miércoles, 2 de diciembre de 2015

Neoliberalismo, experiencias populares e izquierdas -Jorge Alemán




En la actualidad, nos encontramos con la “izquierda clásica” que defiende los “intereses de la clase obrera”, a la que todavía considera –contra toda realidad histórica del Capital– la fuerza material que cumplirá con la desconexión definitiva del modo de producción vigente y con la “izquierda posmoderna”, advertida ya del “posfordismo” y de que no se dispone a priori de ningún sujeto histórico que sea identificable y necesario sin que medie la contingencia de la construcción política. Estas vertientes de la izquierda, a pesar de sus notables diferencias, coinciden en un punto crucial: en la crítica permanente a las experiencias populares latinoamericanas y las que despuntan en Europa, por no haber sido capaces de llegar a tocar, alterar o transformar lo “real” del capitalismo.
Por ello una y otra vez, con distintas variaciones, repiten el mantra de que no se pudo salir del “modelo extractivista” y de la excesiva dependencia del valor de las materias primas en el mercado mundial, de que no se superó una lógica distributiva que sólo consiguió finalmente producir el efecto indeseado de una nueva “clase media consumista”, etc. Estos argumentos solo serían veraces, si se admite que el partido se juega en un terreno distinto al que la agenda neoliberal propone, y ya sabemos que casi nunca es así. Lo que suele ocurrir es que la experiencia popular o el intento de una “hegemonía populista” funciona de un modo siempre frágil e inestable en los pliegos del poder neoliberal y está expuesta a su arma más directa: la producción de subjetividades. Esto provoca en la propia vida íntima una relación bloqueada casi en su totalidad con todo intento de transformación, que no coincida con una mera “gestión” y rendimiento de la relación consigo mismo y con los otros.
En este aspecto, conviene señalar también la emergencia de una nueva “derecha progresista”, que en los últimos años ha sabido conjugar una suerte de sincretismo entre los manuales de autoayuda, la desafección por la política, una demagogia del amor, la felicidad y la proclamación de un mundo sin conflictos, donde todo intento de transformación estructural es rápidamente anatemizado como “autoritario” y “antidemocrático”. El derechista “progre”, que habla desde una supuesta democracia, utilizándola como un valor incondicionado y universal, absolutamente descontextualizada de las relaciones de poder del Capital, se ha convertido en una de las figuras privilegiadas –incluso con más posibilidades de seducción que las derechas reaccionarias– del ordenamiento neoliberal tanto público como privado. En este sentido, conviene recordar que la apropiación neoliberal de las distintas esferas de la realidad ya han desestabilizado definitivamente la oposición público-privado.
Por otra parte, la izquierda, ya sea en su versión clásica o posmoderna, no habla de cómo sería de verdad “tocar” al capitalismo, ni de cuantas miles de vidas habría que sacrificar, ni de que modo el Capitalismo volvería a reproducirse en la lógica de Estado propuesta. Es cierto que la izquierda posmoderna, al estar plenamente advertida de todo esto, emplea lógicas más esquivas con respecto al Poder, como “nomadismo”, “sustracción” o “reinvención de lo Común”, todas posibilidades muy interesantes, pero que sólo alcanzan su verdadera inteligibilidad si se describe como corresponde el antagonismo, condición inherente a toda estructuración de la sociedad. También la izquierda posmoderna debería dar cuenta de como actuaría en el caso de afrontar los antagonismos que surgen en cualquier experiencia que sea capaz de afectar al poder neoliberal y su apropiación de todas las esferas de la realidad.
Por último, si estas experiencias populares están tan sobredeterminadas por el reformismo inoperante que nunca afecta a la estructura misma de las cosas propias de la dominación neoliberal, ¿por qué tanto empeño en las oligarquías financieras nacionales e internacionales en pagar cualquier precio por arruinar a esos proyectos y contratar a todo tipo de mercenarios mediáticos para destruirlos? En la época del capitalismo, en su versión neoliberal, las políticas transformadoras de signo popular tienen la ventaja histórica de haber roto con el círculo del terror sacrificial propio del modo de ser revolucionario, pero a su vez, sus transformaciones se inscriben en un orden donde no existe una totalidad abarcable cómo estructura. Se trata sólo de superficies de nuevas prácticas de lo común, de experiencias subjetivas de invención de nuevos lazos sociales, de distintas formas de anudamiento entre el Estado y los actos instituyentes surgidos de los movimientos sociales surcados por la heterogeneidad y en donde nunca se encuentra la respuesta definitiva sobre el verdadero alcance de la transformación.
La nueva izquierda tal vez deba encontrar en la insistencia y en la reformulación teórica y práctica permanente su nuevo estilo de mantener a lo político como un deseo y una apuesta y no como un Ideal que sólo sirva para restituirle al narcisismo su estatua de bronce inerte.

* Jorge Alemán, Psicoanalista y ensayista. Consejero cultural de la embajada argentina en España.

lunes, 16 de noviembre de 2015

El «discurso de la sensatez» de Rivera: la perogrullada del sentido común


 
 


La impresión es que Podemos no podrá. Probablemente, no conseguirá los escaños que necesita para formar gobierno. Puede incluso que esa impresión sea una percepción inducida por la campaña masiva de desinformación impulsada por los grandes medios. Desde hace tiempo han tomado partido. La toma de partido se inclina, una vez más, para los que siempre tienen más probabilidades de ganar, dadas sus posiciones privilegiadas de poder.

 

Las estrategias gubernamentales y mediáticas dominantes han surtido efecto: en unos meses, han intentado pulverizar la imagen de los fundadores de Podemos, basándose prioritariamente en la difamación pública, con el objetivo de reinstalar el sofisma de que no hay diferencia sustantiva entre lo “nuevo” y lo “viejo”, la “casta” y lo que se opone a ella. En suma: el propósito no ha sido otro que reforzar el “sentido común” que señala que “las cosas siempre fueron así” y que así seguirán siendo (negando, sin más, la posibilidad de un cambio estructural). El empeño desmesurado con que han procurado mostrar que fuerzas políticas como Podemos son equivalentes a los partidos tradicionales ya es de por sí indicativo del grado de movilización de los portavoces del establishment: la auténtica cruzada emprendida contra esta fuerza pone en evidencia las prerrogativas que temen perder.

 

La difamación ha logrado parcialmente su cometido. Lo sabemos por la variación en la estimación de voto. Incluso si la “cocina” de las estadísticas circulantes estuviera sesgada –lo que parece ser el caso-, es innegable que Podemos ha pasado de ser primera fuerza electoral en términos de intención directa de voto a ser la cuarta fuerza. En menos de un año, la maquinaria propagandística de las elites económicas, políticas y financieras ha disparado su artillería para desacreditar esta opción política. Sólo el aprendizaje acelerado de los líderes de este partido -al que fuerzan circunstancias tan adversas- ha evitado que el desastre sea aun mayor, a pesar de algunos fallos notables (entre otros, la gestión comunicacional del “caso Monedero”).

 

Dicho lo cual, resulta clave constatar que las estrategias de difamación al uso son eficaces en tanto cuentan con la aquiescencia –más o menos tácita- de una mayoría social que, movida por el miedo a perder lo (poco) que tiene, se asegura perderlo. La paradoja de esa mayoría subalterna es que se identifica con un amo que ya la ha condenado, de forma reiterada, a vivir en riesgo permanente de perderlo todo. La economía política del sacrificio hace tiempo ha decidido que su valor político –como masa de electores- y su valor económico –como masa de consumidores- es puramente instrumental: ser objetos o blancos para nuevas ofrendas alzadas tanto a la Comisión Europea como a los mercados financieros. Dicho en otras palabras: constituyen la masa marginal sobre la que seguirán operando las políticas de recorte, como signo de una “voluntad de austeridad” que no ha hecho más que ensanchar las periferias interiores de Europa.

 

La impresión, entonces, es que la maldita “sensatez” –el himno generalizado al sentido común, alzado al unísono- hace ir por otros caminos: cambiar alguna figura partidaria para que, políticamente, no haya cambio relevante. Reincidir en lo mismo, entonces, con la cosmética necesaria: entre otras cuestiones, ahondar en la política de austeridad mientras se garantiza la impunidad de los responsables del peor saqueo sistémico de la historia del capitalismo, multiplicar los recortes públicos en nombre de la eficiencia, consolidar el olvido histórico a las víctimas, preservar los privilegios de la iglesia católica y de la monarquía, dar vía libre al crecimiento de la banca y las grandes corporaciones en nombre de una presunta recuperación económica de la que las clases trabajadoras no tienen noticias, seguir desgravando las rentas de propiedad mientras se gravan más las rentas de trabajo (en un proceso interminable de precarización económico-existencial reafirmada en términos de “competencia”), dar carta de ciudadanía a la privatería y un revoque de honestidad al negociado de lo público gerenciado por el poder económico concentrado, incrementar el control mediático y ahondar en las marcas de una política cultural tradicionalista y autoritaria, reestructurar el sistema sanitario y educativo de forma excluyente, favorecer los grandes capitales y la desregulación de los mercados laborales, criminalizar a los grupos disidentes y desproteger tanto a las víctimas de violencia de género como a diferentes colectivos sociales, incluyendo inmigrantes y refugiados. En suma, no sólo garantizar la continuidad de la actual política de transferencia de riqueza a las elites dominantes y de empobrecimiento de las clases medias y populares sino, en general, seguir profundizando en un modelo de sociedad radicalmente injusta y desigual.

 

La cuestión rebasa una dimensión económica. Semejante ofensiva neoconservadora sólo es posible, al menos en cierta medida, por las dificultades para articular resistencias organizadas y sistemáticas por parte de los colectivos damnificados. Ninguna de estas políticas podría prosperar de forma efectiva en un contexto social radicalmente antagónico. Si el gobierno ha tenido que rectificar en ocasiones específicas, ha sido ante todo por presiones externas, producto de una movilización ciudadana fragmentaria pero relevante, así como de la irrupción de fuerzas partidarias como Podemos, que han reinstalado en la agenda pública cuestiones tan básicas y centrales como la deuda externa, la renta mínima universal, el acceso igualitario a los servicios públicos o el derecho a la vivienda.

 

Doble apunte entonces: por un lado, la estimación de voto actual sigue liderada por el bipartidismo; por otro lado, a pesar de una cierta erosión de la alternancia bipartidista, partidos como Ciudadanos operan como bisagras o recambios que no pueden más que bloquear un cambio ideológico significativo con respecto a lo que llama la “vieja política”. La lectura no es entonces de mera continuidad o simple ruptura, sino de coexistencia entre lo dominante y lo emergente: si bien algunos partidos (comenzando por Podemos) han irrumpido como fuerzas desniveladoras o disruptivas, el movimiento de restauración conservadora parece estar ganando el pulso. La propensión (neo)conservadora del sentido común (como “inconsciente” de la ideología dominante al decir de Stuart Hall) inclina la balanza hacia la continuidad. De ahí que los discursos hegemónicos no han hecho sino acentuar como incuestionable ese “sentido común” que custodia de forma implícita el establishment y reproduce de forma irreflexiva desigualdades sociales ya consolidadas.

