sábado, 22 de septiembre de 2012

La economía política del sacrificio (IV): «El triunfo de la voluntad»


 

-I-

En 1935, la directora Leni Riefenstahl estrenaba El triunfo de la voluntad, la película más destacada de propaganda nazi que se haya realizado jamás. Encomendada por Hitler, este largometraje -a medio camino entre el documental y la ficción- basado en el congreso del partido nacionalsocialista de 1934, pasa revista por las múltiples dimensiones del nazismo, no sólo como “poderío militar”, sino ante todo, como “poder popular”: cientos de miles de seguidores coreando el nombre del Führer, en tanto líder absoluto del “renacer alemán”.

Poco comprenderíamos si redujéramos el fascismo a su faceta belicista o a una suerte de racismo exacerbado. El despliegue estético y simbólico que efectúa El triunfo de la voluntad, en la víspera de la segunda guerra mundial, rebasa claramente esas facetas: irradia un optimismo radical con respecto al nacionalsocialismo alemán como fuerza redentora, garante de la restitución mesiánica de la nación y de su misión esencial en el mundo. En tanto renacimiento alemán se trata ante todo del poder de la voluntad como fuerza ilimitada, emanación de un presunto Sujeto pleno que quiere imponer su impronta en el mundo por el “mandato cardinal” de dios y reparar, así, el sufrimiento del pueblo causado por la primera guerra.

La primera escena ya nos sitúa en esta proximidad del Líder con lo divino: a través de diversos planos de las nubes, la directora muestra el viaje de Hitler a Nuremberg (donde tendrá lugar el mencionado congreso). El líder está literalmente en el cielo. Cerca de dios, como un águila guerrera capaz de proyectar su sombra majestuosa sobre la tierra. Desde el descenso del Führer, una multitud ferviente lo aclama de forma incesante, mientras las familias desde los balcones honran al recién llegado con banderas nazis extendidas. Los primeros planos abundan: niños sonrientes, mujeres fascinadas por el talante del líder, jóvenes que reencuentran la figura del Padre… Desde los primeros compases, los fragmentos discursivos seleccionados por Riefenstahl ahondan en esta dirección: el Führer no es sino la divina encarnación del Pueblo Alemán: “Cuando usted juzga, el pueblo juzga; cuando usted actúa, el pueblo actúa” sentencia uno de los jerarcas nazis en uno de los tantos panegíricos del film.

Cuatro años antes del estallido de la segunda guerra mundial, el sueño de una Identidad Absoluta es presentado como Gran Cuerpo Orgánico, dispuesto al sacrificio heroico, en el que ya no queda individualidad posible. Ejércitos de obreros con palas al hombro, como si fueran armas, desfilan por las calles, preparados para llevar a Alemania a la nueva era imperial. La “comunidad del Pueblo” –basada en la exclusión de elementos juzgados como “degenerados” y “débiles”, incluyendo viejos, enfermos, gitanos, judíos o comunistas- es establecida a partir del trabajo manual tanto agrícola como fabril. El industrialismo es significado como punto basal del proyecto nazi: una multitud homogénea, como la referencia a una mítica juventud que “no sabe de clases ni de castas” es elevada a categoría metafísica, capaz de acometer, con infinita lealtad y de forma desinteresada, el “más alto autosacrificio en pro de esta Nación”, empezando por el Führer.

Los enfoques contrapicados no hacen sino reforzar la jerarquía del que se presenta como enviado para liderar la tarea de construir un “pueblo” alemán: “Queremos ser un pueblo y a través de ustedes, llegar a ser este pueblo” declara Hitler. El sujeto popular, en este discurso, se construye a partir de la obediencia incondicional de los individuos, “amantes de la paz y valientes”, capaces de sostener el imperio a partir de una fortaleza resistente a la adversidad. El llamado al endurecimiento se consuma en la disposición al sacrificio. Es precisamente ese «sujeto» el elegido para realizar en la historia la misión superior de Alemania. El optimismo, llevado a este extremo maquínico, no es sino la confianza ciega en la propia capacidad de dominio del sujeto, su poder para dejar su sello en el mundo, mucho más allá de sus manifestaciones militares.

Quizás por eso el poderío militar del nazismo sólo irrumpe tardíamente en la película, como una demostración de fuerza que adquiere sentido a través del respaldo del Pueblo (definido por la hermandad de sangre) fluyendo en un mar de banderas con la cruz-insignia nazi. Decenas de legiones militares y paramilitares de las SS y las SA mantienen filas frente al discurso del Führer, rodeado de simbolismos que convierten el acto en una liturgia planificada. Las formaciones armadas son presentadas como una unidad sin grieta, irrompible e incorruptible, que corona la lucha de Alemania, ligada al “porvenir del partido” en su estricta aristocracia. No se trata, pues, de un “pueblo” en el que las jerarquías hayan desaparecido; sólo los mejores tienen lugar como “camaradas” del partido nacionalsocialista, “eterno e indestructible pilar” del futuro que “pertenece enteramente” al Imperio. 

En síntesis, en la película de Riefenstahl la exaltación del nacionalismo corre pareja a la cancelación de cualquier vestigio de (auto)crítica con respecto al modo de concebir la nación en términos suprematistas. Aunque es indudable que el despliegue retórico del entonces canciller alemán es una evidente declaración de hostilidad ante los que son declarados como “no integrables” al gran Cuerpo Orgánico (similar, en eso, a líderes políticos mucho más recientes), quizás lo más perturbador en este discurso cinematográfico sea el despliegue espectacular de un dispositivo de identificación de gran escala, capaz de movilizar a millones de conciudadanos y de construir una voluntad colectiva orientada a la expansión ilimitada de la nación (lo que conocemos típicamente como «imperialismo»). En otras palabras, lo que quizás más inquieta en el film es la envergadura de un ritual colectivo en el que cada parte (reducida a partícula) manifiesta su sumisión incondicional a un presunto Todo cerrado, omnipotente y homogéneo.

Los primeros planos que hace Riefenstahl retratan una euforia esencial: la de estar presenciando lo increíble. Y, en efecto, la incredulidad misma cede ante la evidencia de que lo imposible se ha convertido en posible: la fragua de un “ejército invencible” de soldados-obreros, llamados a cumplir su misión dominadora en el mundo. Lo irresistible del espectáculo entra en escena; se convierte en un «optimismo ilimitado». La supuesta restitución de la plenitud del Sujeto (borrada en el plano simbólico su falta constitutiva) se manifiesta así en la certeza de la potencia, en la autoconfianza como base imperturbable del triunfo.

