miércoles, 19 de octubre de 2016

Figuras de lo repudiado: desplazamientos y fascismo contemporáneo


 
 

Pensar la actualidad del fascismo, como una de las posibilidades de la propia modernidad[i], tiene aristas diversas y difíciles, incluyendo el modo de construcción de los vínculos del sujeto hegemónico con respecto a diferentes “otros”, algunos de los cuales ni siquiera cuentan en categorías ya de por sí controvertidas como “colectivos vulnerables”[ii]. La hipótesis de partida no es otra que la continuidad de una realidad histórica que bien podría interpretarse, tal como hace de forma incisiva Méndez Rubio[iii], como una forma renovada de fascismo que afecta no sólo a los refugiados -como una de sus víctimas fundamentales- sino a diferentes sujetos sociales, tanto a aquellos considerados “ciudadanos de segunda mano” (inmigrantes regulares, trabajadores, gitanos, pobres, etc.) como a los que son excluidos de toda ciudadanía. Si los refugiados son los nuevos desaparecidos de principios del siglo XXI, eso no debería hacernos olvidar que en la economía política del sacrificio que rige el capitalismo financiero nadie está a salvo, aun si asumimos que el riesgo no está distribuido de forma azarosa sino según ciertas coordenadas de clase, género, etnia, nacionalidad, edad u orientación sexual.

Para contextualizar mínimamente la situación de algunos de esos “otros” hay que recordar que además de 230 millones de personas inmigradas en el mundo, según ACNUR más de 65 millones de personas son refugiadas y desplazadas, aunque menos de un tercio cuente con protección internacional y sólo una ínfima parte consiga residir de forma legal en territorio europeo, concretamente, apenas el 14% del total[iv]. No se trata de una mera cuestión estadística, sino de millones de vidas que se enfrentan a la inminencia de un peligro nada difuso. Ante ello, los estados europeos ni siquiera han cumplido con sus compromisos ya de por sí irrisorios. Sólo para poner el caso de Siria. Allí no sólo han muerto más de 470.000 civiles sino que se han desplazado fuera del territorio de manera forzosa más de 4.900.000 de personas. Para hacerse una mínima idea de la magnitud del desastre (no tan distinto al que se está produciendo en Yemen, a pesar del apagón informativo[v]): si en 2010 la población siria era de 21.393.000, en 2015 dicha población se redujo a 18.502.413[vi], casi tres millones de personas menos, además de 12 millones de desplazados internos. Un cuadro semejante permite evaluar las respuestas que la Unión Europa está proporcionando frente a un drama colectivo que sólo se puede comparar con la segunda guerra mundial. A pesar de ello, la CE se comprometió a reasentar apenas a unas 160.000 personas (procedentes no sólo de Siria, sino también de países como Eritrea, Somalía, Afganistán o Ucrania, entre otros) durante 2015-2016. Alcanza con comparar este caos organizado con las ayudas ofrecidas por los estados europeos para saber que se trata de soluciones meramente cosméticas ante un problema de alcance imprevisible.

De forma más específica, de las 18000 personas que España se había comprometido a acoger, sólo unas 500 han sido efectivamente reasentadas. Lo mismo ocurre en otros países europeos. La falta absoluta de prioridad por acoger a estos grupos es manifiesta. La conclusión es clara: la CE no sólo no está por la labor de cumplir con el derecho de asilo que ella misma promulgó en la postguerra, sino que además no ha cesado de crear nuevas restricciones legales al momento de dar cabida a este ejército de desheredados que, en una medida significativa, ha contribuido a producir con sus políticas neocoloniales -junto a EEUU, Israel y aliados como Arabia Saudí- tanto en Medio Oriente como en África.

Las consecuencias son múltiples. La primera es que la amplia mayoría de personas desplazadas no accede a ninguna protección internacional, pasando a formar parte de los cientos de miles de inmigrantes en situación irregular que subsisten en la economía sumergida, siempre que no sean confinados por meses en un CIE, recluidos en campos de refugiados, o expulsados a los mismos países donde sus vidas peligran (tal como ocurre con el acuerdo CE/Turquía, que no es otra cosa que una transacción mercantil en la que las “deportaciones colectivas” apenas disimuladas son reintroducidas a cambio de fondos). Tampoco es casual que la llamada “crisis de refugiados” sea renombrada en el acuerdo como “crisis migratoria”: de un golpe mágico, se omite sin más que se trata de personas que se desplazan de manera forzosa de sus hogares.

