miércoles, 29 de julio de 2015

«¿Qué es la crítica? Un ensayo sobre la virtud de Foucault» -Judith Butler

 
 
 
 
Traducción de Marcelo Expósito, revisada por Joaquín Barriendos

 

¿Qué es hacer una crítica? Apostaría a que se trata de algo que la mayoría entendemos en un sentido ordinario. El asunto, no obstante, se complica si intentamos distinguir entre una crítica de tal o cual posición y la crítica como una práctica más general que pudiera ser descrita sin referencia a sus objetos concretos. ¿Podemos además interrogarnos sobre su carácter general sin insinuar una esencia de la crítica? Y si para establecer esta imagen general lo hiciéramos expresando algo que se aproximase a una filosofía de la crítica, ¿perderíamos entonces la distinción entre filosofía y crítica que forma parte de la definición misma de la crítica? La crítica es siempre crítica de alguna práctica, discurso, episteme o institución instituidos, y pierde su carácter en el momento en que se abstrae de esta forma de operar y se la aísla como una práctica puramente generalizable. Pero, aun siendo esto cierto, no significa que sea imposible algún tipo de generalización o que tengamos que enfangarnos en particularismos. Todo lo contrario, aquí transitamos en un área de obligada generalización que aborda lo filosófico pero que debe, si queremos que sea siempre crítica, guardar distancia frente a sus propios resultados.
 
En este ensayo abordaré la obra de Foucault, pero permítaseme comenzar sugiriendo un interesante paralelismo entre lo que Raymond Williams y Theodor Adorno perseguían cada uno a su manera bajo el nombre de «crítica» [criticism] y lo que Foucault buscaba comprender como «crítica» [critique]. Estoy segura de que parte de la propia contribución de Foucault a la filosofía política progresiva, y de sus alianzas con ella, se verán de forma clara en el curso de esta comparación.

 
Raymond Williams se preocupó por el hecho de que la crítica se había reducido excesivamente a la noción de «descubrir errores»,[1] y propuso que encontrásemos un vocabulario para los tipos de respuestas que tenemos, en concreto para las obras culturales, «que no asuman el hábito (o el derecho o el deber) del juicio». Lo que reclamaba era un tipo de respuesta más específica que no se apresurase a generalizar: «Lo que siempre es preciso entender es la especificidad de la respuesta, que no es un “juicio” sino una práctica».[2] Creo que esta última frase marca también la trayectoria del pensamiento de Foucault sobre este asunto, ya que su «crítica» no es una práctica que se reduzca a dejar en suspenso el juicio, sino la propuesta de una práctica nueva a partir de valores que se basan precisamente en esa suspensión.
 
 
 
De manera que, para Williams, la práctica de la crítica no es reductible a alcanzar juicios (y expresarlos). De forma significativa, Adorno reclamaba algo semejante, cuando escribía sobre «el peligro [...] representado por una acción mecánica, puramente lógico-formal y administrativa, que decide acerca de las formaciones culturales y las articula en aquellas constelaciones de fuerza que el espíritu tendría más bien que analizar, según su verdadera competencia».[3] Así que la tarea de desvelar estas constelaciones de poder se ve impedida por la precipitación de un «juicio mecánico» como forma ejemplar de la crítica. Para Adorno, esta manera de operar sirve para imponer una escisión entre la crítica y el mundo social a nuestro alcance, en un movimiento que revoca los resultados de su propia labor ya que constituye «una renuncia a la práctica material».[4] Adorno escribe que «[la] propia soberanía [del crítico o de la crítica], la pretensión de poseer un saber profundo del objeto y ante el objeto, la separación entre concepto y cosa por la independencia del juicio, lleva en sí el peligro de sucumbir a la configuración-valor de la cosa; pues la crítica cultural apela a una colección de ideas establecidas y convierte en fetiches a categorías aisladas».[5] Para que la crítica opere como parte de una «práctica material», según Adorno, tiene que captar los modos en que las propias categorías se instituyen, la manera en que se ordena el campo de conocimiento, y cómo lo que este campo suprime retorna, por así decir, como su propia oclusión constitutiva. El juicio, para ambos pensadores, es una manera de subsumir lo particular en una categoría general ya constituida, mientras que la crítica interroga sobre la constitución oclusiva del campo de conocimiento al que pertenecen esas mismas categorías. Pensar el problema de la libertad, y el de la ética en general, más allá del juicio, es especialmente importante para Foucault: el pensamiento crítico consistiría justamente en ese empeño.

 
En 1978, Foucault pronunció una conferencia titulada ¿Qué es la crítica?,[6] un trabajo que preparó el camino para su ensayo, más conocido, ¿Qué es la Ilustración? (1984). En él, Foucault no solamente se cuestiona lo que la crítica es, sino que también busca comprender qué tipo de cuestionamiento instituye la crítica, ofreciendo de forma tentativa algunas maneras de circunscribir su actividad. Lo que continúa siendo quizás lo más importante, tanto de la conferencia como del ensayo desarrollado posteriormente, es la forma interrogativa en que se formula el asunto. Porque la propia pregunta ¿qué es la crítica? forma parte de la empresa crítica en cuestión, así que la pregunta no sólo se plantea el problema —¿cuál es esta crítica que se supone que hacemos o a la que debemos aspirar?—, sino que representa también un cierto modo de interrogar, central en la actividad misma de la crítica.

 
Más aún, sugeriría que lo que Foucault busca con esta pregunta es algo bastante diferente de lo que quizás hemos llegado a esperar de la crítica. Habermas volvió muy problemático el trabajo de la crítica al sugerir que, si lo que buscábamos era poder recurrir a normas al elaborar juicios evaluativos sobre las condiciones y los fines sociales, era necesario ir más allá de la teoría crítica. La perspectiva de la crítica, desde su punto de vista, puede poner en cuestión los fundacionalismos, desnaturalizar las jerarquías sociales y políticas e incluso establecer perspectivas mediante las cuales se puede marcar una cierta distancia frente al mundo naturalizado. Pero ninguna de estas actividades puede decirnos en qué dirección deberíamos movernos, ni si las actividades en las que nos comprometemos logran alcanzar ciertos tipos de fines justificados normativamente. Desde su punto de vista, por lo tanto, la teoría crítica tendría que dar paso a una teoría normativa más robusta, como lo es la acción comunicativa, con el fin de dotarnos de un fundamento para la teoría crítica con el que se puedan elaborar juicios normativos fuertes;[7] no sólo para que la política pueda disponer de un propósito claro y de una aspiración normativa, sino también para que seamos capaces de evaluar las prácticas actuales en términos de su capacidad para alcanzar tales fines. Haciendo este tipo de crítica de la crítica, Habermas se vuelve curiosamente acrítico respecto al propio sentido de normatividad que expone. Porque la cuestión «¿qué tenemos que hacer?» presupone que el «nosotros» ya se ha formado y se conoce, que su acción es posible y que el campo en el que puede actuar está delimitado. Pero si esas mismas formaciones y delimitaciones tienen consecuencias normativas, entonces será necesario preguntarse por los valores que conforman el escenario de la acción, y ello se convertirá en una dimensión importante para cualquier investigación crítica sobre asuntos normativos.

 
Aunque es posible que los habermasianos y habermasianas tengan una respuesta para este problema, mi intención en este texto no es ponerme a ensayar estos debates ni buscarles una respuesta, sino marcar distancias entre una noción de crítica que se caracteriza por estar en algún sentido debilitada por la normatividad, y otra, que espero ofrecer aquí, que no solamente es más compleja de lo que la crítica habitual asume, sino que tiene, me gustaría argumentar, compromisos normativos fuertes que aparecen en formas que sería difícil, si no imposible, leer con las actuales gramáticas de normatividad. En este ensayo, en efecto, espero mostrar que Foucault no solamente realiza una contribución importante a la teoría normativa, sino que tanto su estética como sus consideraciones sobre el sujeto están íntimamente relacionadas con su ética y su política. Mientras otros lo han desestimado por esteta o, más aún, por nihilista, mi sugerencia es que la incursión que realiza en el tema de la construcción de sí y de la poiesis es central en la política de desujeción que propone. Paradójicamente, la construcción de sí y la desujeción suceden simultáneamente cuando se aventura un modo de existencia que no se sostiene en lo que él llama «régimen de verdad».

 
Foucault comienza su discusión afirmando que hay varias gramáticas para el término «crítica», distinguiendo entre una «alta empresa kantiana» que se llama crítica y «las pequeñas actividades polémicas que se llaman crítica». De esta manera, nos advierte desde el inicio de que la crítica no será una sola cosa, y de que no seremos capaces de definirla separadamente de sus diversos objetos, los cuales a su vez la definen: «Parece conducida por naturaleza, por función, diría que por profesión, a la dispersión, a la dependencia, a la pura heteronomía […]. [N]o existe más que en relación con otra cosa distinta a ella misma».[8]
 
 
Foucault busca de esta manera definir la crítica, pero encuentra que solamente son posibles una serie de aproximaciones. La crítica será dependiente de sus objetos, pero sus objetos a cambio definirán el propio significado de la crítica. Más aún, la tarea primordial de la crítica no será evaluar si sus objetos —condiciones sociales, prácticas, formas de saber, poder y discurso— son buenos o malos, ensalzables o desestimables, sino poner en relieve el propio marco de evaluación. ¿Cuál es la relación del saber con el poder que hace que nuestras certezas epistemológicas sostengan un modo de estructurar el mundo que forcluye posibilidades de ordenamiento alternativas? Por supuesto, podemos pensar que necesitamos certeza ideológica para afirmar con seguridad que el mundo está y debiera estar ordenado de una determinada manera. ¿Hasta qué punto, sin embargo, tal certeza está orquestada por determinadas formas de conocimiento precisamente para forcluir la posibilidad de pensar de otra manera? En este punto sería inteligente preguntar: ¿qué tiene de bueno pensar de otra manera si no sabemos de antemano que pensar de otra manera produce un mundo mejor, si no tenemos un marco moral en el cual decidir con conocimiento que ciertas posibilidades o modos nuevos de pensar de otra manera impulsarán ese mundo cuya mejor condición podemos juzgar con estándares seguros y previamente establecidos? Ésta se ha convertido en algo así como una contrarréplica habitual a Foucault y a quienes se ocupan de él. El relativo silencio con el que se recibe este hábito de descubrir errores en Foucault ¿es un signo de que su teoría no sirve para dar respuestas consoladoras? Pienso que sí, hay que aceptar que las respuestas que Foucault ha proferido no tienen como finalidad primordial consolar. Pero esto, por supuesto, no quiere decir que si algo renuncia a consolar no se pueda considerar, por definición, como una respuesta. En realidad, la única contrarreplica posible, me parece, es volver a un significado más fundamental de «crítica» con el fin de ver qué problema hay con la manera en que la cuestión se formula, para formular la cuestión de nuevo, de forma que se pueda trazar una aproximación más productiva hacia el lugar que ocupa la ética en el seno de la política. Se podría preguntar, efectivamente, si lo que yo quiero decir con «productivo» se calibrará mediante estándares y medidas que esté dispuesta a revelar o que conciba plenamente ya desde el momento en que realizo tal afirmación. Pero en este punto pediría paciencia, pues resulta que la crítica es una práctica que requiere una cierta cantidad de paciencia, al igual que la lectura, de acuerdo con Nietzsche, requiere que actuemos un poco más como vacas que como humanos, aprendiendo el arte del lento rumiar.
 