Resulta llamativo que apenas se haya reparado en este optimismo ilimitado al momento de interpretar el fascismo. Y, sin embargo, está implicado necesariamente: si el vínculo con el Otro es de desprecio absoluto ello es así, ante todo, porque este sujeto de dominio se auto-encumbra como esencialmente superior, en tanto encarnación plena del triunfo de la voluntad, potencia invulnerable ante los “obstáculos” humanos y técnicos que la ponen a prueba. Desprecio por el Otro y auto-exaltación -que rechaza lo que pudiera haber de otro en el sí mismo- son solidarios: como «proyección» de lo repudiado, la alteridad aparece en tanto imagen invertida. Cuanto más omnipotente me concibo, más despreciable me parece el Otro (1). La fantasía de omnipotencia del sujeto, representado como voluntad ilimitada, se cobra su saldo en el repudio generalizado de los otros reducidos a la impotencia.

No hay razones para suponer que esa solidaridad entre este desprecio hacia el exterior (proyectado sobre una “raza”, una “religión”, una “etnia” o una “nación”) y la autoexaltación (en última instancia, como autodesprecio reprimido) sea exclusiva al nazismo. Puede que esta suerte de odio primario hacia una exterioridad forme parte de lo que Castoriadis denomina «mónada psíquica». Tampoco es exclusivo al nazismo ese optimismo ilimitado: como autoconfianza plena, está presente en las fantasías más primarias del ser humano. En tercer lugar, la construcción discursiva de un “pueblo” tampoco es privativa a esta ideología; forma parte de cualquier discurso político con pretensiones hegemónicas.

Lo singular del fascismo, más bien, hay que buscarlo en la específica articulación que produce entre lo psíquico y lo sociohistórico: en la apropiación que hace de estos elementos inconscientes reaccionarios y en la modelización de este pueblo como sujeto fiel, valeroso, obediente y desinteresado, capaz de autosacrificarse en nombre de la Causa alemana. En pocas palabras, si hay algo específico al fascismo es su poder para articular en su producción discursiva un deseo de omnipotencia y una promesa de restitución de una unidad social desgarrada. El sufrimiento padecido por más de dos décadas tras la primera guerra, mediante esta perspectiva redentora, adquiere una significación suprema: llevar a la nación a un destino de grandeza. Sobre ese transfondo, resulta menos sorprendente que este discurso político no sólo haya resultado verosímil para una multitud contemporánea, sino también que haya sido capaz de producir una identificación colectiva de gran magnitud (2).

Contrariamente a quienes sostienen el carácter esencialmente único e irrepetible del nazismo y del holocausto judío, habría que insistir en que no hay nada “esencial” en esta forma de totalitarismo. Dicho de otro modo, fuera del carácter performativo de este discurso fascista no hay nada. Su poder de interpelación está ligado, simultáneamente, a la apelación a deseos profundos del ser humano y a la promesa mesiánica de un orden (la “comunidad popular”) capaz de restaurar la unidad primigenia de la sociedad. Como formación discursiva, a través de una estética meticulosa y una estrategia propagandística efectiva, escenificó (produjo como escena real) la fantasía delirante del poder de la voluntad, a través de una interminable exhibición de fuerza. La historia del fascismo (que desborda con creces el “fascismo histórico”) es la historia de la encarnación del delirio de un funcionamiento maquínico ilimitado, en la que el propio mundo social es administrado racionalmente en función del dominio del sujeto.

Si la construcción de una «sociedad democrática» depende, en primer término, de mantener a raya esos delirios mediante la autolimitación ética y política, esto es, de la posibilidad de darnos normas comunes que permitan un juego transaccional equilibrado entre los otros y nosotros, lo peculiar del fascismo quizás sea el haber llevado más lejos de lo que se había hecho nunca en la historia la institucionalización de ese optimismo ilimitado de sí -mediante la técnica de la guerra y la industrialización de la masacre- en el que la voluntad del otro ya no cuenta. La cámara de gas y los campos de concentración, en este sentido, constituyen la contracara siniestra de esta confianza plena en el triunfo de la voluntad (transindividual): puesto que todo nos está permitido como pueblo, la voluntad de los otros queda reducida a cenizas, literalmente. El mismo hecho de que esas existencias puedan ser reducidas a nada las convierte, en esta lógica circular, en “despreciables”.

Así, la resultante de esta investidura psíquica y social es doble: por un lado, la expectativa inquebrantable de dominio por parte de este sujeto hacia el mundo, dominio que compromete simultáneamente la voluntad y la técnica. Por otro lado, un objeto de dominio constituido sobre lo repudiado, expulsado a la exterioridad, despojado de sus derechos de ciudadanía, de sus derechos humanos, de su condición humana. La primera dimensión de esta investidura puede ejemplificarse con la actitud persistente de Hitler ante las sucesivas batallas perdidas en el frente de Moscú (al punto de que la mera posibilidad de la derrota le fuera insoportable); la segunda dimensión queda ilustrada por el despojamiento a judíos y gitanos, entre otros, de su nacionalidad alemana, convirtiéndolos en extranjeros, para luego ser confinados a campos de exterminio. Apenas hace falta insistir que en la estructura misma de esos campos, la humanidad de los confinados queda reducida a la pura animalidad, lo que explica de cierta manera su constitución como objetos de experimentación y eliminación en serie.

La tenacidad de este proyecto suprematista, en cualquier caso, rebasa cualquier análisis psicológico e incluso psicoanalítico. Lo que entra en juego es el deseo colectivo de instituir una sociedad como invulnerable, incluso si para ello debe expulsar a crecientes masas sociales de su interior, a partir de algún rasgo identitario juzgado como “degenerado” (ser judío, comunista, homosexual, gitano, deficiente mental…). En este contexto, la aceptación de la propia vulnerabilidad hubiese supuesto la frustración de esa “expectativa inquebrantable de dominio” omnipresente en el fascismo. Como contrapartida a esta ceguera ideológica, dar al otro una posibilidad de existencia autónoma, una mínima consideración de su humanidad, hubiese significado la interrupción definitiva de este optimismo voluntarista. La ceguera, sin embargo, no es algo que pueda rectificarse con evidencias en sentido contrario: si el otro resiste como puede ante el poder de mi voluntad, tanto peor para el otro. Para invertir una expresión de Benjamin: la contratara del fascismo como «optimismo organizado» -que institucionaliza una fantasía delirante de omnipotencia- no es otra que la de los campos de exterminio y de la guerra mundial.     