La segunda consecuencia no es menos drástica: al obstruir los accesos legales a esta masa de desplazados, se crean las condiciones propicias para que las redes de tráfico y trata de personas se instalen como realidades paralelas a los mermados estados de bienestar, incrementando el riesgo de esa otra odisea que es arribar a Europa por vía marítima, en la que cada año mueren miles de personas. Solamente en 2015 fallecieron más de 3700 seres humanos según estimaciones manifiestamente inexactas. Se trata de una “industria” que se nutre de las políticas de control de fronteras cada vez más militarizadas. La política de dejación que la Unión Europea ha asumido no sólo vulnera derechos humanos fundamentales, sino que además tiene el agravante de empujar a esos grupos humanos a una situación de pobreza y exclusión social crónica, entre otras cuestiones, porque de un plumazo los reconvierte en “sin papeles” susceptibles de expulsión y repatriación, privados de todo acceso a la ciudadanía. Si a esa situación sumamos, en el contexto español, la supresión de fondos de integración, la financiación insuficiente de partidas destinadas a los colectivos de inmigrantes o a políticas de codesarrollo y cooperación, el refuerzo de una política de control migratorio, el aumento de la presión contra la inmigración irregular y las fuertes restricciones de su política de asilo, entre otras medidas, el diagnóstico no puede ser más grave: muestra el grado de indiferencia institucionalizada que semejante política de estado plantea con respecto a estos sujetos.

El ejercicio de cinismo se hace visible así en la lamentación del “drama humanitario” por parte de una Unión Europea que no duda en blindarse frente a estos sujetos inermes, desasistiendo a quienes intentan arribar a sus costas o incurriendo en “devoluciones en caliente” presentadas como “rechazo en frontera”. A pesar de las escenas de numerosos naufragios, reiteradas cada año en el Mediterráneo, las autoridades europeas se han limitado a incrementar el presupuesto de agencias como FRONTEX[vii]. Sólo de forma reciente, tras numerosas críticas por parte de organismos de derechos humanos y asociaciones de ayuda a inmigrantes y refugiados, la CE ha creado la nueva Guardia Europea de Costas y Fronteras que tiene como función, además de custodiar las fronteras, participar en acciones de salvamento y rescate[viii].

No es muy difícil comprender lo que esto significa. Se trata de “salvar las formas” ante el naufragio radical de un proyecto europeo inclusivo y democrático. Literalmente, estas decenas de miles de seres humanos en riesgo apenas cuentan para los poderes hegemónicos como no sea, en el mejor de los casos, en tanto mano de obra barata o, en el peor, como amenaza para su seguridad. En síntesis, la creciente hostilidad de los estados europeos hacia estos colectivos específicos (consolidada por la fábrica de estereotipos que se producen y reproducen en los medios de comunicación) contradice de forma manifiesta su presunta defensa incondicional y universal de los derechos humanos. Tanto “inmigrantes” como “refugiados” están sometidos a una categorización jerárquica, en la que los eslabones inferiores son blanco de una vigilancia policial permanente (basada en perfiles étnicos), además de ser convertidos de forma regular en objeto de sobreexplotación laboral (tal como ocurre, por ejemplo, en el sector agrícola o en el sector doméstico).

En nuestras sociedades de control la presión es extensa y desigual. Como dice Benjamin en sus “Tesis sobre filosofía de la historia”: “La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos”[ix]. Bien podría decirse aquí que lo que es cierto para las clases oprimidas lo es en un grado mayor para aquellos que son tratados como “parias”. Si esto es cierto, no estamos tan lejos como quisiéramos de un «núcleo totalitario» que suspende el derecho en el corazón de las llamadas “democracias parlamentarias” y que nos obliga a cuestionar la vigencia práctica del “estado de derecho” y otras ficciones similares. La institucionalización del racismo y la xenofobia, articulados al carácter intrínsecamente clasista del capitalismo, nos instala en un orden «globalitario», por recuperar los términos de Ramonet, producto no de un azar histórico sino de una rutina burocrática en la que la especialización de las funciones impide tener que hacerse cargo de consecuencias globales desastrosas.

La realidad-límite de los refugiados muestra, entonces, no el fracaso de los organismos internacionales o de los estados europeos, sino los objetivos de fondo que estas instituciones gubernamentales se han planteado; en particular, tratar a estos grupos como un “excedente” que debe ser gestionado como si se trataran de “desechos humanos” a reciclar. Incluso de forma previa a la crisis sistémica de 2008, el proyecto político dominante en Europa no ha sido otro que el de un bienestar cercado, rodeado de muros blancos, sostenido sobre unas periferias tanto internas como externas. Dicho de otra manera, nuestras sociedades opulentas, como dispara Bauman, crecen bajo la sombra de miles de “vidas desperdiciadas”[x].

