jueves, 6 de agosto de 2015

«El mal nuestro de cada día (figuraciones)» - Arturo Borra





I- Heteronomía


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En el mito del origen fue “Dios todopoderoso y toda bondad”. La pregunta desde Epicuro mantiene su vigencia: si dios todo lo puede y es todo bondad, ¿por qué permite el mal en la tierra? Puesto que no hay límite a su Voluntad, nada externo podría limitar el Bien que Él es. No habría ningún impedimento a la realización del Reino de los Cielos que no esté previsto ya por su Creador1.El mal no es aquello que limita su Voluntad, sino aquello que hace posible en su omnipotencia: o bien es causa primera del mal y entonces no es todo bondad o bien es “todo bondad” y entonces no es “todopoderoso”, porque en tal caso podría evitar el mal. A menos que una de las premisas sea negada, la contradicción lógica parece insalvable. 

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A esta objeción lógica una de las principales respuestas teológicas es que dios permite aquello que podría evitar por haber dado a sus creaturas el «libre albedrío» en un acto de puro amor: no hay ser moral sin libertad. Sólo cuando uno ama puede confiar en la libertad de su amado, aunque dicha «libertad» (considerada como «libre albedrío») entrañe la “tentación” o el “pecado”2.Dicho de otro modo: un dios que permite la posibilidad del mal pudiendo impedirla no niega su absoluta benevolencia, en tanto concede a sus creaturas el «libre albedrío» por amor. El mal existiría en el mundo porque el ser humano, al desobedecer, provoca un mal que incumple la Ley divina.


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El «libre albedrío», sin embargo, reduce la decisión a una elección predefinida entre la obediencia a la Ley Divina o su incumplimiento. La «justicia divina» no es nada distinto al castigo del sujeto desobediente y a la recompensa del que vive en la observancia de dicha Ley, incluso si en ambos casos se trata de “pecadores” (aunque en grados diferentes). Un dios absolutamente benevolente, sin embargo, ¿por qué limitaría su perdón a los que viven bajo su Ley? Aun si se admitiera como justo el castigo a los que desobedecen, semejante benevolencia está sujeta a la condicionalidad y, en tanto acto condicional, no puede considerarse de forma válida como manifestación de una benevolencia infinita. Así, mientras que la «justicia divina» es universal, la benevolencia –de la que nace el perdón– está limitada a aquellos que han aceptado obedecer por principio los mandatos divinos3.En tal caso, su benevolencia absoluta queda en entredicho por otra vía. La misma separación del “cielo” para los bienaventurados y del “infierno” para los condenados pone en jaque la primacía divina de la «benevolencia» por sobre la «justicia»: la «condena» al desobediente (antes que el «perdón» incondicional) marca esa primacía. Si esto es así, la idea de un dios “todopoderoso” y “todo bondad” vuelve a toparse con dificultades lógicas ineludibles.



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¿Qué clase de “libertad” es el «libre albedrío», una “libertad” que nace de una falta moral originaria (el pecado original) que el individuo no elige y de un mandamiento divino que no se debe desobedecer, a riesgo de ser condenado al infierno? ¿Cómo es posible una “libertad” que sólo consista en hacer la elección correcta entre el Bien predeterminado por la Ley divina y el Mal que lo niega? Semejante concepción de la libertad queda reducida a “conciencia de la necesidad” (por usar los términos de Spinoza): se elige entre el Bien y el Mal, definidos por una instancia superior externa a la propia sociedad e inmutable en sus términos. La trascendencia moral hace que el sujeto humano elija entre alternativas que no le es dado definir. En una concepción semejante no hay «decisión» en sentido estricto: escapa al dominio humano la posibilidad de definir su ley en su inmanencia histórica, como campo de responsabilidad. El libre albedrío, al suprimir la contingencia de la decisión, reduce la libertad a la elección binaria entre la obediencia y la desobediencia a una ley esencialmente no elegida.  En suma, el libre albedrío es otro nombre de la heteronomía, esto es, del sometimiento incondicional a una ley externa considerada incuestionable. Constituye una forma de negación radical de las decisiones humanas en tanto creación abierta y autónoma de una pluralidad de alternativas de acción.  