-II-

Si es cierto que en la raíz del fascismo se halla el discurso de la omnipotencia que desprecia todo aquello que podría limitarlo/alterarlo, ¿qué cabría decir sobre ciertas matrices discursivas actuales? Por poner dos ejemplos, ¿qué habría que decir con respecto a esa jerga empresarial en la que sólo hay “ganadores” y “perdedores” o a la retórica belicista de los estados imperiales en la que sólo hay “demócratas” y “terroristas”?

Sería erróneo suponer que el fascismo intrínseco de estos discursos reside en la construcción de una dicotomía (o una separación binaria) entre la propia comunidad y los otros (habitualmente juzgados como inferiores). Puesto que no hay cultura que no instituya de forma específica esa frontera dicotómica, lo distintivo del fascismo reside más bien en el tipo de relación que construye con el Otro (en primer término, como sujeto racializado, pero más en general, como sujeto inconvertible).

Dicho lo cual, si hay un fascismo presente en el discurso capitalista (tanto en su variante empresarial como en su variante imperial) debe rastrearse en su ilimitada voluntad de lucro y poder, institucionalizada como práctica: literalmente, el Otro y los otros no constituyen un límite que habría que respetar. No es difícil adivinar que, en el discurso empresarial dominante, el “perdedor” está secretamente emparentado con el no-consumidor, el pobre por excelencia. A menos que se trate de un consumidor -y entonces el otro no es Otro-, la alteridad –lo que no se deja reducir a una equivalencia general- es considerada absolutamente despreciable. Su voluntad es indiferente: puedo experimentar con él, someterlo a hambrunas y enfermedades, imponerle una deuda infinita, condenarlo al desempleo estructural y a la marginalidad, apropiarme de su producto, encarcelarlo o hacerlo partícipe de una guerra; en suma, sacrificarlo en aras de la rentabilidad. Por su parte, el discurso imperial desde su misma génesis declara su voluntad ilimitada de destrucción: no se trata de negociar o intentar construir con esos otros unos consensos mínimos sino sencillamente de aniquilarlos, incluso si para legitimar esta práctica terrorista contra el Terror necesita crear pánico entre los presuntos protegidos. La cuestión no se limita a los métodos usados contra el terror (tortura, encierros preventivos, control ilegal de las personas, asesinatos selectivos) sino también a los fines que tras esa guerra se urden: en primer término, la instauración de un estado de excepción permanente en el que todos los otros son sospechosos y potenciales enemigos.

Por lo demás, referirse al discurso capitalista no debería inducir a engaños: se trata de un dispositivo material que produce realidades históricas efectivas, reactivando una práctica totalitaria que tal vez haya que redescribir como «fascismo de intensidad variable» (3): el desprecio absoluto del Otro, según contextos sociohistóricos diferenciados, puede manifestarse en distintas magnitudes o intensidades, incluyendo su abandono o su eliminación. Puesto que este Sujeto de la Voluntad se erige en Amo, la voluntad de los otros constituye un obstáculo. Habría que apresurarse a señalar que sólo en el límite la posición del amo coincide con este polo fascista: mientras el amo necesita preservar al otro como esclavo, en el caso del fascismo esa amarra ya no resulta imprescindible, en la medida en que hay un Pueblo dispuesto a auto-sacrificarse. El punto de intersección parece claro: en ambos casos, el valor del Otro es puramente instrumental. Debe ser sometido si ha de triunfar la voluntad. La diferencia es que mientras en la dialéctica del amo y del esclavo este último conserva su vida a cambio de la pérdida de autonomía, en el devenir-fascista la pérdida de autonomía no supone necesariamente la preservación de la vida.

No hay garantía alguna: como metafísica del sacrificio exige una rendición absoluta y, simultáneamente, declara inútil dicha rendición: Auschwitz, los gulags, Guantánamo están ahí. El mismo sujeto popular que se auto-sacrifica está condenado a servir a una Voluntad trascendental de la que él no es más que su instrumento. Como en El Proceso de Kafka, la decisión sobre nuestra culpabilidad es inescrutable. No hay defensa posible. El poder de muerte (la «tanatopolítica») es ejercido de forma discrecional por una autoridad mística que se sustrae de cualquier control público y, en consecuencia, de la posibilidad de su cuestionamiento radical. Como encarnación del triunfo de la voluntad, esta autoridad encumbrada como soberana se arroga la potestad del exterminio. El fascismo como institucionalización de la voluntad ilimitada es la operación que borra los vestigios de otras posibilidades representadas como imposibilidad. Su optimismo radical consiste en una autoafirmación incondicional, perfectible a condición de que se la acepte como el fundamento mismo del Ser. El correlato objetivo de esa subjetividad es la de un mundo mejorable pero insustituible.

Llegados a este punto, ¿no estamos llevando demasiado lejos esta analogía entre «optimismo organizado» y «fascismo»? ¿No incurrimos en un error teórico fundamental al confundir este proyecto totalitario con la realidad histórica? Y más en general: ¿no estamos confundiendo un rasgo común a toda política –la gestión de la promesa- con una característica específica al fascismo? A mi entender, las tres preguntas deben ser contestadas de forma negativa.

La tesis de partida no es que todo voluntarismo optimista sea fascista, sino que el fascismo retoma e intensifica esa dirección práctica al punto en que no cabe ya la reflexión sobre los límites posibles y deseables de la propia acción. Sostener entonces que el fascismo promueve una acción autoafirmada incondicionalmente, fuera de toda limitación ética y política (en la que el Otro es cosificado, reducido a puro obstáculo) no es llevar “demasiado lejos la analogía”. Si todo antagonismo social tiende a construir una dicotomía entre “nosotros” y “ellos”, el fascismo plantea como forma específica de gestionarlo la imposición unilateral de la propia voluntad de dominio mediante la creación y organización de un sistema que abate a las mayorías, incluso si ese abatimiento no significara de forma inmediata el exterminio físico de los otros sino su confinamiento y marginación sistémicos. 

