo lo que se ha elaborado en torno a la frustración es, respecto a los conceptos freudianos de donde se deriva, claramente retrógrado y preconceptual.

 

Asimismo, nadie se preocupa ya, salvo raras excepciones que pertenecen al grupo de quienes me rodean, de la estructura triple del complejo de Edipo, ni del complejo de castración.

 

Para asegurar un status teórico al psicoanálisis no basta en absoluto que un escritor tipo Fenichel reduzca todo el material acumulado de la experiencia a la banalidad, mediante una enumeración estilo gran colector.  Es verdad que se han reunido cierta cantidad de hechos, y que no es desdeñable verlos agrupados en unos cuantos capítulos: se puede tener la impresión de que, en todo un campo, todo está explicado de antemano.  Pero el análisis no consiste en encontrar, en un caso, el rasgo diferencial de la teoría, y en creer que se puede explotar con ello por qué su hija está muda, pues de lo que se trata es de hacerla hablar, y este efecto procede de un tipo de intervención que nada tiene que ver con la referencia al rasgo diferencial.

 

El análisis consiste justamente en hacerla hablar, de modo que podría decirse que queda resumido, en último término, en la remisión del mutismo, lo cual se llamó, durante un tiempo, análisis de las resistencias.

 

El síntoma es, en primer lugar, el mutismo en el sujeto que se supone que habla.  Si habla, se curó de su mutismo, por supuesto.

 

Pero ello no nos dice para nada por qué se puso a hablar.  Nos designa solamente un rasgo diferencial que, en el caso de la hija muda es como era de esperarse, el de la histérica.

 

En efecto, el rasgo diferencial de la histérica es precisamente ese: en el movimiento mismo de hablar, la histérica constituye su deseo. De modo que no debe sorprender que Freud haya entrado por esa puerta en lo que, en realidad, eran las relaciones del deseo con el lenguaje, y que haya descubierto los mecanismos del inconsciente.

 

Es una muestra de su genio que esta relación del deseo con el lenguaje como tal no haya permanecido oculta a sus ojos, pero lo que no quiere decir que haya quedado enteramente dilucidado ni siquiera, y sobre todo, con la noción masiva de transferencia.

 

Que para curar a la histérica de todos sus síntomas lo mejor sea satisfacer su deseo de histérica que para ella es poner su deseo ante nuestros ojos como deseo insatisfecho,  deja enteramente fuera de juego la cuestión especifica de por qué no puede sustentar su deseo más que como deseo insatisfecho. Por eso la histeria nos da la pista, diría yo, de cierto pecado original del análisis. Tiene que haberlo. El verdadero no es, quizá, más que éste: el deseo del propio Freud, o sea, el hecho de que en Freud, algo nunca fue analizado.

 

Estaba yo exactamente en esto cuando, por una peculiar coincidencia, se me puso en el disparadero de tener que renunciar a mi seminario.

 

Lo que tenía que decir sobre los Nombres-del-Padre, en efecto, no intentaba otra cosa que el cuestionamiento del origen, es decir, averiguar mediante qué privilegio pudo encontrar el deseo de Freud, en el campo de la experiencia que designa como el inconsciente, la puerta de entrada.

 

Si queremos que el análisis se sostenga en pie es esencial remontarse a este origen.

 

Sea como fuere, en nuestro próximo encuentro, tal modo de interrogar la experiencia estará orientado por la siguiente referencia: ¿qué status conceptual habremos de dar a cuatro de los términos introducidos por Freud como conceptos fundamentales, a saber, el inconsciente, la repetición, la transferencia y la pulsión?

 

El paso siguiente en nuestro próximo encuentro, nos lo hará dar la consideración del modo como, en mi enseñanza pasada, situé estos conceptos en relación con una función más general que los engloba, y que permite mostrar su valor operatorio en este campo, a saber, la función del significante como tal, subyacente, implícita.

 

Este año me prometí a mí mismo interrumpir mi exposición a las dos menos veinte para dejar así luego, a todos los que están en condiciones de quedarse aquí por no tener el reclamo de otra cosa que hacer, la oportunidad de hacerme preguntas sobre lo que les han sugerido ese día los términos de mi discurso.

 

Respuestas

 

M.Tort: Cuando usted refiere el psicoanálisis al deseo de Freud y al deseo de la histérica, ¿no podría acusársele de psicologismo?

 

J. Lacan: La referencia al deseo de Freud no es una referencia psicológica.

 

Formulé la siguiente pregunta, el funcionamiento del Pensamiento Salvaje, que Leví-Strauss sitúa en la base de los status de la sociedad, es un inconsciente, pero ¿bastará para albergar al inconsciente como tal?. Y si lo logra ¿albergará al inconsciente freudiano?.

 

Las histéricas le enseñaron a Freud el camino del inconsciente propiamente freudiano. Allí fue donde puse en juego el deseo de la histérica, indicando a la par, que  Freud no se había quedado en eso.

 

En cuanto al deseo de Freud lo situé en un deseo más elevado. Dije que el campo freudiano de la práctica analítica seguía dependiendo de cierto deseo original que desempeña siempre un papel ambiguo pero prevaleciente, en la transmisión del psicoanálisis. El problema de este deseo no es psicológico, como tampoco lo es el problema no resuelto del deseo de Sócrates. Hay  toda una temática que tiene que ver con el status del sujeto, cuando Sócrates postula no saber nada aparte de lo que toca al deseo. Sócrates no coloca al deseo en posición de subjetividad original, sino en posición de objeto. Pues bien, también en Freud se trata del deseo como objeto.

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