miércoles, 28 de septiembre de 2011

Tres poemas de David Eloy Rodríguez




Flying lesson de Parkeharrison


MARAT-SADE 1998

El problema ahora
es que hay muchos vigilantes
y pocos locos.
El problema ahora
es que la jaula está
en el interior del pájaro.

-
COMO LA MARIPOSA POSADA EN LA ALAMBRADA,
INDIFERENTE A LA NOCIÓN DE MUERTE

El instante que media
entre una pregunta y su respuesta,
ese segundo de vacilación
propiedad de lo aún no concebido,
ese intervalo de vacío
en que respiran codiciosas,
como animales fabulosos y sin rostro,
las posibilidades.


CADA CORAZON EN EL FILO

¿Adónde huir? ¿Adónde los endemoniados?

¿Qué refugios, qué búsquedas, qué siembras?
Predican niebla y desesperaciones,

¿Qué protege, anida, salva?
Propagan estigmas y crueldades,

¿Cómo la resistencia?
En mitad de la guerra estudiar
la trayectoria de cada bala.

¿Cómo encontrar las palabras necesarias
para decir?

Cuando las luces se apagan
todos sueñan con un motín de mariposas,
con luces encendidas.





David Eloy Rodríguez nació en Cáceres en 1976, aunque vive desde 1993 en Sevilla, adonde se trasladó desde Jerez de la Frontera (Cádiz), ciudad en la que transcurrió su infancia.

Es licenciado en Comunicación Audiovisual y ha realizado también estudios de Antropología. Se dedica a la literatura. Ha publicado varios libros de poesía (algunos de los cuales han sido traducidos íntegra o parcialmente al catalán, al italiano, al francés y al portugués) y su obra ha sido recogida en antologías nacionales e internacionales (Once inicial –2002–, Andalucía Poesía Joven –2004–, Poesía viva de Andalucía –2007–, Once poetas críticos en la poesía española reciente –2007–, Poesía española 2008, Aquí y ahora –2008–, etc.). Además participa desde 1996 en diferentes proyectos escénicos vinculados a la palabra poética. Con ellos ha intervenido, accionando de viva voz su propia obra, en numerosos festivales literarios y artísticos. Actualmente, como parte de la compañía de poesía La Palabra Itinerante, desarrolla la obra escénica Todo se entiende sólo a medias (http://www.soloamedias.net/).

Ejerce crítica literaria, escribe canciones, guiones de cómic y videopoemas con/para diversos artistas, y textos suyos han aparecido en revistas y otras publicaciones literarias, artísticas, de pensamiento… Ha intervenido con sus creaciones en diversas exposiciones y otras iniciativas de arte contemporáneo. En Septiembre de 2009 fue uno de los tres escritores españoles invitados a la Bienal de Jóvenes Creadores de Europa y el Mediterráneo que tuvo lugar en Skopje (Macedonia).

Es uno de los editores de Libros de la Herida (http://www.librosdelaherida.blogspot.com/).

Vinculado al colectivo La Palabra Itinerante desde 1996 (sobre La Palabra Itinerante: http://www.lacasatransparente.net/?p=892 y http://www.soloamedias.net/quienes/palabra.html), realiza desde allí acción cultural y social, imparte talleres de creación y participa en diferentes propuestas artísticas.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Entrevista a Antonio Méndez Rubio para el programa A Golpe de Luna



Comparto el archivo sonoro de la entrevista que Enrique Falcón realizó a Antonio Méndez Rubio para el programa A Golpe de Luna, emitido el 3 de Abril de 2009.
Este es el enlace que he subido a goear donde se encuentra localizado el audio para quienes deseen accederlo desde allí o guardar.
 
 

Minutos de diálogo intenso, abismado y sin desperdicio. Una invitación a respirar de otra forma.

Espero que lo disfruten.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

«Deudocracia» (o la historia del expolio)



La creación de deudas impagables e ilegítimas, con intereses usurarios, es uno de los principales mecanismos de los organismos financieros internacionales para incidir en las políticas de estado, bajo recetarios que suelen agravar el endeudamiento y la transferencia de recursos mediante la privatización de bienes y servicios públicos.

Paradójicamente, buena parte de esa deuda "pública" ha sido contraída por entidades financieras y empresas privadas que no han dudado en presionar de forma extorsiva al estado para que éste asumiera la responsabilidad de aquellas. La legitimidad de esa deuda no es cosa que deba darse por presupuesta. Por el contrario, debe evaluarse rigurosamente tanto su composición como su procedencia y sólo selectivamente asumir su pago.

La evaluación y auditoría de la deuda pública (realizados por entidades independientes idóneas, tal como se realizó recientemente en Ecuador) debe ser una exigencia política de primer orden, al menos para todos aquellos que apostamos por una democracia radical.


sábado, 10 de septiembre de 2011

Epílogo del 11-S: la máquina de guerra estadounidense 10 años después



-I-
 No es mi propósito aportar nueva información empírica con respecto a lo ocurrido el 11-S. A excepción de los primeros meses en los que surgieron hipótesis diversas relacionadas a la autoría de la atroz masacre de más de 3000 personas en el atentado de las torres gemelas, la interpretación oficial, 10 años después, no ha cambiado: se trató de una acción terrorista perpetrada por miembros de una célula de Al Qaeda. En esa lectura, cualquier vestigio de responsabilidad del gobierno estadounidense ha quedado diluido. Si bien no hay suficiente información disponible para afirmar la activa complicidad del gobierno de EEUU con respecto a un ataque terrorista semejante, lo mínimo que habría que señalar es una grave “negligencia” ante advertencias realizadas con respecto al atentado. Con todo lo imprevisible que pudo haber resultado para la mayoría, es dudoso que el 11-S haya estado exento de cálculos de rentabilidad político-militar, cuando no directamente económica, por parte de algunas autoridades y agentes financieros estadounidenses. No cabe descartar que dichas elites, sabiendo de la inminencia de un atentado de magnitud, hayan vivido dicha posibilidad como una oportunidad para reconfigurar las relaciones de fuerza mundiales.

Para situar dicho hito histórico es relevante recordar que el gobierno de Bush, en ese contexto, estaba impulsando el proyecto de un escudo antimisilístico de escala planetaria, bajo el paradigma de un ataque convencional de gran escala, heredado de la guerra fría. En pleno impulso, sin embargo, miembros de Al Qaeda realizaron una operación sin precedentes en la historia de las guerras no-convencionales, sin recurso a tecnología militar alguna. Más de una vez se ha dicho que este grupo terrorista no sólo estaba derribando unas torres emblemáticas del capitalismo financiero, sino también el paradigma de seguridad dominante en el aparato militar de EEUU. Sólo entonces podría resultar verosímil la vulnerabilidad de la CIA al momento de impedir un atentado de esa magnitud.  

La disponibilidad de información privilegiada por parte de algunos agentes financieros y de información de inteligencia por parte de algunas autoridades estadounidenses no parece incompatible con la afirmación precedente, a condición de que la categoría de «paradigma» sea fuertemente matizada. Si por un lado esa información de un posible atentado en territorio estadounidense no pudo ser asimilada por un aparato de inteligencia dominado por una lógica de la guerra abierta, imposibilitado de responder de forma anticipada y eficaz a una alerta grave e inminente, por otro, no puede afirmarse con validez que esa matriz fuera compartida por toda la “comunidad” implicada. De hecho, ya existían importantes antecedentes de ataques similares en décadas previas, aunque de menor escala, y resulta inverosímil suponer que dichos peligros no pudieran ser procesados de otra forma por al menos una parte de la inteligencia militar.  En este sentido, es seguro que la idea de un ataque terrorista que usara tecnología no-militar ya estaba presente en algunas elites políticas, económicas y militares locales que, sin embargo, encontraron en el 11-S la oportunidad para institucionalizar un nuevo paradigma securitario.