 
 
La contribución de Foucault a lo que parece ser un impás en la teoría crítica y postcrítica de nuestro tiempo es precisamente pedirnos que repensemos la crítica como una práctica en la que formulamos la cuestión de los límites de nuestros más seguros modos de conocimiento, a lo que Williams se refirió como nuestros «hábitos mentales acríticos» y que Adorno describió como ideología («el único pensamiento no-ideológico es aquel que no puede reducirse a operational terms, sino que intenta llevar la cosa misma a aquel lenguaje que está generalmente bloqueado por el lenguaje dominante»[9]). Una no se conduce hasta el límite para tener una experiencia emocionante, o porque el límite sea peligroso y sexy, o porque eso nos lleve a una excitante proximidad al mal. Una se interroga sobre los límites de los modos de saber porque ya se ha tropezado con una crisis en el interior del campo epistemológico que habita. Las categorías mediante las cuales se ordena la vida social producen una cierta incoherencia o ámbitos enteros en los que no se puede hablar. Es desde esta condición y a través de una rasgadura en el tejido de nuestra red epistemológica que la práctica de la crítica surge, con la conciencia de que ya ningún discurso es adecuado o de que nuestros discursos reinantes han producido un impás. En efecto, el propio debate en el que el punto de vista fuertemente normativo declara la guerra a la teoría crítica puede haber producido precisamente esa forma de impás discursivo del que surge la necesidad y la urgencia de la crítica.
 
 
Para Foucault, la crítica «es instrumento, medio de un porvenir o de una verdad que ella misma no sabrá y no será, es una mirada sobre un dominio que se quiere fiscalizar y cuya ley no es capaz de establecer». De manera que la crítica será esa perspectiva sobre las formas de conocimiento establecidas y ordenadoras que no está inmediatamente asimiladas a tal función ordenadora. Foucault, significativamente, emparenta esta exposición del límite del campo epistemológico con la práctica de la virtud, como si la virtud fuese contraria a la regulación y al orden, como si la virtud misma se hubiera de encontrar en el hecho de poner en riesgo el orden establecido. No le intimida la relación que aquí se establece. Escribe, «hay algo en la crítica que tiene parentesco con la virtud». Y después afirma algo que podríamos considerar aún más sorprendente: «esta actitud crítica [es] la virtud en general».[10]
 
 
Hay algunas formas preliminares de entender el esfuerzo de Foucault por moldear la crítica como virtud. La virtud se entiende con mucha frecuencia como un atributo o práctica de un sujeto, o como una cualidad que condiciona y caracteriza un cierto tipo de acción o práctica. Pertenece a una ética que no se cumple meramente siguiendo reglas o leyes formuladas objetivamente. Y la virtud no es solamente una manera o una vía para estar de acuerdo o cumplir con normas preestablecidas. Es, más radicalmente, una relación crítica con esas normas que, para Foucault, toma la forma de una estilización específica de la moralidad.

Foucault nos ofrece una indicación de lo que quiere decir con virtud en la introducción de la Historia de la sexualidad 2. El uso de los placeres.[11] En esa coyuntura deja claro que busca ir más allá de una noción de filosofía ética que promulgue una serie de prescripciones. Así como la crítica interseca con la filosofía sin coincidir del todo con ella, Foucault busca en esa introducción hacer de su propio pensamiento un ejemplo de forma no prescriptiva de investigación moral. Del mismo modo se preguntará más tarde sobre formas de experiencia moral que no estén rígidamente definidas por una ley jurídica, una regla o mandato al que al sujeto se le pida someterse mecánica o uniformemente. El ensayo que escribe, nos dice, es en sí mismo un ejemplo de tal práctica de «explorar lo que, en su propio pensamiento, puede ser cambiado mediante el ejercicio [...] de un saber que le es extraño».[12] La experiencia moral tiene que ver con la transformación de sí provocada por una forma de conocimiento que es ajena al de uno mismo. Y esta forma de experiencia moral será diferente de la sumisión a un mandato. En efecto, en la medida en que Foucault interroga a la experiencia moral, entiende que él mismo está realizando una investigación sobre las experiencias morales que no están en primer lugar o en lo fundamental estructuradas por prohibición o interdicción.

En el primer volumen de Historia de la sexualidad[13] buscaba mostrar que las prohibiciones primordiales asumidas por el psicoanálisis y las consideraciones estructuralistas sobre las prohibiciones culturales no se pueden aceptar como constantes históricas. Más aún, la experiencia moral no se puede entender historiográficamente recurriendo a una serie predominante de interdicciones en un tiempo histórico dado. Aunque hay códigos a estudiar, deben serlo siempre en relación con los modos de subjetivación a los que corresponden. Foucault afirma que la juridificación de la ley alcanza una cierta hegemonía en el siglo XIII, pero si nos remontamos a las culturas clásicas griega y romana encontramos prácticas, o «artes de la existencia»,[14] que tienen que ver con una relación cultivada del yo consigo mismo.
 
 
Con la introducción de la noción de «artes de la existencia» Foucault reintroduce también y vuelve a enfatizar las acciones «sensatas y voluntarias», en concreto «esas prácticas [...] por las que los hombres no sólo se fijan reglas de conducta, sino que buscan transformarse a sí mismos, modificarse en su ser singular y hacer de su vida una obra que presenta ciertos valores estéticos y responde a ciertos criterios de estilo». No es que tales vidas sencillamente se ajusten a preceptos morales o normas de tal manera que los yoes que consideramos formados o preparados de antemano encajen en un molde que el precepto expone. Por el contrario, el yo se crea a sí mismo en los términos que marca la norma, habita e incorpora la norma, pero la norma, en este sentido, no es externa al principio de acuerdo con el cual el yo se forma. Lo que está en juego para Foucault no son los comportamientos, las ideas, las sociedades o sus «ideologías», sino «las problematizaciones a cuyo través el ser se da como poderse y deberse ser pensado y las prácticas a partir de las cuales se forman aquéllas».[15]

 
Aunque esta última afirmación es apenas transparente, lo que sugiere es que ciertos tipos de prácticas pensadas para manejar ciertos tipos de problemas tienen como consecuencia que, con el paso del tiempo, se establezca un dominio ontológico que constriñe a su vez lo que entendemos por posible. Sólo haciendo referencia a este horizonte ontológico que prevalece, él mismo instituido mediante una serie de prácticas, seremos capaces de comprender las diversas formas de relación con los preceptos morales que han sido formadas, así como con las que están por formarse. Por ejemplo, Foucault toma detenidamente en consideración varias prácticas de austeridad y las emparenta con la producción de un cierto tipo de sujeto masculino. Las prácticas de austeridad no dan fe de una sola y permanente prohibición, sino que trabajan al servicio de modelar un cierto tipo de yo. Dicho de forma más precisa, el yo, incorporando las reglas de conducta que representan la virtud de la austeridad, se crea a sí mismo como un tipo de sujeto específico. La producción de sí es «la elaboración y estilización de una actividad en el ejercicio de su poder y la práctica de su libertad».[16] No es una práctica que se oponga al placer puro y simple, sino un cierto tipo de práctica de placer en sí misma, una práctica del placer en el contexto de la experiencia moral.
 
 
De esta forma, Foucault deja claro en la tercera sección de esa misma introducción que no será suficiente con ofrecer una crónica histórica de los códigos morales, ya que tal historia no nos puede decir cómo se vivieron estos códigos y, más específicamente, qué tipo de formaciones del sujeto requirieron y facilitaron. Foucault comienza a sonar aquí como un fenomenólogo. Pero además de recurrir a los medios experienciales para captar las categorías morales, también realiza un movimiento hacia la crítica, en tanto que la relación subjetiva con esas normas no será ni predecible ni mecánica. La relación con tales categorías será «crítica» en el sentido de que no consiste en acatarlas, sino en constituir una relación con ellas que interrogue el propio campo de categorización, refiriéndose, al menos implícitamente, a los límites del horizonte epistemológico dentro del cual estas prácticas se forman. No se trata de referir la práctica a un contexto epistemológico dado de antemano, sino de establecer la crítica como la práctica que cabalmente expone los límites de ese mismo horizonte epistemológico, haciendo que los contornos del horizonte, por así decir, aparezcan puestos en relación con su propio límite por vez primera. Resulta además que la práctica crítica en cuestión produce la transformación de sí en relación con una regla de conducta. Entonces, ¿cómo lleva la transformación de sí a la exposición de este límite?, ¿cómo se entiende la transformación de sí como «práctica de libertad» y cómo se entiende esta práctica como parte del léxico de la virtud en Foucault?
 
 
Comencemos por entender la noción de transformación de sí que aquí está en juego, para después considerar cómo se relaciona con el problema llamado «crítica», el cual constituye el foco de nuestras deliberaciones. Una cosa es, por supuesto, conducirse en relación con un código de conducta, y otra formarse como sujeto ético en relación con un código de conducta (y aun otra cosa es formarse como aquél que pone en riesgo el orden del código mismo). Las reglas de castidad proporcionan a Foucault un ejemplo importante. Hay diferencia, por ejemplo, entre no actuar movido por deseos que puedan violar un precepto al que uno está moralmente atado, y desarrollar una práctica de deseo, por así decir, alimentada por cierto proyecto o tarea ética. El modelo de acuerdo con el cual se requiere la sumisión a una regla obligaría a uno a no actuar de determinadas maneras, instalando una prohibición efectiva contra el acting out de ciertos deseos. Pero el modelo que Foucault intenta comprender y, en efecto, incorporar y ejemplificar, considera que la prescripción moral participa en la formación de un tipo de acción. El argumento de Foucault parece ser que la renuncia y la proscripción no imponen necesariamente un modo ético pasivo o no-activo, sino que forman un modo ético de conducta y una manera de estilizar tanto la acción como el placer.
 