La cuestión tampoco se agota ahí. Nada de esto sería posible sin los discursos y prácticas de segregación que se han propagado de forma alarmante en los últimos años, a pesar de algunas oleadas efímeras de solidaridad, que explican esta engañosa “pasividad” de la CE. Hay buenas razones para pensar que la legitimación de esta política de reciclaje y descarte proviene de la apelación continua a una estrategia del miedo en la que estos otros concretos aparecen no sólo como potencial amenaza laboral sino también como un potencial enemigo y como un riesgo a mi identidad cultural. Cuando estos sujetos vulnerados son inculpados de forma sistemática del deterioro de las condiciones mayoritarias de vida, es previsible que una parte significativa de la población autóctona –comenzando por aquella más afectada por el desempleo y la pobreza- sea más propensa al racismo y la xenofobia. De hecho, la demagogia política que capta millones de votos agitando el miedo a los bárbaros y el negocio millonario del miedo parte, precisamente, de esta constatación. Sería miope negar que, tras los discursos de la inseguridad y la mercantilización de sus presuntas soluciones, subyace una percepción social relativamente generalizada de un “descontrol” o “desequilibrio” en la gestión de los flujos migratorios y, correlativamente, un reclamo de restauración del “orden”.

Por eso hay que insistir con la pregunta sobre el alcance real que está adquiriendo el racismo y la xenofobia en las sociedades europeas. La respuesta no es fácil de elaborar, ante todo, porque no existe a nivel local ninguna publicación de datos estadísticos oficiales relativos a denuncias y procesos penales de delitos racistas en territorio español. Se trata de una operación de borrado o de una invisibilidad estadística de por sí sintomática. Sólo a partir de fuentes no ministeriales[xi] podemos trazar un diagnóstico de partida que incluya, además de delitos de odio, otro tipo de prácticas discriminatorias, como es el trato desigual, la negación de derechos, la inclusión subordinada en mercados laborales precarios o las redadas policiales racistas. Aunque no puedo desarrollar este punto, hay indicios suficientes para sostener que la discriminación de estos otros vulnerados está naturalizada en un grado alarmante[xii]. Ni siquiera los informes de la Red Europea de Información sobre Racismo y Xenofobia (RAXEN) captan la magnitud del problema. En total, dicha red contabiliza unos 4000 casos discriminatorios cada año, sin contar con los casos de violencia de género o de feminicidio: si medio millar de incidentes están relacionados con agresiones racistas y xenófobas, los demás incidentes son padecidos por personas sin hogar, personas con diferentes orientaciones sexuales o minorías étnicas y religiosas. Si bien semejantes datos ya son alarmantes, lo cierto es que la realidad efectiva es bastante más grave, por empezar porque la mayor parte de las agresiones (aproximadamente entre el 80%y 90%) no se denuncian por miedo a represalias o desconfianza a las autoridades. Eso significa que en España, cada día, entre 10 y 90 personas sufren una agresión física o verbal por motivos de etnia, religión, orientación sexual o situación económica.

A eso, sin embargo, hay que sumar formas de discriminación más sutiles, no necesariamente delictivas. Sin entrar en detalles, los propios informes de OBERATXE permiten constatar que es la propia sociedad civil quien, de forma dominante, reclama un trato privilegiado con respecto a esos otros que no percibe como semejantes. No se trata sólo de la constatación de un imaginario eurocéntrico o de la expansión de una ideología del desprecio, sino de una práctica sistemática que condena a diversos otros a espacios subalternos, sea a partir del confinamiento laboral, la marginación institucional o el ostracismo cultural. Una lectura crítica del presente, por tanto, no se agota en una dimensión político-estatal o jurídico-policial. Tiene que abordar otras dimensiones de análisis, partiendo de las prácticas económicas, sociales y culturales en las que participan estos sujetos colectivos, reguladas por diferentes instituciones públicas y privadas (administración pública, medios de comunicación, mercado laboral, sistema de enseñanza formal, acceso a la vivienda y al sistema sanitario, etc.).

Dicho lo cual, las graves desigualdades que se están planteando en la actualidad permiten cuestionar la complacencia oficial al momento de interpretar nuestras sociedades. Sería un error, con todo, suponer que la discriminación opera de forma indiscriminada. Antes que un rechazo general a los inmigrantes, las políticas europeas han optado por mecanismos selectivos (p.e. la tarjeta azul, la adquisición de viviendas o la libre circulación de comunitarios) que permiten discriminar categorías de sujetos, según sus niveles de renta, su nivel de cualificación o su pertenencia etnocultural. La resultante no es otra que la priorización de ciertos movimientos migratorios acordes a las necesidades instrumentales de mano de obra o de capital y aquellas que son consideradas prescindibles o indeseables. Aunque a menudo los estados europeos son comparados a un gigantesco dispositivo policial, ello no niega que también se asemejen a grandes empresas de trabajo temporal, tal como es caso de Alemania, quien en 2015 recibió a cientos de miles de personas con niveles medios y altos de cualificación a coste cero, presionando a la baja los salarios de las clases trabajadoras locales.