El segundo matiz al respecto es que dicho paradigma no supuso en absoluto la exclusión de la guerra convencional, sino que más bien la extendió como supuesta forma de prevención de posibles ataques y como medio privilegiado para el desarrollo de una política energética de largo plazo (sin el menor reparo en cuanto al expolio de recursos ajenos). Una década después resulta claro que tras el atentado EEUU emprendió varias guerras en un nuevo giro de su política exterior (rehabilitando la teoría de las guerras preventivas y haciendo estallar por el aire cualquier mínimo orden jurídico internacional).

Retroactivamente: el golpe a las torres permitió crear las condiciones sociales favorables para nuevas intervenciones bélicas de EEUU, especialmente en Afganistán e Irak. El 11-S constituye un hito histórico que posibilitó el relanzamiento de una política belicista y la reactivación del complejo industrial-militar estadounidense, principal beneficiario de la gigantesca transferencia de recursos públicos que supusieron (y suponen) dichas guerras. Aunque mucho se ha discutido sobre el balance negativo que tal política implicó para las arcas públicas, en cambio no caben dudas razonables con respecto a su funcionalidad para los intereses de dicho complejo. En este sentido, el 11-S constituyó un acontecimiento que favoreció la producción de nuevas guerras, la expansión de la no menos millonaria industria de la seguridad (alimentada con el pánico permanente ante posibles ataques terroristas) y la radicalización de grupos yihadistas que significaron la “guerra santa” (esto es, su propia acción terrorista) como una forma de replicar al terrorismo padecido diariamente, incluyendo las ejecuciones extrajudiciales y la violación de derechos humanos básicos.


-II-

No es que el capitalismo no cargara con innumerables muertos –con sus muertos, pese a ponerlos como los otros muertos, los que todavía-no-se-han-incorporado-al-sistema, los que no forman parte de la contabilidad de la “comunidad propia”. A pesar de la terrible evidencia del crimen perpetrado como un ritual cotidiano sin relieve, lo que sacudió al mundo fue la muerte de millares de ciudadanos estadounidenses, ante el gesto incrédulo de un aparato que en su megalomanía probablemente estaba dificultado para prevenir una contraofensiva de semejante magnitud. Pero quizás ni siquiera sea ajustado atenerse a los muertos. En última instancia, la conmoción del mundo fue ante la vulnerabilidad radical del Estado más poderoso del mundo, caracterizado por su impunidad para cometer crímenes de lesa humanidad. El estupor parece menos relacionado a unos cientos de asesinados más que se suman al festín de muertos –más o menos efímeros e insignificantes- que ante unas escenas semejantes a una ficción apocalíptica.

Dicho de otro modo: lo conmocionante ni siquiera estuvo ligado a la muerte (mediáticamente retaceada) de millares de personas anónimas (en su mayoría, personal de limpieza y mantenimiento de procedencia latina), sino a la vulneración como tal. El protagonismo absoluto del 11-S fue de las torres gemelas como núcleo emblemático de un poder impotente. La espectacularidad de su derribo y lo que dicho derribo representó en el imaginario colectivo explican, en cierta medida, la cobertura mediática desproporcionada del 11-S. La repetición de esas imágenes del derrumbe atestigua la dificultad para elaborar esta otra igualación traumática de los estados-nación como entidades esencialmente vulnerables.

Apenas hace falta recordar la cobertura efímera y marginal de acontecimientos no menos graves en la década de los 90. Por mencionar tres en los que estuvo implicado EEUU directamente o por omisión: la masacre de Ruanda (más de 800.000 asesinados en menos de dos meses, de la cual estaba alertado el presidente de entonces, Bill Clinton); la masacre de 300.000 iraquíes civiles en la primera guerra de Irak a principios de la década o los “daños colaterales” que las fuerzas de la OTAN perpetraron en la ex Yugoslavia.

Para retrotraernos más. Las intrusiones de EEUU en América Latina (apoyando de manera activa, a través del “Proyecto Cóndor”, las dictaduras de Chile, Argentina, Brasil y Uruguay, así como la financiación de grupos paramilitares en Nicaragua, Panamá, Cuba, Honduras, San Salvador, Paraguay, o Colombia, entre otros), el apoyo a estados dictatoriales africanos y de medio oriente (Egipto, Libia, Arabia Saudita o Irak por poner algunos ejemplos), el financiamiento y provisión estratégico-militar de enemigos declarados de la URSS (como fue el caso, en la década de los 80, de los talibanes en Afganistán o de los paramilitares nicaragüenses una década antes), forman parte del historial omitido no sólo a nivel oficial sino también en el plano de las grandes agencias internacionales de comunicación. Dentro del orden informativo internacional, el 11-S no fue remitido –ni es remitido en la actualidad- al intervencionismo belicista de la política exterior estadounidense, sino exclusivamente a un acto terrorista producido por fanáticos del “fundamentalismo islámico”. La trivialidad de esta explicación, aunque superficialmente válida, borra precisamente aquella estructura sociopolítica que sostiene el fundamentalismo y crea las condiciones propicias para este tipo de actos.



Por lo demás, aunque el saldo en vidas humanas de esa política belicista es notablemente superior a la masacre producida el 11-S, este acontecimiento marca en otro sentido una ruptura, no tanto en cuanto a la condición de las víctimas, sino fundamentalmente en cuanto a la conciencia colectiva de una impotencia fundamental en lo atinente a la propia seguridad. No se trata, en este sentido, más que de la inversión del unilateralismo, leído en clave hegemónica como “barbarie” contra la “civilización occidental” (interpretación que, sin modificaciones, se sigue usando para legitimar toda barbarie occidental y para insistir en el “choque de civilizaciones”).

En última instancia, no se trata de una cuestión de cifras. Ni siquiera de una venganza injustificable pero motivada por las atrocidades mundiales perpetradas por la primera potencia mundial a lo largo del siglo XX. Como contrapartida, interpretar la réplica de EEUU con las claves del westerns (en el que el sujeto épico lucha contra los villanos en una voluntad de justicia manchada de sangre) es seguir entrampados en la lectura binaria que sirvió de fundamento discursivo para relanzar una política militarista. Bajo pretexto de combatir el terrorismo (paraestatal), la máquina de guerra estadounidense no dudó en insistir con su política terrorista. Dicho de otra manera: al estado del terror provocado por un grupo paraestatal le ha sobrevenido una forma de terrorismo de estado que no ha dudado en restituir, de forma paraestatal, la tortura, la vigilancia permanente, el secuestro, el asesinato selectivo y las matanzas a civiles.

-III-


En este punto, importa interrogarse por las condiciones que han conducido al 11-S. Una primera hipótesis que cabe formular es que el terrorismo (paraestatal) constituye una específica forma de «retorno de lo reprimido» en su versión más destructiva: las fuerzas que el Imperio repudió regresan bajo síntomas suicidas. Apoyada teóricamente en el psicoanálisis (o una variante freudo-marxista del mismo), podría sostenerse que la represión produce una compulsión repetitiva. Los traumas no elaborados retornarían, en la historia colectiva, a través de múltiples manifestaciones destructivas. Aún a riesgo de hacer un uso sui generis de esta categoría freudiana -nada original si nos remontamos a La dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer-, podríamos sostener que los hijos saqueados del capitalismo y, en particular, las víctimas de los señores de la guerra han irrumpido en el núcleo del sistema. A su favor puede invocarse, en lo que atañe al estado estadounidense, la extorsión sistemática a economías subdesarrolladas, la permanente agresión a pueblos enteros, el sabotaje activo a iniciativas políticas diferentes, la ocupación militar de territorios en varios continentes, la explotación de otros países en una economía mundial del saqueo, la ingerencia autoritaria en países subordinados y el entrenamiento técnico en la muerte ajena. En esas condiciones, no resulta especialmente sorprendente que determinados sujetos se sientan llamados a ser portavoces de lo reprimido.

