sábado, 26 de octubre de 2013

Adiós a la inmigración: ¿pueden hablar los sujetos migrantes?



 
El borrado de la problemática de la inmigración

Uno de los efectos fundamentales del omnipresente discurso de la crisis, centrado en el “paro”, el “déficit público” y los “mercados financieros”, es invisibilizar otras problemáticas no menos acuciantes, entre las que cuenta la cuestión migratoria. No se trata sólo de un “olvido” sintomático del cada vez más relevante problema del racismo y la xenofobia en España[i] sino de una «estrategia de borrado» de la problemática migratoria de la agenda pública (tanto mediática como gubernamental). La hegemonía neoconservadora se traduce en una gramática general de la reticencia (más que de la simple omisión) que no excluye referencias negativas explícitas con respecto a esta realidad drástica o la intervención patética de algunos políticos de segunda línea exaltando las “virtudes” locales o los “vicios” ajenos. Por lo demás, esta estrategia tampoco puede evitar la irrupción de acontecimientos que hacen reaparecer de forma pública lo borrado, como ocurrió recientemente con la política de exclusión de los inmigrantes irregulares del sistema sanitario público y gratuito.

Si la estrategia hegemónica con respecto al campo de las migraciones se mueve más sobre una política elusiva de discurso que sobre una política de estigmatización abierta, lo hace básicamente en función de un cálculo de rentabilidad política. Desde una perspectiva interna, la primera opción tiene la ventaja indiscutible de no tener que dar explicaciones sobre la verdadera cruzada que la derecha española ha emprendido contra lo que considera un «sobrante estructural» de seres humanos. Y, se sabe, cuanto menos hable de eso, más sencillo resultará deshacerse de lo que “sobra”.

Claro que no puede impedir que a pesar de todo del otro lado de la membrana audiovisual haya seres gesticulando. Seguirán moviéndose «fuera de cámara» o, con suerte, como fondo de un «plano general» en el que los massmedia como intérpretes administran el derecho al discurso, denegando tendencialmente a los otros la posibilidad de hablar (incluso si para ello representan la pantomima del «inmigrante» como «sujeto testimonial»). Se trata de mostrar algo para no mostrar nada; dejar que el (pequeño) otro aparezca -de forma efímera- a partir de unos fragmentos testimoniales preseleccionados sin que colisione con un gran Otro criminalizado y remitido a un lugar puramente carencial.

En síntesis, el discurso hegemónico ha optado en términos estratégicos por relegar la referencia a la vida de más de cinco millones y medio de inmigrantes residentes en territorio español. No se trata, obviamente, de ningún azar: es la primera fase del desentendimiento absoluto con respecto a su bienestar. Condenados a la categoría de «ciudadanía de segunda mano» (cuando no directamente excluidos de la ciudadanía), esos sujetos han pasado a formar parte del ejército invisible que es objeto de políticas de descarte y reciclaje cortoplacistas. Reducidos a «deshechos humanos»[ii] la cuestión central en esta práctica gubernamental es su gestión en tanto residuos: como masa marginal, sus demandas no cuentan, como tampoco cuenta el sufrimiento evitable al que son arrojados.

No menos sintomático resulta el cambio nominal del anterior “Ministerio de Trabajo e Inmigración” español por el actual “Ministerio de Empleo y Competitividad”. La supresión de “inmigración” marca de por sí todo un programa sustitutivo, acorde a los nuevos mandatos de mercado. Que el término “inmigración” estuviera significado en su vínculo con el “trabajo” ya era indicativo del carácter instrumental que se le asignó a estos colectivos en los 90 y la primera década del siglo XXI: tendencialmente, se trató de una política de provisión (a través de la sectorización de flujos migratorios, de la regularización periódica de personas en situación irregular o la administración de contingentes de temporeros) de mano de obra barata para mercados de baja cualificación y con un alto índice de temporalidad, destinada a sostener la expansión económica en los países centrales. El nuevo giro convierte en residual esta política: más que una fuerza instrumental relativamente valorada por su aportación laboral intensiva, la inmigración es replanteada como un lastre que es preciso controlar, tanto para seguir nutriendo una economía sumergida y atemperar los efectos del envejecimiento poblacional como para contribuir a sostener las cuentas en rojo de un estado de bienestar desde siempre trunco. El objetivo es doble: expulsar un “excedente” de extranjeros residentes y retener, en condiciones mayoritariamente paupérrimas, a quienes sigan “compitiendo” con salarios bajos. 

Aunque las piruetas lingüísticas de la derecha gubernamental adquieran por momentos un cariz (tragi)cómico, la arremetida contra estos millones de personas inmigradas implica prácticas de suma gravedad: la continuidad de las redadas policiales, el mantenimiento de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE), la denegación de asilo a la abrumadora mayoría de solicitantes y el abandono casi absoluto que padece la minoría que adquiere el estatus de refugiado[iii], la restricción creciente de permisos de trabajo y residencia por motivos familiares o laborales, la denegación de acceso a territorio nacional a personas extracomunitarias que no justifiquen económicamente su estancia, la supresión de los fondos de integración, la reducción drástica de los fondos de cooperación y co-desarrollo, la restricción en el acceso al sistema sanitario a inmigrantes irregulares y el recorte de las partidas destinadas a ONG y asociaciones de ayuda a inmigrantes y refugiados, entre otras[iv].