 

El presunto “centrismo” de Rivera juega, en este contexto, con cartas marcadas: en su juego no baraja, entre otras cuestiones claves, promover una política de la memoria histórica, revisar las exenciones fiscales al clero, modificar las exclusiones de personas en situación irregular del sistema sanitario implantadas por el PP, transformar el carácter regresivo del sistema tributario, auditar la deuda pública, reimpulsar la educación pública para facilitar su acceso igualitario, derogar la ley de seguridad ciudadana en su conjunto o la reforma laboral en un sentido progresivo, desarrollar políticas económicas que activen la inversión pública y políticas crediticias que favorezcan la creación de empleo de calidad por parte de las Pymes o activar políticas sociales que permitan una mejor redistribución de la riqueza y contribuyan a revertir de forma decidida la escandalosa escalada de pobreza de la última década a nivel nacional.

 

Dicho de otra manera: el centrismo de Rivera plantea una «estrategia de silencio» ante aquellos asuntos fundamentales que hacen no tanto a la recuperación de una presunta salud perdida, sino más bien al desarrollo de otra fisonomía política y social, ligada a un proyecto si no socialista sí al menos popular. Una estrategia del silencio no significa, sin más, que se desconozca esas problemáticas o no se haga ninguna referencia al respecto. Refiere más bien a la opción deliberada de mantenerse en un guión tan genérico como esquemático, ligado al “cambio tranquilo”, esto es, a la continuidad político-ideológica que evite cualquier alarma en la gran burguesía económico-financiera. En este ejercicio de equilibrio retórico, se trata de pasar por los problemas decisivos de puntillas, sin más argumentación que un puñado de tópicos que tengan a la vez máxima resonancia social y reduzcan al mínimo cualquier referencia a puntos sensibles del electorado. Su estrategia es así básicamente elusiva: ninguna sorpresa que “asuste” a votantes ávidos de conservar algunos privilegios que desde hace tiempo ya han perdido o que “reviva” heridas o traumas de un pasado nunca más activo. El recuerdo mítico de una “calidad de vida” pretérita impide pensar las actuales condiciones de existencia de franjas sociales cada vez más amplias, en una descontrolada fábrica de riesgos (de exclusión social).

 

En este sentido, el «discurso de la sensatez» de Ciudadanos hace trampa: parte del giro hegemónico hacia la derecha. En una escena política derechizada, estar al “centro” significa que la posibilidad misma de plantear una sociedad diferente queda conjurada. Se trata de eludir los fantasmas que sobrevuelan el presente que bien podría traer a la memoria de los vivos la génesis de la actual fractura social: no sólo una dictadura impune sino una transición que ha obstruido tanto una política de justicia con respecto al genocidio producido por el franquismo como la posibilidad de que su “botín de guerra” sea recuperado en términos de una distribución más justa de la riqueza. Que en el último período se haya triplicado la pobreza y duplicado la casta de multimillonarios es indicio de este pésimo legado que el “sentido común” quiere eludir; a saber, que no es posible construir un porvenir de la democracia sin la apertura de los archivos que sostienen lo presente. Archivos no sólo desarchivados: aquellos que no existen más que en el soporte inatestiguado de las cunetas. 

 

El “sentido común” –como cristalización irreflexiva de la ideología dominante- arrastra sus sedimentos: ante todo, que sea quien sea el que gobierne, no ponga bajo debate los principios constituyentes del actual estado español, como garante de la economía de mercado (y el pago de la deuda soberana), de la continuidad del tradicionalismo cultural (y la hegemonía del nacional-catolicismo) y la reproducción de ciertos imperativos sistémicos (especialmente, la construcción de un orden social planteado como ineludible, incluso si se admiten “mejoras” posibles).

 

La apelación retórica al sentido común es la perogrullada del centrismo: dar por legítimo aquello que hay que legitimar, esto es, la posibilidad misma de integrar izquierda y derecha sin incurrir en incompatibilidades (ideo)lógicas y políticas. Así por ejemplo, ¿cómo garantizar la atención sanitaria básica para inmigrantes en situación irregular sin vulnerar los DDHH? ¿cómo proteger a los más desfavorecidos promoviendo la desregulación económica? ¿cómo abogar por la reforma institucional y la renovación de los partidos a la vez que se promueven alianzas políticas con aquellos que las impiden? ¿cómo favorecer el cambio a la vez que se recurre al más común de los conservadurismos, que es aquel que elude las herencias ligadas al franquismo, el catolicismo o la monarquía? La respuesta la podemos inferir: las dos formas posibles de integrar propuestas antagónicas es i) apelando a un eclecticismo indiferente a la contradicción o bien ii) negociando con grupos políticos adversarios -situados en diferentes posiciones del arco político- una postura intermedia entre todas las planteadas.

 

El problema es que la negociación política de Ciudadanos con la izquierda es poco menos que nula. La interlocución que le reconoce se limita al PSOE que, en las actuales condiciones, dista de encarnar de forma creíble una alternativa propiamente de izquierdas. Por tanto, la opción centrista de Ciudadanos no puede ser más que producto del eclecticismo. El “centro” así concebido no es nada diferente a la apropiación de medidas de derecha e izquierda, según su grado de aceptación social. Ahora bien, atender demandas múltiples incompatibles entre sí, tarde o temprano, obliga a tomar partido. Y la toma de partido de Ciudadanos es inequívoca: la defensa de los intereses corporativos de las multinacionales y la banca privada. Ciudadanos saluda con la mano izquierda y golpea con la derecha.

 

En síntesis, del mismo modo en que el “sentido común” naturaliza el orden existente -en tanto ha interiorizado lo habitual como “normal”-, el “centrismo” de Ciudadanos está escorado hacia la derecha. Constituye una coartada ideológica que encubre su clara toma de partido para que todo siga igual. La «sensatez» del discurso de Rivera no puede significar nada distinto que la renuncia deliberada a cuestionar el régimen de prerrogativas de los grandes grupos económicos. Todo lo que pueda haber de controvertido en una apuesta política de izquierda queda abolido. Su pragmatismo ideológico consiste ante todo en reafirmar un sentido común que no quiere saber nada de transformaciones sociales de raíz.

 

Dicho lo cual, resulta claro que uno de los desafíos fundamentales de la izquierda no puede ser otro que sacar del guión de hierro a los portavoces de Ciudadanos. Sólo un desnivelamiento crítico de esas “propuestas de sentido común” podría desarmar su estrategia electoral y producir un giro político posible e incierto. De esa operación depende que nuestras impresiones más o menos inducidas y probables no se hagan realidad. La apuesta por lo improbable siempre ha sido la apuesta de quienes no se contentan con sobrevivir en un mundo social escombrado.

 
Arturo Borra

martes, 13 de octubre de 2015

«¿Qué significan los “hot spots”?: sobre los centros de selección de solicitantes de asilo»

 
 
 
 

Por analogía a la tecnología inalámbrica, los “hot spots” pueden definirse como “puntos calientes” donde se intensifica la demanda de tráfico para el acceso a un servicio (como ocurre en los aeropuertos con el caso de Internet). Aplicado a determinadas masas humanas, un “hot spot” es un dispositivo de entrada regulada a un territorio, a partir de normas específicas.
 

En el contexto actual, referido a la llamada “crisis de refugiados” (1), los “hot spots” funcionarían como centros de recepción y selección de personas desplazadas que, en función de su perfil, podrán ser admitidas como solicitantes de asilo o excluidas de esa condición (en tanto migrantes económicos), siendo obligadas en tal caso a regresar a sus países de origen. De forma más específica, la admisión de los solicitantes estará sujeta a la emisión de expedientes por parte de dichos centros, responsables de identificar la nacionalidad, idioma y nivel de formación de cada persona, además de los resultados de un examen sanitario que descarte enfermedades infecciosas (2).
 

Para comprender mejor la creación de este dispositivo de control, conviene hacer un repaso somero de las condiciones históricas en que se plantea. Como es sabido, a causa de las guerras en Medio Oriente, en la que intervienen directa e indirectamente diferentes gobiernos occidentales -tales como EEUU, Reino Unido, Francia, Rusia y, en menor medida, Alemania y España, entre otros-, como fuerzas en liza, se está produciendo el mayor éxodo de personas desde la segunda guerra mundial. El actual desplazamiento forzado de millones de seres humanos (que bien podría reinterpretarse como «crisis de humanidad»), lejos de suscitar una ola de solidaridad entre los estados, ha conducido al desarrollo por parte de la Comisión Europea de un sistema de cuotas que, en el mejor de los casos, permitirá la acogida de unos 160.000 solicitantes (de los que su amplia mayoría son de nacionalidad siria), tras su “selección” en los centros de recepción o “hot spots”. De un total de más de 4.200.000 de sirios en condiciones paupérrimas (3), mediante este procedimiento abreviado, la CE dará lugar a no más del 3% del total de damnificados, poniendo en evidencia su compromiso insuficiente con respecto a una política satisfactoria de derechos humanos, especialmente, cuando se trata de ciudadanos no-europeos. A pesar de las imágenes complacientes sobre su liderazgo mundial en esta materia, la realidad histórica de Europa ha sido exactamente la contraria: el desentendimiento, cuando no la estigmatización recurrente, ante ingentes masas poblacionales condenadas al exilio, como es el caso de los republicanos españoles (4). Por tanto, la contracara de la universalidad declarada de los derechos humanos no es (ni ha sido) sino el particularismo gubernamental al momento de aplicarlos a determinados sujetos.
 

Para esclarecer esta contradicción pragmática, es plausible recurrir al caso alemán. Las declaraciones institucionales de sus máximas autoridades no dejan lugar a dudas: lo que prima es, ante todo, el cálculo oportunista de las posibilidades económicas que abre este “escenario” penoso de cientos de miles de personas intentando arribar a Europa. Lejos de cualquier épica humanista, la política de acogida del gobierno de Merkel, además de constituir una intervención cosmética a su imagen devaluada, está asociada a la provisión de trabajadores sirios cualificados de bajo coste a la economía alemana, introduciendo con ello una presión objetiva para la reducción de los salarios medios y la disminución del desequilibrio demográfico que afecta a este país (como ocurre con tantos otros países europeos) [5]. El ingreso de solicitantes de asilo es usado como una oportunidad para reestructurar determinados mercados de trabajo a la baja en términos de derechos y salarios, presentado como “mejora de la competitividad”. La iniciativa consiste en favorecer la contratación de estos colectivos por debajo del salario mínimo, consolidando el antagonismo entre trabajadores locales y extranjeros (afectados en conjunto por el proceso de precarización laboral, aunque en grados diversos). Si el objetivo expreso de dicha medida de excepción es garantizar el acceso al mercado laboral de los solicitantes de asilo, el objetivo implícito consiste en introducir modificaciones legales que permitan el uso intensivo de mano de obra cualificada a cambio de salarios irrisorios.
 