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Si la desobediencia conduce a la «condenación», la obediencia no permite la «exoneración» de la culpa. A lo sumo, permite su «expiación» mediante el sacrificio incondicional (Kierkeergard). La «culpa», sin embargo, ya está presupuesta en el «individuo»: no bien el “libre albedrío” se transforma en “autonomía”, la culpabilidad heredada por el pecado original no puede más que incrementarse. La auto-legislación del sujeto no sólo desafía el «poder pastoral» (Foucault) que custodia el cumplimiento de la Ley, sino el sometimiento voluntario a la Voluntad divina. La condena de la autonomía reduce al «individuo» –en una acepción filosófica y política– a «miembro» de la comunidad cristiana. Nueva aporía: por un lado, se plantea la necesidad del “individuo” (de lo contrario, no habría “oveja descarriada” que condenar o expiar); por otro, la forma histórica misma del «individuo», puesto que ya implica un cierto grado de autonomía, debe ser negada4.


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El buen cristiano es el miembro de la comunidad religiosa: el “hombre de rebaño” que acepta la “moral de esclavo” (Nietzsche). Si el Bien es irradiación de dios, el mal no tiene positividad: es la negación de su Voluntad. El «individuo» como sujeto autónomo es la encarnación por excelencia de un mal que lo trasciende. Puesto que es la Ley la que determina el Bien y el Mal, los seres humanos, según se comporten como «miembros» o como «individuos», encarnarán unos valores positivos o negativos



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El mal como privación o falta es la inobservancia de dios. Como elemento segundo con respecto a la definición positiva del Bien, es parasitario a esta definición. De ahí se infiere que dios es condición necesaria de la posibilidad del mal. Sin embargo, si el mal es trascendente con respecto a lo humano, atribuir todo mal al efecto del accionar humano es erróneo. Si desde una perspectiva no religiosa las catástrofes naturales son moralmente indiferentes, ciegas al dolor humano, según una perspectiva teocéntrica, sólo pueden ocurrir porque dios las permite. Ahora bien, ¿por qué dios hace posible este “mal” incontrolable por el ser humano, aun pudiendo evitarlo? ¿Qué clase de amor es aquel que no evita el sufrimiento que no es consecuencia del propio accionar humano? 


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Puesto que el «mal», dentro de una perspectiva cristiana, está definido de forma independiente a las propias sociedades humanas, la idea de un “mal natural” –tal como un terremoto, un cataclismo, una “plaga” o un “diluvio universal”– no resulta internamente problemática5: al igual que el mal humano, tiene un origen divino. Si esto es así, ¿qué explicación teológica puede hacerse de este “mal natural”? Un mal del que Nadie es responsable y que, sin embargo, es padecido por personas inocentes, ¿no constituye la mayor de las injusticias divinas? Y si se trata de un Castigo ante el pecado de ciertos seres humanos, ¿por qué deben pagar “justos por pecadores”? 


                      

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Para mayor dificultad, ¿no implica el cristianismo alguna clase de “mal absoluto” que trasciende las variantes precedentes? Una vez más, su génesis es necesariamente trascendente: no puede derivarse del mal humano o natural, pues de lo finito y limitado no es posible inferir lógicamente un ser infinito e ilimitado. La idea misma de un Mal mayúsculo implica o bien la hipóstasis del «individuo» como sujeto absoluto, o bien la introducción de alguna figura externa (infinita e ilimitada). Puesto que dios es Causa Primera, la única respuesta doctrinal coherente es que la condición de posibilidad de este mal, como en las otras variantes del mal, está en su Voluntad. Ni siquiera la figura luciferina podría considerarse como Agente absolutamente malvado, en tanto depende de la figura de dios (todopoderoso y todo bondad). Un dios así, sin embargo, no sólo es inconsistente: exige un sacrificio incomprensible. 


