viernes, 7 de junio de 2024

«Un régimen de locos: la globalización de la guerra» -Arturo Borra

 




“La atrocidad vuelve a ser ruido de fondo”. 

Naomí Klein 

 

En el borde del abismo, las grandes potencias del mundo insisten en su política beligerante, en una espiral de conflicto que evoca el fantasma de la segunda guerra mundial, reactivando la retórica incendiaria de la amenaza nuclear. Los tambores de guerra suenan cada vez más cercanos y las principales fuerzas militares de la OTAN, lejos de procurar pacificar la situación alarmante que han contribuido a crear, no cesan de alentar este antagonismo que amenaza con propagarse, aunque de manera presuntamente controlada, llevándose consigo cientos de miles de muertes tras un paisaje en ruinas.   

Preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí sigue teniendo sentido incluso si ya tenemos un principio de respuesta política abreviada: por la falta de autolimitación de los estados, a contramano de lo que cabría esperar de un régimen democrático. Precisamente, porque la defensa de la autonomía individual y colectiva -tal como ha planteado Cornelius Castoriadis en numerosas ocasiones- tiene como contraparte necesaria la autolimitación política, algo que en lo más mínimo están haciendo los estados en liza. Para decirlo de una vez: llegamos a esta encrucijada por la absoluta irresponsabilidad de nuestros gobernantes, alentados por una red económica-financiera que opera como una verdadera dictadura del capital. No se trata de ninguna “mano invisible”: la ambición desmesurada tiene rostros identificables, incluso si los desconocemos. Como prestidigitadores, harán que los poderes gubernamentales vociferen su dictum que no es otro que el llamado a alistarse aunque sea como participante indirecto, mientras repiten que hay que hacer la guerra para alcanzar la paz o asesinar a millones para defender la democracia que dicen encarnar sin el más mínimo pudor moral. Ni remotamente se les ocurre apelar a una consulta colectiva a la ciudadanía damnificada, apostar por las negociaciones multilaterales, forzar un armisticio o recurrir a la búsqueda de consensos aunque más no fuera en algunos pocos asuntos fundamentales. Todo lo contrario: las grandes inversiones en la mal llamada "defensa" se traduce en desinversión en áreas sociales fundamentales, comenzando por los servicios públicos deteriorados por décadas de financiación insuficiente. La decisión gubernamental de ampliar los presupuestos estatales en industria armamentística, priorizándola por sobre las necesidades más acuciantes de las mayorías sociales (como el acceso a la vivienda, la consolidación del empleo digno, la mejora de la sanidad o la educación pública, por mencionar algunas) no deja de ser otra derrota política de la izquierda parlamentaria. Mediante una nueva transferencia de recursos públicos a empresas del complejo industrial-militar, las guerras en curso profundizan la concentración de capital e incrementan el empobrecimiento generalizado que provocan las políticas neoliberales, cada vez más identificadas con una necro-política que no cesa de lucrar con los muertos.   

Que nuestros estados responden más a los intereses de los grandes grupos económico-financieros que a la propia ciudadanía resulta una evidencia abrumadora. El cinismo de nuestros gobernantes es desolador: mientras condenan con razón la invasión rusa a Ucrania, no dudan en apoyar al estado israelí, el mismo que está perpetrando un genocidio en nuestras narices sin mayores dificultades. Incluso si de vez en cuando se plantean algunas tibias protestas gubernamentales, lo cierto es que la coalición occidental –una alianza de potencias decadentes- no ha cesado de proveer armamento y apoyo militar a las mismas fuerzas de ocupación que amenaza –de forma poco verosímil- con sancionar. No es que falten razones legítimas para repudiar los crímenes perpetrados por potencias neocoloniales como Rusia o para combatir grupos que usan el terror como método político. Lo que sobra es la retórica legitimatoria de los crímenes propios perpetrados a plena luz del día, como el que ahora mismo está produciéndose en Gaza con el vergonzoso apoyo de las principales potencias occidentales.   

Lo escandaloso es este doble rasero cada vez más flagrante: al repudio legítimo a los ataques de Hamás no le sobrevino el repudio no menos legítimo al genocidio de la población civil gazatí; la enérgica condena al controlado ataque iraní no ha tenido ninguna contracara crítica con respecto al ataque israelí previo a la embajada de Irán en Damasco, un acto de declaración de guerra que nuestros hipócritas analistas pasan por alto con una ligereza tan temeraria como reveladora. El complejo mediático empresarial se frota las manos: harán caja con sus discursos que ven la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio. La redefinición de las prioridades públicas según la opinión publicada no tardará en provocar nuevas deflagraciones que contemplaremos como espectadores más o menos impotentes, incluso si ese siniestro espectáculo está financiado en buena medida con nuestros recursos públicos. En efecto, lo que está en discusión son los negocios, no las vidas humanas.   

Una vez que cuestionamos esta doblez moral, resulta claro que no es exigible al otro una contención político-militar que los estados occidentales no practican en absoluto. El mal es ubicuo y endémico y cualquier localización o circunscripción en los otros es completamente simplista y falaz si no identifica las principales fuerzas en pugna, comenzando por los estados criminales –con EEUU, Reino Unido, Alemania y Francia a la cabeza- que planifican el desastre, constituyéndose en protagonistas indiscutibles de la escalada bélica que nos asedia. Si alguien ya se estaba despidiendo de la OTAN, el presente es un rotundo recordatorio de su reactivación más brutal, aunque para ello tuvieran que empeñarse a fondo, incumpliendo acuerdos preexistentes como los acuerdos de Minsk, la no expansión de la OTAN hacia Europa del Este o la evitación de injerencias externas en países supuestamente soberanos.   