Aunque deberíamos cuidarnos de homogeneizar en el análisis a los «sujetos migrantes», es claro que el incremento migratorio a los países centrales en las últimas dos décadas –interrumpido en la actualidad por flujos migratorios en sentido contrario- ha estado ligado a los procesos de globalización capitalista y a la correlativa intensificación de transferencia de recursos y trabajadores de las periferias a las metrópolis en una fase expansiva. Si bien las políticas migratorias afectan de forma diferencial a distintos segmentos de población inmigrada, eso no debería ocultar que la homogeneización de estos colectivos es, ante todo, una consecuencia de las políticas públicas desplegadas. Para circunscribirme al caso español: desde la década de los 90, el confinamiento sectorial de la amplia mayoría de inmigrantes a puestos de trabajo precarizados y en posición subordinada es claro: tres de cada cuatro inmigrantes fueron empleados en sectores de baja cualificación y la tendencia no se ha revertido en lo más mínimo[v].

Ahora bien, si esto es así, ¿por qué esos sujetos migrantes apenas tienen visibilidad colectiva en sus posicionamientos ante estas políticas claramente discriminatorias? Que las autoridades hegemónicas apuesten al borrado de esta problemática es previsible. Menos previsible resulta que apenas dispongamos de discursos críticos elaborados por miembros de las propias comunidades migrantes que hayan alcanzado cierta notoriedad pública. ¿Cómo explicar este “silencio” en el espacio público por parte de los damnificados[vi]?

 
 

El silencio de los condenados

Hace más de dos décadas (su primera versión es de 1985), con motivo de la inmolación de una mujer india, Gayatri Spivak se preguntaba de un modo aparentemente incomprensible: «¿Puede hablar el subalterno?»[vii]. La respuesta en ese contexto era negativa. Con ello, estaba cuestionando el silenciamiento al que muchos seres humanos son confinados por parte de la “narrativa histórica capitalista”, negándole cualquier «estatus dialógico» a la posición del subalterno[viii]. Dicho de otro modo: como el caso de Gregor Samsa en La metamorfosis de F. Kafka, ellos hablan pero nadie los escucha. Eso lleva a la siguiente pregunta: si nadie los escucha, ¿en qué sentido podría decirse que hablan? ¿Y quién es ese nadie que se niega a escuchar?

Participar en cierto «orden de discurso» -en términos de Foucault[ix]- supone mucho más que una simple disposición subjetiva a tomar la palabra. Entre otras cosas, porque sin una autorización institucional y sin un emplazamiento de poder, ningún sujeto puede hablar por más que quiera. Podría incluso gritar que sería desoído: hablar una lengua declarada “incomprensible”, “inculta”, “fuera de lugar”. Un «acto de habla» sustraído de un «dispositivo de enunciación» -y por tanto de unas estructuras institucionales de poder- carece de fuerza performativa: no constituye un auténtico acto.

Resulta banal sostener que, a pesar de todo, Spivak habla como mujer académica india. El argumento es inaceptable en tanto su misma pertenencia académica ya la sustrae de la condición de «subalterna» que se le atribuye. Dejemos de lado, entonces, la crítica facilista que sostiene que posturas como las de Spivak se auto-refutan pragmáticamente, esto es, se niegan por su propia existencia, por el hecho de poder ser formuladas a pesar de todo.

Del hecho de que hablemos –en el sentido trivial del término- en nuestro mundo cotidiano no se infiere que estemos institucionalmente autorizados a hacerlo ni que se nos garantice una escucha atenta (y no digamos ya una respuesta política, intelectual e institucional satisfactoria). Tal vez deberíamos insistir en que, a pesar de estos obstáculos nada irreales, nuestra tenacidad no desiste. Uno mismo como sujeto migrante puede intentarlo. Sin embargo, ¿cómo evitar la trampa del voluntarismo? Y ¿en qué sentido resulta válido representarse como subalterno? Que la abrumadora mayoría de sujetos migrantes encarnan esa condición subalterna en el contexto del capitalismo globalizado no necesita demasiada argumentación; sí lo requiere, en cambio, la inscripción de uno mismo en esa condición. Otra vez, nos topamos con esa punzante afirmación de una imposibilidad que amenaza con convertirse en un argumento circular: lo subalterno no puede hablar; si hablo no soy subalterno.

Para evitar este círculo lógicamente viciado, Spivak delimita el sentido de esta categoría. Ser inmigrante no es condición suficiente ni necesaria para subsumir a un individuo en dicha categoría (la cual remite, ante todo, a la realidad de diferentes grupos oprimidos, en los que clase, etnia y género se articulan de modo específico en el proceso de subordinación social). El desplazamiento de elites intelectuales y profesionales que se mueven en un régimen de privilegios jurídicos, administrativos, académicos, simbólicos y económicos, es un proceso regular entre periferias y países centralizados. Sería erróneo, sin embargo, confundir esas minorías autorizadas con una mayoría silenciosa de la población migrante que se mueve en la frontera difusa de la fragilidad relativa y absoluta[x]. 