Aunque la “represión psíquica” no es equiparable a la “represión militar”, hasta donde sé, ello no impide trazar algunas equivalencias: en ambos casos lo perturbador es suprimido violentamente de la superficie de la conciencia o de lo público, persistiendo la invisibilización del objeto reprimido que se resiste a la pura reificación. Hace falta insistir en que, aunque EEUU se empecine en invisibilizar los efectos de sus políticas militares a través del marketing político y estrategias de imagen basadas en el principio de un estado humanitario y democratizante, no puede impedir que el objeto se rebele de esa posición repudiada. Que persiga convertir en imperceptible (para sus comunidades nacionales) la penuria de millones de seres humanos no quita que esos millones, pese a todo, sigan ahí, dispuestos a hacerse visibles incluso bajo formas funestas.  

Podría señalarse que esta lectura, aunque interesante, en algunos puntos es insostenible: no todo “sujeto reprimido” elabora su drama apelando al terrorismo y en todo caso, hay formas de terrorismo (estatal) que no se nutren en absoluto de un daño previo sino lisa y llanamente de la avaricia y la ambición desmedidas de diferentes elites de clase. Si el terrorismo estatal está indudablemente soldado al capitalismo, pensar que el terrorismo paraestatal constituye una respuesta (tan furiosa como previsible) provocada por los hijos desheredados del capitalismo no suele ser el caso. Por el contrario, el terrorismo, para ser operativo, requiere de un aparato estratégico-militar oneroso, habitualmente dirigido por líderes que apenas mantienen una relación directa con las clases más desfavorecidas y que, en cambio, sostienen el rentable negocio de la guerra y forman parte de las clases propietarias que lucran con la muerte. Sus líderes son cualquier cosa menos víctimas del capitalismo.

Aun así, ¿cómo podrían reproducirse estas máquinas bélicas dirigidas por los señores de la guerra, participen o no en las estructuras del estado, sin ese trasfondo de cientos de miles de víctimas? Desde esta perspectiva, la respuesta es relativamente clara: sin el repudio activo y la violencia abierta hacia unas poblaciones concretas, en clara desventaja a todos los niveles con respecto a las fuerzas militares imperiales, no habría posibilidad de liderazgo alguno de esos señores de la guerra ni mucho menos sería posible el reclutamiento de “mártires”. En otras palabras, sin la intervención de las máquinas de guerra estatales y paraestatales, promovidas por el complejo industrial-militar trasnacional, no habría posibilidad alguna de que los discursos fundamentalistas pudieran calar en sujetos –habitualmente, identificados con las víctimas- dispuestos a inmolarse.

Dicho lo cual, podemos reformular lo dicho: asumiendo que la articulación de una fuerza operativa implica la intervención estratégica de unos agentes que distan de ser identificables con las clases oprimidas, lo que esta hipótesis afirma, en cambio, es que el terrorismo paraestatal es una específica forma de encarnación de lo reprimido, que retorna como violencia extrema (incluso contra sí mismo, bajo el modo de la inmolación). No habría posibilidad de líderes de este tipo sin ese retorno de lo reprimido, esto es, sin la reaparición de fuerzas que pretendían ser suprimidas o aniquiladas. No se trata de ninguna metáfora: el asesinato ilegal de Bin Laden en manos de comandos especiales del ejército estadounidense, aunque confuso en su ocurrencia, es inequívoco en cuanto a este deseo aniquilador.

Podríamos también invertir el enunciado: los líderes del terrorismo paraestatal son producto de las grandes potencias estatales del capitalismo. Entre política exterior occidental y política del terror de Medio Oriente hay una relación directa indisimulable. Cabría preguntarse si, finalmente, el terrorismo no constituye una creación occidental en la que sus creadores, como en Frankenstein de Mary Shelley, pierden el control de lo creado, desatando una fuerza que vuelve, como un boomerang, sobre ellos.

En este sentido, el terrorismo en su versión paraestatal –como es el caso del terrorismo islamista-, es la apropiación perversa y fundamentalista de ciertas reivindicaciones de los desheredados por parte de los señores de la guerra, financiados y comandados por un bloque histórico compuesto por los estados aliados del norte. Por su parte, el terrorismo estatal, aunque mantiene la máscara mesiánica, se comporta de forma completamente cínica: no hace más que dar rienda suelta a sus intereses corporativos, aun si para ello necesita invocar “valores civilizatorios” que, de forma etnocéntrica, se autoatribuye.

Retomemos, entonces, el argumento central. Si hay goce (un goce inconfesable casi siempre, ligado a la fascinación de la destrucción fantástica del poderío) [1], tal goce está posibilitado por una represión previa de lo que puede haber de igual con respecto al otro. Puesto que considero que soy absolutamente distinto a mi antagonista, puedo destruirlo sin conmiseraciones. Lo que retorna, entonces, no es simplemente un sujeto excluido o marginado, fabricado por la propia potencia [2], sino un sujeto abyecto que adquiere resonancia mundial por mostrar simultáneamente una igualdad negativa (“todos somos vulnerables”) y volver a conjurarla (“pero daremos primero el golpe”). La igualdad repudiada es la condición necesaria que permite esta escena mortífera.

El goce proviene de una certeza que se revela, finalmente, como falsa: es el amo quien teme ahora (ese temor fue reconocible en las semanas de preparación militar que precedieron la invasión de Afganistán y reapareció en los meses posteriores a la supuesta victoria en Irak). Pero tal temor es efímero. El temor a la muerte pertenece a los que van al frente, los que arriesgan su vida. Tanto los señores del capital como los señores de la guerra mantienen a distancia ese temor, poniendo en juego la vida de los otros.

Sólo hay guerra entre amos, pero a través de esclavos. Si hay algún miedo posible de su parte es el que proviene del escenario de la derrota, porque amenaza con destruir la propia potencia como amo, en este caso, una teocracia suicida o un régimen expansionista. La desesperación de millones y el fundamentalismo mesiánico (que es teopolítico de ambos lados, o en otros términos, que es una forma de teocracia que mata a sus hijos) enlazados a un antagonismo radical, pueden cristalizar en un acontecimiento como el 11-S.

El retorno de lo reprimido –la igualdad repudiada- muestra aquí sus facetas más horrorosas: el síntoma suicida, bajo la forma de comando dispuesto a inmolarse y, lo que es peor, bajo la producción de una nueva masacre. Es corto de miras señalar que una vez les vuelve la pena de muerte a la que este estado imperial condena a muchos países y a cientos de miles de sus ciudadanos de segunda mano. Porque –hace falta insistir- los que murieron son parte del ejército de desheredados. Puede que alguien disfrute que el 11-S haya ocurrido en uno de los países en los que el sueño de omnipotencia tiene más asidero real. La derrota, sin embargo, sigue estando del mismo lado: en las clases subalternas.

Para el imaginario suprematista lo que escandaliza no son los muertos, sino la vulneración sufrida por una potencia como EEUU; una vulneración que es simbólica y material aunque no se hayan empleado más que armas blancas. Que el 11-S haya dado lugar a una nueva fase de intervención imperial no niega la herida infligida a ese imaginario suprematista. Lo reprimido en el capitalismo es la justicia económica y social, el hambre que asedia a dos tercios de la humanidad, la paz repudiada en nombre de intereses corporativos que requieren desarrollar la industria de la guerra -justificada moralmente por el imperio por presuntas causas humanitarias- para ampliar su rentabilidad.

