jueves, 27 de diciembre de 2012

Preguntas sobre el movimiento 15-M: la experiencia de la derrota




Un movimiento social identificado con fechas específicas, ¿no anticipa ya la tarea de ser confinado temporalmente y hacerse previsible, incluso si rebasa el momento en que se constituyó y hace de las apariciones esporádicas una modalidad de su existencia? También el movimiento 15-M (o 25-S o 15-O, entre otros), en las condiciones presentes, ha de luchar para no convertirse en un asunto del pasado o, algo que viene a ser equivalente, para no terminar siendo una práctica residual protagonizada por una minoría de activistas asediados.


No seremos nosotros quienes nos apresuremos a celebrar su ritual fúnebre. La emergencia de este movimiento significó la posibilidad de una revuelta incipiente que, retroactivamente, ha sido sofocada. Si se compara con las protestas populares multitudinarias precedentes, el rodeo del Congreso el 20 de noviembre de 2012 por unos centenares de manifestantes (convocado por la coordinadora 25-S) muestra este giro: el “acontecimiento”, por así decirlo, ha perdido buena parte de su fuerza inicial, al punto de poner de manifiesto un despliegue policial completamente desmesurado. La policía ni siquiera ha tenido que apelar a la brutalidad que la caracteriza.


Lo imprevisible ha sido estabilizado bajo la forma de protestas discontinuas que no sólo no han sido atendidas en lo más mínimo por el gobierno nacional sino que, además, han sido desarticuladas de forma violenta y criminalizadas de distintas maneras. A nivel mediático, a menudo esta estrategia represiva fue planteada como recurso legítimo para “garantizar el estado de derecho” y las críticas al respecto se han centrado de forma tendencial en la actuación policial, tachada a lo sumo de “excesiva”, como si no mantuviera un vínculo orgánico con una cadena jerárquica de mando.


El repliegue involuntario, por lo demás, es evidente: si las acampadas constituyeron un gesto desafiante al orden público establecido, las manifestaciones actuales ya no parecen preocupar en exceso a un gobierno que hace tiempo definió su estrategia al respecto: dar el golpe de gracia “fuera de cámara”, incluso si para ello es necesario violar de forma descarada la escasa “libertad de prensa” que todavía queda, amedrentando a periodistas y confiscando sus materiales de trabajo.


No resulta extraño, pues, que nos preguntemos sobre una posible asimilación sistémica del movimiento 15-M, pensada no ya en términos de inclusión de sus demandas por parte del sistema político y económico vigente, sino por la vía del creciente aislamiento y fragmentación de sus reivindicaciones. El momento entusiasta en que lo “imposible” estaba ocurriendo se ha convertido en la constatación melancólica de las “oportunidades perdidas”. Sin embargo, ni antes fuimos ingenuamente optimistas ni ahora estamos dispuestos a entregarnos a la sabiduría del pesimismo. Precisamente porque percibimos en el movimiento signos de un agotamiento más que nunca necesitamos dar un nuevo impulso a aquello que nace de la rebelión contra un sistema que hay que calificar de criminal sin temor a la hipérbole.


Desde una perspectiva popular, el 15-M es probablemente uno de los acontecimientos políticos a nivel nacional más relevantes de las últimas décadas. Como irrupción de un sujeto colectivo heterogéneo, en una escena pública nacional marcada por un bipartidismo autista, rompió el anquilosamiento de la resignación. Confiábamos en que desde la pluralidad de sus líneas de fuerza pudiera elaborarse un proyecto político con capacidad de articular grupos heterogéneos. Lo reclamamos en varias ocasiones, no por encontrarnos ante una supuesta “falta de propuestas”, sino por el contrario, por toparnos con una verdadera explosión de sugerencias e iniciativas de acción. El problema aquí no estuvo nunca ligado a la escasez sino más bien a la sobreabundancia.