¿Qué hay entonces de la crítica radical al colonialismo y al etnocentrismo, propiciada por narrativas poscoloniales, a menudo elaboradas por intelectuales que sufrieron en cierta medida los efectos de las políticas metropolitanas? Habría que señalar que estos críticos no pueden considerarse de forma válida como subalternos: autores como Said, Amin o Spivak forman parte de esos intelectuales de la diáspora que han logrado cierta resonancia pública precisamente en la medida en que han logrado desplazarse de esa posición. Como «autores» consagrados en sus respectivos campos de intervención teórica (sea la crítica literaria, la teoría política, el feminismo o el deconstructivismo) constituyen ejemplos de un «exilio» que lejos de enmudecer a quien lo vive, ha sido más bien la condición para el ejercicio de su crítica. En este punto, habría que matizar lo dicho por el mismo Said[xi]: “La cultura occidental moderna es en gran medida obra de exiliados, emigrados, refugiados”. Sí, en tanto cierta producción cultural presupone un distanciamiento crítico con respecto a lo hegemónico. Puede incluso que el campo artístico constituya un refugio de excepción para ese “obrar” subterráneo que transforma los límites en escritura (pictórica, lingüística, audiovisual, musical…).

Sin embargo, ¿cómo desconocer la dificultad estructural de esos “exiliados, emigrados y refugiados” para acceder a específicos dispositivos de enunciación, esto es, para ser habilitados como sujetos comunicacionales en determinados órdenes del discurso? Lo dicho, pues, no invalida el núcleo más perturbador de la tesis de Spivak: la condición de enunciación del sujeto, en las condiciones del presente, es su desplazamiento de la subalternidad; hablar sobre lo subalterno ya supone una cierta distancia con respecto a esa condición.

La conciencia de esa distancia social debería ser suficiente para eludir la típica tentación mesiánica a la que es tan proclive una cierta izquierda autoritaria. Auto-posicionarse como portavoz privilegiado de los “sin voz” no hace más que persistir en el malentendido, en un doble sentido: 1) porque reafirma el etnocentrismo del enunciador –que se arroga para sí el monopolio de una política de representación de los “silenciados”, a menudo reducidos a sujetos alienados y pasivos- y 2) porque convalida como agente sustitutivo la exclusión de los subalternos de los órdenes del discurso establecidos, esto es, porque apuntala un régimen hegemónico que se basa en las asimetrías de poder entre los diferentes sujetos sociales (en este caso, según su procedencia).

En vez de atribuirnos algún privilegio epistémico y político con respecto a estos grupos, sería mejor que nuestras luchas se centraran en la subversión del campo social, marcado por múltiples desigualdades sociales y comunicacionales. Erosionar las condiciones histórico-sociales de producción del silenciamiento de los subalternos no pasa por asumir un paternalismo benevolente de “dar voz  a los que no tienen voz” o un populismo inverso que atribuye a los grupos subordinados el monopolio del habla legítima, sino por el reconocimiento de nuestro descentramiento radical o, para decirlo de otra manera, por la crítica de una política de autoridad institucionalizada que impide que determinados sujetos participen, en igualdad de condiciones, en la producción discursiva mediante la cual una formación social se interpreta y se transforma a sí misma. Nuestras perspectivas no constituyen más que fragmentos (por definición, precarios e incompletos) de un discurso que adquiere validez en tanto es confrontado de forma crítica con otros discursos sociales. Ocultar esta condición fragmentaria no cambia las cosas. Nos movemos en ese doble riesgo: auto-posicionarnos como únicos sujetos del discurso o terminar adjudicando al otro (más o menos acallado) el privilegio del discurso legítimo, único portavoz de la palabra verdadera. Sin embargo, de las premisas anteriores no se deriva necesariamente ninguna de estas dos posiciones, sino la condición descentrada de toda posición de enunciación.

Persistiríamos en el malentendido si interpretáramos esta crítica a la autoridad como una mera inversión de las jerarquías. Nuestra apuesta es la de una subversión radical de lo que regula en el presente el derecho a hablar. Si nuestro tiempo es también el tiempo de la migración y el asilo –en el que millones de vidas arrasadas son forzadas a desplazarse por razones políticas y económicas-, centrarse en esa problemática es una prioridad política: no sólo porque cuestiona un régimen de verdad colonial que excluye institucionalmente a esos seres humanos de cualquier interlocución autorizada, sino también porque a través de esa crítica de la exclusión reivindica una universalidad que no sea meramente proyectada.

Formulemos de nuevo la cuestión. Incluso si admitiéramos la regularidad de la excepción, ¿quiénes hablan los discursos de la subalternidad? Para responder a esta pregunta, podríamos extrapolar lo que Said plantea con respecto al sujeto colonizado (que en principio y de forma tendencial permite incluir al sujeto migrante) como «interlocutor». Said distingue entre dos significados discrepantes de éste[xii]: el primero está delimitado por el colonizador, que fija las categorías en las que el colonizado podría intentar “dialogar”. No es extraño que, ante esa posibilidad, el intelectual nativo se niegue a hablar y asuma el antagonismo como único punto posible de contacto con la potencia colonial. El otro significado procede de un entorno menos inmediatamente político.

En este contexto el interlocutor es alguien que quizá ha sido encontrado clamando en el umbral, allá donde desde fuera de un campo o disciplina ha producido una perturbación tan indecorosa como para que se le permita entrar, una vez comprobado en el control de entrada que no lleva armas ni piedras, para seguir hablando. El resultado domesticado recuerda a una serie de correlatos teóricos de moda, como por ejemplo el dialogismo y la heteroglosia de Bajtin[xiii].