En segundo lugar, la “realidad histórica” no es nada por fuera de los proyectos políticos que la construyen. Como institución efectiva, esa realidad histórica no es una fatalidad sino resultante de la disputa (desigual) entre esos proyectos relativamente elucidados. Si un proyecto totalitario tiende a confundirse con la realidad histórica ello se explica, ante todo, por su carácter hegemónico. Eso no es negar, desde luego, resistencias sociales relativamente organizadas o prácticas sociales ancladas a otros imaginarios políticos. Pero esas resistencias no deberían hacernos perder de vista la hegemonía de un proyecto político que se basa en la construcción de la alteridad como amenaza sistémica que hay que suprimir a toda costa (asumiendo, además, ciertos “daños colaterales” planteados como “inevitables”). Como proyecto que encarna lo que Gramsci llamó una «voluntad colectiva», el fascismo actual pretende justificarse en nuevos fundamentos extra-sociales: no ya la Raza o la Nación, sino el Mercado, la Civilización o incluso la Democracia.

Finalmente, no toda promesa se gestiona como «redención» a partir de la autoafirmación ilimitada de la voluntad y por extensión del sacrificio de los otros. Lo peculiar del fascismo –como variante del mesianismo- es que esgrime una promesa de plenitud basada en la restitución mítica de la organicidad del cuerpo social, en la supresión del antagonismo eliminando arquetípicas identidades “parasitarias”. En este caso se trata de una promesa construida como certeza de un futuro reconciliado: la erradicación del Otro como reparación de las desgarraduras de la sociedad.  

 
                                                      -III-

En su texto sobre “El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea”, Walter Benjamin destacaba un peculiar optimismo social-demócrata al que contraponía la «organización del pesimismo» por parte de una política revolucionaria (1988: 59 [4]), caracterizada por una desconfianza múltiple: 

Desconfianza en la suerte de la literatura, desconfianza en la suerte de la libertad, desconfianza en la suerte de la humanidad europea, pero sobre todo, desconfianza, desconfianza, desconfianza en todo entendimiento: entre las clases, entre los pueblos, entre éste y aquel (1988: 60).

En efecto, ¿cómo podríamos abogar por una sociedad diferente sin “pesimismo organizado”? Contra el optimismo social-demócrata, Benjamin invoca la «desconfianza» no como forma de eximirse de la propia responsabilidad política ante los otros, ni mucho menos como restauración de una política beligerante sino, por el contrario, como reconocimiento de una dificultad en la construcción de un  “entendimiento” común entre clases, pueblos, individuos. De ahí esta desconfianza frente a las expectativas triunfalistas que el reformismo introduce. No hay nada seguro en una “política revolucionaria”. La literatura, la libertad, la humanidad europea, el mutuo entendimiento no pueden darse por firmes sin más, como si estuvieran aseguradas de una vez, desterrada al fin la “barbarie”.

Sólo nos queda nuestra voluntad (limitada) de intentar un cambio social radical, sin falsos triunfalismos ni esperanzas escatológicas. Antes que la ilusión socialdemócrata de que las “cosas funcionan a pesar de todo” (llámese mercado, estado, democracia o instituciones sociales a secas), esta política antifascista debe partir de un cierto pesimismo organizado, capaz de cuestionar radicalmente la herencia de la masacre industrializada.

En nuestros términos: mientras el reformismo socialdemócrata pretende regular el “sacrificio” que el fascismo produce a diario, una política revolucionaria buscará cuestionar de base la misma economía política del sacrificio que presupone el capitalismo y sus ideólogos neoconservadores. Ahora bien, ¿no son los defensores de la socialdemocracia profundamente cínicos cuando declaran que no saben del sacrificio, de la muerte planificada, del desprecio absoluto que el capitalismo instituye ante los no-consumidores, los disidentes, los parias, en definitiva, los «suicidados de la sociedad»? Si toda burocracia fascista ya es cínica al ocultar su impotencia en un desenfrenado optimismo, ¿no se es infinitamente más cínico cuando se nos llama a mantener un optimismo moderado por este sistema, cuando sabemos que no hay ninguna razón para hacerlo? ¿Qué podrían decir, por lo demás, los profetas neoliberales que no sea una prepotente racionalización del mal ajeno en función de los propios beneficios (simbólicos y económicos), incluso si para ello precisan ocultar el punto de no-retorno que estamos traspasando como humanidad?  

Puede que el devenir del capitalismo no tuviera por qué habernos conducido, de forma inevitable, a esta forma de fascismo en la que vivimos (aunque es indudable que su estructura misma ya presupone la desigualdad de clases). Puede incluso que «modernidad» y «holocausto» no estuvieran enlazados de forma constitutiva y se trate de un lazo contingente que se institucionalizó a fuerza de diferentes metamorfosis culturales, políticas y económicas. Si hubiera un devenir ineludible, entonces, no habría estrictamente devenir sino una ley inmanente de desarrollo histórico: el “origen” ya contendría su principio de transformación interna. Pero que ese devenir no fuera la resultante necesaria del capitalismo no niega en lo más mínimo que la «significación imaginaria social» del dominio racional del mundo –para volver a Castoriadis- no haya adquirido una supremacía inédita en la historia humana, al punto de apartar de forma violenta la significación de la autonomía individual y colectiva, central en la modernidad (5). La radicalización de ese “dominio racional” (que desata, por lo demás, fuerzas incontrolables) sobre el mundo y los otros es, precisamente, lo que hemos llamado el optimismo ilimitado del fascismo. En este sentido, nuestra sociedad contemporánea está regida cada más por la locura que supone la voluntad de instauración de un orden racional transparente, regido por imperativos unidimensionales de eficacia y eficiencia.

Si esto es cierto, el reformismo no es en absoluto un antídoto contra esa “somnolencia dogmática” en la que quieren sumirnos a fuerza de repetición mediática. Si el fascismo implica la autoexaltación voluntarista –incluso si para ello hunde en un irrevocable pesimismo a cada vez más seres humanos-, la ideología socialdemócrata es el llamado cínico a moderar esas expectativas, sin poner en cuestión los basamentos de este sistema de abatimiento al que nos hemos referido. Una política revolucionaria, antes que proponerse restituir el optimismo entre esos miles de millones de humanos representados como cuerpos descompuestos o como descomposición del Cuerpo Orgánico, tiene que hacerse cargo del pesimismo: organizarlo para articular una promesa que necesariamente parte de la desesperación a la que nos arrojan. En otras palabras, no es nuestra tarea invitar a una confianza en el futuro, enarbolando falsos consuelos, una especie de esperanza metafísica a resguardo de la historia. Más bien, se trata de sumergir en la historia un horizonte de fuga, enganchar –por decirlo así-  pesimismo y esperanza. Del pesimismo puede y quizás debe nacer otra forma de promesa: la que sostiene que otro mundo es posible. La que emerge de la negación de que “las cosas funcionan a pesar de todo”.