De ahí, quizás, lo que a mi entender han sido dos errores estratégicos fundamentales: la dispersión e indefinición de los objetivos de intervención y la multiplicación de apariciones sin confluencia en un frente popular común. En un contexto de creciente control de los participantes del 15-M, ¿no sería mejor centrarse en algunas reivindicaciones que permitan condensar el descontento popular y que sean, al mismo tiempo, imposibles de satisfacer dentro del orden hegemónico? Me temo que nada de ello está ocurriendo. Si desde el principio abogamos por una internacionalización de la revuelta, más bien aconteció lo contrario: la transnacionalización de una estrategia del miedo. En España, la resultante de esta escalada represiva se concretó no sólo en cargas policiales brutales sino también en un proceso de judicialización de la protesta pública que supuso, además de miles de imputados, detenidos y multados, millones de decepcionados.


Si desde el momento de su constitución reconocimos en el 15-M una «indignación» colectiva que reclamaba atención analítica y apoyo activo, quizás ahora debamos señalar el punto muerto en el que se está sumergiendo. El furor de los comienzos, cada vez más, está cediendo su lugar a un ritual rutinario, que apenas nos sacude del letargo por unas horas. El triunfo del miedo está convirtiendo la “primavera española” en un “invierno prolongado”.


El panorama no es alentador: si la marca profunda de este movimiento quizás haya sido, ante todo, la repolitización de diferentes grupos sociales, por otro lado es indudable que este proceso ha sido obstruido, sofocando su potencial subversivo. No es meramente un fracaso; el férreo control mediático y la consolidación de un estado policial son parte determinante de esta nueva derrota histórica en la que el saqueo sistémico sigue su curso indiferente. Los privilegios de casta apenas se han modificado. El orden jurídico vigente ha dado un nuevo giro reaccionario y el desmantelamiento del estado de bienestar y de derechos socioeconómicos básicos continúan su camino sin especiales dificultades. La marcha devastadora del neoconservadurismo ha sido reconducida sin más que modificaciones superficiales: una moratoria para una irrisoria minoría de desahuciados, un probable cambio nominal de los CIE, alguna cosmética para las redadas policiales.


Con ello no quiero sugerir que no estemos en una situación próxima a lo que Gramsci señalaba como «crisis de hegemonía»: en el último año, las protestas públicas no han cesado de multiplicarse inundando la calle de distintos colores. Sin embargo, pese a la gravedad de lo que está ocurriendo, algo no funciona: las mareas no confluyen, las aguas siguen sin confundirse y ningún proyecto político alternativo ha logrado hasta el momento orientar las energías colectivas hacia otra parte. La “agenda de lucha” parece limitarse a unos reclamos sectoriales y, a lo sumo, a unas resistencias fragmentadas ante una ofensiva ideológica y política que tiene un derrotero tan virulento como previsible: despidos masivos en el sector público, privatización de sectores estratégicos del estado (incluyendo el “negocio” de las pensiones y de los servicios de empleo), recortes drásticos del gasto social, consolidación de un sistema fiscal regresivo, incremento de la corrupción estructural y el sistema de prebendas, aumento de las desigualdades sociales y de la pobreza relativa y absoluta, creciente concentración de medios y alineación ideológica, etc.   


La proliferación de conflictos sociales en la actualidad política española no deja mucho margen de duda. Lo que no es claro es si, en una coyuntura como la presente, un movimiento como el 15-M está en condiciones reales de canalizar dichos conflictos en un sentido transformador. No hay indicios de que esté ocurriendo algo semejante, aunque nada invita al sarcasmo. La guardia desengañada que nos prevenía de este supuesto “error” nunca se preocupó de aportar su experiencia de lucha para rectificarlo. La restauración autoritaria del control tampoco les inquietó en lo más mínimo. Es lo que tiene mirar las cosas desde arriba: uno no tiene que pasar por la incomodidad de la experiencia. Pero precisamente porque son nuestras luchas, nuestros deseos de justicia, debemos apostar por la (auto)crítica radical, también hacia un movimiento que amenaza con anquilosarse más allá de sus apariciones públicas efímeras. Lo que hace pocos meses parecía una brecha todavía abierta, ahora parece cerrarse. La indignación, sin embargo, no hace más que aumentar. Habrá que persistir, entonces, en el “error” de seguir buscando construir nuevos caminos, incluso si buena parte de sus trayectos no pudieran ser más que subterráneos.