Pero este interlocutor no es más que una “creación de laboratorio” (sic) despojado de la urgencia vital y de la conflictividad en el que esa urgencia se inscribe. En ambos casos, nuestro interlocutor colonizado no logra interactuar en un vínculo comunicativo simétrico: o bien el colonizado (subalterno) se niega a hablar o bien es “domesticado” en el mismo acto de habla y entonces no logra establecer una ruptura con respecto al orden colonial[xiv]. Si bien el interlocutor colonizado podría hablar, las condiciones para hacerlo son inaceptables. Por otra vía, tenemos no un sujeto sin voz, a quien habría que dársela desde una exterioridad privilegiada -en términos de conciencia, compromiso o actividad-, sino un sujeto desautorizado en términos institucionales. En cualquiera de las variantes, el argumento no presupone un sujeto puramente reproductivo y pasivo, sino un agente subalternizado que, no obstante, despliega, a menudo de modo más o menos inconsciente, estrategias de confrontación y resistencia.   

 

 

Interculturalidad, diferencia y comunicación

Si en el contexto del capitalismo globalizado se plantea tendencialmente un lazo entre subalternidad y migración, entonces, la referencia a la «interculturalidad» puede ser una buena estrategia para reconstruir los vínculos comunicacionales con esos otros que son más bien llamados a callar. La «interculturalidad», como forma específica de una política de igualdad más amplia, permite cuestionar los actuales privilegios de los que goza el sujeto hegemónico (encarnado en el prototipo del varón adulto, cristiano, blanco, burgués, europeo y heterosexual)[xv].

Sin embargo, apenas podríamos avanzar en dicha dirección si asociamos este proyecto intercultural a la mera «yuxtaposición» de valores, significaciones y prácticas diferentes, relativas a las comunidades implicadas. Lo que está en juego, por el contrario, es la «articulación» de un horizonte de sentido en común, que no se confunde con ningún proceso de simple homogeneización, uniformización identitaria o formación de «consensos racionales» últimos y universales[xvi]. Más que la confluencia espontánea de perspectivas diversas, la condición de dicha articulación es la producción de prácticas comunicacionales simétricas, esto es, la inclusión igualitaria de los otros como participantes tanto en las instituciones públicas -estatales o societales[xvii]- como privadas.

Apenas hace falta decir que nada semejante ocurre en las condiciones del presente[xviii]. En un nivel concreto, conviene detenerse en algunas prácticas sociales que se presentan como interculturales. El ejemplo del campo educativo español es ilustrativo. Por un lado, es innegable que en la última década se han desplegado algunas propuestas relacionadas a una «pedagogía de la interculturalidad»; por otro lado, sin embargo, esas propuestas han sido puestas en marcha sin contar (o sólo contando de modo marginal) con esos otros implicados. El sujeto de la enunciación, por así decirlo, se ha limitado a construir al otro como objeto pedagógico, sin dar lugar a su participación tanto en la elaboración como gestión de esos proyectos educativos. Preguntar si el discurso pedagógico sobre la interculturalidad no termina institucionalizándose como objeto teórico prestigioso entre profesores y académicos progresistas que no muestran la más mínima disposición a poner en cuestión sus privilegios es una tentación casi ineludible. Mientras crean materias, seminarios, postgrados y cátedras sobre diversidad e interculturalidad, los otros brillan por su ausencia como sujetos del discurso. Las ironías al respecto podrían proliferar, pero sería erróneo apresurarse a rechazar esta pedagogía por sus déficits en la práctica. Lo que más bien cabría preguntarse es acerca de los escollos institucionales que taponan la posibilidad de una pedagogía desde lo intercultural. En otras palabras, a esa pedagogía hay que pedirle que se deje leer, en primera instancia, desde sus mismos principios de lectura. No hay que ser excesivamente perspicaz para percibir el auténtico hiato entre esos principios de lectura y las prácticas pedagógicas actuales: en materia de apertura educativa está todo por hacer. Solamente por insistir en la estructura del profesorado: en las instituciones educativas españolas, ¿qué presencia tienen maestros y profesores inmigrantes y refugiados? ¿Qué recuperación institucional se hace de sus experiencias pedagógicas que podrían aportar a la producción de una sociedad intercultural?

Algo similar podría decirse en torno al campo de la «mediación intercultural»: ¿quiénes son los sujetos mediadores en los proyectos municipales y asociativos implementados en territorio español en la última década? Aunque podrían citarse algunas excepciones, cabe preguntarse si las propias agencias públicas de mediación resisten los más elementales exámenes de consistencia: la configuración de servicios, ¿contempla la inclusión de miembros de diferentes culturas como responsables técnicos y políticos de los procesos de mediación? ¿Encarnan esas agencias los valores y principios que alientan en la resolución de conflictos entre sujetos culturalmente diversos? También en este caso nos hallamos presumiblemente ante una práctica profesional que no ha logrado erosionar la clausura institucional en la que se mueve.

Los déficits en este sentido son notables. La opacidad informativa, pero más gravemente la falta de informaciones oficiales sistemáticas, no ayuda a ahondar en un diagnóstico crítico. Como hipótesis de trabajo, podríamos sostener que la exclusión institucional de migrantes y refugiados se extiende y acentúa en otras instituciones públicas, por no mencionar la discriminación neta que se produce en el ámbito privado. Para dimensionar la magnitud de esta problemática habría que preguntar sobre las políticas y acciones que se están implementando a nivel público para garantizar la inclusión institucional de estos sujetos a través de procesos abiertos de acceso. La respuesta es por demás de desalentadora, empezando por los impedimentos legales (aunque no sólo ni principalmente)[xix] que se erigen como diques de contención (de los otros). También podríamos invocar mecanismos de discriminación institucionalizada bajo la forma de leyes de acceso restrictivas, trato desigual, trabas burocráticas y una persistente resistencia cultural al interior de dichas instituciones.