 
Creo que este contraste mostrado por Foucault entre una ética basada en el mando y la práctica ética comprometida de forma central en la formación del yo arroja una luz de manera importante sobre la distinción entre obediencia y virtud que ofrece en su ensayo ¿Qué es la crítica? Contrasta Foucault esta comprensión de «virtud», aún por definir, con la obediencia, mostrando cómo la posibilidad de esta forma de virtud se establece mediante su diferencia frente a una obediencia acrítica respecto a la autoridad.
 
 
 
La resistencia a la autoridad, por supuesto, constituye para Foucault el sello de la Ilustración. Y nos ofrece una lectura de la Ilustración en la que no sólo asevera su propia continuidad con los fines de ésta, sino que incluso ofrece una lectura de sus propios dilemas remontándose a la misma historia de la Ilustración. Sus consideraciones son tales que ningún pensador «ilustrado» las aceptaría, pero esta resistencia no invalidaría la caracterización de la Ilustración que Foucault nos ofrece, toda vez que lo que se busca con ella es precisamente lo «impensado» dentro de los propios términos de la Ilustración: por lo tanto, la suya es una historia crítica. Desde su punto de vista, la crítica comienza cuestionando la exigencia de obediencia absoluta y sometiendo a evaluación racional y reflexiva toda obligación gubernamental impuesta sobre los sujetos. Aunque Foucault no seguirá este giro a la razón, preguntará no obstante qué criterios delimitan los tipos de razones que tienen que ver con la puesta en cuestión de la obediencia. Se interesará particularmente en el problema de cómo ese campo delimitado forma al sujeto y cómo, a su vez, un sujeto viene a formar y reformar esas razones. Esta capacidad de formar razones estará ligada de forma importante a la relación transformadora de sí antes mencionada. Ser crítico con una autoridad que se hace pasar por absoluta requiere una práctica crítica que tiene en su centro la transformación de sí.
 
 
 
¿Pero cómo pasamos de entender las razones que puedan existir para aceptar una exigencia a formar esas razones nosotras mismas y nosotros mismos, y de ahí a transformarnos en el curso de producir esas razones (y, finalmente, a poner en riesgo el propio campo de razón)? ¿Se trata de diferentes tipos de problemas o es que uno nos conduce invariablemente hacia el otro? ¿Es la autonomía que se logra formando razones y que sirve de base para aceptar o rechazar una ley dada de antemano lo mismo que la transformación de sí que tiene lugar cuando una regla se incorpora en la propia acción del sujeto? Como veremos, tanto la transformación de sí en relación con preceptos éticos como la práctica de la crítica se consideran formas de «arte», estilizaciones y repeticiones, lo que sugiere que no hay posibilidad de aceptar o rechazar una regla sin un yo que se estiliza en respuesta a la exigencia ética que a él se impone.
 
 
 
En el contexto en el que se requiere obediencia, Foucault localiza el deseo que alimenta la pregunta «¿cómo no ser gobernado?». Este deseo, y el asombro que de él se deriva, conforman el ímpetu central de la crítica. Por supuesto, lo que no está claro es cómo el deseo de no ser gobernado se vincula a la virtud. Lo que Foucault sí deja claro, sin embargo, es que no plantea la posibilidad de una radical anarquía, y que la cuestión no es cómo volverse radicalmente ingobernable. Se trata de una pregunta específica que surge en relación con una forma específica de gobierno: «Cómo no ser gobernado de esa forma, por ése, en nombre de esos principios, en vista de tales objetivos y por medio de tales procedimientos, no de esa forma, no para eso, no por ellos».[17]
 
 
 
Esto se convierte en el signo distintivo de «la actitud crítica»[18] y de su particular virtud. Para Foucault, la cuestión en sí inaugura una actitud tanto moral como política, «el arte de no ser gobernado o incluso el arte de no ser gobernado de esa forma y a ese precio».[19] Cualquiera que sea la virtud que Foucault circunscribe aquí, tendrá que ver con objetar esa imposición del poder, su precio, el modo en que se administra, a quienes la administran. Una está tentada a pensar que Foucault está simplemente describiendo la resistencia, pero parece que aquí la «virtud» ha tomado el lugar de ese término, o deviene el medio por el que la resistencia se describe de otra manera. Tendremos que preguntarnos el porqué. Más aún, esta virtud es descrita también como un «arte», el arte de no ser gobernado «de tal modo»; luego ¿cuál es la relación que aquí opera entre estética y ética?
 
 
 
Foucault encuentra los orígenes de la crítica en la relación de resistencia a la autoridad eclesiástica. En relación a la doctrina de la Iglesia, «no querer ser gobernado era una cierta manera de rechazar, recusar, limitar (díganlo como quieran) el magisterio eclesiástico, era el retorno a la Escritura […] era la cuestión de cuál es el tipo de verdad que dice la Escritura».[20] Y esta objeción se esgrimía claramente en nombre de una alternativa o, como mínimo, de una razón emergente de verdad y justicia. Esto lleva a Foucault a formular una segunda definición de «crítica»: «No querer ser gobernado […] no querer tampoco aceptar esas leyes porque son injustas, porque […] esconden una ilegitimidad esencial».[21]
 
La crítica es lo que expone esta ilegitimidad, pero no porque recurra a un orden político o moral más esencial. Foucault escribe que el proyecto crítico se enfrenta «al gobierno y a la obediencia que exige», y que lo que la crítica significa en este contexto es «oponer unos derechos universales e imprescriptibles a los cuales todo gobierno, sea cual sea, se trate del monarca, del magistrado, del educador, del padre de familia, deberá someterse».[22] La práctica de la crítica, sin embargo, no descubre estos derechos universales, como afirman los teóricos de la Ilustración, sino que «los opone». No obstante, no los opone como derechos positivos. El «oponerlos» es un acto que limita el poder de la ley, un acto que contrarresta y rivaliza con las operaciones del poder, el poder en el momento de su renovación. Es en sí la limitación, una limitación que adopta la forma de una pregunta y que declara, por el propio hecho de declararse, un «derecho» a cuestionar. Desde el siglo XVI en adelante, la pregunta «cómo no ser gobernado» se torna más específica hacia «¿cuáles son los límites del derecho a gobernar?». «No querer ser gobernado» es ciertamente no aceptar como verdadero […] lo que una autoridad os dice que es verdad o, por lo menos, es no aceptarlo por el hecho de que un autoridad diga que lo es, es no aceptarlo más que si uno mismo considera como buenas las razones para aceptarlo».[23] Hay por supuesto una buena cantidad de ambigüedad en esta situación, porque ¿qué constituirá una razón de validez para aceptar la autoridad? ¿La validez deriva del consentimiento a aceptar la autoridad? Si es así, ¿el consentimiento valida las razones que se esgrimen, sean las que sean? ¿O se trata más bien de que uno da su consentimiento sólo sobre la base de una validez previa y comprobable? Además, ¿estas razones previas, en su validez, hacen que el consentimiento sea válido? Si la primera alternativa fuese correcta, entonces el consentimiento es el criterio a través del cual se juzga la validez, lo cual haría parecer que la posición de Foucault se reduce a una forma de voluntarismo. Pero lo que quizás nos ofrece por medio de la «crítica» es un acto, incluso una práctica de libertad, que no se puede reducir al voluntarismo de manera sencilla, debido a que la práctica por la que se establecen los límites a la autoridad absoluta depende fundamentalmente del horizonte de efectos de saber dentro del cual opera. La práctica crítica no emana de la libertad innata del alma, sino que se forma en el crisol de un intercambio particular entre una serie de normas o preceptos (que ya están ahí) y una estilización de actos (que extiende y reformula esa serie previa de reglas y preceptos). Esta estilización de sí en relación con las reglas es lo que viene a ser una «práctica».
 
Desde el punto de vista de Foucault, siguiendo tenuemente a Kant, el acto de consentir es un movimiento reflexivo por el cual la validez se atribuye o se retira a la autoridad. Pero esta reflexividad no tiene lugar internamente en un sujeto. Para Foucault, se trata de un acto que plantea algún riesgo, porque no se tratará solamente de objetar ésta o aquella exigencia gubernamental, sino de interrogar sobre el orden en el que tal exigencia se hace legible y posible. Y si a lo que uno objeta es a los órdenes epistemológicos que han establecido las reglas de validez gubernamental, entonces decir «no» a la exigencia requerirá abandonar sus razones de validez establecidas, marcando el límite de esa validez, lo cual es algo diferente y mucho más arriesgado que encontrar inválida una determinada exigencia. En esta diferencia, podríamos decir, una comienza a entrar en relación crítica con tales ordenamientos y con los preceptos éticos que éstos hacen surgir. El problema con estas razones que Foucault llama «ilegítimas» no es que sean parciales, autocontradictorias o que conduzcan a posturas morales hipócritas. El problema es precisamente que buscan forcluir la relación crítica, esto es, extender su propio poder para ordenar la totalidad del campo del juicio moral y político. Orquestan y agotan el propio campo de certeza. ¿Cómo pone una en cuestión el dominio exhaustivo que tales reglas de ordenamiento ejercen sobre la certeza sin arriesgarse a caer en la incertidumbre, sin habitar ese lugar de vacilación que deja a una expuesta a acusaciones de inmoralidad, maldad, esteticismo? Si la actitud crítica es moral, no lo es de acuerdo con las reglas cuyos límites esa misma relación crítica busca cuestionar. ¿Entonces de qué otra manera puede la crítica hacer su trabajo sin arriesgarse a ser denunciada por quienes naturalizan y contribuyen a la hegemonía de los términos morales que la crítica pone en cuestión?
 
 
 
La distinción que Foucault hace entre gobierno y gubernamentalización busca mostrar que el aparato que denota el primero penetra en las prácticas de quienes están siendo gobernados, en sus mismas formas de conocimiento y en sus mismos modos de ser. Ser gobernado no es sólo que a uno se le imponga una forma sobre su existencia, sino que le sean dados los términos en los cuales la existencia será y no será posible. Un sujeto surgirá en relación con un orden de verdad establecido, pero también puede adoptar un punto de vista sobre ese orden establecido que suspenda retrospectivamente su propia base ontológica.
 