Precisamente porque en primer lugar no se trata de que las cosas funcionen -como si los parámetros instrumentales fueran fines-, ni mucho menos de “volver a lo de antes” o esperar a que “todo se resuelva” (como si las soluciones tecnocráticas actuales no fueran formas de reducir a la nada lo que escapa a ese “todo” deseado). Nada se resuelve: ya no podemos ni queremos aguardar. No tenemos más que el deseo de darnos lo que no tenemos. No es que nutramos secretamente un optimismo futuro. No tenemos certeza de que alguna vez la realidad histórica sea más justa; y si hay lucha, si luchamos todavía, es porque esa realidad no está asegurada ni puede estarlo de una vez. En ese punto, es cierto, siempre fuimos pesimistas. Pero aun así, si luchamos todavía, es porque en esa incerteza, la promesa de una salida revolucionaria nos permite sustraernos de una ética de la resignación. Esa esperanza incierta, minúscula, sustraída del mesianismo (al que tampoco Benjamin escapa) es la que quizás nos atañe en un tiempo en el que, en nombre del optimismo, están aplastando de forma literal nuestras vidas.


Arturo Borra
 
(1) Este componente proyectivo fue planteado pocos años después del holocausto nazi por Adorno y Horkheimer en “Elementos del antisemitismo” en Dialéctica del iluminismo (1997), trad. H.A. Murena, Sudamericana, México DF.

(2) Al respecto, resulta esclarecedora la reflexión de Castoriadis: “La disolución, en las sociedades capitalistas, de todas las instancias de colectividades intermedias significantes y, por lo tanto, la supresión de posibilidades de identificación alternativa para los individuos, seguramente tuvo como efecto una crispación identificatoria sobre las entidades religión, nación o raza y, por ende, exacerbó inmensamente la tendencia al odio al extranjero en todas sus formas” (Castoriadis, C. [2002]: Figuras de lo pensable op. cit, pág. 195).  

(3) Esta redescripción, por lo demás, parte de las reflexiones que Méndez Rubio ha ahondado como «fascismo de baja intensidad», en Méndez Rubio, A. (2012), La desaparición de lo exterior: Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad, Eclipsados, Zaragoza.

(4) Benjamin, W. (1988): Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Taurus, Madrid.

(5) Castoriadis, C. (1993): El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires.

 

lunes, 10 de septiembre de 2012

11 años después del 11-S

Después del dramático acontecimiento del 11-S, no sabemos exactamente qué ocurrió. Sin embargo, sí hay indicios y evidencias suficientes para saber que la versión oficial del 11-S es absolutamente insostenible, como ocurrió con tantos otros casos, incluyendo la segunda guerra contra Iraq, acusada de disponer de armas químicas que jamás fueron halladas.
 
La versión oficial -un atentado terrorista a gran escala perpetrado por cuatro aviones comandados por terroristas que apenas sabían volar, tres de ellos exitosos- es inverosímil por donde se la mire. Teorías de la vaporización, del derrumbe repentino de 3 de las torres del WTC por el calor de las llamas, caída inesperada de un cuarto avión por la lucha entre pasajeros y secuestradores, etc., arrojan una explicación de lo ocurrido que subestima profundamente la capacidad de indagación y contrastación de cualquier persona mínimamente inteligente.
 
Aunque las incertidumbres son muchas, la tesis de un atentado de falsa bandera -con la incontable colaboración activa de la elite político-militar de la administración Bush (J)- es una alternativa para nada descabellada . Los documentales aquí seleccionados, con testimonios de algunos protagonistas, entrevistas a expertos de diferentes materias y recopilación de distintos estudios técnicos, sugieren esa posibilidad.

¿Hasta cuándo aceptaremos explicaciones completamente incongruentes que sólo se hacen creíbles a fuerza de una incansable repetición mediática? ¿Cuándo exigiremos que se eluciden las responsabilidades del 11-S y podemos conocer a los criminales que lo perpetraron?









miércoles, 5 de septiembre de 2012

Apuntes sobre «La desaparición del exterior» de Antonio Méndez Rubio



I

Hay libros llamados a pasar en puntas de pie, casi inadvertidos, tanto por la propia exigencia de invisibilidad como por el desajuste que producen con respecto a las lecturas hegemónicas sobre el presente. Ese desajuste, producido a fuerza de un sostenido y consistente trabajo crítico con respecto al campo de la comunicación y la cultura, es el que reaparece en (otra) escena en La desaparición del exterior: Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad  (Eclipsados, Zaragoza, 2012), el nuevo libro del ensayista Antonio Méndez Rubio, en continuidad con trabajos precedentes como La apuesta invisible: Cultura, globalización y crítica social (Montesinos, Barcelona, 2003) o Encrucijadas: Elementos de crítica de la cultura (Cátedra, Madrid, 1997).

En este nuevo libro, Méndez Rubio reúne ensayos heterogéneos escritos entre 2001 y 2009, además de tres entrevistas recientes. Con su ya característico estilo lúcido, mordaz y provocativo el autor retoma el tejido problemático que enhebra a partir del borrado de una «exterioridad» tan incierta como necesaria para imaginar (y, por ende, instituir) otra forma de sociedad. Un tejido, por otra parte, capaz de asfixiar si se le da crédito. La misma dedicatoria a Joaquín Herrera Flores es elocuente con respecto al alcance de las tesis de partida: lo que está en juego (en riesgo, mejor) en nuestras sociedades contemporáneas no es sólo un asunto de derechos humanos, sino la vida misma.   