La resultante de esta combinación explosiva de crisis económica, cultura hegemónica y políticas de estado neoconservadoras es doble: la producción de un proletariado periférico que atiende -con derechos mermados- las demandas fluctuantes del sistema productivo y la producción de parias que son considerados técnicamente prescindibles, expulsados tanto de la producción como del consumo. Dicho de forma brutal: el capitalismo, en esta fase, produce un «sobrante» estructural de seres humanos que ni siquiera cuentan como “ejército de reserva” y que son condenados a la marginación social e institucional, a la vigilancia y el confinamiento e incluso a la muerte por abandono.

No se trata, sin embargo, de ninguna fatalidad. Por el contrario, es efecto de una racionalidad instrumental que opera a partir de una política de reciclaje y descarte de cientos de miles de seres humanos, incluyendo una parte de la población nacional pauperizada. Quizás por eso la tesis acerca de la actualidad del fascismo no sólo resulte plausible sino básica para comprender las condiciones del presente. Puede que no seamos suficientemente conscientes de lo que supone construir el planeta como una descontrolada fábrica de residuos, sobre todo porque los antecedentes que conocemos son demasiado horrorosos como para poder asimilarlos. Desde una perspectiva sistémica, lo que cuenta no es ya la existencia misma de esas vidas sino su gestión como sobrante. Si por un lado la falta total de reciclaje conduce a riesgos más o menos imprevisibles (terrorismo, criminalidad, etc.), la inversión que supone el reciclaje, en la actual ecuación basada en el rendimiento, no puede ser más elevada que el costo de desecharlos completamente. Si el límite de la social-democracia europea era la indigencia (reciclar para evitar la pobreza extrema dentro de las fronteras nacionales), el neoconservadurismo –y su utopía de desregulación económica y control policial- no parece tener otro límite que no sea la necesidad de gestionar el riesgo, esto es, de regular la aparición de la “amenaza terrorista”, el incremento de la “delincuencia” y la irrupción de “movimientos sociales” con potencial subversivo (identificados, en última instancia, como una variante local del terrorismo global[xiii]).

La constitución del capitalismo en una máquina biopolítica fascista cada día margina flujos humanos, apelando en ciertas zonas francas a mecanismos selectivos como la criminalización, el asesinato, la guerra no convencional o la propagación de hambrunas y enfermedades endémicas. La contracara del ultraliberalismo del capital –que circula de forma irrestricta a nivel mundial- no es otra que esta forma de totalitarismo que asfixia a sus víctimas sin ensuciar en exceso sus manos invisibles. Quizás por ello haya que insistir en las diferentes modulaciones de esta máquina: su fascismo tiene intensidades variables según contextos geopolíticos diversos e incluso según los colectivos de los que se trate.

En este punto, más que definir el fascismo por su objeto, quizás se trate de conceptualizarlo como un conjunto de operaciones represivas con respecto al Otro y a nuestra propia alteridad. Hay que recordar que una de las primeras medidas que el nacionalsocialismo tomó con respecto a los judíos fue retirarles la nacionalidad alemana. No es ningún azar: una medida así puede interpretarse como el comienzo de un proceso de separación donde el otro es puesto a una distancia radical, primero como extranjero, luego como no-humano. Semejante extrañamiento del otro como otro es parte del proceso de cosificación que no sólo obstruye toda empatía, sino que además prepara las condiciones subjetivas para su eliminación. La indiferencia actual ante su suerte muestra que nuestra época de grandes conquistas técnicas es también el tiempo de una ignominia ético-política generalizada. Debemos a un superviviente judío, Primo Levi, el señalamiento de que los campos de concentración nazis introdujeron en nosotros “la vergüenza de ser hombres”. No porque todos seamos responsables del nazismo o porque todos seamos unos asesinos, sino porque hemos sido manchados, por no haber podido ni sabido impedirlo. Tal vez sea esa vergüenza la que quizás nos impulse a combatir el fascismo en nuestros corazones y seguir apostando por otras formas de sociedad.