La falta de autolimitación de los estados y la rentabilización de la guerra por las multinacionales del crimen resulta claro para quienes no participan en la trama mitómana del poder de nuestros estados más próximos a una timocracia que a una democracia efectiva. Porque lo que desde hace tiempo se dirime es la lucha por la hegemonía mundial, incluso si para ello deben generar focos bélicos que desgasten al enemigo o a sus aliados, en términos de costos-beneficios o de una razón instrumental que utiliza como medios a cientos de miles de seres humanos convertidos en peones a sacrificar. Semejante trama criminal es el elemento que se escamotea en los medios masivos de comunicación, imprescindibles en la construcción de adhesiones a una política belicista en curso, que es global aunque esté focalizada en algunas zonas "calientes" del planeta. En efecto, en este escenario de guerra ya participan de forma directa e indirecta las principales potencias del mundo.   

Llegados a este punto, nuestra impotencia política individual no debería hacernos perder de vista nuestra capacidad colectiva para intervenir en nuestra historia, incluso si ello supone desafiar el discurso canalla que manejan los expertos en la gestión sistemática de la mentira. En este contexto, no deja de ser extraño que fuerzas políticas autodenominadas "progresistas" nos lleven a esta situación extrema planteándola como inevitable. Sin embargo, hace tiempo que la propia distinción entre progresismo y conservadurismo reaccionario está difuminada: la (pseudo)izquierda parlamentaria -timorata y pusilánime- ha virado hacia políticas clasistas y colonialistas sin tapujos; la (ultra)derecha -la única realmente existente- no ha hecho más que ensanchar su horizonte conservador y autoritario, defenestrando en nombre de una falsa libertad de mercado todo lo que se parezca a lucha por el bien común o a consolidación de derechos colectivos -desde el feminismo a la defensa de las minorías sexuales y, más en general, a todo lo que huela a igualdad entre seres humanos-.  

Aunque este auténtico «régimen de locos» no es ninguna novedad, lo que sí parece o podría ser novedoso es el abierto juego de cotización de la muerte que la necropolítica propone, sin inmutarse ante sus contradicciones más evidentes. No teme al descrédito, entre otras cuestiones, porque tampoco teme ninguna respuesta colectiva realmente desestabilizadora. La impunidad da carta blanca a los asesinos. Que el capitalismo -tanto en su variante neoliberal como en su vertiente estatalista- necesita guerras para apuntalar su crecimiento insostenible no es contradictorio con el hecho de que ese mismo crecimiento se apoye sobre la eliminación de vidas declaradas superfluas, parte de un excedente humano condenado a la muerte o al abandono.   

Literalmente siguen enviando este "excedente" al frente bajo la forma de miles de cuerpos a sacrificar mientras las grandes corporaciones de la guerra gestionan sus ingentes negocios basados en la industrialización de la muerte. ¿Qué significan para ellos unos millones de muertos más, sobre todo si los muertos los ponen los otros? Por supuesto que sus hijos no irán a la guerra ni sus mujeres e hijas serán violadas o secuestradas. Para eso están las vidas precarias, reducidas a fuerza militar, incluso cuando la tarea encomendada no es otra que eliminar a quienes participan en su misma condición de clase.   

La economía política del sacrificio se estructura sobre un doble pivote: defender los privilegios vitales de unas elites mientras se exige el máximo sacrificio de los otros a fuerza de convertir el mundo en un páramo. El juego perverso no es otro que dar la muerte de los otros para sustentar la vida megalómana de las elites sociópatas que nos gobiernan mundialmente.   

Dicho lo cual, nos enfrentamos a una situación en la que la no intervención ya es una forma de consentimiento ante lo existente. Porque se juega, ahora mismo, mucho más que unas supuestas guerras focalizadas. Lo que está en riesgo, cada vez más, de forma dramática, es el futuro de la humanidad en tanto conjunto indivisible, un futuro que no sea otra oportunidad enterrada como un cadáver del presente.  

Precisamente porque estamos en un régimen amplificado por el cinismo del poder mediático dominante es que necesitamos articular de forma apremiante una voluntad colectiva antagónica al actual bloque hegemónico. Porque si algo parecido a la justicia sigue siendo imaginable es por esa capacidad de responder a un Otro que nos mira frontalmente, en silencio, sin siquiera preguntarnos por qué permitimos que la masacre siga aconteciendo. 


Arturo Borra

viernes, 9 de junio de 2023

Tras la decepción: duelo y esperanza (I). La indigencia del presente - Arturo Borra

 


La intuición de que nuestro presente es un tiempo de claudicación política vuelve a interrogarnos sobre el margen existente para la institución de una sociedad diferente, más justa que la actual. No se trata sólo de una creciente brecha de derechos dentro de las sociedades del presente, de un incremento de la desigualdad mundial o de la producción descontrolada de pobreza incluso en las mal llamadas «sociedades opulentas». Ni siquiera de una escalada bélica que amenaza con arrasar los pocos vestigios de paz todavía existentes en el mundo o de la vulneración sistemática de derechos humanos que se produce a cada instante, comenzando por aquellos que presumen ser sus abanderados.