Que la rentabilidad esté basada en la industrialización de la muerte no parece perturbar en lo más mínimo una economía del genocidio. La muerte del Otro forma parte estructural del capitalismo fundamentalista. La muerte en la propia comunidad es efecto indeseado del rechazo producido por una política imperial que no escatima medios: racismo, clasismo, xenofobia, nacionalismo… En esta espiral, EEUU actuó acorde a su guión preestablecido: localizar un enemigo con premura, para no seguir repitiendo la insoportable imagen de su condición inerme.


La imagen de la vulnerabilidad concreta, de la destrucción fantástica de Nueva York y sus habitantes, es insoportable y fascinante: así lo corroboró la política de información dominante en los medios masivos de comunicación. El protagonismo absoluto no lo tuvo, en este sentido, el conjunto de asesinados, sino el derrumbe de las dos torres magníficas. Una vez más, lo omitido es el cuerpo (sufriente, agonizante). El dolor incontable, que nada tiene de sensacionalista, es lo que quedó borrado, a fuerza de control informativo. En vez de mostrar el horror, los medios masivos optaron por un pacto de silencio, en nombre de la seguridad nacional. Las preguntas que inicialmente se formularon -averiguar qué sucedió con los aviones caza detrás del silenciado quinto avión, qué ocurrió con las denuncias de desaparecidos, con las conexiones locales, con los miles de musulmanes que habitan USA, con el presunto avión estrellado contra el Pentágono, con las operaciones bursátiles previas al atentado, etc.- quedó lisa y llanamente en el olvido.

Sin un enemigo reconocible, identificable, una vulneración semejante hubiese dado rienda suelta al pánico. La respuesta de EEUU no fue otra que la de construir enemigos por etapas: Afganistán, Irak… y las aventuras bélicas se repiten ahora en Libia. Es probable que, de no haber mediado las dificultades conocidas sobre el terreno, dicho aventurerismo se hubiera propagado con más velocidad por otras regiones ricas en recursos energéticos y aptas para la ampliación de mercados, el asentamiento de nuevas bases militares y el desarrollo de negocios ligados a la reconstrucción y explotación de recursos energéticos escasos. La plaga de la sospecha todavía se extiende sobre Medio Oriente y, como una peste endémica, puede incluso extenderse hacia África o el lejano Oriente. Nada indica que EEUU vaya a alterar su política de guerra y su arrogancia de dueño del mundo.

Las colisiones de varios aviones contra los emblemas del capitalismo han recordado imágenes propias de la ciencia ficción. El poder de la ficción, ya no cinematográfica o literaria, puede seguir caminos tortuosos. Las ficciones han montado una realidad del horror. Porque la planificación racional de la muerte tiene su marco siempre en ficciones ominosas, ligadas al mesianismo, a los sueños del amo que todo lo controla, como si el núcleo mismo del control no fuese el descontrol de los propios medios que se despliegan para controlar (la CIA, el FBI, el capital financiero, las industrias militares).

Al borde del abismo, en la continuidad de una guerra interminable, vivimos en un régimen de control reconstituido a partir del 11-S. Ese régimen preanuncia nuevas masacres, contadas en miles o millones. La historia bélica de EEUU en el siglo XXI se escribirá con la justificación del 11-S.


Arturo Borra
 
[1] En un polémico artículo, dice Baudrillard: “Que algún día soñamos con ese acontecimiento, que cada uno sin excepción lo ha soñado, porque nadie puede no soñar con la destrucción de un poder que ha alcanzado tal grado de hegemonía, resulta inaceptable para la conciencia moral de Occidente. Pero es un hecho, y un hecho a la medida justa de la patética violencia de los discursos que quieren borrarlo” (Baudrillard, Jean,  "El espíritu del terrorismo", Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII, pp. 53-70).
[2] En el mismo texto, Baudrillard es rotundo: “Es el sistema mismo el que ha creado las condiciones objetivas para esa represalia brutal. Al guardarse todas las cartas en la mano, obliga al Otro a cambiar las reglas del juego. Y las nuevas reglas son despiadadas, porque la apuesta es despiadada. A un sistema cuyo exceso de poder plantea un desafío irremediable, los terroristas responden por medio de un acto definitorio, sin posibilidad de intercambio alguno. El terrorismo es el acto que restituye una singularidad irreductible en el seno de un sistema de intercambio generalizado” (op. cit.).

viernes, 2 de septiembre de 2011

Democracia y revuelta: la experiencia de ruptura del 15M





1) El estallido de lecturas

La proliferación de lecturas en torno al movimiento 15-M no se limita a una práctica especular, acotada a la voluntad -siempre fallida por lo demás- de reflejar un proceso social ya constituido. Es, más bien, un modo de construirlo en términos discursivos y, mediante su dimensión performativa, incidir en una direccionalidad política específica. De ahí la relevancia de las categorías interpretativas: recortan y especifican un modo concreto de inteligibilidad y, con ello, contribuyen a crear de modo determinado lo que interpretan.
 
Mientras algunos mass-media se apresuran a definir el movimiento como un sujeto juvenil reformista, otros enfatizan su condición revolucionaria (e incluso libertaria) y tampoco faltan quienes lo reducen a una reacción defensiva pequeño-burguesa. Dada la heterogeneidad del 15M esas lecturas encuentran parcialmente elementos que las corroboran, pero no siempre consideran una cierta ambivalencia política -como si de tratara de una identidad preconstituida o de un sujeto político uniforme- que, lejos de resultar un obstáculo, pone de manifiesto una temporalidad en la que la indefinición relativa es condición de existencia de un nuevo poder constituyente en el campo político español.

Destacar ese punto, por lo demás, no niega la premisa básica de esta reflexión: toda lectura, por el hecho mismo de arrojar luz en cierta dirección, traza su propia línea de sombra, lo que equivale a asumir la parcialidad del propio punto de partida, ni siquiera cancelado por un intento de totalización abierta. En ese sentido, como «objeto dinámico», el movimiento 15M rebasa cualquier lectura que pueda hacerse al respecto.

Dicho lo cual, hay suficientes elementos para suponer que si bien las ambigüedades que atraviesan este movimiento persistirán en el corto plazo, ello no excluye una progresiva construcción de equivalencias políticas entre sus elementos plurales. Desde una perspectiva estratégica que apueste por la internacionalización de la revuelta, el significante vacío (1) más apropiado para favorecer un encadenamiento de reivindicaciones diferenciales no es «democracia real ya» (DRY), «15M» o «acampados» sino el de «indignados»: traza un punto nodal en el que una multiplicidad de agentes sociales pueden sentirse incluidos, a pesar de unas diferencias ideológicas irreductibles y precisamente por su falta de anclaje a un grupo concreto. El carácter difuso de este significante, invocado como un límite para la construcción de una identidad reconocible, es más bien condición de existencia de su potencial expansión, no exenta de contradicciones y tensiones. Si “DRY” reenvía a una plataforma específica que no suscita identificación por parte de otros grupos participantes, y si tanto “15M” como “acampados” trazan referencias histórico-locales, la de “indignados” tiene la ventaja de rebasar cualquier espacio-tiempo local y ser apropiada por movimientos sociales diversos en múltiples lugares (lo que implica una deriva que no puede resolverse a priori). Aún así, puesto que dicho proceso de internacionalización es por el momento incierto e incipiente, me limitaré a reflexionar sobre el 15M como experiencia colectiva de ruptura.

Nada señala que la proliferación interpretativa sobre estos acontecimientos políticos no siga su curso meses después de las revueltas pacíficas que se produjeron en distintas ciudades españolas: desde una interpretación fascista que denuncia la debilidad del gobierno nacional y llama al desalojo policial inmediato de los “piojosos y perroflautas” (sic) de las plazas públicas (en nombre de la seguridad, el orden público y la salubridad de no se sabe qué damnificados) hasta una interpretación que enfatiza la dimensión revolucionaria de sus prácticas asamblearias y horizontales (marcadas por un anticapitalismo militante), pasando por quienes reconocen en ese movimiento un relevo generacional de grupos libertarios y ácratas aplastados brutalmente por un estado opresor o por quienes toman distancia de su presunto reformismo demócrata-burgués y su falta de radicalidad política.