La constatación es doble: el espectro de una revuelta sigue merodeando las ruinas del presente, pero su encarnación parece otra vez conjurada. Puesto que luchamos contra lo probable, sabíamos que esta asimilación sistémica podía ocurrir, aunque confiábamos que no ocurriera. Lo imprevisible, con todo, sigue latiendo: los antagonismos sociales no dejan de multiplicarse y cada vez más seres humanos son arrojados a los márgenes del capitalismo. No podemos predecir qué haremos como sujeto colectivo ante esta máquina de arrasar vidas.


Construir una salida en la aporía del presente tiene algo de tanteo más o menos lúcido: nunca sabemos cuánto puede resistir un muro hasta que intentamos derrumbarlo. Los resultados a veces son decepcionantes pero nunca definitivos: ninguna derrota desmiente el deseo de cambio sino que señala, más bien, su grado de dificultad. La decepción puede incluso ser aleccionadora. Los muros están ahí y no basta el furor espontáneo de la mañana para su derribo. La memoria de la derrota es una forma de aprendizaje; aprendemos siendo derrotados. Y, en efecto, algo hemos aprendido: también es preciso dinamitar los pilares subjetivos que sostienen esos muros. Sólo puede advenir otro tiempo si se gesta desde el deseo colectivo y se articula en un proyecto en común. Ante la repetición de la dificultad, siempre estará la coartada de la huida, el retorno a la resignación. Sin embargo, ¿qué sería de la posibilidad siempre latente de otra sociedad sin esa voluntad de cambio capaz de sobreponerse a la experiencia de la derrota?