 
 
[S]i la gubernamentalización es [...] este movimiento por el cual se trataba, en la realidad misma de una práctica social, de sujetar a los individuos a través de unos mecanismos de poder que invocan una verdad, pues bien, yo diría que la crítica es el movimiento por el cual el sujeto se atribuye el derecho [le sujet se donne le droit] de interrogar a la verdad acerca de sus efectos de poder y al poder acerca de sus discursos de verdad.[24]

Nótese que aquí se dice del sujeto que «se atribuye ese derecho», un modo de asignarse a sí mismo y autorizarse que parece poner en primer plano la reflexividad de la reivindicación. ¿Es, entonces, un movimiento autogenerado que afianza al sujeto por encima y contra una autoridad que ejerce una fuerza contraria? ¿Y qué importancia tiene, si tiene alguna, que esta asignación y designación de sí surjan como un «arte»? «La crítica —escribe Foucault— será el arte de la inservidumbre voluntaria, de la indocilidad reflexiva [l'indocilité réfléchie]». Si es un «arte» en el sentido que él le da, entonces la crítica no puede consistir en un acto singular, ni pertenecerá exclusivamente al dominio subjetivo, porque se tratará de la relación estilizada con la exigencia que al sujeto se le impone. Y el estilo será importante en la medida en que, como estilo, no está totalmente determinado de antemano, ya que incorpora la contingencia que en el curso del tiempo marca los límites de la capacidad de ordenamiento que tiene el campo en cuestión. Así que la estilización de esta «voluntad» producirá un sujeto que no está ahí listo para ser conocido bajo la rúbrica de verdad establecida. De manera aún más radical Foucault declara: «La crítica tendría esencialmente como función la desujeción [désassujetiisement] en el juego de lo que se podría denominar, con una palabra, la política de la verdad».[25]
 
 
 
La política de la verdad se refiere a aquellas relaciones de poder que circunscriben de antemano lo que contará y no contará como verdad, que ordenan el mundo en ciertos modos regulares y regulables y que llegamos a aceptar como el campo de conocimiento dado. Podemos entender la relevancia de este punto cuando empezamos a preguntarnos: ¿qué cuenta como persona?, ¿qué cuenta como género coherente?, ¿qué cualifica como ciudadano?, ¿el mundo de quién está legitimado como real? Subjetivamente, preguntamos: ¿quién puedo llegar a ser en un mundo donde los significados y límites del sujeto me han sido establecidos de antemano?, ¿mediante qué normas se me coacciona cuando comienzo a preguntar quién podría yo llegar a ser?; y ¿qué sucede cuando empiezo a llegar a ser eso para lo que no hay lugar dentro del régimen del verdad dado?, ¿no es eso precisamente lo que se quiere decir con «la desujeción del sujeto en el juego de la política de la verdad»?
 
 
 
Lo que está en juego aquí es la relación entre los límites de la ontología y la epistemología, el vínculo entre los límites de lo que yo podría llegar a ser y los límites de lo podría poner en riesgo al saber. Derivando de Kant su sentido de «crítica», Foucault plantea una cuestión que es la cuestión de la propia crítica: «¿sabes hasta dónde puedes saber?». «Nuestra libertad está en juego». De esta forma, la libertad surge en los límites de lo que uno puede saber, en el preciso momento en que la desujeción del sujeto tiene lugar dentro de las políticas de la verdad, en el momento en que cierta práctica cuestionadora comienza adoptando la siguiente forma: «¿Qué soy yo, entonces, que pertenezco a esta humanidad, quizás a este margen, a este momento, a este instante de humanidad que está sujeto al poder de la verdad en general y de las verdades en particular?».[26] Dicho de otra manera: ¿qué, dado el orden contemporáneo de ser, puedo ser? Si al plantear esta cuestión la libertad se pone en juego, podría ser que poner en juego la libertad tenga algo que ver con lo que Foucault llama virtud, con un cierto riesgo que se pone en juego mediante el pensamiento y, en efecto, mediante el lenguaje, y que hace que el orden contemporáneo de ser sea empujado hasta su límite.
 
 
¿Pero cómo entender este orden contemporáneo de ser en el que me pongo en juego a mí misma? Foucault, en este punto, decide caracterizar este orden de ser históricamente condicionado vinculándolo a la teoría crítica de la Escuela de Francfort, identificando la «racionalización» como un efecto gubernamentalizador sobre la ontología. Aliándose con una tradición crítica postkantiana de izquierda, Foucault escribe:
 
De la izquierda hegeliana a la Escuela de Francfort, ha habido toda una crítica del positivismo, del objetivismo, de la racionalización, de la techné y de la tecnificación, toda una crítica de las relaciones entre el proyecto fundamental de la ciencia y de la técnica, que tiene el objetivo de hacer aparecer los lazos entre una presunción ingenua de la ciencia, por una parte, y las formas de dominación propias de la forma de sociedad contemporánea, por otra.[27]

 
Desde su punto de vista, la racionalización adopta una nueva forma cuando se pone al servicio del biopoder. Y lo que sigue siendo difícil para la mayoría de los actores sociales y críticos en esta situación es discernir la relación entre «racionalización y poder».[28] Lo que parece ser un orden meramente epistémico, un modo de ordenar el mundo, no permite reconocer de forma inmediata las coacciones por las cuales ese ordenamiento tiene lugar. Tampoco muestra con facilidad la manera en que la intensificación y la totalización de los efectos racionalizadores conducen a una intensificación del poder. Foucault se pregunta: «¿Cómo puede ser que la racionalización conduzca al furor del poder?». Claramente, la capacidad que la racionalización tiene de penetrar en las corrientes de la vida no sólo caracteriza los modos de la práctica científica, «sino también las relaciones sociales, las organizaciones estatales, las prácticas económicas y quizás hasta el comportamiento de los individuos».[29] Alcanza su «furor» y sus límites cuando aferra e impregna al sujeto que subjetiva. El poder establece los límites de lo que un sujeto puede «ser», más allá de los cuales ya no «es» o habita en un ámbito de ontología suspendida. Pero el poder busca coaccionar al sujeto mediante una fuerza de coerción, y la resistencia a la coerción consiste en la estilización de sí en los límites del ser establecido.
 
 
 
Una de las primeras tareas de la crítica es discernir entre «mecanismos de coerción» y «contenidos de conocimiento».[30] Aquí de nuevo parece que nos enfrentamos a los límites de lo que se puede saber, límites que ejercen una cierta fuerza sin estar basados en ninguna necesidad, límites que solamente se pueden transitar o interrogar arriesgando una cierta seguridad dentro de una ontología dada:
 
 
 
Nada puede figurar como un elemento de saber si, por una parte, no es conforme a un conjunto de reglas y de coacciones características, por ejemplo, un tipo de discurso científico en una época dada, y si, por otra parte, no está dotado de efectos de coerción o simplemente de incitación propios de lo que es válido como científico o simplemente racional, o simplemente recibido de manera común, etc.[31]
 
 
Foucault continúa entonces mostrando que el saber y el poder finalmente no son separables, sino que operan juntos para establecer una serie de criterios sutiles y explícitos para pensar el mundo: «No se trata, entonces, de describir lo que es saber y lo que es poder, y cómo el uno reprimiría al otro, o cómo el otro abusaría del primero, sino que se trata más bien de describir un nexo de saber-poder que permita aprehender lo que constituye la aceptabilidad de un sistema».[32]

 
El crítico o crítica tiene por lo tanto una doble tarea, mostrar cómo el saber y el poder operan para constituir un modo más o menos sistemático de ordenar el mundo con sus propias «condiciones de aceptabilidad de un sistema», pero también «para seguir los puntos de ruptura que indican su aparición». Así que no sólo es necesario aislar e identificar el nexo peculiar entre el saber y el poder que permite que surja el campo de cosas inteligibles, sino también seguirle la pista a la manera en que ese campo encuentra su punto de ruptura, sus momentos de discontinuidad, los lugares en los que no logra constituir la inteligibilidad que representa. Lo que esto significa es que una debe buscar tanto las condiciones mediante la cuales el campo es constituido como también los límites de esas condiciones, los momentos en los que esos límites señalan su contingencia y su transformabilidad. En términos de Foucault: «Entonces, esquemáticamente, movilidad constante, esencial fragilidad o, más bien, intrincación entre lo que reconduce el proceso mismo y lo que lo transforma».[33]
 
 
Efectivamente, otra manera de hablar sobre esta dinámica de la crítica es afirmar que la racionalización encuentra sus límites en la desujeción. Si la desujeción del sujeto surje en el momento en que la episteme constituida mediante la racionalización muestra su límite, entonces la desujeción marca precisamente la fragilidad y la transformabilidad epistémica del poder.
La crítica comienza presumiendo la gubernamentalización y continúa cuando ésta no logra totalizar al sujeto al que busca conocer y subyugar. Pero los medios por los cuales esta relación se articula son descritos, de manera desconcertante, como ficción. ¿Por qué sería ficción? ¿En qué sentido es ficción? Foucault se refiere a una «práctica histórico filosófica [en la que] se trata de hacerse su propia historia, de fabricar como una ficción [de faire comme par fiction] la historia que estaría atravesada por la cuestión de las relaciones entre estructuras de racionalidad que articulan el discurso verdadero y los mecanismos de sujeción que están ligados a él».[34] Hay de esta forma una dimensión de la propia metodología que se alimenta de la ficción, que traza líneas ficcionales entre la racionalización y la desujeción, entre el nexo saber-poder y su fragilidad y límite. No se nos dice qué tipo de ficción será ésta, pero parece claro que Foucault se basa en Nietzsche y, en particular, en el tipo de ficción que se dice que es la genealogía.
 
 
 
Quizá recuerden que aunque parece que para Nietzsche la genealogía de la moral es el intento de localizar los orígenes de los valores, lo que en realidad busca es encontrar cómo la propia noción de «origen» ha sido instituida. Y el medio por el que busca explicar el origen es ficcional. Cuenta una fábula sobre los nobles, otra sobre un contrato social, otra sobre una revuelta de esclavos, y aun otra sobre las relaciones entre acreedor y deudor. Ninguna de estas fábulas se puede localizar ni en el espacio ni en el tiempo, y cualquier esfuerzo por intentar encontrar el complemento histórico a las genealogías de Nietzsche fracasará necesariamente. En realidad, en lugar de un relato que encuentra el origen de los valores o el origen de los orígenes, leemos historias ficcionales sobre el modo en que los valores se originan. Un noble dice que algo es, y entonces llegar a ser: el acto de habla inaugura el valor y se convierte en algo así como una ocasión atópica y atemporal para el origen de los valores. En efecto, la manera en que Nietzsche produce la ficción se espeja en los propios actos de inauguración que atribuye a quienes hacen los valores. Así que no sólo describe ese proceso, sino que la propia descripción deviene instancia de producción de valor, escenificando el mismo proceso que narra.
 