Lo decisivo es que combatir estas prácticas discriminatorias sin transformar la misma institucionalidad resulta imposible. Los discursos sobre la interculturalidad, en ese sentido, suelen quedar en prácticas bienintencionadas de reconocimiento abstracto de las diferencias culturales o, a lo sumo, en una gestión intercultural de conflictos entre particulares. Y, en efecto, seguirán siéndolo mientras no impliquen una política que impida que las diferencias culturales sean institucionalizadas como desigualdad efectiva, incluyendo las asimetrías socioeconómicas e institucionales[xx]. ¿Cómo podría defenderse un proyecto igualitario de ciudadanía sin tener en cuenta como agentes a esa pluralidad de sujetos culturales que, en un momento y espacio determinado, coexisten en una sociedad? Y puesto que esa pluralidad puede dar lugar a antagonismos sociales, ¿podría sostenerse esa exigencia sin la creación de espacios de comunicación y decisión que hagan posible su articulación, esto es, la producción de «puntos nodales» entre dichas diferencias? La transformación de lo multicultural en intercultural, a partir de un trabajo de negociación simbólica entre posiciones diferenciales (virtualmente en conflicto), es incongruente si no da lugar a una política efectiva de igualdad en la toma de decisiones.

En la experiencia de la interculturalidad se juega la ruptura con una versión amable del viejo racismo que sin rechazar al diferente sigue considerándolo como absolutamente otro. Por el contrario, tomando el concepto de «cultura» como proceso social constitutivo[xxi], la cuestión de la interculturalidad se focaliza en la institución de otra sociedad[xxii]. Y si bien los críticos del multiculturalismo a menudo tienden a confundir multiculturalidad con la experiencia de la interculturalidad[xxiii], su distinción conceptual es nítida: la mera coexistencia más o menos segregada de las culturas no se confunde con la apertura crítica ante el otro, esto es, con una forma de afrontar la alteridad desde un horizonte dialógico, plural y reflexivo. Mientras el multiculturalismo –tan propenso al discurso políticamente correcto de la tolerancia[xxiv]- desconoce las jerarquías institucionalizadas entre las culturas, una política interculturalista debería promover la construcción de condiciones igualitarias en una sociedad culturalmente plural.

 


La interculturalidad como proyecto político  

Aunque a menudo se invoca la actual “crisis” sistémica para postergar de forma indefinida estas demandas de inclusión, lo cierto es que esta «clausura institucional» le precede y ni siquiera es exclusiva a España: está ligada, más bien, a sociedades con una “presión migratoria” baja. Lo que resulta alarmante es que dos décadas después de sucesivas olas migratorias de gran magnitud no sólo no se hayan producido cambios favorables al respecto en España sino que, además, hayamos ingresado en un período más regresivo aún. Para volver al planteamiento de Spivak: la imposibilidad de hablar del (inmigrante) subalterno no tiene ninguna relación necesaria con la presente situación de crisis. La clausura institucional con respecto a este tipo de sujetos es una regulación implícita de larga duración y responde más a factores jurídicos, políticos y culturales que a una presunta restricción económica. Está ligada, ante todo, al etnocentrismo y al blindaje que las autoridades coloniales efectúan para preservar un régimen de privilegios. Desconocer la relación entre dicho blindaje y la historia de los estados nacionales sería una ingenuidad. Aunque podríamos intentar concebir un “estado plurinacional” o incluso “posnacional” que de lugar a otros vínculos, en España la política de estado es, por el contrario, reforzar la membrana institucional, judicial y policial que separa el interior del exterior.

Apenas hace falta insistir en que la postergación indefinida de este proyecto de interculturalidad equivale a aplazar la sociedad inclusiva y plural que, en términos retóricos, se ha convertido en una coartada común. El carácter demagógico de esa coartada se hace evidente en la persistencia de estructuras institucionales autocráticas. Puesto que la reestructuración sistémica en curso está incidiendo en una intensificación de actitudes y prácticas xenófobas y racistas[xxv] (por no hablar de una arremetida clasista más vasta), resulta claro que la exclusión institucional de estos sujetos afectados no sólo no revierte esas actitudes y prácticas sino que además las consolida, en este caso, reproduciendo un cierto paternalismo etnocéntrico que supuestamente elige lo mejor para el otro pero sin contar en absoluto con él.

Por mucho que se insista en los «estereotipos» y «prejuicios» en la literatura especializada bienpensante, lo fundamental son las trabas interpuestas a los sujetos inmigrados en el acceso a instancias públicas de participación, comunicación y decisión. Está todavía por investigar de forma sistemática qué lugares institucionales (incluyendo medios de comunicación, partidos políticos, sindicatos, empresas, ONG y asociaciones, instituciones educativas, etc.- se les reserva a estos sujetos “subalternos”. Para formular el problema de otro modo: ¿qué valor tiene la interculturalidad en el proyecto europeo hegemónico?, ¿qué relevancia se le otorga en la gestión pública y privada de las instituciones culturales, económicas y políticas? Y ¿qué espacios de comunicación y decisión se están abriendo a esta ciudadanía plural que no se contenta con ser objeto de políticas culturales “bien intencionadas”?