Para regresar al análisis de los “hot spots”. Considerando las preocupaciones recurrentes de la CE y sus peticiones recientes de revitalizar la “tarjeta azul” de inmigrantes cualificados, ligada a la existencia de ofertas laborales concretas (6), ¿resulta descabellado pensar que semejantes dispositivos podrían funcionar como mecanismos selectivos mediante los cuales se clasifican los individuos en función no sólo de su historia vital –y lo que representa para la “seguridad nacional”- sino también de la utilidad económica que pudiera reportar al país receptor? Dicho de otra manera: habida cuenta de la necesidad de importar mano de obra cualificada a la economía europea, ¿no hay razones para suponer que dichos centros podrían funcionar como empresas encubiertas de reclutamiento? Aunque sería prematuro afirmarlo, semejante posibilidad no queda excluida en lo más mínimo del horizonte político-gubernamental y es consistente con las preocupaciones de los gobiernos europeos. No cabe descartar, por tanto, que un dispositivo así no sólo contemple las consideraciones normativas pertinentes (relativas al derecho al asilo), sino también la categorización de estas personas en función de sus perfiles profesionales, introduciendo consideraciones instrumentales sin relación primaria con el desarrollo de una política de acogida basada la protección internacional. Lejos de tratarse de meras especulaciones, el rechazo reciente por parte de Italia a la aspiración de algunos gobiernos (incluyendo el español) de participar in situ en la selección de personas con derecho a asilo, señala que esa posibilidad opera como demanda explícita de algunos estados (7). La labor de acogida, en términos reales, se aproxima peligrosamente a una cuestión de mercado.
 

Puesto que la lógica del beneficio se impone por sobre la lógica del deber, no sería extraño que los hot spots cumplan esta doble función de control (jurídico, policial y sanitario) y de selección (económica). La mentada “solidaridad europea”, contrapuesta a nivel mediático a las nefastas actuaciones de gobiernos como el de Hungría, no menos europeos, podría transformarse así en un nuevo ejercicio de cinismo: tras la máscara de la defensa universal de los derechos humanos se oculta el interés particular por reclutar trabajadores cualificados dispuestos a desempeñarse en condiciones laborales degradadas.
 

En cualquier caso, semejante dispositivo plantea un control securitario de los solicitantes coordinados por la CE, la Agencia Europea de Apoyo al Asilo (EASO), la Agencia Europea de Fronteras (Frontex) y la Agencia Europea de Policía (Europol). En un contexto histórico-político en el que la CE no ha cesado de priorizar la seguridad de sus fronteras (a través de la consolidación presupuestaria de Agencias como FRONTEX) por sobre los derechos de los desplazados, solicitantes y apátridas, los interrogantes no cesan de proliferar: ¿no traza una línea de continuidad con los Centros de Internamiento de Extranjeros, conocidos por su incumplimiento sistemático de las garantías constitucionales y los derechos humanos? ¿Cuáles serán los criterios de selección de las personas registradas, además de las normativas referentes al asilo? ¿Qué controles se instaurarán en la práctica para garantizar el cumplimiento de los DDHH por parte de las autoridades que los gestionan?
 

No obstante estas incertidumbres, las consecuencias directas de este dispositivo pueden establecerse con claridad: 1) la posible detención de las personas que son susceptibles de ser deportadas (8); 2) la externalización de la asistencia a solicitantes de asilo, a cargo de Italia y Grecia a nivel europeo y, a nivel externo, de países próximos a los conflictos bélicos; 3) la retención temporal de las personas registradas hasta su reubicación y, eventualmente, 4) la repatriación de cientos de miles de personas (categorizadas como “indocumentadas”) a los países de origen, convirtiéndolas en material descartable (9). Todas estas consecuencias señalan una misma dirección: el debilitamiento de una política de acogida de las personas solicitantes basada en el derecho internacional y la restricción de sus libertades en nombre de la seguridad de estado y las conveniencias de mercado.
 

Dicho lo cual, los “hot spots” no parecen ser nada distinto a los “campos de refugiados” (fuera de Europa) y a los “centros de internamiento de extranjeros” (a escala europea), con variantes ligadas a los tiempos y criterios de selección. Tras la nueva nomenclatura, lo que se repite es la misma «lógica del campo», el encierro temporal pero indefinido de cientos de miles de seres humanos que escapan del horror y su tratamiento como material reciclable o de desecho, según unas pautas que escapan en gran medida al escrutinio público. 
 

Forma parte de la tarea de la crítica reconstruir esas pautas y someterlas a examen colectivo, exigiendo no tanto la transparencia de la gestión de esos dispositivos sino, en primer lugar, su abolición en lo que mantienen como régimen de excepcionalidad. Tras más de una década de discursos de la interculturalidad, la gestión política europea no ha cesado de avanzar –no sin resistencias minoritarias- en el camino de su clausura. De esas narrativas de apertura no parecen quedar más que las huellas de su negación sistemática por parte de las instituciones europeas.
 

Arturo Borra
 

(1) He desarrollado esta cuestión en “Sobre la «crisis de los refugiados» o la vida en peligro”, “Rebelión”, 18/09/2015, versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=203445.

(2) La creación de dichos centros (junto al establecimiento de instalaciones de acogida “suficientes”) son las dos precondiciones fijadas por la Comisión Europea para la “reubicación de emergencia” de los solicitantes de asilo durante los próximos dos años (a pesar de no haberse definido todavía los plazos en que se concretará semejante reubicación).

(3) Remito a “Consideraciones de protección internacional con respecto a las personas que huyen de la República Árabe Siria. Actualización III”, elaborado por ACNUR,  1/6/2014, versión electrónica en http://www.acnur.org/t3/recursos/bdl/?cat=188.

(4) Véase Navarro, Vicent, “Lo que no se dice de los refugiados”, “Público”, 1/10/2015, versión electrónica en http://blogs.publico.es/dominiopublico/14774/lo-que-no-se-dice-sobre-los-refugiados/

(5) Véase “La CDU de Merkel plantea que los refugiados puedan ser contratados por debajo del salario mínimo” “Público”, 29/09/2015, versión electrónica en http://www.publico.es/internacional/cdu-merkel-plantea-refugiados-puedan.html.

(6) “El reparto de solicitantes de asilo abre un nuevo pulso en la UE”, “El País”, 13/05/2015, http://internacional.elpais.com/internacional/2015/05/13/actualidad/1431514548_759034.html.

(7) Véase “Italia niega a los países receptores de refugiados que los seleccionen ‘in situ’”, “El País”, 05/10/15, versión electrónica en http://internacional.elpais.com/internacional/2015/10/04/actualidad/1443994476_751154.html

(8) En la misma línea se mueven las declaraciones del ministro del Interior alemán, Thomas de Maizière, quien anunció que las personas a las que se les deniegue el asilo percibirán menos prestaciones sociales que aquellos solicitantes pendientes de resolución (“Berlín reduce prestaciones a solicitantes asilo que deben regresar a su país”, “La Patilla”, 7/9/2015, versión electrónica en http://www.lapatilla.com/site/2015/09/07/berlin-reduce-prestaciones-a-solicitantes-asilo-que-deben-regresar-a-su-pais/

(9) Al respecto, puede consultarse “La UE desvía su responsabilidad de proteger a refugiados”, 16/09/2015, versión electrónica en https://www.hrw.org/es/news/2015/09/16/la-ue-desvia-su-responsabilidad-de-proteger-refugiados

lunes, 5 de octubre de 2015

«Sobre el amor, Jacques Alain Miller» -una entrevista de Hanna Waar

 
 
Psicologías: ¿El psicoanálisis enseña algo sobre el amor?
 
Jacques-Alain Miller: Mucho, pues es una experiencia cuyo resorte es el amor. Se trata de ese amor automático, y a menudo inconsciente, que el analizante dirige al analista, y que se llama la transferencia. Es un amor artificial, pero de la misma estofa que el amor verdadero. Saca a la luz su mecánica: el amor se dirige a aquel que usted piensa que conoce vuestra verdad verdadera. Pero el amor permite imaginar que esta verdad será amable, agradable, mientras que de hecho es muy difícil de soportar.  
 
P.: ¿Entonces, qué es verdaderamente amar?
 
J-A Miller: Amar verdaderamente a alguien es creer que amándolo, se accederá a una verdad sobre sí mismo. Amamos a aquel o a aquella que esconde la respuesta, o una respuesta a nuestra pregunta: "¿Quién soy yo?"   
 
P.: ¿Por qué algunos saben amar y otros no?
 
J-A Miller: Algunos saben provocar el amor en el otro, los serial lovers, si puedo decirlo, hombres y mujeres. Saben qué botones apretar para hacerse amar. Pero ellos no aman necesariamente, juegan más bien al gato y al ratón con sus presas. Para amar, hay que confesar su falta, y reconocer que se necesita al otro, que le falta. Aquéllos que creen estar completos solos, o quieren estarlo, no saben amar. Y a veces, lo constatan dolorosamente. Manipulan, tiran de los hilos, pero no conocen del amor ni el riesgo ni las delicias.   

 
P.: "Estar completo solo": sólo un hombre puede creer eso…
 
J-A Miller: ¡Bien dicho! Amar, decía Lacan es dar lo que no se tiene. Lo que quiere decir: amar, es reconocer su falta y darla al otro, ubicarla en el otro. No es dar lo que se posee, bienes, regalos, es dar algo que no se posee, que va más allá de sí mismo. Para eso, hay que asumir su falta, su "castración", como decía Freud. Y esto, es esencialmente femenino. Sólo se ama verdaderamente a partir de una posición femenina. Amar feminiza. Por eso el amor es siempre un poco cómico en un hombre. Pero si se deja intimidar por el ridículo, es que en realidad, no está muy seguro de su virilidad.         
 
P.: ¿Sería más difícil amar para los hombres?
 
J-A Miller: ¡Oh sí! Incluso un hombre enamorado tiene retornos de orgullo, lo asalta la agresividad contra el objeto de su amor, porque este amor lo pone en una posición de incompletud, de dependencia. Por ello puede desear a mujeres que no ama, para reencontrar la posición viril que él pone en suspenso cuando ama. Freud llama a este principio la "degradación de la vida amorosa" en el hombre: la escisión del amor y del deseo.      
 
P.: ¿Y en las mujeres?
 
J-A Miller: Es menos habitual. En el caso más frecuente, hay desdoblamiento del partenaire masculino. De un lado, está el amante que las hace gozar y que desean, pero está también el hombre del amor, que está feminizado profundamente castrado. Sólo que no es la anatomía la que comanda: hay mujeres que adoptan una posición masculina, incluso las hay cada vez más. Un hombre para el amor, en la casa, y hombres para el goce, que se encuentran en Internet, en la calle, o en el tren…
 
P.: ¿Por qué cada vez más?
 