Arturo Borra


[i] Ver al respecto Bauman, S. (2010): Modernidad y holocausto, Sequitur, Madrid.
[ii]Una categoría semejante confina la “vulnerabilidad” a unos grupos determinados, como si no fuera en primer lugar una cuestión de clase, transversal a otras dimensiones identitarias. Así, ¿no habría que apresurarse a señalar, en el contexto europeo, que amplias franjas sociales empobrecidas también son sistemáticamente vulneradas -incluso si disponen de un empleo (más o menos precario y temporal)-?
[iii] Méndez Rubio, A. (2015): Fascismo de baja intensidad, La Vorágine, Santander.
[iv] Puede consultarse el informe de Acnur (2015), “Tendencias Globales”, http://www.acnur.org/fileadmin/scripts/doc.php?file=fileadmin/Documentos/Publicaciones/2016/10627.
[v] En la actualidad, la masacre que lidera la coalición entre EEUU y Arabia Saudí ha provocado el desplazamiento interno de más de 1.400.000 yemeníes (http://blogs.publico.es/puntoyseguido/3550/eeuu-y-arabia-saudi-provocan-en-yemen-la-mayor-crisis-humanitaria-del-mundo/)
[ix]Benjamin, W. (1987): Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Taurus, Madrid.
[x]Bauman, S. (2008): Vidas desperdiciadas, Debate, España.
[xi] Entre esas fuentes hay que tomar en consideración los informes anuales elaborados por el Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia, dependiente de la Dirección General de Integración de los Inmigrantes y los informes elaborados por diferentes entidades sociales: entre algunos otros, el “Informe Raxen” (de Movimiento contra la Intolerancia), el informe “El racismo en el estado español” (de SOS Racismo), y el “Informe de Derechos Humanos” (de Amnistía Internacional).
[xii]No deja de ser sintomática la ausencia de un Plan nacional de lucha contra el racismo, la xenofobia y otras formas de discriminación (tanto en sus formas espontáneas como en sus modalidades institucionales), por no hablar de la carencia o escasez de políticas transversales de interculturalidad en las instituciones públicas y privadas o la transformación del sistema judicial para que las agresiones racistas dejen de ser juzgadas mayoritariamente como delitos comunes.
[xiii] La invocación del “terror” consolida una política de seguridad ligada a un proyecto de control extendido. La “amenaza global del terrorismo” no debería impedirnos reconocer que también los propios estados occidentales son productores de este tipo de amenazas.

lunes, 3 de octubre de 2016

La hora de la economía colaborativa -Ignacio Ramonet

 
La economía colaborativa es un modelo económico basado en el intercambio y la puesta en común de bienes y servicios mediante el uso de plataformas digitales. Se inspira en las utopías del compartir y de valores no mercantiles como la ayuda mutua o la convivialidad, y también del espíritu de gratuidad, mito fundador de Internet. Su idea principal es: “lo mío es tuyo” (1), o sea compartir en vez de poseer. Y el concepto básico es el trueque. Se trata de conectar, por vía digital, a gente que busca “algo” con gente que lo ofrece. Las empresas más conocidas de ese sector son: Netflix, Uber, Airbnb, Blabacar, etc. Treinta años después de la expansión masiva de la Web, los hábitos de consumo han cambiado. Se impone la idea de que la opción más inteligente hoy es usar algo en común, y no forzosamente comprarlo. Eso significa ir abandonando poco a poco una economía basada en la sumisión de los consumidores y en el antagonismo o la competición entre los productores, y pasar a una economía que estimula la colaboración y el intercambio entre los usuarios de un bien o de un servicio. Todo esto plantea una verdadera revolución en el seno del capitalismo que está operando, ante nuestros ojos, una nueva mutación.
 
Imaginemos que, un domingo, usted decide realizar un trabajo casero de reparación. Debe perforar varios agujeros en una pared. Y resulta que no posee un taladrador. ¿Salir a comprar uno un día festivo? Complicado… ¿Qué hacer? Lo que usted ignora es que, a escasos metros de su casa, viven varias personas dispuestas a ayudarle. No saberlo es como si no existieran. Entonces, ¿por qué no disponer de una plataforma digital que le informe de ello… que le diga que ahí, muy cerca, vive un vecino dispuesto a asistirlo y, al vecino, que una persona necesita su ayuda y que está dispuesta a pagar algo por esa ayuda? (2).
 
Tal es la base de la economía colaborativa y del consumo colaborativo. Usted se ahorra la compra de un taladrador que quizás no vuelva a usar jamás y el vecino se gana unos euros que le ayudan a terminar el mes. Gana también el planeta porque no hará falta fabricar (con lo que eso conlleva de contaminación del medio ambiente) tantas herramientas individuales que apenas usamos, cuando podemos compartirlas. En Estados Unidos, por ejemplo, hay unos 80 millones de taladradores cuyo uso medio, en toda la vida de la herramienta, es de apenas 13 minutos… Se reduce el consumismo. Se crea un entorno más sostenible. Y se evita un despilfarro porque, lo que de verdad necesitamos, es el agujero, no el taladrador…

 
En un movimiento irresistible, miles de plataformas digitales de intercambio de productos y servicios se están expandiendo a toda velocidad (3). La cantidad de bienes y servicios que pueden imaginarse mediante plataformas online, ya sean de pago o gratuitas (como Wikipedia), es literalmente infinita. Solo en España hay más de cuatrocientas plataformas que operan en diferentes categorías (4). Y el 53% de los españoles declaran estar dispuestos a compartir o alquilar bienes en un contexto de consumo colaborativo.
 