En la edad del cinismo los peligros son mayores. Porque el daño sistémico no es una consecuencia involuntaria de acciones bien encaminadas sino el producto más o menos previsible y consciente que determinadas prácticas sociales y políticas ponen en juego. Por tanto, elaborar una crítica del presente necesita dar cuenta de esta «reflexividad» de nuestra época, incluyendo el giro del discurso político hegemónico hacia una (ultra)derecha que impugna la promesa de otro mundo. Una crítica radical no tiene que olvidar, pues, la propia derechización de los discursos políticos que tornan sospechosas ideas que antaño eran asimiladas sin más a la «social-democracia», ella misma construida como dique ante cualquier política de signo revolucionario. Incluso algunos de los gobiernos declaradamente “socialistas” no dudan en recortar las garantías constitucionales, desmontar importantes conquistas históricas de las clases trabajadoras, criminalizar ciertos flujos migratorios considerados indeseables y, en general, restringir las oportunidades sociales y económicas para las mayorías sociales. En esas condiciones, la política de la justicia que cabe defender no puede ser otra que la de la radicalización de la democracia.

Las plagas que aludía Derrida en Espectros de Marx (1) no han cesado de intensificarse: i) el paro elevado en mercados desregulados, ii) la exclusión masiva de ciudadanos sin techo, iii) la guerra económica sin cuartel, iv) las contradicciones entre mercado liberal y proteccionismo de los estados capitalistas, v) la agravación de la deuda externa y sus efectos en la propagación del hambre, vi) la industria y comercio de armamentos, vii) la expansión incontrolable de armamento atómico, viii) las guerras interétnicas en sentido amplio, ix) el poder creciente de las mafias y el narcotráfico y x) el estado del derecho internacional dominado por estados-nación particulares. A esas plagas se pueden agregar con facilidad tantas otras: xi) la expansión de la corrupción estructural extendida en instituciones económicas, políticas y culturales fundamentales, xii) la primacía de la economía financiera por sobre la economía productiva, xiii) el relanzamiento del neocolonialismo, xiv) la institucionalización del estado policial (y la correlativa suspensión selectiva de derechos humanos) dentro de regímenes formalmente democráticos, xv) la propagación de proyectos tecno-militares no convencionales a escala mundial, xvi) el fortalecimiento de los oligopolios mediáticos, el creciente control informativo y la falta de diversificación de las industrias culturales, xvii) la destrucción irreversible del medioambiente, xviii) los déficits estructurales de una democracia parlamentaria incapaz de responder tanto al empobrecimiento generalizado de la ciudadanía como a la concentración inédita de poder económico y político de las elites mundiales, xix) la consolidación de las alianzas entre estados y corporaciones trasnacionales, xx) la persistencia del sexismo, la homofobia y la transfobia, y xxi) la escalada del racismo y la xenofobia, que condena a una parte de la población mundial a la marginación sistémica y, eventualmente, a la muerte por abandono de miles de sujetos desplazados, cualquiera fuera el estatuto reconocido, tratados como «sobrante estructural» (2).

Un diagnóstico semejante del presente podría incluso resumirse en la referencia a procesos sistémicos entrelazados que, en la actual fase del capitalismo mundial, producen de forma compulsiva diferentes formas de desigualdad social. Con independencia al modo de conceptualizar esos procesos, el optimismo imbécil de los grupos dominantes cada vez encuentra menos asidero fáctico. El mundo social actual se parece a una escombrera de la que apenas están sustraídos quienes se protegen en sus oasis privados. La sociedad catastrófica que resulta de esta configuración política del mundo es cada vez más indisimulable.

La misma evidencia de esa catástrofe resulta tan aplastante que, tal como señaló hace décadas Habermas, las energías utópicas parecen agotadas (3), incluso si el conformismo está siendo relevado por una resignación más bien generalizada. Más todavía, ante ese agotamiento, las opciones sociales al uso parecen ser de carácter “adaptativo”: convertir el arrase sistémico en una oportunidad de negocios -tal como ocurrió de forma hiperbólica con la pandemia o con la guerra en Ucrania- o rendirse ante la evidencia catastrófica del mundo que estamos creando para gozar de sus restos. En semejante encrucijada, la izquierda política, especialmente en el sistema parlamentario, aparece más bien arrinconada. Las propias fuerzas sociales y políticas que pretenden encarnar ese horizonte, aunque activas y persistentes, están afectadas por una fragmentación que amenaza con convertirse en un verdadero cisma.

En un contexto semejante, la reformulación de un proyecto político alternativo frente a una ultraderecha sin complejos se hace apremiante. Hasta los movimientos sociales más combativos –desde el feminismo al antirracismo, desde el ecologismo hasta el anticapitalismo- tienen que enfrentar, además de su división interna, la estigmatización de la que son objeto. De forma simultánea, cabe constatar así tanto la persistencia de resistencias sociales relevantes en la construcción de un contrapoder popular como una dificultad recurrente para articular estas resistencias en un horizonte político altermundista. Semejantes prácticas, en su fragmentación, difícilmente pueden transformar unas relaciones de poder asimétricas que las condenan a seguir ocupando una posición minoritaria, cuando no testimonial, en el tablero político.

Aun dentro de las luchas culturales de nuestra época, un movimiento tan subversivo e imprescindible como el feminismo amenaza con ser fagocitado, en una de sus variantes, a nivel sistémico, con el riesgo de convertirse en un subterfugio estratégico para quienes pretenden esquivar el insoslayable debate sobre las desigualdades de clase, las opresiones raciales y étnicas y la destrucción irreversible de la naturaleza (4). ¿Qué cabe señalar sobre un sindicalismo en retirada como instrumento de clase? ¿De un antirracismo que recae de forma frecuente en cierto etnicismo esencialista o del anticapitalismo que parece condenado como un fantasma a soportar la repetición de lo terrible con dificultades para leer las mutaciones históricas de la sociedad y las posibilidades políticas que dichas mutaciones producen?