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Apelar a la inescrutabilidad de dios introduce en la doctrina cristiana un elemento de «ceguera» (subsumida en la «fe») que sólo puede admitirse de forma dogmática. No aceptar el dogmatismo supone cuestionar este fideísmo: la creencia en una verdad (no racional) que interrumpe toda la cadena argumentativa y que, sin embargo, la funda. No hay teología racional que no sea ya horadada desde dentro. Semejante respuesta de resignación es la claudicación a toda racionalidad crítica y dialógica como condición de validez intersubjetiva: una rendición ante la “enfermedad del miedo” (Russell). Admitir la existencia de una respuesta incognoscible que sólo dios conoce conduce humanamente a una «ética del renunciamiento» (Nietzsche), esto es, a la declinación de la autonomía humana como campo de responsabilidad6.


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En síntesis, un dios inescrutable que dona el libre albedrío y causa un “mal natural” que no depende de esa donación, no puede ser identificado sin más con el Bien: constituye una coartada metafísica para justificar el dolor humano. Incluso el libre albedrío es inseparable del pecado convertido en naturaleza humana por una desobediencia originaria. En tal caso, dios es la figura política de la heteronomía: instituye la dominación religiosa como única forma de expiación de un sujeto irredimible. 



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¿Deberíamos limitar la crítica precedente al cristianismo? Al menos como sospecha, ¿no podría extenderte en sus bases tanto al judaísmo como al islamismo en tanto instituciones monoteístas? Por razones similares, un «dios» único, que prescribe obediencia incondicional, constituye un significante-amo que instituye el credo de la heteronomía como fundamento (Castoriadis). El monoteísmo reduce la alteridad al Error Absoluto, cuando no a la Herejía. Incluso si se plantea una relación de “tolerancia”, la superioridad del propio credo está resguardada. ¿Qué lugar queda para quienes no aceptan someterse a la Ley (divina)? La realineación de la libertad en un gran Otro (Dios, pero también el Líder, el Mercado, la Razón, la Historia), sin embargo, no exime del mal humano del que se es, en última instancia, responsable: constituye una decisión contingente que apela a la obediencia para justificar la propia ceguera ideológica, cuando no el cinismo más brutal.


II- Banalidad


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La negación crítica de una concepción trascendentalista del mal no conduce por fuerza al relativismo moral (no menos problemático que aquello que niega), sino a la interrogación por las propias comunidades humanas que producen determinados valores en contextos históricos específicos, eventualmente con aspiraciones universales. Tras las ruinas de la metafísica, se abre camino una reflexión sobre las pautas valorativas que rigen (y deben regir) los vínculos sociales. 


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A la indiferencia moral de la naturaleza cabe contraponer así la auto-reflexión de la sociedad. La falta trascendental de Ley remite a la orfandad ontológica del ser humano y nos confronta con la propia responsabilidad en la institución de una sociedad justa, incluso si esa institución está atravesada por el antagonismo de lo político. 


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Dentro de esa reflexión, ¿no deberíamos insistir, en primer término, en la banalidad que nos arrasa, esa cadena de autoridad que hace del gesto obediente la rutina del desastre? Leer la calamidad desde la repetición de lo irreflexivo (Arendt) aproxima, por otra vía, el mal a la obediencia incondicional a una autoridad7.


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Puesto que la obediencia entraña la posibilidad de lo atroz, ¿no es la ruptura –el ejercicio de la autonomía– lo que diferencia de facto al sujeto ético de una cadena de autoridad que organiza el crimen, dándole incluso un ordenamiento jurídico? ¿En qué contexto la rebelión –antes que la sola «desobediencia civil» (Thoreau)– se convierte en condición del acto ético? 



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Aun si se alega que la rebelión está justificada en situaciones históricas de «injusticia», la cuestión dista de ser evidente, ante todo, porque el mismo «sentido de justicia» es históricamente cambiante. No sucumbir a un historicismo radical implica reintroducir un cierto concepto de «universalidad» que permita trazar, en condiciones históricas concretas, una frontera entre lo legítimo y lo ilegítimo.


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Semejante frontera, sin embargo, introduce una dimensión política irreductible: como creación histórico-social específica compromete el modo en que los seres humanos regulan colectivamente sus conflictos tanto dentro de la formación social en la que participan como con respecto a formaciones sociales diferenciadas8.