Para Antonio Méndez Rubio vale lo que decía Edmond Jabès: “Preguntar es estar sin pertenencia el tiempo que dura la pregunta; es estar sin pertenencia en la pertenencia, sin lazos en el lazo. Desatarse a fin de atarse mejor para volver a desatarse; es, del dentro, hacer un fuera perpetuo; es liberarse y, de esa libertad, disfrutar y morir” (1984: 24 [1]). Exactamente lo contrario a lo que produce el capitalismo: convertir el afuera en una interioridad perpetua que, paradójicamente, expulsa hasta los sueños, la imaginación, las añoranzas. Su poder de asimilación podría describirse como fuerza de interiorización neutralizadora de un exterior significado como amenazante. Esta deglución tendencial que produce el capitalismo es goce de muerte que plantea el lazo como imposible de desanudar. Estrictamente: la lógica de la esclavitud, que acepta como dados los vínculos, esto es, nudos “naturales” (en verdad, naturalizados) que no podrían desatarse. ¿Qué otra cosa podrían perseguir los imperativos hegemónicos que repiten de forma incesante la presunta inexistencia de alternativas ético-políticas a un presente cada vez más desolado? ¿Y cómo podría todavía cuestionarse ese poder asimilador, ese gran interior que se presume omnipotente e inalterable, como no sea a través de una interrogación interminable? 

La desaparición del exterior dispara en ese sentido, tal vez como una reivindicación no tan silenciosa de la intemperie. Con ello, se extraña del mundo social al que pertenece y, desde la libertad de crítica que ejerce, acepta el desafío de atravesar el desierto. El carácter perturbador de esta “desaparición” es claro:

En este mundo (no mundo-otro sino mundo-uno), la pauta de orden parece reproducirse a sí misma de manera obscena, autoevidente, como una negación del afuera, como un borrado de cualquier exterior (Méndez Rubio, 2012: 19).

La autoafirmación ilimitada de ese mundo-uno se hace patente, en primer lugar, en la difuminación de la distinción entre lo «público» y lo «privado» de la primera modernidad, así como en la totalización que el presente hace de sí mismo, avanzando en el viejo sueño totalitario de un «mundo clausurado», como décadas atrás denunciaran algunos intelectuales ligados al círculo de Frankfurt.

Los efectos claustrofóbicos que el actual orden globalizador produce son indisimulables, pero esa claustrofobia no es crítica todavía si no permite elucidar formas de análisis e intervención que contribuyan a fisurar esa membrana que se proyecta como invulnerable, incluso si para ello debe erigir un escudo que nos protegería de la presunta amenaza de la alteridad. Ante este espacio totalizado, Méndez Rubio enfatiza las claves culturales de cuño libertario que anclan las prácticas críticas a su condición (de)constructiva, poiético-política, que apunten a un movimiento diaspórico, capaz de quebrar esa frontera fijada entre un interior plácido y un exterior peligroso que mejor sería evitar.

La toma de distancia de un cierto progresismo reformista es nítida: no hay capitalismo de “rostro humano”. Por tanto, no se trata meramente de cuestionar supuestas “perversiones de la democracia” sino de trazar una crítica y unas luchas contra “una renovada y legalizada forma de fascismo histórico” (2012: 23). Tras las huellas de diversos autores ligados a un horizonte crítico –desde Adorno y Bauman hasta Sloterdijk o Virilio- Méndez Rubio procura reconstruir la filiación entre fascismo y modernidad e incluso, de forma más concreta, entre holocausto, industrialización y estatalismo. Si la cultura de masas instala como prototipo del fascismo al nazismo alemán (reduciéndolo así a un caso único, localizable y rentable), La desaparición del exterior avanza en sentido contrario: tanto el nazismo como la modernidad oficial comparten un industrialismo desenfrenado y un nacional-estatalismo que los emparenta de modo indisimulable.

Dicho lo cual, se plantea la hipótesis polémica que sostiene “(…) la existencia de un vínculo pragmático e inercial entre el ambiente social actual y un fascismo de baja intensidad” (2012: 25), entendiendo por «baja intensidad» una “presión mínima” pero en el contexto de una opresión constante, extensa y profunda. El autor apoya esa hipótesis al menos en cuatro bases: la “desaparición del espacio público”, la “neutralización expansiva de la información como propaganda y publicidad”, la “invisibilización del otro” construido como amenaza y la “producción adictiva de pobreza a gran escala”. Sobre esos escombros, se alzaría un orden social autoconcebido como “régimen inconstestable” que normaliza por consenso el control y la violencia extendidos.

Siguiendo a Foucault, Méndez Rubio define el actual espacio como una “(…) especie de espacio total, sin exterior, donde la amnesia ocupa el lugar tradicional de la memoria, la actualidad ocupa el protagonismo que tuviera la historia, y el mundo se traduce a códigos acelerados de interconectividad sin límite, de inmediatez comunicativa, donde, como se cansan de repetir eslóganes comerciales y políticos, todo es posible” (2012: 34). Ante esta realidad histórica, que coincide con lo que Hannah Arendt llamaba «totalitarismo», La desaparición del exterior contrapone un «antipoder de raíz crítica o todavía revolucionaria» que abogue por la producción de espaciamientos o aperturas imprevistas.

Sin embargo, difícilmente podemos cambiar esa realidad histórica si no atendemos a las especificidades de la actual fase postmoderna y globalizada del capitalismo, en la que lo cultural adquiriría una relevancia estratégica sin precedentes. Eso convierte nuestra vida en común en un campo de lucha decisivo y también habilita a una revalorización política y cultural de lo popular-subalterno, en tanto condición de alteridad y alteración de lo hegemónico. Tal vez en ese modo de producción podrían rearticularse unos conflictos que abran los espacios de poder hacia un exterior que, paradójicamente, no existiría. 

II

Sugerente en distintos sentidos, La desaparición del exterior también incide en la crítica a una sociedad del espectáculo que sobreproduce imágenes ante el vaciamiento del exterior, en una suerte de “virtualización de lo vivido” o “(…) espectacularización de un afuera que de alguna forma escópica suture la herida dejada abierta por la desaparición del exterior” (2012: 45). Antes que invitar al optimismo, el autor advierte sobre los peligros que se ciernen sobre la «comunicación» en un mundo que se presume plenamente intercomunicado y que, más bien, desplaza a una zona de “solipsismo interactivo” que pocas semejanzas guarda ya con la experiencia del diálogo.

En las condiciones de este “cercado existencial”, los espacios públicos son reconvertidos en espacios publicitarios, lugares de paso por un territorio sin límite que encarna en un mundo televisivo tan fascinante como virtualizado. Las implicaciones de ese espectáculo son graves; ante todo, el borrado de aquellos sujetos sufrientes entre los que cuentan los refugiados, los pobres, los esclavos, “los desechos sin valor del mercado global”.