Aunque ninguna de las variantes partidarias de las fuerzas políticas que se reconocen en la izquierda logra más que una porción marginal del electorado, el problema no es meramente electoral sino más bien estructural: la dificultad recurrente para interpelar en una dimensión política, no necesariamente de carácter institucional, a diversos sectores sociales perjudicados por un sistema de arrase que no cesa de agravarse.

Doble problema entonces, referente tanto a una situación insostenible a nivel mundial, a la amenaza nuclear otra vez sobrevolando nuestras cabezas y a la expansión de injusticias históricamente superables sino, también, en cuanto a la capacidad de movilización colectiva y, particularmente, en cuanto a nuestra potencia para reelaborar y encarnar de forma creíble una promesa emancipatoria. La propia apuesta por un proceso de emancipación social se ha convertido, en el discurso hegemónico, en un proyecto sospechoso, cuando no anacrónico. Multitud de intelectuales orgánicos parecen celebrar esta derrota política, convertidos en expertos en minucias. Profetas de la rendición, no lamentan más que su perdido protagonismo en una ciudad letrada que ya no existe.

Llegados a este punto, en el que hasta el pensamiento crítico está asediado, hay que interrogar al propio «sujeto emancipatorio», no para prescindir de una esperanza de cambio sino para darle forma desde el reconocimiento de una pérdida fundamental, que no tiene nada que ver con el reiterado “fin de la historia” sino con la merma de su protagonismo histórico y, especialmente, de su capacidad efectiva de transformación radical. La pregunta que insiste puede formularse así: ¿cómo gestionar la decepción con respecto a las “realizaciones históricas” de la izquierda en su sentido amplio y, no obstante, seguir ahondando en su huella emancipadora? ¿Cómo transformar esa decepción en una política de la esperanza que eluda de forma decidida el autoengaño? Dicho de otro modo: ¿cómo repensar una política utópica que parta de la falta del propio sujeto emancipatorio, incluso tras la decepción ineludible que sentimos no sólo tras experiencias transformadoras traicionadas o interrumpidas (5) sino tras esta nueva escalada de la ultraderecha política?

 

Notas:

 

(1)    Derrida, Jacques (2012): Los espectros de Marx, Trotta, Madrid, pp. 95-98.

(2)    Para una primera formulación remito a Borra, A. (2013): “Del sacrificio al cinismo: el mundo como mercancía”, en Rebelión, 15/02/2013, versión electrónica en https://rebelion.org/del-sacrificio-al-cinismo-el-mundo-como-mercancia/

(3)    Cf. Habermas, Jurgën (1988): Ensayos políticos. Ediciones Península, Barcelona, p. 113 y sig.

(4)   Remito a los señalamientos críticos de Arruzza, Cinzia, Bhattacharya, Tithi y Fraser, Nancy (2019): Manifiesto de un feminismo para el 99%, Herder, Barcelona. Las autoras apuestan por construir el feminismo desde un «ethos radical y transformador», trazando el camino para un feminismo que necesita unirse con movimientos sociales anticapitalistas, ecologistas, antirracistas, defensores de los derechos de los trabajadores y emigrantes, entre otros.

(5)    Para un relato biográfico sobre las revoluciones traicionadas o interrumpidas, cf. Víktor Shklovski​ (1972): Viaje sentimental. Crónicas de la revolución rusa (1923). Anagrama, Barcelona.

 


martes, 5 de julio de 2022

«Operación masacre»: notas necrológicas para un crimen de estado - Arturo Borra

 


Quisiera que esta condena de la masacre de Melilla -perpetrada con la complicidad de los estados español y marroquí el 24 de junio de 2022- no sea una simple lamentación. Un lamento ante aquello que, siendo completamente evitable, no podemos evitar como parte de una ciudadanía impotente ante decisiones que los estados adoptan apuntalando un orden mundial criminal. Digan lo que digan, una masacre es evitable. Una masacre no es una guerra o un enfrentamiento. Hay victimarios concretos que perpetran la acción deliberada de matar a personas indefensas.

Para disipar el lado más brutal del acto de matar dirán que se cumplió con el deber. El pensamiento imbécil se encargará de presentar las piedras como armas y los cuerpos como escudos. Pero la elasticidad de lo real es limitada: hay una resistencia a simbolizarlo de cualquier modo. Entonces no tendrán más camino que proseguir su defensa dogmática del crimen impugnando la crítica. Cualquier cuestionamiento a la política en curso será cuando menos reducida a una forma demagógica e hipócrita ligada a sospechosos intereses personales, cuando no descalificada por hacer el juego a no sabemos qué radicalidad. En la neolengua disparar a quemarropa es llamado “defensa legítima” y la masacre “protección de fronteras”. Razón de estado –argüirán-. Aunque se trate de una razón homicida.

Si un deber implica participar en una masacre no hay deber alguno al que uno se deba. Nadie puede obligarnos a ejecutar a personas en situación de indefensión. El dilema ético entre acatar o desobedecer no es nuevo. Pero decir que se trata de un «dilema» es engañoso. Una ética de la rebeldía, en un contexto semejante, tiene que tomar una decisión forzada. Declinar del homicidio -aunque lo ordenen desde algún despacho. No hay dilema entonces. Aunque jurídicamente un subordinado pueda tener problemas por desobedecer órdenes inmorales. Incluso si alguien se encontrara en apuros para tomar la decisión de obedecer o no, esas vicisitudes no son del orden de la conciencia moral sino del cálculo de beneficios.