Arturo Borra

domingo, 9 de diciembre de 2012

Lo imposible rehabilitado: el sentido de una huelga general indefinida



-I-
¿No es un anacronismo reivindicar la huelga general indefinida a nivel europeo en el siglo XXI, sabiendo que sólo unos grupos reducidos de activistas estarían dispuestos a hacerla propia? ¿No es pedirle demasiado a la “gente”, algo que no está en condiciones de cumplir, dadas sus urgencias económicas? ¿No estamos propiciando una nueva derrota en la pulseada contra el capital empresarial y financiero concentrado, arrojando al “común de la gente” al vacío con una medida que a la larga habrá que abandonar para “no morirse de hambre”? En suma, al “pedir lo imposible”, ¿no reforzamos nuestra frustración colectiva?
En efecto, la huelga general indefinida es un anacronismo. Viene de otro tiempo: un tiempo en el que la «revuelta» -como cuestionamiento político de lo heredado- vuelve a ser posible. En una época en la que la «resignación» constituye el vínculo hegemónico con la realidad histórica, el anacronismo como acto extemporáneo se hace pertinente: es reivindicación de otra temporalidad, en la que lo decisivo es la rearticulación en las condiciones del presente de un proyecto político emancipatorio.
Si la «huelga general indefinida» operó –especialmente, a principios del siglo XX- como mito para unificar a las clases obreras en sus luchas contra las patronales e incluso como una forma activa de sabotaje a la producción capitalista, su riesgo más actual no es otro que el de recaer en la mistificación de la “clase obrera” industrial europea (como si la cultura proletaria llevara inscripta alguna insignia revolucionaria). Para mayor escarnio, su poder de «interpelación» es dudoso, más todavía cuando el “sujeto” de dicha huelga parece desdibujado en la actualidad, habida cuenta de que muchos grupos ni siquiera se sienten parte, condenados como están al desempleo, el subempleo o la marginación sistémica.
Ante esos señalamientos, habría que enfatizar que elaborar una salida política del presente exige salirse de un esquema sustancialista que asigna a ciertos sujetos históricos algún valor privilegiado en los procesos de transformación social. La heterogeneidad es irreductible y debe ser tenida en cuenta como tal. En este sentido, constituye un error político fundamental suponer que el sujeto del cambio preexiste al proceso de lucha. Por el contrario, en cualquier acto de rebelión colectiva lo que se juega es la producción de un sujeto político emancipatorio que no preexiste ni está garantizado por ninguna pertenencia de clase, género, edad o etnia.
La persistencia de ese error está en la base de la acción sindical de los gremios mayoritarios: su falta de interés por articular sus luchas a movimientos sociales contestatarios es notoria. Apenas si han tomado nota de que las “clases trabajadoras” no son los únicos grupos sociales que cuentan. De forma inversa, la (auto)exclusión de muchos trabajadores y parados por parte de esos movimientos contestatarios no es menos sintomática: sigue recelando de la heterogeneidad social como condición de partida. La consecuencia de este error de base es, a mi entender, la multiplicación de luchas sociales sin una «articulación contrahegemónica» que permita ir más allá de unas protestas sociales de carácter defensivo.
En este contexto, se hace necesario elucidar el sentido de una «huelga general indefinida» y en qué podría contribuir a modificar la situación precedente. Al respecto, quisiera sugerir al menos tres dimensiones que entran en juego. En una primera dimensión, uno de los objetivos de una intervención de este tipo es el boicot del «proceso de acumulación»: cortocircuita la reproducción del capital y, con ello, mediante la generación de pérdidas millonarias, obliga a producir cambios reales en el sistema económico. En una segunda dimensión, establece una presión sistemática sobre los gobiernos para buscar soluciones alternativas a las irresoluciones colectivas del presente. Las condiciones de negociación, en ese contexto, se modifican de forma sustantiva, equilibrando las relaciones de fuerza. En una tercera dimensión, omitida muchas veces del análisis, este tipo de huelga crea instancias de reconocimiento mutuo entre los participantes, esto es, genera una acción colectiva en la que distintos grupos pueden representarse como miembros de una misma «comunidad de lucha». La centralidad de ese punto es clara: no hay proceso de cambio histórico sin la formación de una voluntad colectiva transformadora.
Ahora bien, a pesar de la tan mentada heterogeneidad, ¿no es una huelga general indefinida, por definición, una acción protagonizada por las clases trabajadoras? A mi entender, es precisamente este punto el que hay que poner en cuestión. Si esa medida de fuerza sólo fuera adoptable como movilización de los trabajadores,en efecto, carecería de fuerza articulatoria. La cuestión cambia radicalmente si la planteamos como punto nodal en una cadena de demandas sociales más amplias, imposibles de satisfacer dentro del orden hegemónico. Dicho de otra manera: una «huelga general indefinida» puede funcionar como punto de condensación de una pluralidad de reivindicaciones: no sólo de los trabajadores, sino también de parados, desahuciados, jóvenes, mujeres, indignados, jubilados, inmigrantes, minorías sexuales, etc.