Frente a una cultura que pone en crisis los vínculos comunitarios y nos encierra en un “ensimismamiento compartido” resulta de vital importancia la interrogación por lo común. Méndez Rubio ahonda en esa dirección, remitiendo tanto a la comunicación como “exposición con el afuera” (Nancy) como a la necesidad política de crear espaciamientos críticos (incluyendo la apertura simbólica de cierta producción artística, creadora de una “zona de incertidumbre”) en un espacio social que se pretende suturado.

Tal vez en esas indagaciones el lector sienta que puede respirar. El libro, sin embargo, no da tregua. De forma elíptica y polémica, Méndez Rubio advierte incluso sobre un cierto “activismo” que da por evidente la posibilidad de una acción crítica en el espacio público actual. Contra las “llamadas fáciles a la acción” que involuntariamente tienden a reproducir el orden existente, el autor insiste en la necesidad de revisar los propios presupuestos (o definiciones) del hacer, parafraseando a Zîzêk y su llamado a “hacer nada” –que de lugar a otro hacer y, en primer término, a otro modo de vivir. Y aunque ante un posicionamiento así uno se ve tentado de preguntar si no estamos ya “haciendo nada”, la puntuación crítica es más que pertinente en un contexto histórico en el que incluso las prácticas políticas más contestatarias corren el riesgo de ser asimiladas sin excesiva dificultad.

Cualquiera sea la respuesta a la cuestión previa, Méndez Rubio nos instala en un campo tan incómodo como imprescindible al momento de hacer una reflexión política radical. Si el valor de un trabajo crítico no reside en su novedad sino en su capacidad de perforación -o, si se prefiere, en su fuerza para desenlazar esos nudos que nuestra actualidad ha atado con violencia-, entonces, no hay dudas que La desaparición del exterior opera en ese sentido de un modo lúcido y ejemplar. Lejos de limitarse a repetir, persiste en la interrogación de una problemática de primer orden: el giro histórico de un  «fascismo clásico» ligado al nacional-socialismo a un «fascismo de baja intensidad» (2). Su tesis es tan clara como inquietante: el actual sistema global(itario) en el que vivimos puede caracterizarse precisamente por esta segunda variante fascista, en absoluto ajena a la realidad de un holocausto permanente:
           
Mientras tanto, la identificación de la política con la lógica del terrorismo y de la guerra sigue su curso afable, indiferente. Así que la subversión apenas perceptible, silenciosa, le queda aún el desafío de desbordar el esquematismo y el absolutismo autista del sistema, el reto de transgredir los límites secretos de una propaganda ilimitada. Esto es: la necesidad de encontrar las fisuras improbables de una realidad sin exterior (2012: 70).

En una época de “mirada sin visión”, la referencia a una “política nocturna” es ineludible; se trata de aprender a mirar contra la obviedad de la propaganda que incita al consumo mientras la información y la guerra se convierten en mercancías cada vez más rentables. Esa obviedad propagandística no sólo absolutiza y totaliza su punto de vista; también instala un discurso monológico y estandarizante que censura matrices discursivo-críticas, asimilando la producción de orden a la producción de miedo a gran escala. Correlativamente, la «guerra» aparece como “medio de reproducción de las alianzas entre mercado y estado, capitalismo y gobierno”, planteando la disidencia como una “amenaza sistémica”.

El diagnóstico es lapidario: tras el 11-S, vivimos en un estado de excepción permanente, bajo la hegemonía de un fascismo de baja intensidad. Si el fascismo clásico constituye una variante comparativamente más letal en el plano de los cuerpos, en este caso se trata de una variante que a través de la «ideología de la no ideología» apuesta a desarticular cualquier vestigio de una existencia autónoma y su apertura a la alteridad. A ese desplazamiento, que no niega rasgos comunes (el espectáculo, la propaganda, el aislamiento, la movilización masiva), le corresponden operaciones diferenciales: mientras el fascismo clásico opera predominantemente a través de un estado militarizado que administra el genocidio, el fascismo de baja intensidad opera de forma predominante a través de «golpes de mercado», con consecuencias no menos funestas para cientos de millones de vidas.

Ahora bien, si hay estructuras fascistas en la “vida democrática”, si la modernidad misma tiene como contracara el holocausto, entonces, cualquier proyecto de reingeniería social no hace más que agravar las cosas. Con ello, el reformismo como intervención política deja indemnes las bases socioculturales e institucionales que producen una masacre más o menos silenciosa: el racismo, el autoritarismo centralizado, la estabilización del estado de excepción, la pasividad de la población civil terminan institucionalizando el mundo como “campo de concentración”. En tanto nuevo fascismo no se plantea aquí una “solución final” puesto que ya no la necesita: la alteridad, gestionada como amenaza, está sometida al riesgo de la desechabilidad. Alcanza con observar lo que ocurre con tantos inmigrantes o grupos marginados para saber que ese riesgo regularmente se convierte en una sangrante realidad.

III

No es propósito de estos breves apuntes resumir un libro estrictamente irresumible. Como aventura intelectual y política, exige ser transitada en su complejidad y sus aristas más punzantes. Sus afirmaciones son suficientemente graves como para que el lector ahonde en sus implicaciones. No se trata, desde luego, de generalidades difusas: cada ensayo de Méndez Rubio, como un poliedro, aborda en profundidad diferentes dimensiones de un presente neofascista que (nos) amenaza de muerte: la guerra, la inmigración, los mass-media, la alianza entre mercado, estado y cultura masiva, la ciudad imposibilitada y algunas formas de resistencia cultural ante un presente devastador, son abordados de manera incisiva, con una argumentación implacable y luminosa. Pero Méndez Rubio no se limita a constatar el desastre: invita a “una travesía que empieza desde la derrota”. Puesto que “estamos dentro”, nuestra labor no puede ser sino el de intentar inventar una salida.

La desaparición del exterior recapitula unas tesis previas que ya anticipaban la ofensiva capitalista en curso desde hace una década, a escala planetaria. Sin embargo, en las condiciones históricas de producción de esas tesis, diez años atrás, la afirmación de que social-democracia y fascismo de baja intensidad mantenían una relación más estrecha de lo que en general se estaba dispuesto a admitir estaba destinada a ser desoída. La promesa de acceso ilimitado al consumo (a partir del endeudamiento) en el contexto de una democracia de masas, celebrada como el “fin de la historia” y articulada por los massmedia, parecía confinar esas tesis al desasosiego de la teoría crítica tardía, las más de las veces descalificada de manera simplista por «apocalíptica» en los términos de Eco.

