lunes, 11 de febrero de 2013

Del sacrificio al cinismo: el mundo como mercancía





La «economía política del sacrificio» no significa otra cosa que la producción de una economía de la carencia articulada a una economía del excedente (1). El sujeto sacrificial, sustraído de la penuria a la que condena al Otro, es beneficiario de un sistema de prebendas y corrupción estructural que lo hace, literalmente, indiferente ante el sufrimiento ajeno. No se trata de un mero desvío o perversión sistémica; al contrario: estas prácticas son constitutivas del capitalismo.

Así pues, el «sacrificio» que exige el neoconservadurismo tiene una dimensión necesariamente encubridora: su retórica del ajuste infinito exime a los poderes económico-financieros y político-institucionales de lo prescripto. A nivel nacional, mientras sus defensores exigen cada vez nuevas renuncias colectivas en nombre de la austeridad, transfieren recursos públicos billonarios a la banca privada, sostienen los privilegios institucionales de la monarquía, el parlamento y la iglesia católica y prosiguen con un saqueo estructural que nadie parece poder (o querer) detener, como no sea mediante la movilización permanente de los propios damnificados. De forma más global, las políticas del expolio convierten a diversos gobiernos nacionales en meras agencias de un capital trasnacional concentrado, completamente fuera de control. Aunque los modos de operación de esta «gobernanza corporativa» mundial son múltiples, en cualquier caso están ligados entre sí por la disposición ilimitada a sacrificar crecientes masas marginales, en simultáneo a la consolidación de un proceso extraordinario de acumulación económica y de un férreo régimen de control ideológico que adquiere de forma paulatina un cariz totalitario.

Si el sacrificio en el mundo trágico suponía aún una ética heroica (en la que el protagonista estaba dispuesto al autosacrificio en nombre de un bien mayor), en este caso se trata de una ética cínica, en la que el sujeto sacrificial sabe de sobra el mal que produce y, sin embargo, no desiste de provocarlo en nombre de un bien privatizado. El carácter sagrado del sacrificio, ligado a un sentido religioso, queda reconfigurado de forma radical: la sacralización de una metafísica (o un evangelio) mercantilista. El sometimiento a un gran Otro ya no se hace en nombre de una donación incondicional sino del cálculo de un rédito. La rendición a los mercados convertidos en “autoridad” que sanciona la legitimidad de los sacrificios (recortes, privatizaciones, reforma laboral, reforma de pensiones, salvatajes financieros, amnistía fiscal, desahucios, restricción en el acceso a prestaciones sociales y al sistema sanitario, etc.) no se hace en función de una convicción profunda en el bienestar general sino en la conveniencia particular de sus mandatarios. El devenir-dios del mercado instala una dogmática en la que la ofrenda nunca será suficiente.

En un doble movimiento, el discurso neoconservador por una parte resemantiza el «sacrificio» como fórmula para reequilibrar un sistema económico supuestamente marcado por el “derroche” y por otra parte no hace otra cosa que desequilibrar más todavía una formación social sobre-endeudada, multiplicando tanto las desigualdades socioeconómicas como las asimetrías culturales. La falsa fatalidad de estas decisiones, invocada como remedio ante un mal infinitamente mayor, produce una sociedad polarizada. En nombre de la libertad de mercado se reproduce una auténtica servidumbre política: la lógica de lo ineludible reduce de forma brutal otras alternativas políticas a la nada.

En estas condiciones, la consolidación de un «estado de excepción» tiene un sentido preciso: ser garante de unas políticas que habitualmente encontrarán resistencias populares más o menos organizadas. La liquidación ideológica de lo político, manifiesto como tecnocracia, se transforma en una “gestión de la crisis” orientada a restablecer la rentabilidad privada de los grandes grupos económicos, incluyendo los sectores de la banca, la industria bélica o las empresas de seguridad.