Sin embargo, el discurso que tanto en los medios masivos de comunicación como en el sistema político institucional tiende a prevalecer es el de un “movimiento de jóvenes indignados” que, por una situación de crisis, está siendo afectado por las dificultades en el acceso a la vivienda y al empleo (más o menos cualificado). Dicho de otra manera: el discurso dominante liga la indignación a una reacción defensiva de una “juventud” acosada por el estrechamiento de sus oportunidades vitales que, en una actitud que oscila entre lo ejemplar y lo incívico (con supuestos conatos de violencia que mancharían su identidad, erosionando su legitimidad democrática), sale a las calles a reclamar que los escuchen (algo que, salvo algún partido de izquierda, no ha ocurrido en absoluto con respecto a los partidos mayoritarios, a pesar de algunos gestos demagógicos efectuados en ese sentido). En un giro nada inocente, se borra de esas luchas cualquier dimensión que conecte a los antagonismos de clase, construyéndose una categoría sociológica homogénea (“la juventud”) allí donde hay, más bien, una pluralidad de identidades sociopolíticas incontenibles.  

Ese discurso dominante no está exento de disputas. Las advertencias de algunos miembros de la casta política son claras y no por azar circulan acusaciones que señalan al 15M como un “movimiento totalitario” (sic) que ha traspasado “la línea roja” (sic) y actuado de forma “antidemocrática y violenta”, al decir de Artur Mas de CIU. No faltan escenas de políticos que se conciben como «víctimas» de unos actos de protesta que vulneran sus derechos o perturban el orden público. Alcanza recordar la legitimación por parte del exministro del interior Pérez Rubalcaba de la vergonzosa carga policial en Valencia el pasado jueves 9 de junio de 2011, alegando que no se podía tolerar la violencia (sin aportar la más mínima prueba de las supuestas agresiones a la policía por parte de los manifestantes). O, para remitirnos a un contexto más inmediato, a las justificaciones gubernamentales de las cargas policiales contra las marchas laicas en Madrid, simultáneas a la visita de la máxima autoridad católica. 

Tampoco resulta sorprendente, en ese contexto, que a medida que se sucedieron las semanas, la burguesía comercial afectada por las acampadas en Puerta del Sol haya mostrado su recelo, invocando pérdidas millonarias. (Dicho sea de paso, su posición presupone que en otras condiciones habrían obtenido millones de ganancia; pero si eso es cierto, ¿con qué credibilidad invocan de forma crónica la crisis para sumarse a los que exigen más “flexibilidad laboral”, esto es, nuevas precariedades para las clases trabajadoras?). No es de extrañar un creciente viraje de la “tolerancia” a la “reprobación” (que no es más que la contracara de la primera) por parte de estos sectores sociales. Su demanda creciente de uso de la fuerza policial para impedir la ocupación de espacios públicos que simbolizan al movimiento (especialmente la Plaza del Sol) es coherente con sus identificaciones de clase y su repudio a todo aquello que ponga en jaque su régimen de privilegios.

A pesar de esos estigmas y tachaduras, el movimiento en esta fase sigue suscitando «simpatías» mayoritarias (y uso deliberadamente este término para indicar una distancia efectiva entre las reivindicaciones del 15M y unas adhesiones recelosas de sumarse de forma abierta, descreída de sus posibilidades de cambio). El apoyo social al movimiento 15M sigue siendo tan amplio como inestable y no debe inducir a engaños. Que hasta la mujer más rica de España manifieste su apoyo resulta relativamente previsible, considerando la heterogeneidad radical del movimiento (recordemos que participan más de 200 plataformas ciudadanas) y la pluralidad de demandas que en más de una ocasión asumen direcciones diferentes. Salvando a los guardianes mediáticos de la oligarquía financiera y de la derecha política (encarnados de forma caricaturesca por el canal televisivo Intereconomía), lo que prima en los medios masivos es un discurso que oscila entre la benevolencia paternalista, el borrado escandaloso de su acontecer y unas advertencias recurrentes ante la posibilidad de que estos actos colectivos traspasen ciertos límites propios de la mentada “normalidad democrática”. Puesto que en este discurso la revuelta pacífica está asociada a los jóvenes se transita sin dificultad entre una actitud contemplativa –planteando como “razonable” el enojo para una generación privada de bienestar- y una actitud recelosa –las travesuras de juventud pueden terminar mal y más si se suman esos individuos peligrosos y desclasados, como caídos del cielo, llamados “antisistema”-.

Esas actitudes, desde luego, no son impedimento para que la cobertura informativa sea dispar, cambiante y alineada tanto al partido de gobierno como al establishment económico-financiero. Esa “cobertura” se hace fugaz cuando no puede directamente suprimirse, pero el sesgo discursivo es claro: se trata de un movimiento juvenil minoritario -de una dimensión indefinida: cientos o miles a lo sumo- que, en la medida que no alteren el “orden público”, sólo marginalmente forman parte de lo noticiable, de lo que la opinión publicada interpreta como públicamente relevante. Las mismas vulneraciones al estado de derecho por parte de sus presuntos defensores, esto es, por parte de las autoridades políticas y policiales, no parece ameritar ninguna crítica ni siquiera por parte de la cadena pública de televisión española (TVE), responsable de ofrecer un servicio público de información veraz y confiable. Cualquier consejo deontológico de periodistas independientes no dudaría en tachar a estos medios masivos como órganos sistemáticos de desinformación y por tanto, como instancias de nula credibilidad. Los responsables de su gestión, incluyendo los periodistas que contribuyen a estas actividades propagandísticas que empaquetan las noticias como mercancías a clientes ávidos de distracción, deberían responder al grave incumplimiento de sus deberes periodísticos, sin descartar sanciones de suspensión o inhabilitación profesionales en los casos más notables. La manipulación deliberada de videos en los que la violencia policial es invisibilizada por obra del montaje; la desatención de denuncias documentadas sobre policías infiltrados; la reproducción de informaciones no contrastadas con respecto a supuestas agresiones a la policía; el espacio televisivo marginal prestado a acontecimientos políticos locales de primera magnitud como el 15M; el sobredimensionamiento de actos de violencia callejera aislada; la descalificación y menosprecio mostrado hacia este movimiento democrático, entre otras cuestiones, justifican esta petición.
 
2) Hegemonía neoconservadora y 15M

¿Cómo se explica que no obstante ese apoyo social amplio un partido político como el PP haya arrasado en las elecciones municipales y autonómicas del 22-M? En otras palabras, ¿por qué fue posible su triunfo electoral a pesar de las simpatías suscitadas por un movimiento que desde el principio tomó distancia del bipartidismo?

En primer lugar, si se tiene en cuenta que el PP obtuvo aproximadamente alrededor de nueve millones de votos, de un total de 23 millones de votantes efectivos, la respuesta es clara: en la presente monarquía parlamentaria alcanza con ser primera minoría para gobernar. La paradoja de este tipo de "democracia representativa" es que está basada en que una primera minoría gobierne a todos alegando ser mayoría absoluta. Si el número de personas que optaron por la abstención es superior a los 11.000.000 de personas, la conclusión es que la mayoría considera que esta forma de democracia (“representativa”) no es suficiente para movilizar su energía política. Una democracia así concebida, sin embargo, tiene serios déficits democráticos. Que un partido político pueda gobernar con 3 millones menos de personas que los que reúne el electorado que no vota a ningún partido (33,77% de abstinencias, 1,70% de votos nulos y un 2, 54 % de votos en blanco) cuestiona la “representatividad” de esa primera minoría y más en general, la legitimidad del sistema electoral español que protege de forma antidemocrática el bipartidismo dominante.