Aproximarse a la realidad de la masacre no tiene por qué llevarnos al orden de las definiciones depuradas de los acontecimientos que las significan. Las masacres como regularidad histórica enseñan que unos seres humanos, en nombre de alguna finalidad o misión presentada como superior, se sienten autorizados a matar a otros inclusive si están en situación de indefensión. Los mismos estados que claudican ante multinacionales y grandes corporaciones trasnacionales (capaces de especular con lo más básico e imprescindible para vivir), en estas otras ocasiones, invocan la «patria» como si estuviera bajo un estado permanente de amenaza. La invocación no es inocente: instala un presunto riesgo externo para tapar la magnitud de las concesiones internas. Y si encima el “riesgo externo” está privado del derecho de hablar, el fantasma es ideal para tapar el hueco. Se adapta a las dinámicas propias sin la perturbadora evidencia de nuestra miseria. Cohesiona a fuerza de exclusión. Como la «operación masacre» que relató en 1957 el periodista y escritor argentino Rodolfo Walsh (asesinado por la Junta Militar en 1977): prescribir un único modo de ser presagia lo peor para quien lo contraviene. La analogía tiene su justificación, no por los regímenes políticos respectivos, sino por la continuidad de un crimen de estado que se legitima apelando a una “(…) situación provocada por elementos perturbadores del orden público [que] obliga al gobierno provisional a adoptar con serena energía las medidas adecuadas para asegurar la tranquilidad pública en todo el territorio de la Nación” (Rodolfo Walsh, Operación Masacre, De la Flor, Buenos Aires, pág. 37).

La perturbación del orden público reclama una política de restauración. Apartar los “elementos perturbadores” como sea. Incluso si es preciso un castigo ejemplar o una lección de muerte. Lo importante es adoptar “medidas adecuadas para asegurar la tranquilidad pública en todo el territorio de la Nación”. Un salto de algunos centenares de personas, al decir de las autoridades de gobierno, pone en riesgo la integridad territorial, perturba la tranquilidad pública. Invita a adoptar “medidas adecuadas”. Aunque haya que matar para restablecer el orden alterado. Qué extraña declaración de fragilidad de la Nación: unos centenares de vidas en peligro, desde el flanco sur, ponen en riesgo la integridad de una Nación que presume regirse por un «estado de derecho». Un «estado de derecho» que, de forma súbita, se declara tan frágil como para actuar como estado de excepción ante un salto que no tiene nada de masivo, al punto de ser controlado en escaso tiempo mediante una incontrolada violencia policial.

Que las noticias sobre inmigración se parezcan cada vez más a una continua nota necrológica debería advertirnos del rumbo de las políticas de muerte que los estados del norte despliegan para evitar el efecto que ellos mismos provocan: desplazamientos colectivos a raíz del expolio sistémico que producen, incluyendo mecanismos lucrativos como las guerras o las hambrunas que los grandes mercaderes mundiales saben capitalizar como nadie. (El hambre, como la muerte, también puede ser rentable). El trabajo simbólico está hecho. ¡Si hasta instituciones militaristas como la OTAN, en su desvergüenza manifiesta, se permiten referirse a las migraciones “ilegales” (sic) como “amenaza”, migraciones que ellas mismas han producido con sus políticas de guerra permanente! ¡Si hasta Frontex puede seguir practicando su necropolítica sin esas molestas interferencias normativas que son los derechos humanos! Y si no fuera suficiente, ahí tienen el racismo estatal y mediático construyendo algunas vidas desesperadas como un peligro mortal para la soberanía nacional que, por lo demás, permanece imperturbable si las procedencias son de otras regiones más favorecidas, si están generadas por la masificación del turismo o por grandes capitales extranjeros, aun si especulan con lo más básico de nuestras vidas. Nada de eso escandaliza: no habrá movilizaciones más que de los ya movilizados; no habrá repudio generalizado, aunque permanezcan las velas encendidas en homenaje a tantas memorias truncas; no habrá grandes declaraciones humanitarias ni oraciones fúnebres para la fosa común donde enterrarán los cuerpos asesinados en nombre de una nación que brilla por su ausencia de comunidad. Las exequias quedarán para otra vida y la despedida o el duelo será para otros remotos que jamás visualizaremos.

Los muros blancos garantizan invisibilidad pública mientras los jefes de gobierno se felicitan por la aplicación de sus fuerzas de inseguridad siempre dispuestas a esmerarse a fondo para reprimir las añoranzas sin lugar. La eficacia de los muros blancos está fuera de duda. Son mortíferamente eficaces. Las fuerzas brutales de seguridad ya están entrenadas desde hace décadas; recambian piezas pero allí está la argamasa ideológica tardo-franquista bien compacta garantizando la continuidad de la disciplina y el respeto a las jerarquías institucionalizadas. El único discurso proferido, el pregón favorito, se transmite con palos y disparos. Ya tienen su marco de prejuicios relucientes –les han sacado brillo a fuerza de amplificación ideológica- y su duro entrenamiento apaleando a quienes no se dignan con acatar el orden de los escombros. Ni por un instante se les ocurre preguntar por quien dicta el mandato ni por el despacho ministerial que instruye en la violencia policial practicada con modales, sin perder la risa.