 
 
¿Cómo puede este uso particular de la ficción ponerse en relación con la noción de crítica de Foucault? Se debe tener en cuenta que lo que Foucault está intentando es entender la posibilidad de desujeción dentro de la racionalización sin asumir que haya una fuente para la resistencia que esté alojada en el sujeto o conservada de una manera fundacional. ¿De dónde proviene entonces la resistencia? ¿Se puede decir que es el incremento de alguna libertad humana constreñida por los poderes de la racionalización? Si habla, como lo hace, de una voluntad de no ser gobernado, entonces ¿cuál tenemos que entender que es el estatuto de esa voluntad?
 
 
 
En respuesta a una pregunta en esta línea,[35] subraya:
 
No pienso, en efecto, que la voluntad de no ser gobernado sea en absoluto algo que podamos considerar como una aspiración originaria [je ne pense pas en effect que la volonté de n'être pas gouverné du tout soit quelque chose que l'on puisse considèrer comme une aspiration originaire]. Pienso que, de hecho, la voluntad de no ser gobernado es siempre la voluntad de no ser gobernado así, de esta manera, por éstos, a este precio.[36]
 
Continúa advirtiendo contra la absolutización de esta voluntad que la filosofía siempre está tentada a ejecutar. Busca evitar lo que llama «el paroxismo filosófico y teórico de lo que sería esta voluntad de no ser relativamente gobernado».[37] Deja claro que al tomar en consideración esta voluntad se ve implicado en el problema de su origen, y se aproxima a avanzar en ese terreno, pero prevalece cierta renuencia nietzscheana. Foucault escribe:
 
No me refería a una especie de anarquismo fundamental, que sería como la libertad originaria [qui serait comme la liberté originaire] rebelde absolutamente, y en su fondo [absolutement et en son fond], a toda gubernamentalización. No lo he dicho, pero eso no quiere decir que yo la excluya absolutamente [Je ne l'ai dit, mais cela ne vout pas dire que je l'exclus absolutement]. Creo que, en efecto, mi exposición se para ahí: porque había durado ya demasiado tiempo; pero también porque me pregunto [mais aussi parce que je me demande] […] si se quiere hacer la exploración de esta dimensión de la crítica que me parece tan importante, a la vez porque forma parte de la filosofía y porque no forma parte de ella, si se explora esta dimensión de la crítica, ¿no sería uno reenviado, como base de la actitud crítica, a lo que sería [qui serait ou] la práctica histórica de la revuelta, de la no-aceptación de un gobierno real, por una parte, o, por la otra, a la experiencia individual del rechazo de la gubernamentalidad?[38]
 
Cualquier cosa que sea aquello en lo que uno se basa cuando resiste a la gubernamentalización, será «como una libertad originaria» y algo «que sería [como] la práctica histórica de la revuelta» (el énfasis es mío). Como ellas, en efecto, pero parece que no exactamente lo mismo. En cuanto a la mención que Foucault hace de la «libertad originaria», la ofrece y la retira a la vez. «No lo he dicho», subraya tras haberse aproximado mucho a decirlo, tras mostrarnos cómo casi lo dijo, tras ejercitar esa mismísima proximidad abiertamente para nosotras en lo que se puede entender como una especie de burla. ¿Qué discurso es el que casi le seduce aquí, sujetándole a sus términos? ¿Cómo se separa de los propios términos que rechaza? ¿Qué forma de arte es ésta en la que una distancia crítica casi abatible se ejecuta frente a nosotras? ¿Es ésta la misma distancia que caracteriza la práctica de asombrarse, de cuestionar? ¿Qué límites del saber osa abordar mientras se cuestiona en voz alta para nosotras? La escena inaugural de la crítica implica «el arte de la inservidumbre voluntaria», y se da aquí la voluntaria o, en efecto, «originaria libertad», pero en la forma de una conjetura, en una forma de arte que suspende la ontología y nos deja suspendidas en la descreencia.
 
Foucault encuentra un modo de decir «libertad originaria», y supongo que le produce mucho placer pronunciar estas palabras, placer y miedo. Las dice, pero sólo poniendo en escena las palabras, evitándose un compromiso ontológico, aunque liberándolas para que puedan tener algún uso. ¿Se refiere aquí a la libertad originaria? ¿Busca recurrir a ella? ¿Ha encontrado la fuente de la libertad originaria y bebido en ella? ¿O acaso la indica, significativamente, la menciona, la dice sin realmente decirla? ¿Está invocándola para que podamos revivir sus resonancias y saber su poder? Poner el término en escena no es declararlo, pero podríamos decir que la declaración se pone en escena, se presenta artísticamente, sujeta a una suspensión ontológica, precisamente para que pueda ser dicha. Y también podríamos decir que este acto de habla, que es el que por un momento pone de relieve la frase «libertad originaria» destacándola de las políticas epistémicas en las que vive, es el que también ejecuta una cierta desujeción del sujeto dentro de la política de la verdad. Ya que cuando uno habla de esa manera, se ve al mismo tiempo asido y liberado por las palabras que a pesar de todo dice. Por supuesto, la política no es una simple cuestión de habla, y no es mi intención rehabilitar a Aristóteles bajo la forma de Foucault (a pesar de que, lo confieso, ese movimiento me intriga, y lo menciono ahora para ofrecer esa posibilidad al mismo tiempo sin comprometerme a ella). En este gesto verbal hacia el final de su conferencia se ejemplifica una cierta libertad, no porque haga referencia al término sin ningún tipo de anclaje que lo fundamente, sino porque ejecuta artísticamente la liberación del término de sus habituales coacciones discursivas, de la presunción de que una sólo lo puede pronunciar sabiendo de antemano cuál debe ser su anclaje.
 
El gesto de Foucault es extrañamente valiente, sugeriría yo, porque sabe que no puede encontrar una razón para su reivindicación de libertad original. Este no saber permite el uso particular que tiene en su discurso. De todos modos lo afronta con valentía, y así su mención, su insistencia, deviene alegoría de una determinada asunción del riesgo que tiene lugar en el límite del campo epistemológico. Y ello deviene práctica de la virtud, quizás, y no, como profesan sus críticos, signo de desesperación moral, precisamente en la medida en que la práctica de esta forma de hablar propone un valor que no sabe cómo asegurar ni para el cual ofrecer una razón, pero igualmente lo propone, y de este modo expone que cierta inteligibilidad excede los límites de la inteligibilidad que el saber-poder ha ya establecido. Ésta es la virtud en sentido mínimo precisamente porque brinda la perspectiva mediante la cual el sujeto gana distancia crítica frente a la autoridad establecida. Pero se trata también de un acto de coraje, actuando sin garantías, poniendo al sujeto en riesgo en los límites de su ordenamiento. ¿Quién sería Foucault si llegase a pronunciar estas palabras? ¿Qué desujeción ejecutaría para nosotras con este pronunciamiento?
 
Ganar distancia crítica frente a la autoridad establecida significa para Foucault no sólo reconocer las maneras en que los efectos coercitivos del saber están en funcionamiento en la misma formación del sujeto, sino también poner en riesgo la propia formación de uno como sujeto. Así, en El sujeto y el poder se refiere a «esta forma de poder que se aplica a la inmediata vida cotidiana que categoriza al individuo, le asigna su propia individualidad, lo ata en su propia identidad, le impone una ley de verdad sobre sí que está obligado a reconocer y que otros deben reconocer en él».[39] Y cuando esa ley vacila o se rompe, la posibilidad misma de reconocimiento se pone en peligro. Así que cuando preguntamos cómo podríamos decir «libertad originaria», y cuando lo decimos con asombro, también ponemos en cuestión al sujeto que se dice que está enraizado en ese término liberándolo, paradójicamente, para una aventura que podría realmente dar al término una nueva sustancia y posibilidad.
 
Para ir concluyendo, sencillamente voy a regresar a la introducción de El uso de los placeres, en la que Foucault define las prácticas que le preocupan, «las artes de la existencia», como aquello que tiene que ver con una relación cultivada del yo consigo mismo. Esta formulación nos acerca al extraño tipo de virtud que el antifundacionalismo de Foucault viene a representar. En efecto, como antes escribí, cuando introduce la noción de «artes de la existencia» también se refiere a tales artes de la existencia como las que producen sujetos que «buscan transformarse a sí mismos, modificarse en su ser singular y hacer de su vida una obra que presenta ciertos valores estéticos y responde a ciertos criterios de estilo».[40] Podríamos pensar que esto apoya la acusación de que Foucault ha estetizado por completo la existencia a costa de la ética, pero yo sugeriría solamente que lo que nos ha mostrado es que no puede haber ética, ni política, sin recurrir a este singular sentido de la poiesis. El sujeto que se forma de acuerdo con los principios que facilita el discurso de la verdad no es todavía el sujeto que procura formase a sí mismo. Comprometido en las «artes de la existencia», este sujeto es modelado y modela, y la línea que separa el cómo es formado de cómo se convierte en una suerte de formador, no está claramente trazada, si es que existe. Porque no se trata de que un sujeto es formado y después comienza repentinamente a formarse a sí mismo. Por el contrario, la formación del sujeto es la institución de la propia reflexividad que de forma indistinguible asume la carga de la formación. La «indistinguibilidad» es precisamente la coyuntura en la que las normas sociales intersecan con las exigencias éticas, y donde ambas son producidas en el contexto de una realización de sí que nunca es totalmente autoinvestida.
 