Una segunda consideración debe tomar en cuenta la factura o el desgaste sufrido por el actual partido de gobierno. A la baja representatividad del sistema político vigente hay que sumar el desgaste de un gobierno que no ha dudado en aplicar de forma oblicua el recetario neoliberal. Más que en clave de desempeño del partido de oposición (que augura una radicalización del neoconservadurismo), hay que leer la debacle del 22M como el costo electoral del giro político del partido gobernante. Aunque los efectos de erosión de la hegemonía neoconservadora son crecientes, lo antedicho no implica necesariamente que estemos asistiendo a un cambio político inminente. En todo caso, limitan dicho proceso hegemónico y remarcan las resistencias sociales que en el presente se están articulando.

La tensión política entre ese proceso y un apoyo difuso pero mayoritario al movimiento 15M señala, en tercer lugar, la amplitud de sus reivindicaciones. Esa amplitud posibilita que diferentes sectores y grupos se identifiquen si no con el conjunto de sus planteamientos, sí al menos con algunos de estos. En ese sentido, lo que confiere cierta unidad al movimiento 15-M no es la uniformidad identitaria ni el consenso político, sino más bien su antagonismo sostenido ante un sistema político, económico e institucional incapaz de dar una respuesta satisfactoria a las demandas de millones de ciudadanos.

Este antagonismo popular no sólo no está siendo desarticulado por la acción policial sino que es atizado con cada una de sus intervenciones. Si por un lado el actual gobierno nacional y algunos gobiernos autonómicos han optado por criminalizar la protesta social (al punto de penalizar a algunos de sus miembros, de infiltrar a la policía secreta dentro de algunas manifestaciones como es el caso de Barcelona y Valencia y de ordenar sucesivas cargas policiales injustificadas) en grados diversos y con algunas vacilaciones propias al cálculo de posibles efectos electorales negativos, por otro lado, el movimiento 15M se ha reafirmado con nuevas acciones de protesta y elaboración de propuestas tan concretas como factibles.

El fracaso de la política del miedo se atestigua en el fracaso del miedo a la política: incluso en pleno receso, las calles se han convertido en el escenario de una práctica política impensable hace escasos meses, cuando las estructuras institucionales (incluyendo partidos y sindicatos) pretendían ejercer el monopolio de la representación. La repolitización de las prácticas sociales abre brechas para una política radical, poniendo en jaque la despolitización propia de una sociedad del espectáculo. Al desprecio a la democracia que los sujetos políticos y económicos dominantes muestran, el movimiento 15M responde con una democratización radical de sus decisiones y una reconstitución del poder constituyente.

3) La erosión de la política espectacularizada

Aunque no dispongamos de ninguna racionalidad instantánea para determinar la condición revolucionaria de este movimiento de una vez para siempre (devenir-revolucionario no es una fatalidad histórica ni una necesidad trascendental), al menos sí podemos identificar en su interior algunas prácticas y significaciones emergentes que validan la idea de que estamos contribuyendo a la construcción de una cultura política incipiente que pone en cuestión lo que Debord interpretaba como la «espectacularidad» de lo social, esto es, su reducción a lo dado, en la que el ciudadano es producido como espectador de una escena predefinida. Dicho de otro modo: si vivimos en una sociedad del espectáculo (como “relación social entre las personas mediatizada por la imagen” [2]) posibilitada por una economía de la abundancia, la crisis de esta economía es también crisis de una subjetividad marcada por un proyecto político que justifica lo existente. A la “(…) libertad dictatorial del Mercado, atemperada por el reconocimiento de los Derechos del Hombre espectador” (3), el 15M contrapone otra escena que, estrictamente, no escenifica nada, sino que moviliza un inconsciente político revolucionario.

Nada de ello es motivo para una ilusión sobredimensionada: cuestionar la «mistificación burocrática» sólo es el primer paso para la invención de una sociedad postcapitalista que ponga en jaque la separación radical que estructura la espectacularización de lo social. Al optimismo de la voluntad hay que contrapesarle el recuerdo perturbador de un capitalismo que se reproduce incluso si ello significa la ruina continua de sus promesas y la destrucción diaria de cientos de miles de vidas.
 
Eso no es óbice para pensar esta intervención colectiva como una réplica que erosiona la escena sedimentada, abriendo un tiempo de repolitización de lo social, esto es, creando una aceleración histórica que abre como horizonte de posibilidad una transformación radical de la sociedad. Ahora bien, puesto que se trata de una posibilidad contingente entre otras, no hay ninguna razón para suponer que esa transformación será efectiva (ni, mucho menos, inmediata). La posibilidad de una restauración autoritaria del control resulta mucho más inminente y cierta. Es probable que, de no articularse a nivel internacional, el 15M sea crecientemente reprimido y, en consecuencia, esa posibilidad transformadora quede momentáneamente clausurada.

En el contexto de esa indeterminación relativa, puede afirmarse que al inmovilismo ciudadano le sobrevino un estallido pacífico pero activo de sujetos que luchan de forma apasionada contra el hundimiento resignado de sus esperanzas. Ante una política del espectáculo que pasiviza al sujeto, incluso justificando las decisiones como cuestiones técnicas ineludibles, el 15M replica a fuerza de indignación, resemantizando lo público como espacio de protesta y deliberación políticas. Con ello, interroga el sentido de lo público como mero espacio de circulación de mercancías o lugar de esparcimiento privado. Al deseo de dormir de una sociedad, el 15M responde con un deseo lúcido de soñar: no sólo cuestiona la especialización del poder y las jerarquías representativas, sino que cuestiona lo permitido. Forja lo posible contra una legalidad que tiende a anularlo en una red de relaciones de poder radicalmente desigual.

Insistamos en el punto: el 15-M -como sujeto político plural- no constituye, al menos momentáneamente, una configuración hegemónica alternativa; más bien, tiende a limitar la hegemonía cultural y política del neoconservadurismo, a la que contribuyen las fracciones dominadas de las clases dominantes (entre ellos, una intelligentia tecnocrática comprometida con el capital financiero y empresarial). La hegemonía del conservadurismo, aunque no ofrece perspectivas para una salida inmediata a la crisis estructural de legitimidad partidaria, hace previsible la victoria electoral del derechista PP y, menos coyunturalmente, el taponamiento en el corto plazo de un cambio sistémico. Puesto que el capitalismo necesita instaurar un régimen sacrificial para seguir reproduciéndose, una perspectiva de cambio revolucionario debe empezar erosionando las bases de ese régimen. En esa dirección, no sin tensiones políticas, parece estar avanzando el 15M.