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Invocar la libertad ética del sujeto –su necesaria osadía ante órdenes inaceptables y su desafío a una legalidad injusta–, resulta insuficiente en la medida en que no inscribe esa libertad en condiciones sociales e institucionales concretas que la limitan. La apelación idealizada a una «ética heroica» no sólo desconoce los juegos asimétricos de poder en los que participan los diferentes sujetos sociales, sino que recae en la mitología de los «grandes individuos» que se eximen de las normas que prescriben para otros (Dotoievski): introduce de contrabando una pequeña deidad. El contrapunto a la «interioridad» de la ética quizás no sea otro que la «exterioridad» de lo político, esto es, lo que instituimos colectivamente como universalidad concreta en el suelo inestable de la historia efectiva9.


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Llamamos «democracia» a ese suelo inestable en el que los sujetos políticos, en igualdad de condiciones, deciden lo legítimo y lo ilegítimo a partir de un juego de consensos y disensos. Como «espacio agonístico» (Mouffe), no hay política democrática sin esa conflictividad estructurante. El bien común, lejos de ser la resultante de un intercambio armónico entre las partes, es el terreno mismo de disputa. 



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Puesto que en una sociedad de clases las posiciones de poder de la “ciudadanía” son radicalmente asimétricas, tanto la representación parlamentaria como la institución jurídica de ese bien común necesariamente estarán marcadas por la desigualdad y, de forma habitual, por lo que juzgamos como injusto. Con ello, la misma definición democrática de lo legítimo queda jaqueada, creando el terreno para la emergencia de horizontes políticos antagónicos.  



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Doble constatación: 1) la presencia de un orden criminal convierte la rebelión en necesaria. Sin embargo, ningún «acto» en su sentido disruptivo puede ser explicado completamente a partir de sus condiciones éticas: es desencadenado, por así decirlo, por la expectativa de un cambio político posible. La referencia a una «naturaleza humana» rebelde (Camus) que el poder vendría a oprimir omite sin más la condición voluntaria de determinadas formas de “servidumbre” o, si prefiere, la dimensión consensual de determinado orden simbólico hegemónico10.Un acto semejante, por tanto, es una posibilidad contingente, por más deseable que la consideremos. 2) La presencia de un orden criminal no es suficiente para generar una rebelión. Si por una parte el crimen organizado no podría ocurrir sin una multitud de “colaboradores” que se someten a la cadena de autoridad, por otra parte, la «servidumbre» es consecuencia del «miedo a la muerte», mientras que el «señorío» entraña el «goce de la cosa» (Hegel). El ordenamiento político-jurídico que institucionaliza el miedo para perpetuar dicha desigualdad atenaza, por así decirlo, semejante posibilidad.  



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La revuelta es improbable: la propia «violencia mítica» que funda y conserva el derecho (Benjamin) apunta a erradicarla. Del mismo modo, la emergencia de una ética de la rebelión es tan deseable como excepcional. De ahí que una política que descanse en esa irrupción fracasará necesariamente, inclusive si pudiera plantearse una heroicidad anónima (distante al estereotipo individualista de la figura del héroe). 


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La «industrialización de la muerte» (Adorno y Horkheimer) se extiende como una sombra por la modernidad (Bauman). Sobrevivimos en una pluralidad de holocaustos: método aséptico que evita mirar el dolor de frente. La animadversión o ensañamiento personal con las víctimas no está presupuesta en ese método: la «crueldad» constituye un plus de goce con respecto al genocidio como asunto procedimental. La «banalidad del mal» es esta rutina donde nadie se admite responsable, limitándose a ejecutar de forma irreflexiva la «matanza administrativa». 


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Imperio de Nadie: cuando todos son culpables nadie lo es. Sin embargo, ¿constituye el «mal» una mera falta de reflexión, un no-saber que, con todo, no exime moral o jurídicamente en tanto provoca un daño concreto –aun si no naciera necesariamente de una intencionalidad perversa? ¿Habrían actuado de otro modo si hubieran sabido? Y ¿cómo imputar éticamente a quien no sabe lo que está haciendo? ¿No es la banalidad otra forma de heteronomía –seguir permitiendo que un Amo (convertido en un “dios salvaje”) decida por nosotros? 