En síntesis, antes que el mero exotismo del multiculturalismo o la diversidad de las culturas, lo que cabe propiciar –siguiendo a Bhabha- es la construcción de un «Tercer Espacio», como posición de enunciación que permita articular nuevas diferencias culturales: “(...) es el “inter” (el borde cortante de la traducción y negociación, el espacio inter-medio [in-between] el que lleva la carga del sentido de la cultura”[xxvi]. En tanto problemática política, el planteamiento de la «interculturalidad» como práctica traduce exigencias de democratización insatisfechas.

La complejidad de las soluciones es indisimulable, pero eso no es pretexto para dejar de pensar caminos que nos lleven más allá del actual mapa de desigualdad y de aquellas posiciones ideológicas que la legitiman, comenzando por un laxo relativismo cultural que legitima de forma irrestricta las diferencias culturales o de tolerancia multiculturalista que coexiste con ciertas diferencias segregadas sin proponerse la construcción de espacios comunes, abiertos y dialógicos. Ante esta realidad, el énfasis no reside en la coexistencia, en relaciones de mutua indiferencia o de jerarquía en la vida pública, sino en los lazos convivenciales y comunitarios o, si se prefiere, en la producción de un vínculo comunicacional igualitario entre culturas, que nos permita universalizar una «ética de la solidaridad»[xxvii].
 

 

¿Hablar? ¿Para quién?

En estas condiciones, suponiendo que pudiéramos hablar, ¿a quién hacerlo? Es improbable que dichas demandas -formulables quizás en los márgenes de la legitimidad académica e institucional- fueran a ser consideradas por las autoridades (europeas) actuales (a menos que civilizadamente dejemos las piedras). Es claro, entonces, que no hablamos primordialmente para ellos. Tal vez aquellos mismos que quisiéramos que nos escuchen (partiendo de esa constelación de identidades subalternas) no tengan la menor intención de hacerlo. Pero no necesitamos concluir que hablamos para nadie. Eso sería condenar nuestros discursos a la impotencia. Más bien hablamos para los que agencian o podrían agenciar ahí, de forma crítica, en esa comunidad de luchas y demandas de justicia, en ese reconocimiento de los otros como constitutivos de nuestra identidad.

Si es cierto que hablar en el espacio público ya supone un desplazamiento de esa condición subalterna, la oportunidad de hacerlo debería ya interpelarnos para responder ante quienes no pueden hacerlo. Puesto que el acceso al discurso presupone una posición de poder, hablar siempre ya es tomar partido. En consecuencia, somos responsables de esa toma de partido cada vez. Si no desistimos de hablar, pese a todo, es porque asumimos la responsabilidad de participar en la producción de una política crítica del discurso. Un horizonte de izquierda que no cuestione las asimetrías comunicacionales de la actual formación social sería inconsecuente. Tomar parte por los “sin parte”, como diría Rancière, implica plantear como exigencia pública su derecho a hablar. Hablamos para intentar habilitar a otros. Y si, como hemos afirmado, no hablamos en nombre del subalterno, entonces, nuestra tarea política más apremiante es la crítica radical a un régimen restrictivo que distribuye de forma desigual los poderes del discurso público y, mediante esa crítica, dar parte a los que no la tienen.

Lo dicho nos coloca en una posición incómoda. Hablar es ante todo un acto de responsabilidad política ante el otro. Tal vez la principal justificación retroactiva de ese acto sea la voluntad de reconstruir una igualdad negada, haciendo visibles los obstáculos socio-institucionales presentes al momento de producir una interlocución deseable. Del hecho de que el subalterno no pueda hablar (públicamente) en las actuales condiciones no se infiere que no quiera y no pueda hacerlo en otros contextos[xxviii].

Por lo demás, si dichas autoridades coloniales se tomaran el trabajo de escucharnos alguna vez lo harán como resultante de unas luchas colectivas en los que los sin parte han tomado parte. Para atenernos a nuestra reflexión: también los sujetos inmigrantes y refugiados deberían tomar parte en la escena (pública) del discurso. La “cuestión europea” pasa, cada vez más, por el desafío de producir entrecruzamientos simétricos con lo extra-europeo. Conocemos las alternativas históricas habituales: seguir reivindicando un suprematismo ciego, construir “reservas” para los otros (centros de internamiento de extranjeros, campos de refugiados, entidades de caridad, etc.) o conformarse con una Europa fosilizada. La producción represiva de los otros como amenaza cultural y económica, efectuada en la práctica ­(restringirle el paso, policializar su tránsito, taponar su estancia, confinarlo en una economía subcualificada, vedarle el acceso igualitario a las instituciones, erigir obstáculos jurídico-profesionales, dificultar su participación como interlocutores válidos) lo único que puede generar es una salida fascista a los antagonismos sociales. Como he argumentado, propiciar instancias simétricas de comunicación no equivale a suprimir dichos antagonismos sino a darles un cauce emancipatorio.