4) Razones de las indignaciones

Referirnos a múltiples indignaciones, sin centro unitario, se ajusta más a los acontecimientos políticos que intentamos pensar, en tanto dislocaciones de un orden social parcialmente desestructurado. La pluralidad de insatisfacciones sociales resulta clara. Sin pretensiones de exhaustividad, hay que recordar las siguientes:

  • el autismo del sistema político ante demandas y necesidades de la sociedad civil, tanto a través del desentendimiento del bien común como de la privatización de empresas públicas rentables;
  • las falencias democráticas del sistema electoral español, en el que el voto de los ciudadanos no cuenta por igual según el partido del que se trate;
  • la política fiscal profundamente regresiva (que grava más a los que menos tienen y desgrava a la franja minoritaria que concentra las rentas y las propiedades);
  • la transferencia de pérdidas del sistema financiero a la ciudadanía y de recursos económicos de la ciudadanía al sistema financiero o, dicho en términos de clase, la expropiación manifiesta de las clases propietarias a las clases populares;     
  • el cinismo hipócrita de las estrategias de alianza del estado español, que no sólo deslegitima a nivel internacional cualquier alternativa política, sino que además destina fondos públicos para el sostenimiento de una política exterior belicista;
  • la desfinanciación cortoplacista de las instituciones educativas y culturales simultáneamente a la financiación de instituciones religiosas, militares y financieras;
  • la connivencia entre estado y sindicatos mayoritarios que no sólo han desmovilizado a sus afiliados, sino acordado graves recortes de derechos, como contrapartida de cuantiosas subvenciones;
  • la persistencia de un régimen monárquico anacrónico, que además de defender privilegios de nacimiento y títulos nobiliarios de tradición medieval, participa en negocios opacos, goza de inmunidad jurídica y está sustraída de la crítica pública;
  • la retórica gubernativa de la austeridad, que reclama sacrificios colectivos sin regular la abundancia privada de las oligarquías económicas ni penalizar de forma suficiente la corrupción política y empresarial;
  • la continuidad de los desahucios (más de 300000 familias sin vivienda mientras en España el saldo de viviendas vacías es de 700.000) y el aumento de la pobreza (más del 20% de la población total);
  • los ajustes y reformas laborales exigidos por las grandes empresas mientras distribuyen beneficios en un contexto donde el paro supera el 20% de la población activa;
  • la actuación delictiva e impune de la banca y agentes de bolsa, responsables centrales de la crisis financiera y principales beneficiarios de la misma, incluyendo una política de rescate financiada por el estado;
  • el subsidio millonario que el estado español, constitucionalmente declarado aconfesional, proporciona a la iglesia católica (más de 10.000 millones en 2010) mientras impone políticas de ajuste;
  • los órganos de un sistema judicial injusto, con tintes no sólo conservadores sino radicalmente autoritarios y clasistas;
  • las estrategias de desinformación y descalificación que los mass media han puesto en marcha para desactivar las protestas sociales, así como el control informativo férreo que fijan las principales agencias de información a nivel mundial como modo de perpetuación de lo existente;
  • la desigualdad institucionalizada entre inmigrantes y el resto de ciudadanos y la expansión del racismo y la xenofobia institucionalizadas;
  • el oligopolio ejercido por algunas corporaciones trasnacionales, incluso en sectores críticos como la alimentación y la farmacopea, instaurando un régimen de especulación indiferente a la supervivencia y a la hambruna de pueblos enteros;     
  • la resignación y sumisión que siguen gobernando nuestras prácticas cotidianas en el mundo laboral y político, así como la lentitud de respuestas colectivas críticamente articuladas.
En suma, no sólo está en cuestión un sistema político y económico basados en la mercadocracia y la plutocracia (tal como recuerdan algunas pancartas, como p.e. “esto no es una crisis, esto es una estafa”,  “democracia not found” o “no somos mercancías en manos de políticos y banqueros”), sino también una cultura del consumismo que ha declinado del “derecho de soñar” y, en general, a imaginar e instituir otro mundo social. En particular, está en cuestión una ética capitalista que instituye un vínculo instrumental y apropiativo con el otro, basada en la ambición de conquista y el dominio técnico del mundo, incluyendo el mundo social.

No todas estas indignaciones tienen la misma relevancia y, de hecho, en diferentes grupos las prioridades de unas sobre otras varían. No constituyen un ideario, aunque es reconocible una perspectiva que podría unificarse en la crítica al capitalismo. Relevan asimismo una situación en la que unos agentes sociales se movilizan tras la búsqueda de otro mundo posible. De la articulación de esas insatisfacciones en un proyecto político contrahegemónico depende, en buena medida, su persistencia como movimiento emergente.


5) La brecha abierta por el 15M

Un acontecimiento político de esta magnitud es insoslayable para la vida pública. Como intervención histórica, marca unas modalidades singulares que reclaman mayor atención.

En primer lugar, la carencia de líderes que hace posible una función de liderazgo compartido. La presencia de portavoces rotativos resta importancia a la pugna de roles. En ese sentido, esa carencia constituye una condición para el ejercicio de una práctica asamblearia, en la que los intercambios están marcados por un principio efectivo de igualdad, más allá de las previsibles disputas por el protagonismo por parte de algunos de sus miembros.

La apuesta por la no-violencia, asimismo, aunque no impide una creciente represión policial y jurídica, sí la deslegitima socialmente. Ante la evidencia de un movimiento pacífico de protesta, las cargas contra éste son interpretadas mayoritariamente, con razón, como una vulneración del estado de derecho. Esa interpretación se transforma en un enérgico cuestionamiento a las actuaciones policiales y, en menor medida, a las decisiones estatales que le subyacen. Muestra las graves restricciones existentes que impiden un ejercicio democrático como la protesta, en la que todo ciudadano sea considerado, de forma concreta, como un sujeto de pleno derecho. La ideología ilustrada del ciudadano libre e igual queda jaqueada por un estado que se limita a administrar unos privilegios de clase y a obturar, de forma ilegítima, la práctica del disenso. Aunque dicha apuesta evita un mayor descrédito mediático, es probable que la violencia policial sistemática pueda generar, en algunos sectores minoritarios dentro del movimiento, estallidos efímeros de violencia callejera.

En tercer lugar, la modalidad asamblearia y desjerarquizada que estructura las prácticas comunicacionales al interior  del movimiento, a la par de posibilitar la construcción de propuestas con consensos mínimos (no necesariamente unanimidades),  pone serios límites a cualquier intento de cooptación por parte de los partidos políticos tradicionales. Al evitar la designación de interlocutores fijos, el movimiento se protege simultáneamente de la criminalización de los que asumen de manera rotativa una función de liderazgo e impide pactos a espaldas de sus mayorías. De esta manera, se sostiene un proceso deliberativo que permite la creación de lineamientos de acción y reivindicaciones colectivas sujetas a la crítica colectiva, sin compromisos asumidos de forma unilateral.

Un cuarto componente, ligado al precedente, es la persistencia en una alternativa extrapartidaria, que limita la asimilación sistémica. Si bien esta situación habilita que partidos políticos de izquierda puedan apropiarse de forma legítima de sus propuestas, la autoexclusión de la lógica partidaria constituye al movimiento en un factor permanente de presión, central en cualquier sociedad que se precie de democrática. Instaura con ello un órgano no-institucional de control que fiscaliza las decisiones gubernamentales y visibiliza políticas y acciones claramente antipopulares. En pocas palabras, contribuye a materializar un modelo de democracia participativa, necesaria en sistemas parlamentarios que, de forma cada vez más notoria, se subordinan a los intereses particulares de los poderes económico-financieros establecidos.

También hay que mencionar la creciente capacidad de autoorganización y autoconvocatoria del movimiento, contrariamente a las profecías de la derecha autoritaria. La coordinación horizontal y la acción descentralizada han mostrado su eficacia cuando se utilizan de forma imaginativa y con la lucidez que aportan sus participantes. La constitución de comisiones específicas, para atender necesidades diferentes, en tanto ha evitado la compartimentación, ha probado ser un método eficaz cuando se articula en asambleas generales, convocadas de forma rápida y con importantes niveles de participación.
La elaboración de elementos para un discurso crítico es otro aporte relevante del 15M. En dicha elaboración pueden rastrearse elementos de una «poética de la revuelta» que conjuga de forma creativa un ideario heredado de la izquierda, unas demandas coyunturales nacidas de la insatisfacción de algunos sectores sociales y unos modos expresivos que incluyen desde la poesía al graffiti, pasando por la creación de pancartas (plagadas de humor, crítica incisiva e interpelación directa) como por el uso de recursos teatrales (como el mimo) y la implicación del cuerpo en la protesta.
 