Aunque Foucault se refiere de manera bastante directa a la intención y a la deliberación, también nos hace saber cuán difícil será entender esta estilización de sí en términos de cualquier sentido recibido de intención y deliberación. Para hacernos entender el tipo de revisión de términos que su uso requiere, Foucault introduce los términos «modos de subjetivación» o «subjetivación». No se refieren sencillamente a la manera en que el sujeto se forma, sino a cómo deviene formador de sí. Este devenir de un sujeto ético no es mera cuestión de conocimiento o conciencia de sí; denota una «constitución de sí como “sujeto moral”, en la que el individuo circunscribe la parte de sí mismo que constituye el objeto de esta práctica moral». El yo se delimita y decide la materia de su hacerse, pero la delimitación que el yo ejecuta tiene lugar a través de normas que, indiscutiblemente, ya están en funcionamiento. Así, podemos pensar que este modo estético de hacerse está contextualizado en una práctica ética, pero Foucault nos recuerda que esta tarea ética sólo puede tener lugar en un contexto político más amplio, la política de las normas. Deja claro que no hay formación de sí fuera de un modo de subjetivación, lo que quiere decir que no hay formación de sí fuera de las normas que orquestan la posible formación del sujeto.[41]
 
Nos hemos desplazado silenciosamente de la noción discursiva de sujeto a una noción de «sí mismo» con resonancias más psicológicas, y pudiera ser que para Foucault este último término fuese más portador de agencia que el primero. El yo se forma a sí mismo, pero se forma a sí mismo dentro de una serie de prácticas formativas que Foucault caracteriza como modos de subjetivación. Que la paleta de sus formas posibles esté delimitada de antemano por dichos modos de subjetivación no significa que el yo no consiga formarse a sí mismo, que el yo esté totalmente formado. Al contrario, se le obliga a formarse, pero formarse a sí mismo en formas que ya están más o menos operando y en proceso. O, podría decirse, se le obliga a formarse dentro de prácticas que ya están más o menos funcionando. Pero si esa formación de sí se hace en desobediencia a los principios de acuerdo con los cuales una se forma, entonces la virtud se convierte en la práctica por la cual el yo se forma a sí mismo en desujeción, lo que quiere decir que arriesga su deformación como sujeto, ocupando esa posición ontológicamente insegura que plantea otra vez la cuestión: quién será un sujeto aquí y qué contará como vida; un momento de cuestionamiento ético que requiere que rompamos los hábitos de juicio en favor de una práctica más arriesgada que busca actuar con artisticidad en la coacción.
 
 
Este ensayo se pronunció, en forma más breve, como Raymond Williams Lecture en Cambridge University en mayo de 2000. Se publicó después en su forma ampliada en David Ingram (ed.), The Political: Readings in Continental Philosophy, Basil Blackwell, Londres, 2002. Estoy agradecida a William Connolly y Wendy Brown por sus útiles comentarios a partir de borradores previos.
 
[1] Raymond Williams, Palabras clave. Un vocabulario de la cultura y la sociedad, trad. por Horacio Pons, Buenos Aires, Nueva Visión, 2000, pp. 85-87.
[2]  Ibidem, p. 87.
[3] Theodor W. Adorno, «La crítica de la cultura y la sociedad», trad. por Manuel Sacristán, en Prismas. La crítica de la cultura y de la sociedad, Barcelona, Ariel, 1962, p. 23.
[4] Ibidem, p. 15.
[5]  Ibidem, p. 14.
[6]Michel Foucault, «¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung)», trad. por Javier de la Higuera, en Sobre la Ilustración, Madrid, Tecnos, 2006, pp. 3-52. Este ensayo consistió originalmente en una conferencia pronunciada en la Société Française de Philosophie el 27 de mayo de 1978, posteriormente publicada en el Bulletin de la Société française de Philosophie, año 84º, núm. 2, abril-junio de 1990, pp. 35-63
[7] Para una recensión interesante de esta transición de la teoría crítica a la acción comunicativa consúltese el libro de Seyla Benhabib, Crítica, norma y utopía, Buenos Aires, Amorrortu, 2005.
[8] Michel Foucault, «¿Qué es la crítica?», op. cit., pp. 4 y 5.
[9] Theodor W. Adorno, «La crítica de la cultura y la sociedad», op. cit., p. 23.
[10] Michel Foucault, «¿Qué es la crítica?», op. cit., p. 5.
[11] Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 2. El uso de los placeres, trad. por Martí Soler, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.
[12]  Ibidem, p. 12.
[13] Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI, 2005.
[14] Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 2. El uso de los placeres, op. cit., p. 13.
[15]  Ibidem, pp. 13-14.
[16] Ibidem, p. 25.
[17] Michel Foucault, «¿Qué es la crítica?», op. cit., pp. 7-8.
[18]  Ibidem, p. 8.
[19]  Ibidem, p. 8.
[20]  Ibidem, p. 9.
[21]  Ibidem, p. 9.
[22]  Ibidem, p. 9.
[23]  Ibidem, p. 10.
[24]  Ibidem, pp. 10-11. El énfasis es mío.
[25]  Ibidem, p. 11.
[26]  Ibidem, p. 22.
[27]  Ibidem, p. 16.
[28]  Ibidem, p. 17.
[29]  Ibidem, p. 20.
[30]  Ibidem, p. 25.
[31]  Ibidem, pp. 27-28.
[32]  Ibidem, p. 28.
[33]  Ibidem, pp. 32-33.
[34]  Ibidem, p. 21.
[35] Se refiere a una pregunta por parte del público asistente, que se le formula en el debate posterior a la conferencia que origina el texto ¿Qué es la crítica?; véase supra, nota 6. [N. del T.]
[36] Ibidem, pp. 44-45.
[37] Ibidem, p. 45.
[38] Ibidem, p. 45.
[39] Michel Foucault, «El sujeto y el poder», trad. por Rogelio G. Paredes, en Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow (eds.), Michel Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica, Nueva Visión, Buenos Aires, 2001, p. 245.
[40] Michel Foucault, Historia de la sexualidad. 2. El uso de los placeres, op. cit., pp. 14-15.
[41] Ibidem, p. 29.
 

Extraído de aquí.

viernes, 10 de julio de 2015

«Crítica como intervención contrahegemónica» - Chantal Mouffe


 
 


 

Para aproximarnos a la cuestión que se me ha pedido examinar —¿qué es la crítica?— lo primero que tenemos que hacer necesariamente es decidir qué tipo de crítica es la que vamos a tomar en consideración. Hay, en efecto, muchas y diferentes formas de comprender la naturaleza de la crítica, y las gramáticas que corresponden a cada una de ellas son también muy diversas. ¿Deberíamos afrontar la actividad de la crítica en términos de juicio o en términos de práctica? ¿Es, como con frecuencia se afirma, una actividad autoconsciente ligada a la Ilustración, una característica de la modernidad? Son preguntas que nos llevan a maneras muy diferentes de tratar el tema. Más aún, como Michel Foucault señaló correctamente, la crítica no se puede definir separadamente de sus objetos, y por eso está condenada a la dispersión. Si tuviéramos que restringir el objeto de nuestra investigación a la crítica social, ello limitaría el campo de significados posibles; pero no evitaría que siguiéramos encontrándonos con controversias cruciales. Pensemos por una parte en Jürgen Habermas, quien argumenta que la crítica social depende de una forma de teoría crítica de la sociedad —la teoría de la acción comunicativa— que provee la base sobre la cual es posible elaborar juicios normativos fuertes; y pensemos por otra parte en Foucault, quien piensa la crítica como una práctica de resistencia.
 

Mi objetivo en este texto será muy concreto. Me limitaré al campo de la crítica social, y aún más en concreto a la relación entre crítica social y política radical. Mi intención es escrutar uno de los puntos de vista sobre la crítica social actualmente más en boga, aquel que piensa la política radical en términos de deserción y éxodo, para ponerlo en contraste con el enfoque basado en la noción de hegemonía que he venido defendiendo en mi trabajo. Mi intención es traer a primer plano las principales diferencias que existen entre estos dos enfoques, que podríamos representar esquemáticamente de la siguiente manera: crítica como retirada vs. crítica como compromiso, para mostrar cómo emanan de marcos teóricos y formas de comprender la política que están en conflicto entre sí. Voy a argumentar que en última instancia el problema del tipo de política radical que postulan pensadores postoperaistas como Antonio Negri y Paolo Virno estriba en su errónea concepción de lo político que no reconoce la dimensión irradicable del antagonismo.
 

Crítica como retirada

 
El modelo de crítica social y de política radical que proponen Michael Hardt y Antonio Negri en Imperio y Multitud [1] reclama una ruptura total con la modernidad y la elaboración de un enfoque posmoderno. Desde su punto de vista, tal ruptura es necesaria por las transformaciones radicales que han tenido lugar en nuestras sociedades desde las últimas décadas del siglo XX. Estos cambios, que son consecuencia del proceso de globalización y de las transformaciones en los procesos de trabajo provocadas por las luchas obreras, se pueden resumir en líneas generales de la siguiente manera:
 

(1) La soberanía ha adoptado una nueva forma, compuesta de una serie de organismos nacionales y supranacionales unidos por una sola lógica de mando. Esta nueva forma global de soberanía que denominan Imperio ha reemplazado al estado previo de imperialismo, que estaba todavía basado en el intento por parte de los Estados-nación de extender su soberanía más allá de sus fronteras. En contraste con lo que sucedía durante la fase de imperialismo, el actual Imperio no tiene un centro territorial de poder ni fronteras fijas: se trata de un aparato de mando descentralizado y desterritorializado que va incorporando progresivamente en sí, dentro de sus fronteras abiertas y expansivas, todo el ámbito global.

 
(2) Esta transformación se corresponde, según afirman, con la transformación del modo capitalista de producción, en el cual se ha reducido el papel de la fábrica industrial, priorizándose actualmente el trabajo comunicativo, cooperativo y afectivo. En la posmodernización de la economía global, la creación de la riqueza tiende a darse a través de la producción biopolítica. El Imperio busca actualmente aplicar su mando sobre la totalidad de la vida, y representa así la forma paradigmática de biopoder.
 

(3) Estamos asistiendo a una transición que nos conduce de la "sociedad disciplinaria" a la "sociedad de control". Esta última se caracteriza por un nuevo paradigma de poder. En la sociedad disciplinaria, que se corresponde con la primera fase de acumulación capitalista, el mando se construye mediante una red difusa de dispositivos o aparatos que producen y regulan las costumbres, hábitos y prácticas productivas con ayuda de instituciones disciplinarias como la prisión, la fábrica, el psiquiátrico, el hospital o la escuela. La sociedad de control, en contraste, es una sociedad en la cual los mecanismos de mando se vuelven inmanentes al campo social, distribuyéndose por los cerebros y cuerpos de los ciudadanos y las ciudadanas. Los modos sociales de integración y de exclusión se interiorizan cada vez más por medio de mecanismos que directamente organizan los cerebros y los cuerpos. El nuevo paradigma de poder es de naturaleza biopolítica. Lo que está en juego en esta forma de poder es directamente la producción y reproducción de la vida.
 