 
A nivel planetario, la economía colaborativa crece actualmente entre el 15% y el 17% al año. Con algunos ejemplos de crecimiento absolutamente espectaculares. Por ejemplo Uber, la aplicación digital que conecta a pasajeros con conductores, en solo cinco años de existencia ya vale 68.000 millones de dólares y opera en 132 países. Por su parte, Airbnb, la plataforma online de alojamientos para particulares surgida en 2008 y que ya ha encontrado cama a más 40 millones de viajeros, vale hoy en Bolsa (sin ser propietaria de ni una sola habitación) más de 30.000 millones de dólares (5).
 
 
El éxito de estos modelos de economía colaborativa plantea un desafío abierto a las empresas tradicionales. En Europa, Uber y Airbnb han chocado de frente contra el mundo del taxi y de la hostelería respectivamente, que les acusan de competencia desleal. Pero nada podrá parar un cambio que, en gran medida, es la consecuencia de la crisis del 2008 y del empobrecimiento general de la sociedad. Es un camino sin retorno. Ahora la gente desea consumir a menor precio, y también disponer de otras fuentes de ingresos inconcebibles antes de Internet. Con el consumo colaborativo crece, asimismo, el sentimiento de ser menos pasivo, más dueño del juego. Y la posibilidad de la reversibilidad, de la alternancia de funciones, poder pasar de consumidor a vendedor o alquilador, y viceversa. Lo que algunos llaman “prosumidor”, una síntesis de productor y consumidor (6).
 
 
Otro rasgo fundamental que está cambiando –y que fue nada menos que la base de la sociedad de consumo–, es el sentido de la propiedad, el deseo de posesión. Adquirir, comprar, tener, poseer eran los verbos que mejor traducían la ambición esencial de una época en la que el tener definía al ser. Acumular “cosas” (7) (viviendas, coches, neveras, televisores, muebles, ropa, relojes, cuadros, teléfonos, etc.) constituía la principal razón de la existencia. Parecía que, desde el alba de los tiempos, el sentido materialista de posesión era inherente al ser humano. Recordemos que George W. Bush ganó las elecciones presidenciales en Estados Unidos, en 2004, prometiendo una “sociedad de propietarios” y repitiendo: “Cuantos más propietarios haya en nuestro país, más vitalidad económica habrá en nuestro país”.
 
 
Se equivocó doblemente. Primero porque la crisis del 2008 destrozó esa idea que había empujado a las familias a ser propietarias, y a los bancos –embriagados por la especulación inmobiliaria–, a prestar (las célebres subprimes) sin la mínima precaución. Así estalló todo. Quebraron los bancos hipotecarios y hasta el propio Lehman Brothers, uno de los establecimientos financieros aparentemente más sólidos del mundo… Y segundo, porque, discretamente, nuevos actores nacidos de Internet empezaron a dinamitar el orden económico establecido. Por ejemplo: Napster, una plataforma para compartir música que iba a provocar, en muy poco tiempo, el derrumbe de toda la industria musical y la quiebra de los megagrupos multinacionales que dominaban el sector. E igual iba a pasar con la prensa, los operadores turísticos, el sector hotelero, el mundo del libro y la edición, la venta por correspondencia, el cine, la industria del motor, el mundo financiero y hasta la enseñanza universitaria con el auge de los MOOC (Masive Open Online Courses o cursos online gratuitos) (8).
 
 
En un momento como el actual, de fuerte desconfianza hacia el modelo neoliberal y hacia las elites políticas, financieras y bancarias, la economía colaborativa aporta además respuestas a los ciudadanos en busca de sentido y de ética responsable. Exalta valores de ayuda mutua y ganas de compartir. Criterios todos que, en otros momentos, fueron argamasa de utopías comunitarias y de idealismos socialistas. Pero que son hoy –que nadie se equivoque– el nuevo rostro de un capitalismo mutante deseoso de alejarse del salvajismo despiadado de su reciente periodo ultraliberal.
 
 
En este amanecer de la economía colaborativa, las perspectivas de éxito son inauditas porque, en muchos casos, ya no se necesitan las indispensables palancas del aporte de capital inicial y de búsqueda de inversores. Hemos visto cómo Airbnb, por ejemplo, gana una millonada a partir de alojamientos que ni siquiera son de su propiedad.
 
 
En cuanto al empleo, en una sociedad caracterizada por la precariedad y el trabajo basura, cada ciudadano puede ahora, utilizando su ordenador o simplemente su teléfono inteligente, proveer bienes y servicios sin depender de un empleador. Su función sería –además de compartir, intercambiar, alquilar, prestar o regalar– la de un intermediario. Cosa nada nueva en la economía: ha existido desde el inicio del capitalismo. La diferencia reside ahora en la tremenda eficiencia con la que –mediante poderosos algoritmos que, casi instantáneamente, calculan ofertas, demandas, flujos y volúmenes–, las nuevas tecnologías analizan y definen los ciclos de oferta-demanda.
 