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Si “la normalidad es la muerte” (Adorno), ¿cómo sustraerse del daño sin quebrantar la repetición mortificante en que reproducimos nuestras vidas? La banalidad es dejar que las cosas marchen. Callar lo que vivimos. No detenerse a interrogar las fosas, la locura homicida, el expolio o el saqueo, el engaño convertido en norma. Actuar de forma irreflexiva no exime de la responsabilidad infinita con el otro como horizonte mismo de la «justicia» (Levinas). La banalidad es el mal ignorado que habita en lo conocido. Ampararse en un supuesto no-saber (la ignorancia primera), sin embargo, ya es trazar una secreta complicidad con aquellos que saben lo que hacen. 


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El mal rebasa por todas partes: no puede sin más identificarse con la heteronomía o la banalidad, incluso si están comprometidas como variantes concretas. De forma regular, lo que llamamos «mal» es efecto de una multiplicidad de prácticas sociales conscientes y deliberadas que, en función de determinadas plusvalías (económicas, culturales, políticas, libidinales), violentan un específico «sentido de justicia»11.


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La referencia a un aparato jerárquico de poder y a la acción irreflexiva para interpretar los males endémicos del presente son insuficientes: eluden la dimensión más perturbadora del mal, esto es, el goce que entraña en determinadas ocasiones, dinamitando los límites éticos del sujeto. Semejante plusvalía supone desplazarse del eje de la obediencia y avanzar en el eje de la decisión.       

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Error platónico: suponer que quien conoce la idea del Bien no practicará el mal. Error también de la Ilustración: pensar que el Saber es intrínsecamente emancipatorio o que la razón conduce a una fase moralmente superior de la humanidad. No sólo no existe un significado unívoco para estos términos: como «significantes flotantes» reenvían a una pluralidad de formaciones discursivas. Lo que es más inquietante: incluso aquello que en un momento dado es socialmente consensuado como “bueno” o “malo”, “justo” e “injusto”, suele ser deliberada y conscientemente violentado, en función de formas diferenciadas de racionalidad (incluyendo una racionalidad del dominio). Para decirlo retomando la fórmula del cinismo: saben lo que hacen y aun así lo hacen (Sloterdijk). 



III. Cinismo


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Si los valores son inmanentes a la historia humana –incluso si aspiran a trazar una cierta universalidad concreta–, entonces, no hay forma de sustraerlos a los propios antagonismos que marcan esa historia. En esta falta de trascendencia, sin embargo, no todo es inestable: hay valores culturales relativamente universalizados que trazan una frontera entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto. En nuestra sociedad contemporánea, ¿quién no conoce el monto de sufrimiento diseminado a escala planetaria, la masacre de la historia, la desigualdad que sigue gobernando el mundo social o la injusticia persistente? ¿Es la falta de consciencia la última respuesta de la indiferencia práctica en la que vivimos?



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La alternativa hegemónica es invocar la falta de alternativas para justificar lo injustificable: el abatimiento colectivo, la concentración de poder, la marginación sistémica, el avasallamiento de derechos, la destrucción de nuestro hábitat. En esta máquina devastadora están enganchados los que dominan el mundo, partícipes necesarios de la ingeniería social del expolio. Saben lo que hacen: la plusvalía no es un error de cálculo ni la regularidad del abuso un mero accidente. 


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Remitir la propia responsabilidad a una Necesidad externa (Dios, la Historia, el Mercado) bloquea cualquier cuestionamiento ético-político de quienes deciden. La retórica de la libertad se manifiesta como suprema servidumbre: sólo queda la masacre generalizada, el salvataje individual en el hundimiento colectivo, la guerra como relación con el otro, la sustracción colectiva como vía de la supervivencia.


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La creencia en un gran Otro, más o menos omnisciente, reintroduce una visión teológica en la historia: un nuevo Sujeto que conocería desde un principio los planes. Negar la teología, sin embargo, no niega la existencia de proyectos humanos específicos, incluyendo tentativas megalómanas. Que no exista una gran Conspiración (la desaparición del inconsciente en una conciencia soberana) no implica desconocer la acción estratégica. Así, si por una parte los actos no son transparentes para los propios agentes, por otra parte, eso no niega que la razón instrumental produzca estragos planificados. El goce prometido para unos se convierte en desdicha ajena12.