Si la problemática de la subalternidad no se resuelve de forma exclusiva con una política de la interculturalidad, lo inverso también podría valer: sin esta inclusión intercultural no haríamos más que arrojar al basural de la historia a los otros como subalternos. Una política democrática radical dista, por tanto, de una actitud de mera “tolerancia”. Al menos desde los griegos sabemos que no hay democracia si la ciudadanía no ejerce libremente el derecho a hablar en el espacio público. El “ágora” como instancia deliberativa en la «institución explícita de la sociedad»[xxix], sin embargo, no tendría ningún sentido si los actos de habla fueran puestos a distancia de las diversas instancias de poder que producen formas específicas de sociedad. Por eso tampoco podemos conformarnos con una concepción restrictiva de “ciudadanía” circunscripta al sujeto hegemónico.

Tenemos razones para suponer que en el estado de excepción en que vivimos el Otro no sólo no cuenta sino que, como un espectro, sólo aparece para producir un pánico incontable. Detrás de esa política del miedo, sin embargo, lo que peligra más que nunca es un proyecto de autonomía individual y colectiva que por siglos dio sentido a nuestras luchas intelectuales y políticas. En última instancia, el fascismo que proclama el definitivo adiós a la inmigración es el mismo que clausura ese proyecto de autolegislación vital que se nutre de los intercambios simbólicos con los demás. Puesto que somos en esos otros, su repudio es también nuestra condena. Eso abre las puertas para que en nombre de la “lógica del mal menor” ocurra lo peor: presentar al otro como un peligro que hay que controlar y confinar, cuando no extirpar por todas las vías posibles. En su unilateralismo beligerante, el efecto más notable es el repudio de lo que hay de alteridad en la subalternidad. En esas condiciones, nuestra tarea (interminable) no puede ser otra que luchar, con los medios legítimos que nos damos, contra esos discursos del poder que quieren tapar, en un sentido nada metafórico, nuestras bocas. .
 
Arturo Borra
Texto publicado en Revista de Estudios Culturales "Ecléctica", Nº 3, Abril de 2013

 