La condición de esta articulación es la producción de un discurso político (de carácter extra-partidario) que signifique la huelga general indefinida como «medida unificadora» de un frente popular en su antagonismo radical con las oligarquías económico-financieras y políticas. Puesto que esas oligarquías afectan de forma directa a todos esos grupos, la «huelga general indefinida» puede ser representada no sólo como eslabón particular de una cadena, sino también como punto de articulación general: representar la interrupción de la «normalidad» del funcionamiento capitalista. Ello nos desplaza, desde luego, a otras medidas complementarias: huelgas de consumo, manifestaciones, acampadas, jornadas de reflexión, piquetes informativos, etc. Sin embargo, que esa pluralidad de medidas complementarias puedan estar contenidas en la representación unificada de la «huelga general indefinida» es crucial. Permite consolidar el reconocimiento mutuo de los participantes en un mismo horizonte de lucha política y, con ello, preparar las condiciones para una intervención política que subvierta las bases sistémicas del capitalismo.
Desde luego, nada garantiza que una huelga general indefinida pueda llevar más allá de un pacto de mejoras salariales y laborales o de un acuerdo tripartito entre sindicatos, gobiernos y empresas. Pero desde hace tiempo sabemos que no hay garantías metafísicas para nuestra voluntad de cambio. De hecho, el fantasma de una nueva derrota histórica es la contrapartida necesaria de la intensificación de las luchas colectivas, sea cuales sean los caminos que elijamos. La apuesta “imposible” por una sociedad que transforme de forma radical sus relaciones políticas y económicas siempre tiene final abierto: abre a un acontecer necesariamente imprevisible. Su posibilidad radical, sin embargo, es inocultable.
El “caos” irrepresentable que la derecha vaticina ante este “imposible” rehabilitado no es otra cosa que la irrupción de una práctica revolucionaria. La bancarrota del capitalismo es la oportunidad de una reestructuración de los espacios de trabajo siguiendo otras lógicas de organización y gestión (como es el caso del cooperativismo autogestionario y de una producción coordinada de trabajadores autónomos) y la oportunidad de un proceso político y cultural de transformación de las instituciones públicas y privadas, incluyendo desde luego los espacios educativos. Del mismo modo en que no hay proyecto comunitario deseable sin una distribución económica justa, tampoco podría darse tal proyecto sin unas estructuras políticas democráticas o una cultura en común que posibilite una existencia social igualitaria. 
-II-
Retomemos las preguntas iniciales. Con el  anacronismo de la huelga general indefinida no estamos pidiendo nada a la “gente”, entre otras cuestiones, porque no hay nada parecido a un “colectivo” sustraído de las divisiones sociales. Un llamado semejante opera en primer término en tanto interpelación a distintos grupos como sujeto político transformador. Si lo que tienen en común esos grupos no es su pertenencia al mundo del trabajo o a una clase obrera tradicional, sino su antagonismo con las oligarquías, entonces, la eficacia de este “mutuo reconocimiento” depende del grado en que cada parte integre sus reivindicaciones en un horizonte de luchas en común. La huelga general indefinida sólo puede ser agenciada por estos grupos heterogéneos en tanto sea significada como eslabón de unas demandas de justicia más amplias frente a unos poderes dominantes cada vez más opresivos. En síntesis, lo que cuenta en este contexto es la posibilidad de significar una determinada práctica como punto de condensación de unas reivindicaciones colectivas. De ahí la centralidad de una articulación discursiva que signifique las diferentes identidades grupales como solidarias ante el saqueo sistemático perpetrado por las elites hegemónicas.
Es evidente que ese proceso de articulación es complejo y sólo puede llevarse a cabo en condiciones adversas. Pero lo que para la “gente” es imposible no lo es por necesidad para este “sujeto popular”. La “urgencia económica”, por otra parte, no puede constituirse legítimamente en un pretexto para ser conservadores: la mejor manera de no poder satisfacer esa urgencia es aceptar la ofensiva actual del capitalismo, comenzando por las reducciones salariales en curso o los despidos masivos que dejan un saldo desastroso de desocupados y trabajadores precarios. Así pues, ¿no es, precisamente, la realidad actual el paisaje más evidente de lo que nuestras “urgencias” provocan?
Puesto que vivimos en el  paisaje de la derrota nuestro horizonte es hacer de ésta un punto de partida. Una huelga general indefinida no arroja al vacío a nadie, entre otras cosas, porque ya estamos en el vacío (de oportunidades vitales, de autonomía, de justicia). Millones de humanos están muriéndose de hambre e indiferencia. Optar por la certidumbre de la servidumbre no deja de ser un consuelo penoso.
Afortunadamente, no estamos condenados a esa decisión. Pedir lo “imposible” es abrirnos a otras posibilidades históricas. La posibilidad de la frustración no es exclusiva al deseo revolucionario; de hecho, nuestras añoranzas más profundas están siendo frustradas cada día. Si la normalidad no es nada distinto al crimen institucionalizado, la rehabilitación de lo imposible es, precisamente, esa promesa de libertad que necesitamos para que nuestra vida sea algo más que mera supervivencia en las ruinas del presente.

Arturo Borra