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En una dimensión política, no cabe descartar que la summa del desastre se produzca en el proceso de separación entre «mandato» y «ejecución», «fin» y «medio», esto es, en la escisión entre «decisión estratégica» y «gestión técnica» dentro de una cadena de autoridad. Antes que un Genio Maligno, goce mortífero, en tanto plusvalía libidinal que reduce el daño a mero “coste”. Si hay algo así como un «mal radical» nace de esa interdependencia del «cinismo» (del amo) y la «banalidad» (del esclavo) o, si se prefiere, de la relación entre una consciencia moralmente indiferente y la acrítica obediencia a sus mandatos. 


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Los rastros de ese cinismo pueden reconocerse en la retórica eufemística de los discursos oficiales: el robo sistémico, la explotación continua, el saqueo legal, el estado de excepción, la guerra mundializada, son presentados como rentabilidad, flexibilización, saneamiento, democracia o pacificación. Si nada supieran no habría eufemismo. 


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La «edad del cinismo» (Deleuze y Guattari) nace de una disociación: el que no trabaja [el propietario] hace con el trabajador todo lo que el trabajador hace contra sí mismo, pero nada de lo que hace contra el trabajador lo hace contra sí (Marx). La separación de lo familiar y lo extraño prepara el terreno para un goce ciego ante el dolor de los otros.  



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Ante una máquina cínica que produce excedente y devastación, la resignación o el conformismo no constituyen las únicas respuestas colectivas. Esa máquina tropieza con límites externos, más o menos potentes, incluso si la propia dinámica sistémica procura borrar esos límites, bajo la promesa de una inclusión universal (en el caso de la socialdemocracia) o bajo la criminalización de la disidencia (en el caso del neoconservadurismo). 


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En la apertura del presente, el sabotaje a esa máquina no está garantizado por ninguna ley de desarrollo histórico. La “toma de conciencia” no es suficiente para la articulación de una práctica subversiva. Sólo esa práctica, que implica otro imaginario de la justicia, puede introducir indeterminación en la dinámica de la historia. 



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Ninguna lucha metafísica contra el mal: genealogía de la moral, materialismo histórico, formaciones del inconsciente, microfísica del poder, agenciamientos colectivos, deconstrucción de la metafísica, hegemonía del socialismo como proyecto de autonomía colectiva. En suma: promesa de una convivencia igualitaria desde la conciencia de la fragilidad humana. 


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¿Hacer un inventario del crimen estructural en el que (sobre)vivimos? ¿Reducir el daño a efectos colaterales del sistema? No hay mal perpetrado que no implique la construcción de un Otro antagónico, incluso si ese Otro no es más que una proyección fantasmática de sí mismo, de lo que es repudiado en el propio sujeto. Es esa proyección la que crea las condiciones para la destrucción del “objeto malo”13.En la Era del Terror, el «espectáculo» siniestro de la guerra global (que no niega la verdad de la aniquilación ni la materialidad de los muertos) no cesa de justificarse en nombre de la propia superioridad moral. 


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La política es continuación del terror por otros medios –última forma de la guerra (Clausewitz). Los daños colaterales son parte del nuevo (des)orden del mundo. Los sobrevivientes implorarán protección a cambio de los restos de libertad que conservan. El negocio siniestro de la guerra es también la rentabilización del crimen. La industria del miedo funda la falsa promesa de seguridad en el terror que produce por todos los medios. Las empresas de reconstrucción son complementarias a las fábricas del exterminio: drones y excavadoras como la ecuación perfecta.



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«Globicidio» (Günther Anders) es un término apropiado para dar cuenta de la magnitud de la catástrofe: la atrocidad probable. «Síndrome de Nagasaki»: lo hecho una vez puede repetirse con un grado creciente de naturalidad. Nuestro “potencial de barbarie” no ha cesado de sofisticarse. Si las calamidades sólo son excepcionales como síntesis de una pluralidad de medios puestos a prueba por separado en la historia (Bauman), las prácticas habituales en las que participamos contienen ya el germen de ellas. 