(4) Hardt y Negri afirman que las nociones de "intelectualidad de masas", "trabajo inmaterial" y "general intellect" nos ayudan a captar la relación entre producción social y biopoder. El papel central que en la producción de plusvalía jugaba anteriormente la fuerza de trabajo del obrero-masa fabril se ve cada vez más ocupado por la fuerza de trabajo intelectual, inmaterial y comunicativa. La figura del trabajo inmaterial implicado en la comunicación, la cooperación y la reproducción de los afectos ocupa una posición cada vez más central en el esquema de la producción capitalista.
 

(5) Dado que, en el tránsito hacia la posmodernidad y la producción biopolítica, la fuerza de trabajo se ha vuelto cada vez más colectiva y social, se requiere un nuevo término para referirse a este trabajador o trabajadora colectiva; este término es Multitud. Hardt y Negri creen que el tránsito hacia el Imperio abre nuevas posibilidades para la liberación de la Multitud. Ven la construcción del Imperio como una respuesta a las varias máquinas de poder y de lucha de la Multitud. La Multitud, dicen, convocó al Imperio; y la globalización, en tanto en cuanto opera una desterritorialización real de las estructuras previas de explotación y de control, es una condición para la liberación de la Multitud. Las fuerzas creativas de la Multitud que sostienen el Imperio tienen la capacidad de construir un contra-Imperio, una organización política alternativa de los flujos globales de intercambio y globalización, con el fin de reorganizarlos para dirigirlos hacia nuevos fines.
 

Llegados a este punto, merece la pena introducir la obra de Paolo Virno para completar el cuadro. Los análisis de Paolo Virno contenidos en Gramática de la multitud [2] coinciden en muchos aspectos con los de Hardt y Negri, pero también muestran significativas diferencias. Es, por ejemplo, mucho menos optimista de cara al futuro. Mientras que Hardt y Negri tienen una visión mesiánica del papel de la Multitud, la cual, necesariamente, hará caer el Imperio para establecer una Democracia Absoluta, Virno ve los cambios actuales como fenómenos ambivalentes, reconociendo las nuevas formas de subjetivación y precarización que son típicas del estadio posfordista. Es verdad que la gente no es tan pasiva como lo era antes, pero también es cierto que esto sucede porque se han convertido en actores de su propia precarización. De manera que, en lugar de ver la generalización del trabajo inmaterial como un tipo de "comunismo espontáneo", como hacen Hardt y Negri, Virno tiende a ver el posfordismo como una manifestación del "comunismo del capital". Señala que la iniciativa capitalista orquesta hoy en su propio beneficio precisamente aquellas condiciones materiales y culturales que podrían, en otra situación, haber abierto el camino a un futuro potencialmente comunista.


A la hora de imaginar cómo la Multitud podría liberarse, Virno declara que la era posfordista requiere la creación de una República de la Multitud, entendiendo por tal una esfera de los asuntos comunes que ya no está dirigida por el Estado. Propone dos términos clave para aprehender el tipo de acción política característico de la Multitud: el éxodo y la desobediencia civil. El éxodo es, de acuerdo con él,  un modelo cabal de acción política, capaz de enfrentar los retos de la política moderna. Consiste en una defección masiva que rechaza el Estado buscando desarrollar la condición pública del intelecto fuera de la esfera del trabajo y en oposición a ella. Ello requiere que se desarrolle una esfera pública no-estatal y un tipo radicalmente nuevo de democracia que se ha de dar en términos de construcción y experimentación de formas de democracia no-representativa y extraparlamentaria organizada en torno a ligas, consejos y soviets. La democracia de la Multitud se expresa en un conjunto de minorías activas que no aspiran nunca a transformarse en una mayoría, sino que desarrollan un poder que rechaza convertirse en gobierno. Su modo de ser consiste en "actuar en concertación", y mientras tienden a desmantelar el poder supremo rechazan convertirse en Estado. Es por esto que la desobediencia civil necesita emanciparse de la tradición liberal, que es el marco en el que se la suele ubicar. En el caso de la Multitud, la desobediencia civil ya no significa ignorar una ley específica porque no se corresponde con los principios constitucionales, pues en tal caso se trataría todavía de una forma de expresar lealtad al Estado. Lo que se ha de poner en cuestión mediante la desobediencia radical es la propia facultad de mando del Estado.
 

En lo que respecta a cómo imaginar el tipo de acción política más adecuada para que la Multitud se libere, me parece a mí que no hay diferencias fundamentales entre Virno por una parte y Negri y Hardt por otra, puesto que estos últimos también abogan por la deserción y el éxodo. Argumentan que, dado que en el Imperio ya no hay un afuera, las luchas en contra se han de producir en todas partes. Este "estar en contra" es para ellos la clave de toda posición política en el mundo, y la Multitud debe reconocer la soberanía imperial como el enemigo, con el fin de descubrir cuáles son los medios adecuados para subvertir su poder. Mientras que en la era disciplinaria el sabotaje era la forma fundamental de resistencia, afirman que en la era del control imperial la nueva forma podría ser la deserción. Es en efecto a través de la deserción, mediante la evacuación de los lugares del poder, que Hardt y Negri piensan que se pueden ganar las batallas contra el poder. La deserción y el éxodo son para ellos una forma poderosa de lucha de clases contra la posmodernidad imperial.
 

Otro punto de acuerdo importante entre Virno y Hardt/Negri reside en su concepción de la democracia de la Multitud. Es cierto que Virno nunca utiliza el término "democracia absoluta", pero en ambos casos lo que encontramos es un rechazo del modelo de democracia representativa y el dibujo de una oposición descarnada entre la Multitud y el Pueblo. El problema con la noción de pueblo es, de acuerdo con ellos, que se ve representado en una unidad con una única voluntad, y que está ligado a la existencia del Estado. La Multitud, por el contrario, rehúye la unidad política. No es representable porque se trata de una multiplicidad singular. Es un agente de autoorganización activo que nunca podrá alcanzar un estatuto jurídico ni converger en una voluntad general. Es antiestatal y antipopular. Virno, como Hardt y Negri, afirma que la democracia de la Multitud ya no se puede concebir en términos de una autoridad soberana representativa del pueblo, y que se necesitan nuevas formas de democracia que sean no-representativas.
 

Para resumir, podríamos decir que, de acuerdo con este modelo, la actividad de la crítica corresponde a una forma de negación que consiste en retirarse de las instituciones existentes.
 

Crítica como compromiso hegemónico
 

En contraste con lo anterior, voy a presentar la manera en que concibo cómo la crítica social puede hoy adecuarse mejor a la política radical. Concuerdo con los autores previos en que se hace necesario tomar en cuenta las cruciales transformaciones que en el modo de regulación del capitalismo ha producido el tránsito del fordismo al posfordismo. Pero considero que la dinámica de esta transición puede ser captada mejor en el marco de la teoría de la hegemonía que hemos propugnado en Hegemonía y estrategia socialista, libro que escribí conjuntamente con Ernesto Laclau [3]. Estoy de acuerdo con que es importante no interpretar estas transformaciones como una mera consecuencia del progreso tecnológico, y en que hay que traer a primer plano su dimensión política. Lo que quiero enfatizar, empero, es que son muchos los factores que han contribuido a esta transición, y que es necesario reconocer su naturaleza compleja. Mi problema con el punto de vista operaista y postoperaista es que, al poner tanto énfasis en las luchas obreras, tienden a ver esta transición como si fuese dirigida por una sola lógica: la resistencia obrera al proceso de explotación, que fuerza a los capitalistas a reorganizar el proceso de producción, desplazándose hacia el posfordismo, donde el trabajo inmaterial es central. Desde su punto de vista, el capitalismo sólo puede ser reactivo, y rechazan aceptar el papel creativo que juegan tanto el capital como el trabajo. Lo que rechazan es, en efecto, el papel que en esta transición juega la lucha por la hegemonía, y lo que me dispongo a argumentar de inmediato es que ello se debe a su ontología inmanentista y a su rechazo a reconocer lo político en su dimensión antagonista.
 

De acuerdo con el enfoque por el que abogo, los dos conceptos clave para enfrentar la cuestión de lo político son "antagonismo" y "hegemonía". Por una parte, es necesario reconocer la dimensión de lo político como la posibilidad siempre presente del antagonismo; y esto requiere, por otra parte, aceptar la inexistencia en todo orden de un fundamento final, así como la indecidibilidad que lo impregna. Esto significa reconocer la naturaleza hegemónica de todo tipo de orden social, y concebir la sociedad como el producto de una serie de prácticas cuyo propósito es establecer un orden en un contexto contingente. Las prácticas de articulación mediante las cuales un orden determinado se crea, así como el significado de las instituciones sociales que se fijan, es lo que llamamos "prácticas hegemónicas". Todo orden es la articulación temporal y precaria de prácticas contingentes. Las cosas siempre podrían haber sido de otra manera, y todo orden se basa en la exclusión de otras posibilidades. Es siempre la expresión de una estructura particular de relaciones de poder. Lo que se acepta en un momento dado como "orden natural", junto con el sentido común que lo acompaña, es resultado de la sedimentación de prácticas hegemónicas; no es nunca la manifestación de una objetividad más profunda y exterior a las prácticas que lo hacen llegar a ser. Todo orden hegemónico es susceptible de ser cuestionado por prácticas contrahegemónicas que intentan desarticularlo, con el fin de instalar otra forma de hegemonía.


Sostengo que es necesario introducir esta dimensión hegemónica cuando pensamos la transición del fordismo al posfordismo. Esto significa abandonar el punto de vista de que es una sola lógica —las luchas de los trabajadores y trabajadoras— la que opera en la evolución de los procesos de trabajo, y reconocer el papel proactivo que juega el capital. Para ello, podemos encontrar algunas consideraciones interesantes en la obra de Luc Boltanski y Eve Chiapello, quienes en su libro El nuevo espíritu del capitalismo [4] sacan a la luz el modo en que el capitalismo logró utilizar las demandas de autonomía de los nuevos movimientos que se desarrollaron en la década de 1960, embridándolos por medio de la economía en red posfordista y transformándolos en nuevas formas de control. Es lo que llaman "crítica artista", refiriéndose a las estrategias estéticas de la contracultura: la búsqueda de la autenticidad, el ideal de autogobierno, la exigencia antijerárquica, fueron utilizadas para promover las condiciones que requería el nuevo modo de regulación capitalista, reemplazando el marco disciplinario característico del periodo fordista.