J-A Miller: Los estereotipos socioculturales de la feminidad y de la virilidad están en plena mutación. Los hombres son invitados a alojar sus emociones, a amar, a feminizarse; las mujeres conocen por el contrario un cierto "empuje al hombre": en nombre de la igualdad jurídica, se ven conducidas a repetir "yo también". Al mismo tiempo, los homosexuales reivindican los derechos y los símbolos de los héteros, como el matrimonio y la filiación. De allí que hay una gran inestabilidad de los roles, una fluidez generalizada del teatro del amor, que contrasta con la fijeza de antaño. El amor se vuelve "líquido" constata el sociólogo Zygmunt Bauman[1]. Cada uno es conducido a inventar su propio "estilo de vida", y a asumir su modo de gozar y de amar. Los escenarios tradicionales caen en lento desuso. La presión social para adecuarse a ello no ha desaparecido, pero es baja.
 
P.: "El amor siempre es recíproco", decía Lacan. ¿Aún es verdadero en el contexto actual? ¿Qué significa eso?
 
J-A Miller: Se repite esta frase sin comprenderla, o se la comprende de través. No quiere decir que basta con amar a alguien para que él lo ame. Eso sería absurdo. Quiere decir: "Si yo te amo, es que tú eres amable. Soy yo quien ama, pero tú, tú también estas implicado, puesto que hay en ti algo que hace que te ame. Es recíproco porque hay un ir y venir: el amor que tengo por ti es el efecto de retorno de la causa de amor que tú eres para mí. Por lo tanto, algo tú tienes que ver. Mi amor por ti no es sólo asunto mío, sino también tuyo. Mi amor dice algo de ti que quizá tú mismo no conozcas." Esto no asegura en absoluto que al amor de uno responderá el amor del otro: cuando eso se produce siempre es del orden del milagro, no se puede calcular por anticipado.  
 
P.: No se encuentra a su cada uno o cada una por azar. ¿Por qué él? ¿Por qué ella?
 
J-A Miller: Existe lo que Freud llama Liebsbedingung, la condición de amor, la causa del deseo. Es un rasgo particular – o un conjunto de rasgos- que tiene en cada uno una función determinante en la elección amorosa. Esto escapa totalmente a las neurociencias, porque es propio de cada uno, tiene que ver con la historia singular e íntima. Rasgos a veces ínfimos están en juego. Freud, por ejemplo, había señalado como causa del deseo en uno de sus pacientes ¡un brillo de luz en la nariz de una mujer! 
 
P.: Nos es difícil creer en un amor fundado sobre esas naderías.
 
J-A Miller: La realidad del inconsciente supera a la ficción. Usted no tiene idea de todo lo que se funda, en la vida humana, y especialmente en el amor, en bagatelas, cabezas de alfiler, "divinos detalles". Es verdad que es sobre todo en el macho que encontramos tales causas del deseo, que son como fetiches cuya presencia es indispensable para desencadenar el proceso amoroso. Particularidades nimias, que recuerdan al padre, la madre, el hermano, la hermana, tal personaje de la infancia, juegan también su papel en la elección amorosa de las mujeres. Pero la forma femenina del amor es más erotómana que fetichista: quieren ser amadas, y el interés, el amor que se les manifiesta, o que suponen en el otro, es a menudo una condición sine qua non para desencadenar su amor, o al menos su consentimiento. El fenómeno está en la base de la conquista masculina.
 
P.: ¿Usted no le adjudica ningún papel a los fantasmas?
 
J-A Miller: En las mujeres, sean conscientes o inconscientes, son determinantes para la posición de goce más que para la elección amorosa. Y es a la inversa para los hombres. Por ejemplo, ocurre que una mujer no pueda obtener el goce – digamos el orgasmo – sino a condición de imaginarse a sí misma durante el acto, siendo golpeada, violada, o siendo otra mujer, o incluso estando en otra parte, ausente.
 
P.: ¿Y el fantasma masculino?
 
J-A Miller: Está muy en evidencia en el enamoramiento. El ejemplo clásico, comentado por Lacan, está en la novela de Goethe [2], la súbita pasión del joven Werther por Charlotte, en el momento en que la ve por primera vez, alimentando a un grupo de niños que la rodea. Aquí es la cualidad maternal de la mujer lo que desencadena el amor. Otro ejemplo, tomado de mi práctica, es este: un jefe en la cincuentena recibe candidatas en un puesto de secretaria; una joven mujer de 20 años se presenta; le desencadena inmediatamente su fuego. Se pregunta lo que le pasó, entra en análisis. Allí descubre el desencadenante: encontró en ella rasgos que le evocaban lo que él mismo era a los 20 años, cuando se presentó a su primera solicitud de trabajo, de algún modo se enamoró de sí mismo.
 
P.: ¡Se tiene la impresión de que somos marionetas!
 
J-A Miller: No, entre tal hombre y tal mujer, nada está escrito por anticipado, no hay brújula, no hay relación preestablecida. Su encuentro no está programado como el del espermatozoide y el del óvulo; nada que ver tampoco con los genes. Los hombres y las mujeres hablan, viven en un mundo de discurso, es eso lo que es determinante. Las modalidades del amor son ultrasensibles a la cultura ambiente. Cada civilización se distingue por el modo en que estructura su relación entre los sexos. Ahora, ocurre que en occidente, en nuestras sociedades, a la vez liberales mercantiles y jurídicas, lo "múltiple" está en camino de destronar el "uno". El modelo ideal de "gran amor para toda la vida" cede poco a poco el terreno ante el speed dating, el speed living y toda una profusión de escenarios amorosos alternativos, sucesivos, incluso simultáneos.
 
P.: ¿Y el amor en su duración?, ¿en la eternidad?
 
J-A Miller: Balzac decía: "Toda pasión que no se crea eterna es repugnante".[3] ¿Pero el vínculo puede mantenerse toda la vida en el registro de la pasión? Cuanto más un hombre se consagra a una sola mujer, más ella tiende a tomar para él una significación maternal: tanto más sublime e intocable cuanto más amada. Son los homosexuales casados lo que desarrollan mejor este culto de la mujer: Aragon canta su amor por Elsa: cuando muere, ¡buen día a los muchachos! Y cuando una mujer se apega a un solo hombre, lo castra. Por lo tanto, el camino es estrecho. “El mejor destino del amor conyugal es la amistad”, decía en esencia Aristóteles.
 
P.: El problema, es que los hombres dicen no comprender lo que quieren las mujeres, y las mujeres, lo que los hombres esperan de ellas…
 
J-A Miller: Sí. Lo que es una objeción a la solución aristotélica, es que el diálogo de un sexo con el otro es imposible, suspiraba Lacan. Los enamorados están de hecho condenados a aprender indefinidamente la lengua del otro, a tientas, buscando las claves, siempre revocables. El amor, es un laberinto de malentendidos cuya salida no existe.

 

Entrevista realizada por HW


Traducción: Silvia Baudini
 

1.      Zigmunt Bauman, El amor líquido, de la fragilidad de los lazos entre los hombres.

2.      Los sufrimientos del joven Werther de Goethe.

3.      Honorato de Balzac en La Comedia humana, vol VI "Estudios de las costumbres: escenas de la vida parisina".

Publicado en la Psychologies Magazine, octobre 2008, n° 278.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Sobre la “crisis de los refugiados” o la vida en peligro

 
 
 
 
La visibilidad mediática ante la realidad de miles de seres humanos que escapan de las guerras y las masacres repetidas en Medio Oriente, nombrada como “crisis de refugiados”, oculta una regularidad no menos drástica: no sólo la realidad de otros millones de desplazados y refugiados, que superan con creces los 50 millones, sino también la situación de precariedad absoluta de gran parte de los que logran arribar a Europa, tras una sociodisea que implica la muerte como riesgo habitual del tránsito. A las más de 25000 personas que han perecido a lo largo de la última década y media en el Mediterráneo hay que sumar los millones de migrantes que sobreviven en el viejo continente, en situaciones diversas que es preciso especificar (articulando en la perspectiva de análisis no sólo la procedencia sino también la etnia, el género, la edad y la clase, entre otras variables). Aunque semejante cartografía de las diásporas está en buena medida pendiente, resulta oportuno recordar algunas aristas de esta problemática de primer orden.

El discurso dominante de la caridad que se multiplica tanto en los medios masivos de comunicación como en las instancias gubernamentales -yuxtapuesto de forma contradictoria con la presunta “amenaza” que algunos colectivos de exiliados y migrantes encarnarían- debe ser críticamente analizado, para desmontar las falacias que lo estructuran. Ninguna ola de solidaridad asoma en las políticas europeas. Por el contrario, su respuesta en la última década no ha sido otra que cerrar los caminos para el acceso a la protección internacional e impedir el arribo de estas personas a las fronteras europeas, aun cuando ello ha supuesto una clara vulneración de sus derechos humanos y de asilo (a menudo “tercerizada”, esto es, a cargo de países nada ejemplares en esta materia como Marruecos o Turquía). 

La gravedad de semejantes vulneraciones es evidente: no significa nada distinto a mantener a miles de seres humanos en la más absoluta indefensión. Dicho de otra manera: la Unión Europea ha blindado sus fronteras en la última década incluso si ello ha supuesto que miles de vidas sigan en peligro y, lo que es peor, perezcan en el intento desesperado de “ponerse a salvo”. Apenas hace falta insistir: en un contexto como el presente, arribar a Europa permite preservar la vida pero en condiciones que distan radicalmente de ser satisfactorias. La promesa de salvación naufraga en el mismo momento en que comienza esa otra odisea que es obtener el asilo y restablecer la posibilidad de desarrollar una vida mínimamente aceptable como sujeto económico, político y cultural. 

Por lo demás, considerando que en la actualidad más de 400.000 personas pretenden arribar a las costas europeas para preservar su vida, la acogida –todavía pendiente de aprobación- de unos 120000 potenciales refugiados y su redistribución en Europa no es una muestra de generosidad sino de cálculo negociador: tres de cada cuatro personas seguirán abandonadas a su suerte, para terminar probablemente emplazadas -en condiciones paupérrimas- en países empobrecidos como Turquía, Jordania o Líbano, principales receptores de la catástrofe siria. En particular, para continuar con el caso de Siria, Europa no sólo no es principal destino de los cuatro millones de desplazados y posibles refugiados, sino que apenas se dispone a acoger al 3% del total, a pesar de la mitología blanca que se empecina en representar a Europa como un espacio ejemplar de defensa universalista de los derechos humanos.   

La cuestión, sin embargo, no se agota en esta coyuntura dramática. Es un asunto estructural. La situación al respecto en España permite ilustrar semejante punto, en particular, la persistencia de una política de asilo y de una política migratoria que a partir de 2008 no ha cesado de erigir nuevos obstáculos para el acceso y permanencia de estos colectivos al territorio nacional, sumados a los que ya le preexistían. 