 
Por otra parte, en un contexto en el que el cambio climático se ha convertido en la amenaza principal para la supervivencia de la humanidad, los ciudadanos no desconocen los peligros ecológicos inherentes al modelo de hiperproducción y de hiperconsumo globalizado. Ahí también, la economía colaborativa ofrece soluciones menos agresivas para el planeta.
 
 
¿Podrá cambiar el mundo? ¿Puede transformar el capitalismo? Muchos indicios nos conducen a pensar, junto con el ensayista estadounidense Jeremy Rifkin (9), que estamos asistiendo al ocaso de la 2ª revolución industrial, basada en el uso masivo de energías fósiles y en unas telecomunicaciones centralizadas. Y vemos la emergencia de una economía colaborativa que obliga, como ya dijimos, al sistema capitalista a mutar. Por el momento coexisten las dos ramas: una economía de mercado depredadora dominada por un sistema financiero brutal, y una economía del compartir, basada en las interacciones entre las personas y en el intercambio de bienes y servicios casi gratuitos… Aunque la dinámica está decididamente a favor de esta última.
 
 
Quedan muchas tareas pendientes: garantizar y mejorar los derechos de los e-trabajadores; regular el pago de tasas e impuestos de las nuevas plataformas; evitar la expansión de la economía sumergida… Pero el avance de esta nueva economía y la explosión de un nuevo modo de consumir parecen imparables. En todo caso, revelan el anhelo de una sociedad exasperada por los estragos del capitalismo salvaje. Y que aspira de nuevo, como lo reclamaba el poeta Rimbaud, a cambiar la vida.
 
 
 
NOTAS:
(1) Léase Rachel Botsman y Roo Rogers: What’s Mine is Yours: The Rise of Collaborative Consumption, Harper Collins, Nueva York, 2010.
(2) En España, existen varias plataformas dedicadas a eso, por ejemplo: Etruekko (http:// etruekko.com/) y Alkiloo (http://www.alkiloo.com/).
(3) Consúltese: www.consumocolaborativo.com
(4) El diario online El Referente, en su edición del 25 de octubre de 2015, ha recogido las principales start-ups dedicadas a los viajes, la cultura y el ocio, la alimentación, el transporte y el parking, la mensajería, las redes profesionales, el intercambio y alquiler de productos y servicios, los gastos compartidos, los bancos de tiempo, la tecnología e Internet, la financiación alternativa y fintech, la moda, los deportes, la educación, la infancia, el alquiler de espacios, los pisos compartidos y otras plataformas de interés. http://www.elreferente.es/tecnologicos/directorio-plataformas-economia-colaborativa-espana-28955
(5) Airbnb ya vale más que Hilton, el primer grupo de hostelería del mundo. Y más que la suma de los dos otros grandes grupos mundiales Hyatt y Marriot. Con dos millones de alojamientos en 191 países, Airbnb se coloca por delante de todos sus competidores en capacidad de alojamiento a escala planetaria. Airbnb cobra el 3% del precio de la transacción al propietario y entre el 6% y el 12% al inquilino.
(6) El concepto de prosumidor aparece por vez primera en el ensayo de Alvin Toffler, La Tercera Ola (Plaza&Janés, Barcelona, 1980), que define como tal a las personas que son, al mismo tiempo, productores y consumidores.
(7) Las Cosas (Les Choses, 1965) es una novela del autor francés Georges Perec. La primera edición en español (trad. de Jesús López Pacheco), fue publicada en 1967 por Seix Barral. En 1992, Anagrama la reeditó con la traducción de Josep Escué. Es una crítica de la sociedad de consumo y de la trivialidad de los deseos fomentados por la publicidad.
(8) Desde hace dos años, unos seis millones de estudiantes se han puesto a seguir gratuitamente cursos online, difundidos por las mejores universidades del mundo. http://aretio.hypotheses.org/1694
(9) Jeremy Rifkin, La sociedad de coste marginal cero: El Internet de las cosas, el procomún

lunes, 1 de agosto de 2016

Entrevista a David Harvey, geógrafo inglés: “Para erradicar las distinciones de clase hay que reorganizar la ciudad”, por Simón Espinosa

 
 
 
¿Por qué la geografía tomó un rol protagónico en la crítica al modelo económico y social?

 
Ocurre que hoy en día muchas ciudades del mundo están desarrollando comunidades aisladas, limitando espacios y paisajes en función de las clases sociales, con un ímpetu muy difícil de contrarrestar. El estudio de la producción de espacios, entonces, es un prisma de observación para entender cómo se están segregando las clases sociales entre sí.