En síntesis, el actual bloque hegemónico hace un uso cínico del «sacrificio» para legitimar una de las mayores transferencias de recursos públicos a manos privadas: en tanto «ideologema» instala como inexorable la apropiación indebida de la riqueza social por parte del sistema financiero y las grandes corporaciones trasnacionales. Apenas hace falta insistir en que no hay ningún límite interno al capital que pueda detener esta conversión espectral del mundo en una mercancía de gran magnitud. Forma parte de la estructura del capitalismo globalizado reclamar nuevos sacrificios para los otros mientras custodia sus ingentes beneficios privados.

Un «sacrificio» así institucionalizado, por más que se empecine en mistificar el crimen como cosa inexorable, apenas puede ocultar su carácter apócrifo. Se trata, ante todo, de un juego de máscaras, producto de un supuesto «pecado original» o un exceso precedente: la indisciplina, el derroche improductivo, el consumo excesivo de las clases populares, la falta de hábitos de ahorro, etc. El peso muerto de la historia termina aplastando millones de vidas, mientras los presuntos redentores de la humanidad están convirtiendo el mundo en un desierto. Lo que anacrónicamente es llamado “primer mundo” está asediado por todas partes. Exceptuando las elites mundiales -y sólo hasta cierto punto, en la medida en que logran encapsular el riesgo- nadie está a salvo. El mundo como escombrera se desborda cada día: el dique de los estados-nación hace tiempo ha reventado y ha dado lugar a un juego sin más ley que la que establecen nuestros amos sin rostro.

Las diez “plagas” que menciona Derrida (2) no cesan de multiplicarse: i) el “paro” en mercados desregulados, ii) la “exclusión masiva de ciudadanos sin techo”, iii) la “guerra económica” sin cuartel intracomunitaria e intercontinental, iv) las contradicciones entre “mercado liberal” y “proteccionismo” de los estados capitalistas, v) la “agravación de la deuda externa” y sus efectos en la propagación del hambre, vi) la “industria y comercio de armamentos”, vii) la extensión incontrolable de “armamento atómico”, viii) las “guerras interétnicas” en sentido amplio, ix) el poder creciente de las mafias y el narcotráfico y x) el estado del “derecho internacional” dominado por estados-nación particulares. A esas plagas habría que agregar al menos otras tantas: xi) la expansión de la corrupción estructural extendida en instituciones económicas y políticas fundamentales, xii) la peligrosa primacía de la economía financiera por sobre la economía productiva, xiii) el relanzamiento del neocolonialismo (nuevas guerras, asesinatos selectivos, detenciones ilegales, torturas, intervenciones “humanitarias”, etc.), xiv) la institucionalización del estado policial (y la correlativa suspensión selectiva de los derechos humanos), xv) la propagación de proyectos tecno-militares no convencionales a escala mundial de alcance impredecible (drones, geoingeniería y nanotecnología militar, ciberterrorismo, etc.), xvi) el fortalecimiento de los oligopolios mediáticos, el creciente control informativo y la falta de diversificación de las industrias culturales masivas, xvii) la destrucción irreversible del medioambiente, xviii) los déficits estructurales de una democracia parlamentaria dominada por el bipartidismo, xix) la consolidación de las alianzas entre estados y corporaciones trasnacionales y xx) la escalada del racismo y la xenofobia, especialmente en Europa y EEUU.

El inventario necesariamente es incompleto. Lo decisivo es el efecto global que producen en nuestro mundo social actual, intensificando la represión de lo político como instancia democrática en la que lo social dirime sus conflictos. Al respecto, es pertinente preguntar si este proceso no está conduciendo a la mundialización de un régimen de control que difumina (sin disolver de forma completa) la distinción entre «democracia» y «totalitarismo». Tanto la fabricación en serie de sujetos confinados a la categoría de «sobrante estructural» como la persecución jurídico-policial de la alteridad señalan en esa dirección.