La nomenclatura misma resulta equívoca. Los exiliados no son “refugiados” sino en la medida en que mediante un proceso jurídico administrativo logran solicitar asilo, se les admite a trámite dicha solicitud y se les concede, en tercer término, el estatuto de refugiado de forma efectiva. Las trabas interpuestas para acceder a este procedimiento se han multiplicado, comenzando por la “Ley de Seguridad Ciudadana” en vigor que, al aceptar como procedimiento legal la “devolución en caliente” (reconvertida en “rechazo en frontera”) impide el acceso efectivo al derecho al asilo de quienes ingresan por las vallas de Ceuta y Melilla. La política de asilo de orientación restrictiva, sin embargo, le precede. Tomando la información más reciente, semejantes limitaciones son evidentes: dentro de la comunidad europea apenas 1 de cada 100 personas solicitan asilo en España. Si ya el número de solicitudes de asilo es irrisorio (contabilizando en 2014 apenas 4502), las efectivamente concedidas sólo alcanzan las 202 (1). Dicho de otra manera, menos del 5% de los solicitantes accede de forma efectiva a la condición de “refugiado”. 

La consecuencia de este rechazo generalizado no es otra que el tránsito de las personas a las que se les deniega su solicitud a una situación administrativa irregular. La conclusión es palmaria: la abrumadora mayoría de exiliados no sólo no son reconocidos como “refugiados” sino que pasan a formar parte del ejército de personas inmigradas en situación irregular, diluyéndose la condición política de su desplazamiento. En otras palabras: la denegación del asilo implica que miles de personas serán tratadas como sujetos fuera del derecho o, como suele sostener la derecha mediática, pasarán a formar parte de los “sin papeles”. 

En la última década, la producción de una multitud de seres humanos considerados jurídicamente “no-ciudadanos” no ha cesado de aumentar. Solamente en España, según algunas estimaciones, al menos 800.000 inmigrantes se encontrarían en situación irregular (de la cual una parte no determinable no son sino exiliados no reconocidos como refugiados). De ello se derivan implicaciones diversas para esta multitud: 1) ser objeto de redadas policiales periódicas, especialmente cuando rasgos fenotípicos diferentes se convierten en atributos raciales sospechosos; 2) ser blanco potencial de esa peculiar forma de secuestro que constituye el confinamiento en los CIE que no sólo incumplen las garantías mínimas de sanidad sino que vulneran los derechos humanos (2); 3) quedar excluidos de cobertura sanitaria, educativa, habitacional y asistencial, entre otras, por parte del estado central (incluso si dicha exclusión coexiste con la reasignación de tarjetas sanitarias a un porcentaje no determinado de inmigrados que han logrado empadronarse en el país receptor), 4) no poder ejercer el derecho a voto en ningún ámbito territorial ni ejercer algunos de sus derechos cívicos, 5) no poder acceder a un empleo en el mercado formal del trabajo, formando parte del grupo de inmigrados empobrecidos que sobreviven mediante el empleo sumergido en sectores marcados por la sobreexplotación (comenzando por las “empleadas de hogar” -sector claramente feminizado- y por los “peones agrícolas” –sector claramente masculinizado-) a la que son especialmente vulnerables las personas inmigradas.  

Apenas es preciso enfatizar que el «discurso de la caridad» nada dice al respecto, ni siquiera aquella posición bienintencionada que plantea la “acogida” en términos puramente asistencialistas, como es la provisión de alimentos, vestimenta y alojamiento para los miles de exiliados que, con suerte, lograrán acceder a territorio español. Semejante discurso tampoco ahondará en las causas políticas que provocan el éxodo forzado de millones de personas, incluyendo aquellas que están ligadas de forma directa a las intervenciones de los gobiernos occidentales en las zonas donde la guerra se ha convertido en un negocio billonario. 

Por lo demás, la política de inmigración española no sólo ha reforzado los obstáculos para el acceso legal al territorio nacional, sino que además ha virado hacia una política de fronteras cada vez más represiva, por no ahondar en la orientación asimilacionista que ha impuesto a las medidas implementadas: supresión de fondos de integración, reducción de fondos de cooperación, carencia de políticas de empleo dirigidas específicamente a estos colectivos, falta de estrategias de inclusión en las instituciones públicas, carencia de planes nacionales de lucha contra el racismo y la xenofobia, entre otras cuestiones. A nivel europeo, el refuerzo presupuestario de FRONTEX es de por sí ilustrativo: el objetivo prioritario no es salvar del naufragio a esos miles que se lanzan al mar con una promesa de supervivencia, sino blindar las fronteras europeas.

En suma, la situación actual provocada por esta diáspora desesperada de millones de seres humanos mal puede ser nombrada como “crisis de refugiados” si Europa no se reconfigura como espacio de acogida -algo que, de mínima, exige ser fuertemente matizado y, de máxima, obliga a repensar las bases actuales de sus políticas de asilo-. Aunque de forma válida podrían distinguirse respuestas gubernamentales diferenciadas ante esta crisis de humanidad, sin un replanteamiento radical de su vínculo con los otros, es la propia promesa de una Europa igualitaria e inclusiva la que amenaza con naufragar.
 
 
Arturo Borra

(1) Remito a “La situación de las personas refugiadas en España. Informe 2014”, elaborado por CEAR, versión electrónica en http://www.cear.es/wp-content/uploads/2013/05/Informe-CEAR-2014.pdf
 
(2) Al respecto, puede consultarse “Acerca de los Centros de Internamiento de Extranjeros. La política del encierro”, versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=131848  

sábado, 5 de septiembre de 2015

«Europa ante su niño muerto» - Rafael Poch





«Una imagen que ha dado la vuelta al mundo y despierta las conciencias», explica Bernard Henry Levy, sobre la foto del cadáver del niño sirio varado en una playa turca. El “popular diario” Bild animando una campaña de acogida de refugiados con ayuda de igualmente populares futbolistas. La Canciller Merkel apelando a la humanidad y a los valores, y reafirmando su “gran liderazgo europeo” en esta cuestión, nos explican editorialistas de renombre. Tres momentos que confirman que en Europa ya no hay ni lugar para la vergüenza. Es la hora de la gran tomadura de pelo.

 
La estrella mediática parisina, agitador de todas las intervenciones militares del humanitarismo euroatlántico, no relaciona sus prédicas belicistas con el niño muerto huido de Siria. Tampoco lo hizo con las oleadas balcánicas, afganas, libias o iraquíes. Los Estados cuya destrucción y disolución ayudó a justificar en nombre del interés supremo de la geopolítica y economía occidentales, producen éxodos -y terrorismos- claramente identificables. Cuanta más guerra y desolación se siembra en la regiones en crisis, mayor será el flujo hacia Europa. Es una consideración bien banal pero, ¿quién nos la va a recordar estos días? ¿El “popular diario”, quizás?
 

Bild es el primer diario xenófobo del continente y el de mayor tirada. Su campaña es genuina: la gran operación de imagen del país del “Nein” y del “Grexit”, cuyo nacionalismo post reunificación -inscrito en los tratados europeos, en las reglas del Banco Central Europeo y hasta en la misma moneda única- ha mandado al traste medio siglo de integración europea y de redención por el desastre nazi. El establishment alemán necesitaba, ciertamente, una campaña de imagen y la crisis de los refugiados se la ha dado.
 

Alemania recibirá este año 800.000 refugiados, según las infladas cifras del gobierno federal, de momento poco más de 200.000 solicitaron asilo en los primeros siete meses del año. Alemania es el “primer receptor europeo” de refugiados, el ejemplo para una Francia acomplejada bajo la sombra de su Frente Nacional. “La hipocresía francesa y el ejemplo alemán”, titula el portal Mediapart.
 

¿Quién recordará que en territorio alemán se han cometido algunos de los mayores crímenes xenófobos de la posguerra europea-occidental, incluida la mayor trama terrorista de los últimos veinte años (NSU) con manifiestas complicidades en el aparato de seguridad, que es allí donde las residencias para emigrantes arden con mayor frecuencia y donde los pasillos del metro son más peligrosos para los morenos? Un “ejemplo” que pasa por encima del hecho de que la inmensa mayoría de los “emigrantes” en Alemania son europeos de tradición cristiana. Un paseo comparativo por las calles de Berlín y París ofrece una evidencia visual abrumadora a este respecto. Una ciudad con los colores étnicos de Marsella es completamente impensable en Alemania, donde el número de matrimonios mixtos entre alemanes y turcos (la excepción) es insignificante. La frase atribuida a un ayudante de Nicolas Sarkozy de que en la crisis actual, “los alemanes administran un flujo, mientras que nosotros tenemos que administrar un stock, por lo mucho que hemos acogido en las últimas décadas”, responde a una realidad que los propios franceses ignoran, por más que el racismo y la xenofobia sean problemas verdaderamente paneuropeos.
 

Ciertamente, todo esto no nos lo recordará la Federación de la Industria Alemana (BDI), con sus fantasmagóricas quejas por la falta de mano de obra. Estos sirios educados y de clase media que gritan “¡Germany, Germany!” en la estación de Budapest y que huyen de una guerra que Europa, y Francia en particular, han fomentado, son la solución: el recurso ideal de una estrategia para mantener la política de salarios bajos que arruinó a los pocos socios europeos aún capaces de producir como Francia. Varios millones de ellos ayudarán a mantener las cotizaciones del geriátrico federal cuyos fondos de pensiones se fundieron en el casino bancario, de la misma forma en que ocurrió en España con los cinco millones de extranjeros que entraron en nuestro “mercado laboral” entre 1998 y 2008 para alimentar la caldera de la burbuja.
 

800.000 extranjeros son de todas formas muchos. Sobre todo vistos en un titular de prensa. Pero los extranjeros no solo entran en Alemania sino que también se van. Cada año a razón de medio millón. En los últimos diez años 5,4 millones de extranjeros han abandonado Alemania, según la estadística federal. La simple realidad es que las cifras del actual flujo que se están haciendo pasar por críticas, son anecdóticas tanto para Alemania como para un conjunto de 500 millones de habitantes como es la Unión Europea.
 

Vivimos en un mundo integrado y es justo que quienes fomentan guerra y miseria con imperialismo y un comercio abusivo y desigual, reciban las consecuencias demográficas de sus acciones. Lo mismo ocurrirá, con creces, con los futuros emigrantes del calentamiento global, ese desastre en progresión de factura esencialmente occidental. Las estimaciones que la ONU baraja para el futuro en materia de éxodos ambientales convertirán en un chiste lo de ahora, incluido el trágico balance de muertos en el Mediterráneo.
 