Quisiera entonces elaborar un discurso capaz de cuestionar a aquellas instituciones (mundiales, europeas y nacionales) que dan la espalda al dolor anónimo, porque han saqueado los nombres de sus protagonistas y borrados los procesos que atraviesan sus vidas. Llámese «exilio», «éxodo», «diáspora desesperada»… No «refugio», porque ese dolor humano que se acumula en la frontera vive en el desamparo absoluto, huyendo de las guerras y otras calamidades. No «refugio», para evitar seguir sosteniendo la pantomima al infinito. También el lenguaje necesita ruborizarse. Evitar el eufemismo que borra la dimensión sangrante de la violencia institucional.

No hay dispositivos especiales para abrazar ese desamparo. Los cuerpos estigmatizados tampoco suscitan empatía alguna: la industria mediática ya se ha encargado de ponerlos a una distancia insalvable. Su ontología es la desaparición. Ya es demasiado infame el trato como para disimularlo con rodeos a la orden. A fuerza de sedimentación, las víctimas se han convertido en “asaltantes violentos” (sic), “amenazas” (sic) para la integridad territorial, “riesgo” (sic) securitario, foco delincuencial o criminal, en suma, acopio de los males posibles que hay que proyectar para no hacerse cargo por un instante del doble vínculo, del cinismo consentido, de las vidas en el alambre que producimos como consecuencia de nuestras búsquedas de bienestar cercado.

Ni por un segundo a los apólogos apócrifos de la equidad (para sí mismos) se les ocurre reclamar un trato digno e igualitario para los demás. Los perjuicios que otros sufren no son perentorios. Ni siquiera cuentan con la promesa de asilo. En el mejor de los casos, pernoctarán en algún espacio inhóspito de sobrevida haciendo lo imposible, siempre que sus vidas no sean masacradas desde la impunidad que producen las violencias de estado legitimadas desde diferentes medios masivos de infoxicación, incluyendo algunos que todavía se piensan “progresistas” habiendo asumido premisas ultraderechistas en las que la inmigración irregular es significada como el “asalto violento” de hordas salvajes procedentes de un continente expoliado desde la barbarie sistémica que se ha autoerigido en única civilización legítima.

La saturación discursiva es tal que la naturalización de la muerte de los otros, esquilmados a partir de marcadores raciales en este caso, ya es un hecho consumado. No habrá rituales conmemorativos de estado, campañas solidarias destinadas a las familias damnificadas, repatriación de cuerpos, reivindicaciones políticas para las minorías, investigaciones penales por las responsabilidades directas e indirectas de quienes se supone velan por el bien común… (pero ¿hasta cuándo vamos a seguir concibiendo la gestión timocrática en curso como una política democrática?).

Ni siquiera sería de ayuda algún pedido de disculpas de un gobierno que escribe promesas con su izquierda vacilante y ejecuta firmemente con su derecha. Incluso si las dieran –en caso que tuvieran alguna mínima dignidad ética- sería una mera farsa. Palabras que sus decisiones contradicen. El problema es que ministros y ministras socioliberales racistas -que siguen defendiendo los CIE, la Ley de extranjería, la represión policial como mecanismo disuasorio, las devoluciones en caliente o los pactos a traición con los que hasta ayer consideraba autócratas- no pueden estructuralmente salirse de su papel de demócratas preocupados sin que se les caiga la cara de tanta desvergüenza acumulada a fuerza de claudicación política. Siempre mirando las encuestas, no sea caso que a alguien se le ocurra ser más cretino o más efectista al momento de anunciar nuevos obstáculos institucionales destinados a quienes construye de facto como sobrante estructural, despojos humanos, deshechos del derecho con los que llenarse la boca para arañar el voto de algún indeciso. La oferta identitaria es demasiado tentadora ya para desperdiciarla. Se trata de competir hasta lo insospechado. Asumir exactamente el discurso antagónico, al punto de hacerlo indiscernible del propio. De apropiarse de la agencia fascista hasta devenir un agente fascista más, en el sentido más literal del término.

Es verdad que vendrán algunas denuncias mediáticas más o menos aisladas, alguna investigación judicial que apacigüe las conciencias desdichadas, un puñado irrenunciable de manifestaciones sociales de repudio, algún corazón salvaje que reclame todavía algo a la izquierda de tanta entidad caritativa, pulsos insomnes que sigan velando a los muertos cuando ya no sean noticia, el latido secreto de la indignación que no encuentra su cauce, el llanto clandestino de los hermanos o las hijas, el dolor que crece sin término en alguna zanja, el rostro desencajado de los derrotados. También nosotros somos derrotados, incluso si no sabemos quiénes forman parte nuestra, porque eso mismo forma parte de la derrota. Habrá una protesta que eleve la voz quizás, nunca suficientemente enérgica; una rabia legítima sin asidero; una demanda de justicia que persistirá en la memoria de las luchas aun si es archivada por algún tribunal supremo.

Es poco. Radicalmente insuficiente. ¿Quién podría consolarse con ese hacer que se parece peligrosa, terriblemente, a la impotencia? Como un mantra, insistirán en la inutilidad de los actos. Hablarán de supuestas tragedias para eludir las farsas. No hay duelo satisfactorio en este contexto que no suponga un reparto de responsabilidades estrictamente humanas. Aunque los verdugos contraten plañideras para velar a los asesinados. Después vendrán los discursos para “esclarecer los hechos”, como si no hubiera ya suficiente evidencia empírica para hablar de crimen de estado. Como si los cuerpos amontonados no hablaran ya de una deshumanización absoluta. Como si no supiéramos de los males endémicos que nos afectan como sociedad –la hidra que fagocita cualquier vestigio de igualdad, asociándola falsamente con un llamado uniformizante a una comunidad de privilegios-.