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En el laboratorio de violencias en que sobrevivimos, la mitología de la omnipotencia tecnológica se hace imagen de nuestra impotencia inducida. El desastre, entonces, no como tragedia sino como claudicación. Llamado al silencio, calma apócrifa de los despachos, sumisión especializada, retiro de la escena pública, resguardo en los altares mediáticos y las misas académicas, imposición policial de los consensos (Rancière). 



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Construir una salida posible exige comenzar con la interrogación de nuestro desarme y la crítica a la resignación. Sólo entonces cabe desafiar la «paz perpetua» decretada por el capital –a condición de aceptar un orden de escombros, basado en la alianza entre estado oligárquico, economía de mercado y cultura de masas.


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Catástrofe inédita: desplegar todos los medios que se adjudican a los enemigos. Metáforas performativas: realización del apocalipsis que contribuyen a construir de forma insistente. 


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Politizar la metafísica es reenviar las diversas formas del mal a la inmanencia histórica. Sin valores trascendentes, nos queda la interrogación sin término por las pautas de valor (universalizables) que deben regir nuestros vínculos con la alteridad (incluyendo la naturaleza). En vez de autojustificación en nombre de un gran Otro (dando lugar a la megalomanía), reafirmación de un proyecto de autonomía individual y colectiva. Sólo esa reafirmación permite dar cuenta, de forma crítica y reflexiva, de nuestros actos. La coartada de una autoridad mística (la Ley Suprema) no sólo no nos exime de nuestra responsabilidad humana: anticipa la injusticia del porvenir. 


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La repetición irreflexiva de mandatos cínicos abre camino a la locura política. Partimos de una alienación estructural (Lacan) y, en cualquier caso, la autonomía no es por fuera del lazo social constitutivo14. Ser con el otro, sin embargo, no tiene por qué implicar ninguna subordinación. La posibilidad de desafiliarse de la autoridad del mandato es la promesa misma de una reescritura crítica de nuestra historia: la creación de una práctica de libertad.  

                                               

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Una política emancipatoria, más que recaer en la responsabilidad moral de los  individuos, remite a la articulación colectiva de un horizonte de justicia que transforme el orden social establecido. Antes que encarnación mesiánica de lo venidero, su fuerza subversiva radica en su capacidad para producir nuevas prácticas y vínculos sociales en las condiciones del presente. 



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No hay «mal» que no se justifique a partir de un discurso legitimador que, a la vez que moviliza al sujeto en nombre de una Causa externa (presentada como “noble” o “necesaria” para evitar un mal mayor), cosifica a los otros. Puesto que no hay ninguna “naturaleza del mal” que no esté definida por una «cultura» específica, depende de la propia sociedad autorregular sus prácticas para que el espectro de la justicia no quede sepultado en nombre de cielos venideros.



Arturo Borra




Notas


1 Un dios soberano sólo puede auto-limitarse de forma voluntaria. No hay obstáculo para realizar su deseo –pero ¿puede un dios desear algo, siendo todopoderoso? ¿requerir algo externo a sí mismo, siendo autosuficiente, sustancia primera que se autodefine por fuera de sus atributos predicables y de todo accidente histórico? ¿Por qué un Sujeto ilimitado necesitaría una Ley siendo, además de todopoderoso, absolutamente benevolente? Puesto que no la hizo para sí, la única respuesta lógica posible es que Dios hizo la Ley para los otros: una limitación del deseo de los sujetos humanos; una forma de conjurar la posibilidad del mal que nace antes del «libre albedrío», en la misma génesis del ser humano como sujeto del «pecado original». 

2 En el argumento, sin embargo, aparece otra tensión lógica: el «libre albedrío» excluye la posibilidad de sustraerse del «pecado original». El núcleo no electivo del libre albedrío (como donación amorosa) es esta falta moral insalvable, incluso si se eligiera el camino de la «santidad».

3 Si en plano histórico, la desobediencia ha sido repudiada de formas diversas (las Cruzadas, la “Santa Inquisición”, los procesos de evangelización,  la excomunión o la conversión), la respuesta doctrinal permanece invariable: el sujeto desobediente es el condenado, aquel que no accede al “reino de los cielos”. 