La experiencia demuestra que las barreras y los alambres de espino no sirven para nada. En 1993 Texas levantó su barrera en la frontera con México y el flujo creció. Un año después lo hicieron California y Arizona. Desde entonces la presencia de emigrantes mexicanos en Estados Unidos se ha triplicado. Las barreras no solo no sirven para impedir la entrada de ilegales, sino que impiden la salida de los que quieren regresar a sus países. Con lo que costó entrar, nadie se arriesga a hacer el camino de regreso. Así que lo mejor sería ir pensando en; una política de paz activa, de resolución diplomática de conflictos, de prohibición de la exportación de armas (negocio del que Alemania es líder europeo y la Unión Europea líder mundial), en un orden economico menos injusto y desigual, en de una manera de vivir menos crematística y más sostenible.

jueves, 6 de agosto de 2015

«El mal nuestro de cada día (figuraciones)» - Arturo Borra





I- Heteronomía


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En el mito del origen fue “Dios todopoderoso y toda bondad”. La pregunta desde Epicuro mantiene su vigencia: si dios todo lo puede y es todo bondad, ¿por qué permite el mal en la tierra? Puesto que no hay límite a su Voluntad, nada externo podría limitar el Bien que Él es. No habría ningún impedimento a la realización del Reino de los Cielos que no esté previsto ya por su Creador1.El mal no es aquello que limita su Voluntad, sino aquello que hace posible en su omnipotencia: o bien es causa primera del mal y entonces no es todo bondad o bien es “todo bondad” y entonces no es “todopoderoso”, porque en tal caso podría evitar el mal. A menos que una de las premisas sea negada, la contradicción lógica parece insalvable. 

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A esta objeción lógica una de las principales respuestas teológicas es que dios permite aquello que podría evitar por haber dado a sus creaturas el «libre albedrío» en un acto de puro amor: no hay ser moral sin libertad. Sólo cuando uno ama puede confiar en la libertad de su amado, aunque dicha «libertad» (considerada como «libre albedrío») entrañe la “tentación” o el “pecado”2.Dicho de otro modo: un dios que permite la posibilidad del mal pudiendo impedirla no niega su absoluta benevolencia, en tanto concede a sus creaturas el «libre albedrío» por amor. El mal existiría en el mundo porque el ser humano, al desobedecer, provoca un mal que incumple la Ley divina.


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El «libre albedrío», sin embargo, reduce la decisión a una elección predefinida entre la obediencia a la Ley Divina o su incumplimiento. La «justicia divina» no es nada distinto al castigo del sujeto desobediente y a la recompensa del que vive en la observancia de dicha Ley, incluso si en ambos casos se trata de “pecadores” (aunque en grados diferentes). Un dios absolutamente benevolente, sin embargo, ¿por qué limitaría su perdón a los que viven bajo su Ley? Aun si se admitiera como justo el castigo a los que desobedecen, semejante benevolencia está sujeta a la condicionalidad y, en tanto acto condicional, no puede considerarse de forma válida como manifestación de una benevolencia infinita. Así, mientras que la «justicia divina» es universal, la benevolencia –de la que nace el perdón– está limitada a aquellos que han aceptado obedecer por principio los mandatos divinos3.En tal caso, su benevolencia absoluta queda en entredicho por otra vía. La misma separación del “cielo” para los bienaventurados y del “infierno” para los condenados pone en jaque la primacía divina de la «benevolencia» por sobre la «justicia»: la «condena» al desobediente (antes que el «perdón» incondicional) marca esa primacía. Si esto es así, la idea de un dios “todopoderoso” y “todo bondad” vuelve a toparse con dificultades lógicas ineludibles.



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¿Qué clase de “libertad” es el «libre albedrío», una “libertad” que nace de una falta moral originaria (el pecado original) que el individuo no elige y de un mandamiento divino que no se debe desobedecer, a riesgo de ser condenado al infierno? ¿Cómo es posible una “libertad” que sólo consista en hacer la elección correcta entre el Bien predeterminado por la Ley divina y el Mal que lo niega? Semejante concepción de la libertad queda reducida a “conciencia de la necesidad” (por usar los términos de Spinoza): se elige entre el Bien y el Mal, definidos por una instancia superior externa a la propia sociedad e inmutable en sus términos. La trascendencia moral hace que el sujeto humano elija entre alternativas que no le es dado definir. En una concepción semejante no hay «decisión» en sentido estricto: escapa al dominio humano la posibilidad de definir su ley en su inmanencia histórica, como campo de responsabilidad. El libre albedrío, al suprimir la contingencia de la decisión, reduce la libertad a la elección binaria entre la obediencia y la desobediencia a una ley esencialmente no elegida.  En suma, el libre albedrío es otro nombre de la heteronomía, esto es, del sometimiento incondicional a una ley externa considerada incuestionable. Constituye una forma de negación radical de las decisiones humanas en tanto creación abierta y autónoma de una pluralidad de alternativas de acción.  




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Si la desobediencia conduce a la «condenación», la obediencia no permite la «exoneración» de la culpa. A lo sumo, permite su «expiación» mediante el sacrificio incondicional (Kierkeergard). La «culpa», sin embargo, ya está presupuesta en el «individuo»: no bien el “libre albedrío” se transforma en “autonomía”, la culpabilidad heredada por el pecado original no puede más que incrementarse. La auto-legislación del sujeto no sólo desafía el «poder pastoral» (Foucault) que custodia el cumplimiento de la Ley, sino el sometimiento voluntario a la Voluntad divina. La condena de la autonomía reduce al «individuo» –en una acepción filosófica y política– a «miembro» de la comunidad cristiana. Nueva aporía: por un lado, se plantea la necesidad del “individuo” (de lo contrario, no habría “oveja descarriada” que condenar o expiar); por otro, la forma histórica misma del «individuo», puesto que ya implica un cierto grado de autonomía, debe ser negada4.


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El buen cristiano es el miembro de la comunidad religiosa: el “hombre de rebaño” que acepta la “moral de esclavo” (Nietzsche). Si el Bien es irradiación de dios, el mal no tiene positividad: es la negación de su Voluntad. El «individuo» como sujeto autónomo es la encarnación por excelencia de un mal que lo trasciende. Puesto que es la Ley la que determina el Bien y el Mal, los seres humanos, según se comporten como «miembros» o como «individuos», encarnarán unos valores positivos o negativos



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El mal como privación o falta es la inobservancia de dios. Como elemento segundo con respecto a la definición positiva del Bien, es parasitario a esta definición. De ahí se infiere que dios es condición necesaria de la posibilidad del mal. Sin embargo, si el mal es trascendente con respecto a lo humano, atribuir todo mal al efecto del accionar humano es erróneo. Si desde una perspectiva no religiosa las catástrofes naturales son moralmente indiferentes, ciegas al dolor humano, según una perspectiva teocéntrica, sólo pueden ocurrir porque dios las permite. Ahora bien, ¿por qué dios hace posible este “mal” incontrolable por el ser humano, aun pudiendo evitarlo? ¿Qué clase de amor es aquel que no evita el sufrimiento que no es consecuencia del propio accionar humano? 


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Puesto que el «mal», dentro de una perspectiva cristiana, está definido de forma independiente a las propias sociedades humanas, la idea de un “mal natural” –tal como un terremoto, un cataclismo, una “plaga” o un “diluvio universal”– no resulta internamente problemática5: al igual que el mal humano, tiene un origen divino. Si esto es así, ¿qué explicación teológica puede hacerse de este “mal natural”? Un mal del que Nadie es responsable y que, sin embargo, es padecido por personas inocentes, ¿no constituye la mayor de las injusticias divinas? Y si se trata de un Castigo ante el pecado de ciertos seres humanos, ¿por qué deben pagar “justos por pecadores”? 


                      

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Para mayor dificultad, ¿no implica el cristianismo alguna clase de “mal absoluto” que trasciende las variantes precedentes? Una vez más, su génesis es necesariamente trascendente: no puede derivarse del mal humano o natural, pues de lo finito y limitado no es posible inferir lógicamente un ser infinito e ilimitado. La idea misma de un Mal mayúsculo implica o bien la hipóstasis del «individuo» como sujeto absoluto, o bien la introducción de alguna figura externa (infinita e ilimitada). Puesto que dios es Causa Primera, la única respuesta doctrinal coherente es que la condición de posibilidad de este mal, como en las otras variantes del mal, está en su Voluntad. Ni siquiera la figura luciferina podría considerarse como Agente absolutamente malvado, en tanto depende de la figura de dios (todopoderoso y todo bondad). Un dios así, sin embargo, no sólo es inconsistente: exige un sacrificio incomprensible. 


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Apelar a la inescrutabilidad de dios introduce en la doctrina cristiana un elemento de «ceguera» (subsumida en la «fe») que sólo puede admitirse de forma dogmática. No aceptar el dogmatismo supone cuestionar este fideísmo: la creencia en una verdad (no racional) que interrumpe toda la cadena argumentativa y que, sin embargo, la funda. No hay teología racional que no sea ya horadada desde dentro. Semejante respuesta de resignación es la claudicación a toda racionalidad crítica y dialógica como condición de validez intersubjetiva: una rendición ante la “enfermedad del miedo” (Russell). Admitir la existencia de una respuesta incognoscible que sólo dios conoce conduce humanamente a una «ética del renunciamiento» (Nietzsche), esto es, a la declinación de la autonomía humana como campo de responsabilidad6.


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En síntesis, un dios inescrutable que dona el libre albedrío y causa un “mal natural” que no depende de esa donación, no puede ser identificado sin más con el Bien: constituye una coartada metafísica para justificar el dolor humano. Incluso el libre albedrío es inseparable del pecado convertido en naturaleza humana por una desobediencia originaria. En tal caso, dios es la figura política de la heteronomía: instituye la dominación religiosa como única forma de expiación de un sujeto irredimible. 



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¿Deberíamos limitar la crítica precedente al cristianismo? Al menos como sospecha, ¿no podría extenderte en sus bases tanto al judaísmo como al islamismo en tanto instituciones monoteístas? Por razones similares, un «dios» único, que prescribe obediencia incondicional, constituye un significante-amo que instituye el credo de la heteronomía como fundamento (Castoriadis). El monoteísmo reduce la alteridad al Error Absoluto, cuando no a la Herejía. Incluso si se plantea una relación de “tolerancia”, la superioridad del propio credo está resguardada. ¿Qué lugar queda para quienes no aceptan someterse a la Ley (divina)? La realineación de la libertad en un gran Otro (Dios, pero también el Líder, el Mercado, la Razón, la Historia), sin embargo, no exime del mal humano del que se es, en última instancia, responsable: constituye una decisión contingente que apela a la obediencia para justificar la propia ceguera ideológica, cuando no el cinismo más brutal.


II- Banalidad


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La negación crítica de una concepción trascendentalista del mal no conduce por fuerza al relativismo moral (no menos problemático que aquello que niega), sino a la interrogación por las propias comunidades humanas que producen determinados valores en contextos históricos específicos, eventualmente con aspiraciones universales. Tras las ruinas de la metafísica, se abre camino una reflexión sobre las pautas valorativas que rigen (y deben regir) los vínculos sociales. 


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A la indiferencia moral de la naturaleza cabe contraponer así la auto-reflexión de la sociedad. La falta trascendental de Ley remite a la orfandad ontológica del ser humano y nos confronta con la propia responsabilidad en la institución de una sociedad justa, incluso si esa institución está atravesada por el antagonismo de lo político. 