Es poco. Pero más que nada. Seguir soñando con una comunidad (abierta, heterogénea, horizontal) que nos falta. Sostenernos en la tristeza, en la angustia, en la sustracción a esas fábricas de la felicidad que esconden los basurales de la historia. A lo mejor, poniendo nuestro corazón en una ínfima, frágil esperanza y, sobre todo, movilizando nuestros cuerpos en las luchas que la encarnan de forma más precaria todavía. En medio de toda esa desesperación enterrada en un desierto, ¿cómo hacer que una política de la esperanza –y sostenida por quiénes- no se convierta automáticamente en una forma de engaño?

Aunque más no fuera apelar a una estrategia de deserción. No huir: desertar. No ser parte del ejército que sigue masacrando a los vencidos, del ejército etnocéntrico que legitima la putrefacción de presente, de los opinólogos financiados por quienes venden el alambre y las armas para detener a quienes intentan sortearlo desesperadamente, de los votantes responsables que en nombre de la lógica del mal menor sostienen lo Funesto. Aunque no quede más camino que devenir minoría, no hay otra opción ética que documentar la barbarie. Una barbarie organizada que luego buscarán borrar o renombrar como defensa legítima, no sea caso que el fantasma de los muertos quiera recordarles su crimen. Como decía Walsh: “Hay un fusilado que vive”. Ese testimonio incómodo seguirá haciendo sobrevolar sobre los responsables el fantasma de su crimen. Aunque toda la máquina semiótica de los massmedia se movilice para diluir esa exterioridad antagónica, un fusilado que vive introduce una resistencia ante una voluntad de olvido extendida. Que la aprobación de la masacre sea hegemónica puede ser algo coyuntural siempre que se esté dispuesto a devenir minoría o asumir cierta soledad política para seguir cuestionando. No en nombre de lo que ocurre en otras partes del sistema-mundo ni mucho menos desde una épica personal sino en nombre de un ideal democrático más o menos tambaleante en la práctica pero no menos imperativo en la construcción de lo común. Aunque sea poco más que nada, desertar también podría constituirse en una forma de responsabilidad. Una forma, si se prefiere, de no responder ante la infamia convertida en sistema y, especialmente, ante los mandatarios que la han erigido en moneda corriente para el intercambio.

 

Arturo Borra

DIÁSPORAS

Centro de investigación migrante para la interculturalidad

 


lunes, 21 de febrero de 2022

«Cuerpos que (no) importan: morir a la intemperie» - Arturo Borra

 




En la economía política del sacrificio, a diferencia de aquellos cuerpos jerarquizados que cuentan con una atención mediática constante, subyacen aquellos otros a los que se les niega toda centralidad, como ocurre con esos cuerpos inertes de “personas sin hogar” que, en el mejor de los casos, de forma esporádica, aparecen en las noticias sin contextualización ni seguimiento informativo algunos. Como si se tratara de un fenómeno natural apenas reseñable, la reciente muerte del ganhés Abraham A. a los 52 años (el 15 de febrero de 2022), hallado en una fábrica abandonada en Valencia, apenas ha suscitado alguna reflexión crítica aislada. Sin embargo, es una nueva ocasión para interrogarnos sobre lo que las autoridades competentes están haciendo para evitar estas muertes por goteo que se producen cada año en las principales ciudades de España. 


Aunque la muerte de Abraham se produjo, de forma manifiesta, a causa de un cáncer hepático diagnosticado, cuesta comprender cómo una persona en ese estado crítico de salud no tuvo más alternativa que sobrevivir en condiciones habitacionales completamente insalubres y, por si fuera poco, tener que seguir trabajando como jornalero pese a su grave enfermedad, en vez de disponer de un alojamiento digno y ser beneficiario de alguna ayuda social que le permitiera afrontar su enfermedad en mejores circunstancias. 


La muerte de Abraham no es un hecho excepcional. Como una rutina de fondo, la noticia de personas sin hogar encontradas sin vida, a la intemperie, ya no sorprende a nadie. Es difícil no prever muertes similares, cuando parte relevante de la población vive en pésimas condiciones habitacionales (además de tener que afrontar situaciones laborales de sobre-explotación crónica, como ocurre con la mayoría de jornaleros del campo, entre otros sectores laborales). Insalubridad habitacional y trabajos penosos constituyen una mezcla explosiva que a menudo supone un deterioro corporal significativo, incluyendo dolencias crónicas y perjuicios graves para la salud. 


La sospecha es que, una vez más, la administración pública no ha estado a la altura de la situación. No es solo ni principalmente que siga habiendo escasez de albergues municipales en la ciudad o plazas insuficientes para atender la demanda creciente de alojamiento por parte de personas en situación de calle. La cuestión de fondo es que la cobertura de las necesidades básicas de estos grupos desfavorecidos (habitualmente migrantes pobres en situación irregular) no es prioritaria políticamente. Aunque estos problemas forman parte de la herencia envenenada que dejan más de dos décadas de gobierno municipal del PP, el «discurso de la herencia» no basta. Próximos a culminar el segundo mandato de la “coalición progresista”, el Ayuntamiento de Valencia no está exento de responsabilidad, comenzando por el incumplimiento de su compromiso de poner en marcha el «Plan Municipal de Inmigración e Interculturalidad 2019-22» (1), respaldado en su momento por el Consejo Local de Inmigración e Interculturalidad de la ciudad de Valencia (en el que participan numerosas entidades sociales del tercer sector). 