Las ilusiones de un capitalismo benevolente, sin embargo, han estallado en muchos de los países que estaban presuntamente resguardados de sus riesgos. Con ese estallido, la tesis del fascismo en las llamadas democracias occidentales contemporáneas adquiere una renovada fuerza interpretativa. El régimen de pequeños privilegios del que antaño gozaban las presuntas “sociedades opulentas” se desvaneció en el aire y con éste la promesa social-demócrata de una sociedad del bienestar en un mundo arrasado. El giro hacia la derecha política en Europa –giro que precede claramente al ascenso electoral de partidos explícitamente neoconservadores- muestra lo que el conformismo cultural de principios de milenio quiso omitir: que el modelo de bienestar europeo se basó -y sigue basándose donde sobrevive- en un orden internacional criminal que transfiere el malestar a las periferias (interiores). La primacía de fuerzas económicas globales sustraídas de cualquier control público -suficientemente poderosas como para cambiar de modo drástico lo que en décadas anteriores se suponía, no sin cierta arrogancia, la “herencia de Europa”- es tan notable como inadmisible siquiera desde una perspectiva que se pretenda mínimamente democrática.

Ante estas transformaciones histórico-políticas, las condiciones ideológicas de recepción de las tesis formuladas en La desaparición del exterior quizás pueden resultar menos hostiles para algunos de los sujetos damnificados, esto es, disponer mejor a la escucha de lo que el discurso hegemónico quisiera borrar de modo definitivo: el recuerdo desequilibrante de un afuera improbable, que supone ante todo “mirar” de otro modo. Retroactivamente, la tesis sobre el fascismo no sólo tiene validez histórica en unas condiciones que predisponían a su rechazo apresurado, sino que muestra su poder anticipatorio: el capitalismo actual no puede sustentarse sin abatir a las mayorías sociales, sea a través de la eliminación y el confinamiento de masas marginales crecientes, sea a través del exterminio a gran escala mediante la guerra terrorista contra el Terror que para este interiorismo encarnaría el “afuera”.

La validez de esta tesis, sin embargo, no nos impide preguntar acerca de sus variaciones contemporáneas. ¿Podemos seguir describiendo en términos de magnitudes fijas o intensidades invariables lo que ocurre en la actual fase del capitalismo a nivel mundial? Para arriesgar una reformulación: la articulación específica de «guerra mundializada», «golpes de mercado» y «cultura masiva» puede dar lugar a intensidades diferenciales según los contextos históricos locales o incluso glocales. Quizás lo que en nuestro presente se está planteando con fuerza esté ligado a una articulación hegemónica elástica y multifocal entre estado de excepción, mercado capitalista y cultura fascista, capaz de producir y legitimar, alternativa o simultáneamente, según el caso, la criminalización y marginación de determinados grupos sociales, las guerras preventivas, las hambrunas de gran escala, la segregación in situ o el confinamiento en campos de encierro (incluyendo campos de refugiados o centros de internamiento), por mencionar sólo algunas de las aristas más estridentes de esta poderosa máquina de trituración. Dicho de otro modo: según imperativos inmanentes a esta articulación dinámica y la correlación de fuerzas sociales, la “presión” sobre las poblaciones puede variar de forma significativa. Así pues, cabría indagar sobre el vínculo entre este «fascismo de intensidad variable» y un recalcitrante neoconservadurismo convertido en ideología del capital trasnacional desterritorializado. Según las coyunturas histórico-concretas, habrá que investigar esas intensificaciones relacionadas, en cierta medida, a la magnitud de los antagonismos sociales que se plantean localmente y que, por definición, horadan esa interioridad sistémica que se pretende irresistible.

Desde luego, que esa operación hegemónica reclame según los contextos locales intensidades diferentes no nos hace olvidar que, globalmente, estamos ante la misma potencia fascista, productora en masa de residuos humanos o, para decirlo de una forma más sencilla, de un soberano desprecio hacia el Otro. El «capitalismo del desastre» -tal como insiste Naomí Klein- está entre nosotros. Méndez Rubio no se limita a constatarlo, sino que específica de forma crítica algunos de sus rasgos constitutivos, empezando por esa ideología triunfante que proclama la muerte de todas.

En este sentido, el interés por indagar en las grietas de esta gran membrana, por ver lo que a pesar del borrado persiste, es mucho más, y quizás algo esencialmente distinto, que una preocupación académica (legítima por otra parte). Allí se nos juega un modo de vivir, una apuesta invisible. Las encrucijadas son diversas y esa interrogación por lo que a pesar del borrado persiste resulta demasiado decisiva en la hora insegura como para no tener que volver sobre ella. Es cierto que no alcanza con mirar afuera cuando el muro está por todas partes o cuando ni siquiera sabemos si hay afuera. Pero ¿qué es la teoría crítica sino esa promesa más o menos explícita de ver más allá de la ceguera planificada de la masacre, partiendo de sus límites, acaso con la expectativa más o menos tácita de una emancipación nunca definitiva, rodeada de incertidumbres? Sin retorno posible a un bienestar cercado, a pesar del muro blanco, tal vez no todo sea motivo para el pesimismo. Y si lo es, se tratará en todo caso de un «pesimismo organizado» que no implica claudicación práctica. Como dice Méndez Rubio (2012, 240):

Precisamente porque el espacio se ha resquebrajado y abierto de una forma singularmente nueva, crítica, ahora las opciones se abren y reinventan también sin límite. Todos somos por una vez tan extras como protagonistas. Porque todo está en juego, y eso no se podía decir con la misma claridad en otros momentos o contextos. Un fascismo de baja intensidad produce un holocausto de baja intensidad, y reclama, entre otras cosas, una lucha de intensidad máxima.



Arturo Borra


(1)     Jabès, Edmond (2004): El libro de los márgenes II, trad. Begoña Díaz Zearsolo, Arena Libros, Madrid.
(2)   Otro de los intelectuales en el ámbito español que contribuyó a forjar este concepto es Carlos Taibo, quien en 2001 publicara un breve artículo llamado “Fascismo de baja intensidad” (en El Viejo topo, Nº 158, 2001, págs. 6-7).