En ese sentido, constituye una dimensión central del 15M el despliegue de una política del cuerpo en el que la sensibilidad es reconstituida para hacer posible una proximidad con el otro, negada por la productivización del cuerpo. A pesar de la burla o el sarcasmo que estas prácticas propias a una nueva sensibilidad han despertado incluso entre sectores de la izquierda tradicional, inciden en una dimensión fundamental de la vida social: la proxémica que, en nuestra sociedad, tiende a quedar confinada al círculo de la intimidad. Reactivar un cuerpo próximo es, también, apuesta por otros vínculos sociales, en los que el erotismo, la fraternidad y el mutuo reconocimiento no aparezcan como elementos recluidos en una intimidad acorralada sino como dimensión estructurante de lo humano.
En estrecha conexión a lo precedente, aparece en este horizonte una ecología política, ligada no sólo a la reivindicación de los derechos de la naturaleza (absolutamente menospreciados en la política clásica), sino también al derecho a sentirse parte de esa naturaleza maltratada. Si bien algunos grupos han reenviado esas reivindicaciones a un ámbito místico-religioso, son comunes a una sensibilidad social que interpreta la destrucción del medio ambiente como un asunto político de primer orden, en tanto afecta no sólo la vida en común sino la posibilidad misma de supervivencia del género humano.

Aunque la búsqueda de unanimidad ha trabado en varias ocasiones el desarrollo de propuestas que rebasen una lógica de mínimos, siendo un límite que puede y debe superarse, el 15M a través de su estructura asamblearia ha encarnado una alternativa política en la que la pluralidad ideológica no sólo no es vivida como amenaza, sino como condición de una democracia participativa. Contra la disciplina partidaria que llama al alineamiento en bloque, el 15M muestra una opción políticamente relevante y factible: hacer de la pluralidad no un elemento residual que debe permutarse por una unidad, sino  un componente irreductible y central en el proceso de toma de decisiones. Aunque eventualmente ensombrecido por un eclecticismo de corto alcance, y a condición de no convertirse en relativismo, un cierto pluralismo crítico es parte irrenunciable del proceso de radicalización democrática. Esa pluralidad diferencial es condición de posibilidad de la construcción de unas equivalencias discursivas que, efectivamente, apuesten por una construcción contrahegemónica.

El uso de las tecnologías de la información y la comunicación, en particular, de las llamadas “redes y medios sociales” así como de telefonía móvil (como medio fotográfico y audiovisual instantáneo) también es destacable, especialmente por el uso estratégico que miembros del 15M han hecho para burlar o erosionar el bloqueo informativo propiciado por los principales medios masivos de comunicación. Así como los medios no son neutrales con respecto a las finalidades, también puede decirse que las finalidades no son independientes a los medios. Sin esas tecnologías, algunas peculiaridades de estas luchas sociales y políticas no serían siquiera posibles. Desde luego, es un error atribuir un protagonismo desmedido a estas tecnologías, pero el poder de convocatoria y organización descentralizada que han posibilitado es un factor estratégico a considerar.

Finalmente, y sin pretensiones de exhaustividad, también hay que mencionar la participación persistente de una multiplicidad de plataformas en la que preocupaciones tan diversas como las referidas a la vivienda o a la defensa de la inmigración han constituido focos específicos de acción. Forma parte de esta historia por venir la historia de sus conquistas.


6) El porvenir de una revuelta

Ya he enfatizado la importancia de no sobrevaluar las especificidades que el 15M activa ni subestimar los riesgos a los que se expone (desde la asimilación sistémica hasta la disgregación sectaria, la jerarquización de sus grupos, la institucionalización de sus demandas, la indistinción generalizante en sus cuestionamientos o el desvanecimiento de sus reivindicaciones más radicales). Es cierto que el movimiento 15M no ha cambiado de forma estructural el actual estado de cosas: no alteró la hegemonía política de la derecha -consolidada tras la debacle sonora del PSOE-. Tampoco detuvo las reformas laborales y constitucionales en curso, ni generó cambios significativos en la banca. Ni siquiera ha logrado que los actores dominantes del sistema político institucional mostraran la más mínima apertura ante sus demandas plurales, aunque sí lo haya conseguido en partidos como Izquierda Unida y otros partidos locales. Por el contrario, en los dos partidos mayoritarios generó una clara condena por parte del PP y un gesto entre vacilante y represivo del PSOE, a pesar de su retórica demagógica.

En vez de concluir, de lo que se trata es de no prejuzgar el devenir contingente del 15M. Si hablar de «revolución» es más una declaración de intenciones que una realidad, de ahí no se deriva que sea ilusorio referirse a un movimiento que puede devenir-revolucionario. Hay suficientes dimensiones para señalar que está configurándose en esa dirección, sin por ello negar los riesgos que implica la presencia minoritaria de algunos grupos de derecha, ciertos reclamos acotados a un ideario reformista, los componentes teológicos y místicos de algunas de sus identidades, el riesgo de fragmentación interna por disputas de poder o el fantasma de una impugnación indiscriminada de lo político y lo sindical, por poner algunos casos.

Decir que el 15M no cambió nada es falaz. No sólo porque quebró un inmovilismo político apenas interrumpido por alguna huelga aislada con tintes fúnebres, sino también porque instaló como eje de debate público cuestiones apenas debatibles pocos meses atrás, como por ejemplo la reforma del sistema electoral, la relación entre estado y economía (incluyendo la banca) o la relación entre religión, medios de comunicación y estado. Además de esos debates, las intervenciones del movimiento han logrado conquistas puntuales: detener varios desahucios, bloquear las redadas policiales a inmigrantes irregulares, frenar la expulsión de un inmigrante irregular encerrado en un CIE y reflotar la aprobación de la ley patrimonial  (meses antes archivada). En términos más generales, ha logrado un nivel de movilización colectiva sin precedentes en la última década en España, a excepción de las manifestaciones contra la guerra de Irak. Nada de ello conduce a confundir un principio activo de cambio con conquistas sociales e institucionales efectivas. Entre un deseo revolucionario y una sociedad revolucionada hay una distancia radical que sólo la práctica política (no necesaria ni principalmente partidaria) puede mitigar.

Hay múltiples razones para suponer que las indignaciones del presente no se desactivarán en el corto plazo. Las condiciones que han producido esta revuelta pacífica siguen inalteradas. En El porvenir de una revuelta (4), Kristeva apunta: “(…) la revuelta permanente es este reiterado cuestionamiento de sí, de todo y de nada, que aparentemente ya no tiene razón de ser” (op.cit., p. 10).  En el contexto presente, hasta la apariencia de lo injustificado se desvanece. La revuelta tiene múltiples razones de ser.

Un proceso revolucionario, sin ese autocuestionamiento permanente, sólo puede conducir a una nueva forma de ceguera. Rebelarse contra los poderes establecidos constituye un acto de dignidad cuando esos poderes no sólo coartan la libertad de crítica, sino cuando impiden la creación de formas de vida que no se limiten a la mera supervivencia. Ello supone dejar de confinar lo «imaginario» al campo de lo ilusorio, para reconsiderarlo como el tejido significativo que nos permite concebir e instituir otras formas de vinculación social. Forma parte de nuestros desafíos participar en la construcción de un imaginario político que no se agote en la vida concebida como una competición -en la que sólo cuenta el goce privado- sino que apueste por una forma de vida en la que nuestros semejantes deben tener un lugar central y decisivo. En esa apuesta se juega, sin más, nuestro porvenir compartido.

Arturo Borra, 1 de septiembre de 2011



(1) Para profundizar en esta categoría, se puede consultar Laclau, Ernesto, Misticismo, retórica y política, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006 y Laclau, Ernesto, Emancipación y diferencia, Ariel, Argentina, 1996.

(2) Debord, Guy, La sociedad del espectáculo, Pretextos, Valencia, 2003, p. 38.

(3) Debord, Guy, op.cit., p. 35.

(4) Kristeva, Julia, El porvenir de la revuelta, Seix Barral, Barcelona, 2000.