En dicho Plan, entre otras medidas, se plantean alternativas varias para mejorar de forma sustantiva la capacidad de alojamiento del Ayuntamiento, incluyendo la creación de albergues de titularidad pública y la realización de campañas específicas –conocidas como “Operación Frío”- para evitar las muertes causadas por bajas temperaturas en la ciudad. Si a esos incumplimientos se suman las dificultades estructurales para acceder al empadronamiento, especialmente por parte de estos grupos, la conclusión es clara: además de la exclusión habitacional que las personas más vulnerables padecen, a menudo se suma una forma de exclusión institucional no menos crónica: la imposibilidad de acceder a los servicios públicos y, mediante su apoyo, poder ser beneficiario de las ayudas previstas para estos casos. 


Si bien en la actualidad se están evaluando cambios para mejorar la accesibilidad al padrón municipal, estamos lejos todavía de la posibilidad de que toda la ciudadanía valenciana, cualquier fuera su estatus administrativo y con independencia a su origen, pueda acreditar su domicilio o, en su defecto, disponer de una “tarjeta de vecindad” –tal como se proponía en el plan mencionado- que permita acceder a los servicios públicos locales. De hecho, en las «I Jornadas de Inmigración y Empleo», organizadas desde el Consejo Local de Inmigración e Interculturalidad de Valencia en 2018 y protagonizadas por personas trabajadoras migrantes, ya se advertía de este serio problema habitacional, proponiendo como medida prioritaria la mejora de la coordinación entre distintos organismos públicos para facilitar y agilizar el empadronamiento de las personas con independencia a su situación administrativa o situación habitacional. Cuatro años después, aunque el número de plazas de acogida del Ayuntamiento se incrementó de manera significativa, la situación de vivienda destinada a personas sin hogar sigue siendo claramente deficitaria. 


En términos más generales, cabe preguntarse si la paralización del Plan de Inmigración e Interculturalidad de Valencia no pone en evidencia la baja prioridad gubernamental para gestionar las migraciones desde un enfoque normativo que defienda en la práctica la igualdad de derechos de las personas migrantes. Si no fuera ese el caso, ¿cómo se explica la desactivación de propuestas irrenunciables –contenidas en dicho plan- como por ejemplo la creación de un Observatorio Local de Empleo (orientado a la documentación de las condiciones laborales en diferentes sectores económicos que emplean de forma intensiva mano de obra migrante, incluyendo sus consecuencias negativas en materia de salud) o el aumento de los recursos residenciales de urgencia destinados a la población más vulnerable? 


La propia desaparición del Plan Municipal, todavía en vigor, del Portal del Ayuntamiento de Valencia, ¿no indica ya esta falta de prioridad institucional? A nivel autonómico, ¿qué significa la “Estrategia Valenciana de Migraciones 2021-2026” de la Generalitat Valenciana sino una nueva declaración de principios que reconoce la flagrante desigualdad que afecta a personas migrantes en la comunidad, en particular mujeres racializadas (2)? De hecho, dentro de la Línea Estratégica 3 de dicho documento, se propone como uno de sus objetivos “Establecer las condiciones adecuadas para que la población migrante pueda acceder a una vivienda digna” (op.cit., p. 20). 


Aunque esas declaraciones son de indudable valor, en tanto señalan una dirección deseable, hay que seguir insistiendo en el carácter urgente de estas acciones propuestas; una urgencia que se viene recordando desde hace años por parte de diversas entidades sociales sin respuestas institucionales satisfactorias. Sin esas respuestas que cambien de forma drástica las condiciones de vida de estos grupos especialmente vulnerables, morir a la intemperie se convierte en un hecho tan predecible como evitable, propio de una política local que va muy por detrás de necesidades colectivamente (re)conocidas. 



En este contexto, la evidencia de cuerpos que no importan se manifiesta bajo la forma de diferentes formas de exclusión estructural que afectan especialmente a personas racializadas y empobrecidas, comenzando por el deterioro crónico de su estado de salud: aquellas que forman parte de la masa laboral empleada en condiciones de manifiesta precariedad para sostener una economía del bienestar de la que no son beneficiarios en absoluto. Desnaturalizar estas desigualdades sociales implica poner en cuestión ciertas jerarquías de clase, raza/etnia y género normalizadas en nuestras sociedades e incrustadas en los cuerpos. Sin ese cuestionamiento, con lo que nos topamos es con un relato ignominioso que inculpa a la víctima de su propia desgracia, perdiendo de vista las condiciones histórico-sociales que producen estas jerarquías entrelazadas que no hacen más que provocar sufrimiento anónimo y exclusión social. 



Arturo Borra


(1) El Plan puede descargarse en formato digital en: https://www.researchgate.net/publication/336746824_Plan_Municipal_de_Inmigracion_e_interculturalidad_2019-2022_Ayuntamiento_de_Valencia 

(2) Dicha estrategia puede consultarse en versión electrónica: https://inclusio.gva.es/documents/162705074/172746725/GVA-EstrategiaMigraciones21-26+corregidodef.pdf/c8027b27-2699-4c9c-a358-46e7770fcf2b