Ante los escombros del capitalismo, sus responsables centrales responsabilizan a quienes son aplastados o sobreviven bajo ellos. La argamasa ideológica del sistema, elaborada en una multiplicidad de instancias institucionales, empezando por los massmedia, se monta sobre una coartada: los damnificados no existen. Sólo es una cuestión de competencias (en su doble acepción de «capacidad» individual y «lucha» interindividual sujeta a las “reglas de mercado”) [3]. 

Ahora bien, ¿qué clase de sacrificio es éste que sustrae lo “propio” de la condición de sacrificabilidad, incluso si para ello debe construir un blindaje de impunidad? ¿No es precisamente esa sustracción la que revela la estructura apócrifa de este “sacrificio”? La respuesta es positiva: se trata de un pseudo-sacrificio. No está a la altura de la exigencia infinita de darlo todo, incondicionalmente.

En suma: la retórica sacrificial no sólo es éticamente inconsecuente, sino políticamente devastadora (4). Esta inconsecuencia devastadora hace manifiesta su estructura cínica. Dicho de otra manera: sé de sobra que aquello que elevo a universalidad es la máscara de un interés particular y, aún así, lo hago. Es exactamente la fórmula del cinismo que Sloterdijk plantea: lo saben y aun así lo hacen (5). El presupuesto de esta práctica reflexiva es que el Otro no importa o, peor aun, que es despreciable.

Tanto los ideólogos neoconservadores como los defensores de la socialdemocracia constituyen ejemplos de este cinismo ilimitado en el que vivimos y tanto más lo son cuanto más llaman a una confianza en el futuro, al consuelo venidero, al abanderamiento en una esperanza metafísica resguardada (o separada) de la historia del presente. La sociedad del sacrificio es una sociedad de la catástrofe: hasta el arrase se plantea como una oportunidad de negocios.

Así pues, en el actual umbral histórico, la crítica al neoconservadurismo ha de articularse a una “crítica de la economía política” más general. El devenir catastrófico en nombre de un presunto sacrificio necesario forma parte del cinismo extendido a nivel mundial. Sabemos de sobra que la posibilidad de una inclusión social satisfactoria es nula en las condiciones del presente. Eso no impedirá que los planes sigan su curso indiferente. La «periferia interior» del capitalismo cubre zonas cada vez más extensas del planeta e instituye la realidad de «ciudadanías periféricas». No hay posibilidad alguna de transformar esa realidad si no subvertimos tanto la economía política que la sostiene como la cultura cínica que la hace concebible a nivel ético-político. Investigar de forma crítica ese cinismo hegemónico es parte de la tarea interminable de imaginar una sociedad en la que el goce no asiente en el crimen.


Arturo Borra


(1) «Falta» y «exceso» no son simples términos de una contradicción lógica; están coimplicados de forma indisoluble como consecuencia de un antagonismo de clase que, en las condiciones del presente, no hace sino agravarse.

(2) Derrida, Jacques (2012): Los espectros de Marx, Trotta, Madrid, pp. 95-98. 

(3) Lo social queda reducido a un escenario de competición y las desigualdades a meros efectos de esfuerzos diferenciales, esto es, a “consecuencias naturales” de la división entre “ganadores” y “perdedores”. La interpretación meritocrática, desde luego, tiene que ocultar de forma sistemática las condiciones materiales de actuación, marcadas por asimetrías radicales de poder. En esta lectura, los jugadores que conocen las cartas marcadas (los que hacen trampa) son aceptados como legítimos ganadores.

(4) El proceso de pauperización social que afecta a una parte creciente de la población mundial es una consecuencia necesaria de una economía política semejante. Jóvenes y personas mayores, discapacitados y dependientes, desahuciados y desempleados, inmigrantes y refugiados, víctimas de la violencia de género o de la homofobia: todos forman parte del ejército subalterno potencialmente sacrificable.

(5) Para un abordaje histórico-filosófico del cinismo, puede consultarse Sloterdijk, Peter (2003): Crítica de la razón cínica, Siruela, España.

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