Desde mi punto de vista, lo que resulta interesante de este enfoque es que muestra cómo una dimensión importante de la transición del fordismo al posfordismo consiste en un proceso de rearticulación discursiva de discursos y prácticas ya existentes, permitiéndonos visualizar esta transición en términos de intervención hegemónica. Es cierto que Boltanski y Chiapello nunca utilizan este vocabulario, pero su análisis es un claro ejemplo de lo que Gramsci llamó "hegemonía por neutralización" o "revolución pasiva", para referirse a una situación en la que las demandas que desafían el orden hegemónico son recuperadas por el sistema existente, satisfaciéndolas de un modo que neutraliza su potencial subversivo. Cuando captamos la transición del fordismo al posfordismo en este marco analítico, podemos entenderla como un movimiento hegemónico por parte del capital que restablece su papel protagonista restaurando su legitimidad cuestionada.


Resulta claro que, una vez que concebimos la realidad social en términos de prácticas hegemónicas, el proceso de crítica social característico de la política radical ya no puede consistir en retirarse de las instituciones existentes, sino en comprometerse con ellas, con el fin de desarticular los discursos y prácticas existentes por medio de los cuales la actual hegemonía se establece y reproduce, y con el propósito de construir una hegemonía diferente. Quiero enfatizar que tal proceso no puede consistir meramente en separar los diferentes elementos cuya articulación discursiva está en el origen de esas prácticas e instituciones. El segundo momento, el momento de rearticulación, resulta crucial. De otra manera, nos encontraríamos con una situación caótica de pura diseminación, dejando la puerta abierta para que penetren otros intentos de rearticulación por parte de fuerzas no progresivas. Tenemos en efecto muchos ejemplos históricos de situaciones en las que la crisis del orden dominante conduce a soluciones de derecha. Por lo tanto, es importante que el momento de desidentificación se vea acompañado de un momento de reidentificación, y que la crítica y desarticulación de la hegemonía existente vaya de la mano de un proceso de rearticulación. Esto es algo que no comprenden aquellos enfoques que se plantean en términos de reificación o falsa conciencia, los cuales creen que basta con quitarse de encima el peso de la ideología para dar lugar a un nuevo orden, libre de opresión y poder. Tampoco lo entienden los teóricos de la Multitud —si bien en su caso esta incomprensión sucede de otra manera—, quienes creen que su conciencia de oposición no requiere una articulación política. De acuerdo con el enfoque basado en la hegemonía, la realidad social se construye discursivamente y las identidades son siempre el resultado de procesos de identificación. Es mediante la inserción en prácticas múltiples y en juegos de lenguaje que se construyen formas específicas de individualidad. Lo político juega un papel estructurante primordial, porque las relaciones sociales son en última instancia contingentes y cualquier articulación prevalente es el resultado de una confrontación agonística cuyo resultado no está previamente decidido. Lo que se necesita es por tanto una estrategia cuyo objetivo sea desarticular la hegemonía existente por medio de una serie de intervenciones contrahegemónicas, para establecer otra más progresiva gracias a un proceso de rearticulación de elementos nuevos y viejos en una diferente configuración del poder.


Conclusión
 

Creo que es importante darnos cuenta de que las diferencias entre los dos enfoques que he presentado surgen de las diferentes ontologías que sostienen sus respectivos marcos teóricos.  La estrategia del éxodo, basada en una ontología de la inmanencia, supone la posibilidad de un salto redentor hacia una sociedad que está más allá de la política y la soberanía, en la cual la Multitud sería capaz de forma inmediata de gobernarse a sí misma y actuar concertadamente sin necesitar la ley ni el Estado, y donde el antagonismo habría desaparecido. La estrategia hegemónica, en contraste, reconoce que el antagonismo es irreductible, y en consecuencia la objetividad social nunca se puede constituir por completo, a resultas de lo cual el consenso totalmente inclusivo y la democracia absoluta no se pueden lograr nunca. De acuerdo con el punto de vista inmanentista, el terreno ontológico prioritario es un terreno de multiplicidad. En muchos casos, se basa en una ontología vitalista de acuerdo con la cual el mundo físico y social se ve enteramente como la expresión de alguna fuerza vital subyacente. El problema que presentan todas las versiones de este punto de vista inmanentista es su incapacidad de dar cuenta del papel que juega la negatividad radical, esto es, el antagonismo. Es cierto que la negación está presente en todos esos teóricos, quienes incluso utilizan el término "antagonismo"; pero su negación no se concibe como una negatividad radical. Se concibe a cambio o bien bajo el modo de una contradicción dialéctica, o bien simplemente como una oposición real. Como mostramos en Hegemonía y estrategia socialista, para poder concebir la negación bajo el modo del antagonismo se requiere un enfoque ontológico diferente, en el cual el territorio ontológico principal sea un territorio de división, de unicidad malograda. El antagonismo no se puede comprender cuando se plantea una problemática concibiendo la sociedad como un espacio homogéneo, porque ello es incompatible con el reconocimiento de la negatividad radical. Como ha enfatizado Ernesto Laclau, los dos polos del antagonismo están ligados por una relación no-relacional, no pertenecen al mismo espacio de representación, siendo por tanto heterogéneos entre sí. Es de esta heterogeneidad irreductible de donde emergen. Con el fin de abrir espacio a la negatividad radical, lo que necesitamos es abandonar la idea inmanentista de un espacio social homogéneo saturado, para reconocer el papel de la heterogeneidad. Esto requiere renunciar a la idea de una sociedad que está más allá de la división y del poder, que no necesita la ley ni el Estado, en la que la política, en definitiva, desaparecería.
 

Se podría argumentar que la estrategia del éxodo es la reformulación, con vocabulario diferente, de la idea de comunismo tal y como la encontramos en Marx. En efecto, hay muchos puntos en común en las ideas de los postoperaistas y en la concepción marxista tradicional. Es cierto que para ellos ya no existe el proletariado sino la Multitud, que es el sujeto político privilegiado; pero en ambos casos se ve el Estado como un aparato monolítico de dominación que no puede ser transformado. Ha de "ser olvidado" para abrir espacio a una sociedad reconciliada más allá de la ley, del poder y de la soberanía.
 

Si nuestro enfoque ha sido denominado "posmarxista", es precisamente porque hemos cuestionado el tipo de ontología que subyace a tal concepción. Al traer a primer plano la dimensión de la negatividad que impide la plena totalización de la sociedad, lo que hemos puesto en cuestión es la posibilidad misma de una sociedad reconciliada. Reconocer que el antagonismo es inerradicable implica reconocer que toda forma de orden es necesariamente una forma de hegemonía, y que el antagonismo no puede ser eliminado: la heterogeneidad antagonista señala el limite de la constitución de la objetividad social. En lo que concierne a la política, esto significa la necesidad de concebirla en términos de lucha hegemónica entre proyectos en conflicto que buscan encarnar lo universal y definir los parámetros simbólicos de la vida social. La hegemonía se obtiene mediante la construcción de puntos nodales que fijan discursivamente el significado de las instituciones y de las prácticas sociales, y que articulan el "sentido común" por medio del cual una determinada concepción de la realidad se establece. Se trata de un resultado que siempre será contingente, precario y susceptible de ser cuestionado por medio de intervenciones contrahegemónicas. La política siempre tendrá lugar en un campo atravesado por antagonismos, y concebirla como una forma de "actuar en concertación" lleva a un borrado de la dimensión ontológica del antagonismo, la cual he propuesto llamar "lo político". Una intervención política adecuada es siempre aquella que se compromete en un cierto aspecto de la hegemonía existente, con el fin de desarticular/re-articular sus elementos constitutivos. Nunca puede ser meramente de oposición ni concebirse como una deserción, porque se dirige más bien a re-articular la situación en una nueva configuración.
 

Otro aspecto importante de la política hegemónica estriba en cómo establecer una "cadena de equivalencias" entre varias demandas, con el fin de transformarlas en demandas que cuestionen la estructura de relaciones de poder existente. Es claro que el conjunto de las demandas democráticas que existen en nuestras sociedades no es necesariamente convergente, e incluso unas pueden estar en conflicto con otras. Es por esto que necesitan ser articuladas políticamente. Lo que está en juego es la creación de una identidad común, un "nosotros"; lo cual requiere que se determine un "ellos". Esto es algo que tampoco comprenden los varios defensores de la Multitud, quienes parecen creer que ésta posee una unidad natural que no necesita articulación política. De acuerdo con Virno, por ejemplo, la Multitud tiene siempre algo en común: el general intellect. Su crítica a la noción de Pueblo, que Hardt y Negri comparten, por considerarlo homogéneo y expresión de una voluntad general unitaria que no deja espacio a la multiplicidad, queda totalmente fuera de lugar si pensamos en la construcción del Pueblo mediante una cadena de equivalencias. En este caso, de lo que se trata es de una forma de unidad que respeta la diversidad y que no borra las diferencias. Como hemos enfatizado repetidamente, una relación de equivalencia no elimina la diferencia, pues entonces tendríamos simplemente una identidad. Estas diferencias pueden ser sustituidas las unas por las otras tan sólo en la medida en que, en tanto diferencias democráticas, se oponen a las fuerzas o discursos que las niegan. Es por esto que la construcción de una voluntad colectiva requiere definir un adversario. Tal adversario no puede ser definido en términos tan generales como "Imperio" o "Capitalismo", sino en términos de puntos nodales de poder que necesitan ser puestos como objetivos y transformados con el fin de crear las condiciones de una nueva hegemonía. Se trata de una "guerra de posiciones" (Gramsci) que necesita ser lanzada en una multiplicidad de lugares. Ello sólo se puede hacer estableciendo conexiones entre movimientos sociales, partidos políticos y sindicatos. Crear, mediante la construcción de una cadena de equivalencias, una voluntad colectiva que se comprometa en un amplio espectro de instituciones con el fin de transformarlas: ésta es, desde mi punto de vista, el tipo de crítica que debería inspirar la política radical.


 
Traducción de Marcelo Expósito

 
 

[1] Véase, de Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, Paidós, Barcelona, 2002; Guías. Cinco lecciones en torno a Imperio, Paidós, Barcelona, 2004; Multitud. Guía y democracia en la era del Imperio, Debate, Buenos Aires, 2004.  

[2] Paolo Virno, Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas, Traficantes de Sueños, Madrid, 2003. Sobre la misma temática véase también, del mismo autor, Virtuosismo y revolución. La acción política en la era del desencanto, Traficantes de Sueños, Madrid, 2003; y Ambivalencia de la multitud. Entre la innovación y la creatividad, Tinta Limón, Buenos Aires, 2006. 

[3] Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, Siglo XXI, Madrid, 1987. 

[4] Luc Boltankski y Eve Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, Colección Cuestiones de Antagonismo, Madrid, 2002.