*
Dentro de esa reflexión, ¿no deberíamos insistir, en primer término, en la banalidad que nos arrasa, esa cadena de autoridad que hace del gesto obediente la rutina del desastre? Leer la calamidad desde la repetición de lo irreflexivo (Arendt) aproxima, por otra vía, el mal a la obediencia incondicional a una autoridad7.


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Puesto que la obediencia entraña la posibilidad de lo atroz, ¿no es la ruptura –el ejercicio de la autonomía– lo que diferencia de facto al sujeto ético de una cadena de autoridad que organiza el crimen, dándole incluso un ordenamiento jurídico? ¿En qué contexto la rebelión –antes que la sola «desobediencia civil» (Thoreau)– se convierte en condición del acto ético? 



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Aun si se alega que la rebelión está justificada en situaciones históricas de «injusticia», la cuestión dista de ser evidente, ante todo, porque el mismo «sentido de justicia» es históricamente cambiante. No sucumbir a un historicismo radical implica reintroducir un cierto concepto de «universalidad» que permita trazar, en condiciones históricas concretas, una frontera entre lo legítimo y lo ilegítimo.


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Semejante frontera, sin embargo, introduce una dimensión política irreductible: como creación histórico-social específica compromete el modo en que los seres humanos regulan colectivamente sus conflictos tanto dentro de la formación social en la que participan como con respecto a formaciones sociales diferenciadas8.



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Invocar la libertad ética del sujeto –su necesaria osadía ante órdenes inaceptables y su desafío a una legalidad injusta–, resulta insuficiente en la medida en que no inscribe esa libertad en condiciones sociales e institucionales concretas que la limitan. La apelación idealizada a una «ética heroica» no sólo desconoce los juegos asimétricos de poder en los que participan los diferentes sujetos sociales, sino que recae en la mitología de los «grandes individuos» que se eximen de las normas que prescriben para otros (Dotoievski): introduce de contrabando una pequeña deidad. El contrapunto a la «interioridad» de la ética quizás no sea otro que la «exterioridad» de lo político, esto es, lo que instituimos colectivamente como universalidad concreta en el suelo inestable de la historia efectiva9.


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Llamamos «democracia» a ese suelo inestable en el que los sujetos políticos, en igualdad de condiciones, deciden lo legítimo y lo ilegítimo a partir de un juego de consensos y disensos. Como «espacio agonístico» (Mouffe), no hay política democrática sin esa conflictividad estructurante. El bien común, lejos de ser la resultante de un intercambio armónico entre las partes, es el terreno mismo de disputa. 



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Puesto que en una sociedad de clases las posiciones de poder de la “ciudadanía” son radicalmente asimétricas, tanto la representación parlamentaria como la institución jurídica de ese bien común necesariamente estarán marcadas por la desigualdad y, de forma habitual, por lo que juzgamos como injusto. Con ello, la misma definición democrática de lo legítimo queda jaqueada, creando el terreno para la emergencia de horizontes políticos antagónicos.  



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Doble constatación: 1) la presencia de un orden criminal convierte la rebelión en necesaria. Sin embargo, ningún «acto» en su sentido disruptivo puede ser explicado completamente a partir de sus condiciones éticas: es desencadenado, por así decirlo, por la expectativa de un cambio político posible. La referencia a una «naturaleza humana» rebelde (Camus) que el poder vendría a oprimir omite sin más la condición voluntaria de determinadas formas de “servidumbre” o, si prefiere, la dimensión consensual de determinado orden simbólico hegemónico10.Un acto semejante, por tanto, es una posibilidad contingente, por más deseable que la consideremos. 2) La presencia de un orden criminal no es suficiente para generar una rebelión. Si por una parte el crimen organizado no podría ocurrir sin una multitud de “colaboradores” que se someten a la cadena de autoridad, por otra parte, la «servidumbre» es consecuencia del «miedo a la muerte», mientras que el «señorío» entraña el «goce de la cosa» (Hegel). El ordenamiento político-jurídico que institucionaliza el miedo para perpetuar dicha desigualdad atenaza, por así decirlo, semejante posibilidad.  



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La revuelta es improbable: la propia «violencia mítica» que funda y conserva el derecho (Benjamin) apunta a erradicarla. Del mismo modo, la emergencia de una ética de la rebelión es tan deseable como excepcional. De ahí que una política que descanse en esa irrupción fracasará necesariamente, inclusive si pudiera plantearse una heroicidad anónima (distante al estereotipo individualista de la figura del héroe). 


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La «industrialización de la muerte» (Adorno y Horkheimer) se extiende como una sombra por la modernidad (Bauman). Sobrevivimos en una pluralidad de holocaustos: método aséptico que evita mirar el dolor de frente. La animadversión o ensañamiento personal con las víctimas no está presupuesta en ese método: la «crueldad» constituye un plus de goce con respecto al genocidio como asunto procedimental. La «banalidad del mal» es esta rutina donde nadie se admite responsable, limitándose a ejecutar de forma irreflexiva la «matanza administrativa». 


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Imperio de Nadie: cuando todos son culpables nadie lo es. Sin embargo, ¿constituye el «mal» una mera falta de reflexión, un no-saber que, con todo, no exime moral o jurídicamente en tanto provoca un daño concreto –aun si no naciera necesariamente de una intencionalidad perversa? ¿Habrían actuado de otro modo si hubieran sabido? Y ¿cómo imputar éticamente a quien no sabe lo que está haciendo? ¿No es la banalidad otra forma de heteronomía –seguir permitiendo que un Amo (convertido en un “dios salvaje”) decida por nosotros? 



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Si “la normalidad es la muerte” (Adorno), ¿cómo sustraerse del daño sin quebrantar la repetición mortificante en que reproducimos nuestras vidas? La banalidad es dejar que las cosas marchen. Callar lo que vivimos. No detenerse a interrogar las fosas, la locura homicida, el expolio o el saqueo, el engaño convertido en norma. Actuar de forma irreflexiva no exime de la responsabilidad infinita con el otro como horizonte mismo de la «justicia» (Levinas). La banalidad es el mal ignorado que habita en lo conocido. Ampararse en un supuesto no-saber (la ignorancia primera), sin embargo, ya es trazar una secreta complicidad con aquellos que saben lo que hacen. 


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El mal rebasa por todas partes: no puede sin más identificarse con la heteronomía o la banalidad, incluso si están comprometidas como variantes concretas. De forma regular, lo que llamamos «mal» es efecto de una multiplicidad de prácticas sociales conscientes y deliberadas que, en función de determinadas plusvalías (económicas, culturales, políticas, libidinales), violentan un específico «sentido de justicia»11.


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La referencia a un aparato jerárquico de poder y a la acción irreflexiva para interpretar los males endémicos del presente son insuficientes: eluden la dimensión más perturbadora del mal, esto es, el goce que entraña en determinadas ocasiones, dinamitando los límites éticos del sujeto. Semejante plusvalía supone desplazarse del eje de la obediencia y avanzar en el eje de la decisión.       

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Error platónico: suponer que quien conoce la idea del Bien no practicará el mal. Error también de la Ilustración: pensar que el Saber es intrínsecamente emancipatorio o que la razón conduce a una fase moralmente superior de la humanidad. No sólo no existe un significado unívoco para estos términos: como «significantes flotantes» reenvían a una pluralidad de formaciones discursivas. Lo que es más inquietante: incluso aquello que en un momento dado es socialmente consensuado como “bueno” o “malo”, “justo” e “injusto”, suele ser deliberada y conscientemente violentado, en función de formas diferenciadas de racionalidad (incluyendo una racionalidad del dominio). Para decirlo retomando la fórmula del cinismo: saben lo que hacen y aun así lo hacen (Sloterdijk). 



III. Cinismo


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Si los valores son inmanentes a la historia humana –incluso si aspiran a trazar una cierta universalidad concreta–, entonces, no hay forma de sustraerlos a los propios antagonismos que marcan esa historia. En esta falta de trascendencia, sin embargo, no todo es inestable: hay valores culturales relativamente universalizados que trazan una frontera entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto. En nuestra sociedad contemporánea, ¿quién no conoce el monto de sufrimiento diseminado a escala planetaria, la masacre de la historia, la desigualdad que sigue gobernando el mundo social o la injusticia persistente? ¿Es la falta de consciencia la última respuesta de la indiferencia práctica en la que vivimos?



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La alternativa hegemónica es invocar la falta de alternativas para justificar lo injustificable: el abatimiento colectivo, la concentración de poder, la marginación sistémica, el avasallamiento de derechos, la destrucción de nuestro hábitat. En esta máquina devastadora están enganchados los que dominan el mundo, partícipes necesarios de la ingeniería social del expolio. Saben lo que hacen: la plusvalía no es un error de cálculo ni la regularidad del abuso un mero accidente. 


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Remitir la propia responsabilidad a una Necesidad externa (Dios, la Historia, el Mercado) bloquea cualquier cuestionamiento ético-político de quienes deciden. La retórica de la libertad se manifiesta como suprema servidumbre: sólo queda la masacre generalizada, el salvataje individual en el hundimiento colectivo, la guerra como relación con el otro, la sustracción colectiva como vía de la supervivencia.


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La creencia en un gran Otro, más o menos omnisciente, reintroduce una visión teológica en la historia: un nuevo Sujeto que conocería desde un principio los planes. Negar la teología, sin embargo, no niega la existencia de proyectos humanos específicos, incluyendo tentativas megalómanas. Que no exista una gran Conspiración (la desaparición del inconsciente en una conciencia soberana) no implica desconocer la acción estratégica. Así, si por una parte los actos no son transparentes para los propios agentes, por otra parte, eso no niega que la razón instrumental produzca estragos planificados. El goce prometido para unos se convierte en desdicha ajena12.


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En una dimensión política, no cabe descartar que la summa del desastre se produzca en el proceso de separación entre «mandato» y «ejecución», «fin» y «medio», esto es, en la escisión entre «decisión estratégica» y «gestión técnica» dentro de una cadena de autoridad. Antes que un Genio Maligno, goce mortífero, en tanto plusvalía libidinal que reduce el daño a mero “coste”. Si hay algo así como un «mal radical» nace de esa interdependencia del «cinismo» (del amo) y la «banalidad» (del esclavo) o, si se prefiere, de la relación entre una consciencia moralmente indiferente y la acrítica obediencia a sus mandatos. 


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Los rastros de ese cinismo pueden reconocerse en la retórica eufemística de los discursos oficiales: el robo sistémico, la explotación continua, el saqueo legal, el estado de excepción, la guerra mundializada, son presentados como rentabilidad, flexibilización, saneamiento, democracia o pacificación. Si nada supieran no habría eufemismo. 


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La «edad del cinismo» (Deleuze y Guattari) nace de una disociación: el que no trabaja [el propietario] hace con el trabajador todo lo que el trabajador hace contra sí mismo, pero nada de lo que hace contra el trabajador lo hace contra sí (Marx). La separación de lo familiar y lo extraño prepara el terreno para un goce ciego ante el dolor de los otros.  