[i] BORRA, Arturo: “Operación «borrado»: ¿quién da cuenta del racismo y la xenofobia en España?” en Periódico Rebelión, 29/7/2011, versión electrónica: http://rebelion.org/noticia.php?id=133119.
[ii] La expresión es de BAUMAN, Zygmunt: Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, trad. Pablo Hermida Lazcano, Paidós, Barcelona, 2005.
[iii] Esta denegación masiva de solicitudes no es novedosa. He procurado analizar la situación de los refugiados en BORRA, Arturo: “Más allá de un proyecto de bienestar cercado: refugiados y desplazados en el mundo” en Periódico Rebelión, 26/6/2011, versión electrónica: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=131170.
[iv] Teniendo en cuenta que la tasa de desempleo de extranjeros extracomunitarios supera en más del 12% la tasa de paro de trabajadores nacionales y comunitarios, aproximándose actualmente a la escalofriante barrera del 40%, es sencillo advertir la creciente marginación de estos colectivos no sólo en los mercados laborales locales sino en el acceso a estándares de vida mínimamente satisfactorios (como ocurre, de manera diferencial, con otros sujetos colectivos [BORRA, Arturo: “La discriminación en el mercado laboral español. Crisis capitalista y dualización social”, en Periódico Rebelión, 14/8/2011, versión electrónica: http://rebelion.org/noticia.php?id=133998]). Las consecuencias de esta marginación son parcialmente previsibles: retorno a los países de procedencia en algunos casos, pero también aumento de la pobreza extrema y problemas psicosociales que se derivan de estas nuevas condiciones.  
[v] Remito, para profundizar en esta cuestión, al informe de PAJARES, Miguel: Inmigración y mercado de trabajo. Informe 2010, del Observatorio Permanente de la Inmigración, 2010, en versión electrónica:  http://extranjeros.empleo.gob.es/es/ObservatorioPermanenteInmigracion/Publicaciones/archivos/Inmigracion__Mercado_de_Trabajo_OPI25.pdf
[vi] Si bien en España existen algunas publicaciones periódicas de colectivos inmigrantes específicos, suelen tener como destinatarios principales a miembros de la misma comunidad de pertenencia, lo que explica su alcance minoritario y su falta de notoriedad a nivel colectivo. Por lo demás, las condiciones precarias de producción de estas revistas o boletines informativos –dependientes de forma exclusiva de los reclamos publicitarios- conducen a un tipo de producto comunicacional marcado por la discontinuidad de sus apariciones y excluido de los estándares de calidad atribuidos a la considerada “prensa seria”, lo que no hace sino reforzar su carácter públicamente marginal.
[vii] SPIVAK, Gayatri Chakravorty: “¿Puede hablar el subalterno?” en Revista Colombiana de Antropología, Vol. 30, Enero-diciembre 2003. En otras traducciones, el articulo “el” se feminiza («¿Puede hablar la subalterna?») o se hace general («¿Puede hablar lo subalterno?»).
[viii] GIRALDO, Santiago: “Nota introductoria”, en Revista Colombiana de Antropología, Vol. 30, Enero-diciembre 2003, p. 297. 
[ix] FOUCAULT, Michel: El discurso del poder. Folios, Buenos Aires, 1989. 
[x] BORRA, Arturo: “Más allá del problema del paro: capitalismo y marginación sistémica”, en Periódico Rebelión, 24/3/2012, versión electrónica:  http://rebelion.org/noticia.php?id=146838.
[xi] SAID, Edward: Reflexiones sobre el exilio, trad. Ricardo García, Debates, Barcelona, 2005, p. 179.
[xii] SAID, E.: op.cit., p. 274.  
[xiii] SAID, E.: op.cit. p. 275.
[xiv] La reducción de la dialogía y la heteroglosia a “modas teóricas” al uso, por lo demás, carece de base. Si Said cuestiona el “resultado domesticado” de esa interlocución es porque presupone que podría haber un “resultado” diferente y deseable, producto de un intercambio dialógico y heteroglósico.
[xv] De modo complementario: una política de la interculturalidad no permite resolver desigualdades que no están dadas por la procedencia etnocultural sino por otras dimensiones identitarias (p.e. nuestra condición de clase o género). Asimismo, implica el riesgo de incluir a otros sujetos culturales que, sin embargo, ocupan posiciones sociales dominantes, reproduciendo otras desigualdades concretas mediante una estratagema culturalista. El énfasis unilateral en esta política, por tanto, conduce a la perpetuación de otras asimetrías de poder (como ocurre en ciertas ocasiones con algunas versiones del feminismo). 
[xvi] Para profundizar en la noción de «articulación» remito a LACLAU, Ernesto y MOUFFE, Chantal: Hegemonía y estrategia socialista, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004.
[xvii] Tomo la distinción entre lo “público-estatal” y lo “público-societal” de CASTORIADIS, Cornelius: “La democracia como procedimiento y como régimen”, en Revista Iniciativa Socialista, Nº 38, Febrero de 1996, versión electrónica en http://www.inisoc.org/Castor.htm.
[xviii] Una política inclusiva semejante excluye el mito de una sociedad reconciliada. La lucha política por la igualdad tiene acérrimos antagonistas.
[xix] Invocar lo excepcional (como ocurre con los profesionales extranjeros de la salud en la sanidad española) para desmentir esta participación marginal y subalternizada de las comunidades migradas y refugiadas en el campo institucional es una falacia. En líneas generales, basándonos en datos oficiales aportados por el INEM, poco menos del 80% de estas comunidades está afectada por un régimen general de trabajo marcado por la precariedad, la alta temporalidad, remuneraciones comparativamente inferiores, cargas horarias mayores y acceso a puestos de baja jerarquía (creándose un plus de explotación a la que ya se produce en el actual mercado con respecto a trabajadores locales).
[xx] Algunas de estas reflexiones han sido elaboradas por  GARCÍA CANCLINI, Néstor: Diferentes, desiguales y desconectados. Mapas de la interculturalidad, Gedisa, Madrid, 2008. 
[xxi] Tomo este concepto de WILLIAMS, Raymond: Marxismo y literatura, Península, Barcelona, 2000.
[xxii] Como ha señalado de forma atinada José Luis García (“Interculturalidad” en VVAA: Diccionario de relaciones interculturales. Diversidad y Globalización, Complutense, Madrid. 2007, p. 207): “Los problemas de la interculturalidad, lejos de concretarse en la coexistencia entre sujetos con diferentes mentalidades, habilidades y prácticas, en los problemas interactivos de comunicación o en la educación para magnificar los valores de todas las culturas, se plasman en las consecuencias sociales de los mecanismos existentes en los Estados nacionales para acoger, reconocer, dar derechos y exigir deberes de ciudadanía a los individuos que conviven en su territorio, sin que la naturaleza del origen les discrimine en la vida social”.
[xxiii] Así por ejemplo Grüner, tras una crítica -a mi entender válida- al multiculturalismo, termina repitiendo esta confusión: “(...) la celebración del «multiculturalismo» demasiado a menudo cae, en el mejor de los casos, en la trampa de lo que podríamos llamar el «fetichismo de la diversidad abstracta», que pasa por alto muy concretas (y actuales) relaciones de poder y violencia «intercultural», en las que la «diferencia» o la «hibridez» es la coartada perfecta de la más brutal desigualdad y dominación” (GRÜNER, Eduardo: El fin de las pequeñas historias, Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 22).
[xxiv] La crítica radical a la noción de «tolerancia» multiculturalista como credo liberal/demócrata ha sido efectuada de forma mordaz por Zîzêk (ZÎZÊK, Slavoj: En defensa de la intolerancia, trad. J. Eraso Ceballos y A. Antón Fernández, Sequitur, Madrid, 2009, p. 56): “(…) el multiculturalismo es una forma inconfesada, invertida, auto-referencial de racismo, un «racismo que mantiene las distancias»: «respeta» la identidad del Otro, lo concibe como una comunidad «auténtica» y cerrada en sí misma respecto de la cuál él, el multiculturalista, mantiene una distancia asentada sobre el privilegio de su posición universal”. 
[xxv] Al respecto, tanto el “Informe Raxen” (de Movimiento contra la Intolerancia), el informe “El racismo en el estado español” (de SOS Racismo), y el “Informe de Derechos Humanos” (de Amnistía Internacional) constituyen materiales imprescindibles para disponer de una aproximación diagnóstica sobre racismo y xenofobia en España.
[xxvi] BAHBHA, Hommi: El lugar de la cultura. Manantial, Buenos Aires, 2002, p. 59.
[xxvii] Para este enfoque, remito a EAGLETON, Terry: Los extranjeros. Por una ética de la solidaridad, Paidós, Madrid, 2010.
[xxviii] Aunque no puedo detenerme sobre esta cuestión, es claro que en este camino la educación como formación del sujeto tiene una función política decisiva. 
[xxix] Castoriadis, Cornelius: Los dominios del hombre: la encrucijada del laberinto, Gedisa, Barcelona, 1988.