4 Afirmar una necesidad y negar la afirmación de esa necesidad introduce una nueva contradicción lógica que sólo podría ser resuelta de forma dialéctica cuestionando la separación dicotómica entre el ser humano como «individuo» (o sujeto autónomo) y como «miembro» (o sujeto integrante). Puesto que el «individuo» introduce un antagonismo potencial o efectivo con la Ley externa, siempre ya es desviación virtual: no sólo un miembro que incumple por debilidad la ley, sino también un sujeto autónomo que la cuestiona, expuesto a la posibilidad de la exclusión de toda membresía religiosa (esto es, a la «excomunión»). Si bien no es difícil advertir que esa culpabilización del individuo es condición de existencia del poder pastoral y en conjunto, de la Iglesia como institución confesional, semejante interdependencia dialéctica sólo es válida en la medida en que el “individuo” puede ser reconducido a su pertenencia religiosa.

5 Por el contrario, desde una perspectiva constructivista, la noción de «mal natural» es un contrasentido. Sólo una moral trascendentalista puede omitir la distinción entre naturaleza y norma, decisiva para diferenciar un mundo natural regido por regularidades (físicas) de un mundo cultural regido por reglas (morales, jurídicas o políticas). Puesto que para el cristianismo el fundamento de la moral es extra-humano, dentro de su perspectiva no resulta impensable el mal natural, en tanto manifestación divina. 

6 Lo dicho, antes que cuestionar la «religiosidad» como opción de la libertad humana, cuestiona el fundamento heterónomo de las religiones instituidas (al menos en Occidente). No es incompatible con la afirmación condicional de que ciertos valores religiosos –como el amor al prójimo– constituyen valiosas orientacionesprácticas para las comunidades creyentes. La justificación razonada y no dogmática de dichos valores, sin embargo, no sólo rebasa un credo particular, sino que también puede elaborarse de forma independiente a los discursos religiosos. 

7 Suponer que la máxima responsabilidad radica en quien manda el crimen organizado sin tener que mancharse las manos ni enfrentarse cara a cara con el sufrimiento del otro, no exime ni exculpa a los sujetos que obedecen.  Lo atroz no podría ocurrir sin esa red de complicidades desiguales y compartidas. 

8 Sin negar la centralidad de la reflexión filosófica referida a la ética como modo en que el sujeto se relaciona con otros particulares, sea a partir de un «deseo razonable» (Aristóteles), sea a partir de «imperativos categóricos» (Kant), considero que nuestros males contemporáneos –comenzando por las experiencias traumáticas del genocidio o las guerras mundiales– exigen introducir lo político como una dimensión insoslayable del análisis. 

9 La tensión entre lo ético y lo político no puede ser resuelta por uno de los términos. La primacía de lo ético convertiría lo político en la simple proyección de unos valores particulares, reivindicados por determinado grupo; la primacía de lo político diluiría sin más las particularidades éticas de los sujetos. 

10 La tesis de naturaleza rebelde necesita explicar por qué la mayoría de los seres humanos no actúan en concordancia con esa rebeldía. La referencia a la «dominación» resulta insuficiente, en tanto semejante operación nunca es plena o carente de resistencias. Al fin de cuentas, ¿qué omni-poder o poder absoluto podría mantener a raya semejante condición rebelde de forma duradera?

11 Semejante «sentido de justicia» debe ser diferenciado tanto del sistema judicial como de la legalidad imperante. Como reservorio de lo que debe ser, permite juzgar las normas (jurídicas, éticas, políticas) establecidas como justas o injustas, no desde la trascendencia de una Ley externa a la propia sociedad, sino desde un imaginario social determinado. 

12 ¿No vale lo dicho también en el plano más íntimo, allí donde la falta de empatía o, si se prefiere, la imposibilidad de identificación con el otro, conduce a una relación de abuso y en ocasiones a un goce sádico?

13 No hay odio que no se estructure sobre la parte repudiada de sí mismo. Como «pasión del ser» carece de “objetividad”: es resultante de lo que determinada subjetividad repudia, a partir de rasgos que no está dispuesta a reconocer de forma consciente en sí misma. 

14 En un sentido similar puede pensarse la “condena a la libertad” sartriana: somos obligados a decidir. En una sociedad cerrada, plenamente estructurada por una Ley impersonal, no habría decisión alguna.




Publicado en Revista Kokoro