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Ante una máquina cínica que produce excedente y devastación, la resignación o el conformismo no constituyen las únicas respuestas colectivas. Esa máquina tropieza con límites externos, más o menos potentes, incluso si la propia dinámica sistémica procura borrar esos límites, bajo la promesa de una inclusión universal (en el caso de la socialdemocracia) o bajo la criminalización de la disidencia (en el caso del neoconservadurismo). 


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En la apertura del presente, el sabotaje a esa máquina no está garantizado por ninguna ley de desarrollo histórico. La “toma de conciencia” no es suficiente para la articulación de una práctica subversiva. Sólo esa práctica, que implica otro imaginario de la justicia, puede introducir indeterminación en la dinámica de la historia. 



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Ninguna lucha metafísica contra el mal: genealogía de la moral, materialismo histórico, formaciones del inconsciente, microfísica del poder, agenciamientos colectivos, deconstrucción de la metafísica, hegemonía del socialismo como proyecto de autonomía colectiva. En suma: promesa de una convivencia igualitaria desde la conciencia de la fragilidad humana. 


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¿Hacer un inventario del crimen estructural en el que (sobre)vivimos? ¿Reducir el daño a efectos colaterales del sistema? No hay mal perpetrado que no implique la construcción de un Otro antagónico, incluso si ese Otro no es más que una proyección fantasmática de sí mismo, de lo que es repudiado en el propio sujeto. Es esa proyección la que crea las condiciones para la destrucción del “objeto malo”13.En la Era del Terror, el «espectáculo» siniestro de la guerra global (que no niega la verdad de la aniquilación ni la materialidad de los muertos) no cesa de justificarse en nombre de la propia superioridad moral. 


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La política es continuación del terror por otros medios –última forma de la guerra (Clausewitz). Los daños colaterales son parte del nuevo (des)orden del mundo. Los sobrevivientes implorarán protección a cambio de los restos de libertad que conservan. El negocio siniestro de la guerra es también la rentabilización del crimen. La industria del miedo funda la falsa promesa de seguridad en el terror que produce por todos los medios. Las empresas de reconstrucción son complementarias a las fábricas del exterminio: drones y excavadoras como la ecuación perfecta.



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«Globicidio» (Günther Anders) es un término apropiado para dar cuenta de la magnitud de la catástrofe: la atrocidad probable. «Síndrome de Nagasaki»: lo hecho una vez puede repetirse con un grado creciente de naturalidad. Nuestro “potencial de barbarie” no ha cesado de sofisticarse. Si las calamidades sólo son excepcionales como síntesis de una pluralidad de medios puestos a prueba por separado en la historia (Bauman), las prácticas habituales en las que participamos contienen ya el germen de ellas. 



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En el laboratorio de violencias en que sobrevivimos, la mitología de la omnipotencia tecnológica se hace imagen de nuestra impotencia inducida. El desastre, entonces, no como tragedia sino como claudicación. Llamado al silencio, calma apócrifa de los despachos, sumisión especializada, retiro de la escena pública, resguardo en los altares mediáticos y las misas académicas, imposición policial de los consensos (Rancière). 



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Construir una salida posible exige comenzar con la interrogación de nuestro desarme y la crítica a la resignación. Sólo entonces cabe desafiar la «paz perpetua» decretada por el capital –a condición de aceptar un orden de escombros, basado en la alianza entre estado oligárquico, economía de mercado y cultura de masas.


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Catástrofe inédita: desplegar todos los medios que se adjudican a los enemigos. Metáforas performativas: realización del apocalipsis que contribuyen a construir de forma insistente. 


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Politizar la metafísica es reenviar las diversas formas del mal a la inmanencia histórica. Sin valores trascendentes, nos queda la interrogación sin término por las pautas de valor (universalizables) que deben regir nuestros vínculos con la alteridad (incluyendo la naturaleza). En vez de autojustificación en nombre de un gran Otro (dando lugar a la megalomanía), reafirmación de un proyecto de autonomía individual y colectiva. Sólo esa reafirmación permite dar cuenta, de forma crítica y reflexiva, de nuestros actos. La coartada de una autoridad mística (la Ley Suprema) no sólo no nos exime de nuestra responsabilidad humana: anticipa la injusticia del porvenir. 


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La repetición irreflexiva de mandatos cínicos abre camino a la locura política. Partimos de una alienación estructural (Lacan) y, en cualquier caso, la autonomía no es por fuera del lazo social constitutivo14. Ser con el otro, sin embargo, no tiene por qué implicar ninguna subordinación. La posibilidad de desafiliarse de la autoridad del mandato es la promesa misma de una reescritura crítica de nuestra historia: la creación de una práctica de libertad.  

                                               

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Una política emancipatoria, más que recaer en la responsabilidad moral de los  individuos, remite a la articulación colectiva de un horizonte de justicia que transforme el orden social establecido. Antes que encarnación mesiánica de lo venidero, su fuerza subversiva radica en su capacidad para producir nuevas prácticas y vínculos sociales en las condiciones del presente. 



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No hay «mal» que no se justifique a partir de un discurso legitimador que, a la vez que moviliza al sujeto en nombre de una Causa externa (presentada como “noble” o “necesaria” para evitar un mal mayor), cosifica a los otros. Puesto que no hay ninguna “naturaleza del mal” que no esté definida por una «cultura» específica, depende de la propia sociedad autorregular sus prácticas para que el espectro de la justicia no quede sepultado en nombre de cielos venideros.



Arturo Borra




Notas


1 Un dios soberano sólo puede auto-limitarse de forma voluntaria. No hay obstáculo para realizar su deseo –pero ¿puede un dios desear algo, siendo todopoderoso? ¿requerir algo externo a sí mismo, siendo autosuficiente, sustancia primera que se autodefine por fuera de sus atributos predicables y de todo accidente histórico? ¿Por qué un Sujeto ilimitado necesitaría una Ley siendo, además de todopoderoso, absolutamente benevolente? Puesto que no la hizo para sí, la única respuesta lógica posible es que Dios hizo la Ley para los otros: una limitación del deseo de los sujetos humanos; una forma de conjurar la posibilidad del mal que nace antes del «libre albedrío», en la misma génesis del ser humano como sujeto del «pecado original». 

2 En el argumento, sin embargo, aparece otra tensión lógica: el «libre albedrío» excluye la posibilidad de sustraerse del «pecado original». El núcleo no electivo del libre albedrío (como donación amorosa) es esta falta moral insalvable, incluso si se eligiera el camino de la «santidad».

3 Si en plano histórico, la desobediencia ha sido repudiada de formas diversas (las Cruzadas, la “Santa Inquisición”, los procesos de evangelización,  la excomunión o la conversión), la respuesta doctrinal permanece invariable: el sujeto desobediente es el condenado, aquel que no accede al “reino de los cielos”. 

4 Afirmar una necesidad y negar la afirmación de esa necesidad introduce una nueva contradicción lógica que sólo podría ser resuelta de forma dialéctica cuestionando la separación dicotómica entre el ser humano como «individuo» (o sujeto autónomo) y como «miembro» (o sujeto integrante). Puesto que el «individuo» introduce un antagonismo potencial o efectivo con la Ley externa, siempre ya es desviación virtual: no sólo un miembro que incumple por debilidad la ley, sino también un sujeto autónomo que la cuestiona, expuesto a la posibilidad de la exclusión de toda membresía religiosa (esto es, a la «excomunión»). Si bien no es difícil advertir que esa culpabilización del individuo es condición de existencia del poder pastoral y en conjunto, de la Iglesia como institución confesional, semejante interdependencia dialéctica sólo es válida en la medida en que el “individuo” puede ser reconducido a su pertenencia religiosa.

5 Por el contrario, desde una perspectiva constructivista, la noción de «mal natural» es un contrasentido. Sólo una moral trascendentalista puede omitir la distinción entre naturaleza y norma, decisiva para diferenciar un mundo natural regido por regularidades (físicas) de un mundo cultural regido por reglas (morales, jurídicas o políticas). Puesto que para el cristianismo el fundamento de la moral es extra-humano, dentro de su perspectiva no resulta impensable el mal natural, en tanto manifestación divina. 

6 Lo dicho, antes que cuestionar la «religiosidad» como opción de la libertad humana, cuestiona el fundamento heterónomo de las religiones instituidas (al menos en Occidente). No es incompatible con la afirmación condicional de que ciertos valores religiosos –como el amor al prójimo– constituyen valiosas orientacionesprácticas para las comunidades creyentes. La justificación razonada y no dogmática de dichos valores, sin embargo, no sólo rebasa un credo particular, sino que también puede elaborarse de forma independiente a los discursos religiosos. 

7 Suponer que la máxima responsabilidad radica en quien manda el crimen organizado sin tener que mancharse las manos ni enfrentarse cara a cara con el sufrimiento del otro, no exime ni exculpa a los sujetos que obedecen.  Lo atroz no podría ocurrir sin esa red de complicidades desiguales y compartidas. 

8 Sin negar la centralidad de la reflexión filosófica referida a la ética como modo en que el sujeto se relaciona con otros particulares, sea a partir de un «deseo razonable» (Aristóteles), sea a partir de «imperativos categóricos» (Kant), considero que nuestros males contemporáneos –comenzando por las experiencias traumáticas del genocidio o las guerras mundiales– exigen introducir lo político como una dimensión insoslayable del análisis. 

9 La tensión entre lo ético y lo político no puede ser resuelta por uno de los términos. La primacía de lo ético convertiría lo político en la simple proyección de unos valores particulares, reivindicados por determinado grupo; la primacía de lo político diluiría sin más las particularidades éticas de los sujetos. 

10 La tesis de naturaleza rebelde necesita explicar por qué la mayoría de los seres humanos no actúan en concordancia con esa rebeldía. La referencia a la «dominación» resulta insuficiente, en tanto semejante operación nunca es plena o carente de resistencias. Al fin de cuentas, ¿qué omni-poder o poder absoluto podría mantener a raya semejante condición rebelde de forma duradera?

11 Semejante «sentido de justicia» debe ser diferenciado tanto del sistema judicial como de la legalidad imperante. Como reservorio de lo que debe ser, permite juzgar las normas (jurídicas, éticas, políticas) establecidas como justas o injustas, no desde la trascendencia de una Ley externa a la propia sociedad, sino desde un imaginario social determinado. 

12 ¿No vale lo dicho también en el plano más íntimo, allí donde la falta de empatía o, si se prefiere, la imposibilidad de identificación con el otro, conduce a una relación de abuso y en ocasiones a un goce sádico?

13 No hay odio que no se estructure sobre la parte repudiada de sí mismo. Como «pasión del ser» carece de “objetividad”: es resultante de lo que determinada subjetividad repudia, a partir de rasgos que no está dispuesta a reconocer de forma consciente en sí misma. 

14 En un sentido similar puede pensarse la “condena a la libertad” sartriana: somos obligados a decidir. En una sociedad cerrada, plenamente estructurada por una Ley impersonal, no habría decisión alguna.




Publicado en Revista Kokoro