¿Y por qué la crítica a esa segregación urbana se transforma en una crítica al capitalismo como tal?

Porque la estructura de la ciudad es el producto de la dinámica capitalista. Parte del problema proviene de la acumulación de capital en las ciudades, que funcionan como fuentes de producción de dinero. Esa enorme acumulación de capital, como necesita rentabilizarse, se vuelca hacia inversiones en la producción de espacios urbanos, la construcción de condominios y de estructuras de gran escala, que luego, a su vez, se transforman en la estructura de clases, en la forma que toman las ciudades. Construir en la ciudad es un negocio muy rentable, pero el tipo de construcción más rentable está destinado a los estratos socioeconómicos altos. Entonces se construyen condominios exclusivos para la gente rica, y simultáneamente se reduce la inversión en viviendas asequibles a la población pobre.

 ¿Y esa dinámica está determinando nuestros modelos de convivencia?

 
Claro, por la forma que toma la segregación espacial. Por ejemplo, hace poco estuve en Guayaquil, Ecuador. Ahí hay un área de la ciudad donde, a los costados de un gran camino principal, solo existen comunidades privadas. No puedes salir del camino principal para entrar a esas comunidades sin un permiso residencial. Entonces te preguntas qué tipo de mundo se construye allí, en que la experiencia urbana de las personas queda secuestrada tras estos muros, tienen un contacto casi nulo con personas de otras clases sociales. Por lo tanto es un hecho que la concentración de capital se transforma en una barrera para el desarrollo urbano, es decir, se opone a lo que debería ser una ciudad. No necesitamos ciudades que generen dinero, sino ciudades que sean buenas para vivir. Y ese objetivo no es necesariamente compatible con la acumulación de capital.
 
¿La segregación espacial es una causa de la pobreza, o simplemente su consecuencia?

Si miras cuidadosamente, los barrios segregados suelen tener problemas de acceso a los colegios, los servicios de salud son pésimos, el sistema de recolección de basura no funciona bien y la gente vive en un entorno urbano desastroso; hay mucha cesantía y una de las pocas maneras de ganar dinero es entrando al negocio de la droga. Entonces lo que ocurre ahí es que el modelo de pobreza se replica por la segregación de esta comunidad en una zona de la ciudad donde las oportunidades para surgir son muy restringidas, porque no hay servicios adecuados.
 
Este enfoque territorial, ¿le abre una nueva perspectiva de acción al marxismo?
 
El marxismo es una metodología de estudio con la que se puede mirar los procesos sociales, no es una ideología. Y articular un nuevo enfoque territorial para el marxismo es mostrar como la reproducción de las clases sociales, de la segregación, de la discriminación étnica, son parte de la manera en que la ciudad está organizada. Cómo la vida diaria de los diferentes grupos de personas está ocurriendo en circunstancias radicalmente distintas. Si muestras eso, estás diciendo que para erradicar las distinciones de clase y superar la segregación hay que reorganizar la ciudad desde líneas más democráticas.

Y desde esa lectura marxista de lo urbano, ¿cómo se define o se identifica al “proletariado” en el contexto actual?
 
El proletariado se organizó tradicionalmente en barrios de clase obrera y desde ahí generó redes políticas muy fuertes, porque hay formas de solidaridad que permiten construir bases para el activismo político. Pero es cierto que esa organización tradicional se ha transformado por el cambio en la estructura del empleo, que ha destruido la noción de lo que es el proletariado. Hoy no está claro qué significa.

¿Cómo crees que ha influido la construcción de viviendas sociales en las condiciones de vida de esa clase obrera? 

La tendencia a la construcción de viviendas sociales ha disminuido.

En Chile se construyen a gran escala.

Sí, pero la definición original de “vivienda social” apuntaba a la integración de clases. Alguna vez el Estado se encargó de la construcción de viviendas para la clase obrera integradas al desarrollo urbano. Hoy esas personas han sido recluidas y dejadas fuera de las ciudades, lo que está ocurriendo de manera global. Eso es una grave crisis social y punto. Y que las sociedades no estén enfrentando ese fenómeno, probablemente se transformará en una gran fuente de descontento social.

¿Pero qué debe hacer el Estado, frente a la demanda por viviendas de la población, si construir viviendas sociales en la periferia es más barato y más rápido?

Se ha vuelto extremadamente difícil encontrar locaciones adecuadas para la gente, cerca de las fuentes de empleo. Porque la clase social terrateniente, los dueños de inmobiliarias, están enfocados en maximizar la renta, por lo tanto los precios dentro de las ciudades han ido creciendo y es imposible introducir ahí viviendas sociales, generándose nuevamente una estructura de segregación social.

 
Imaginar nuevos mapas

En tu libro El Derecho a la Ciudad dices que el capital le ha quitado a la gente ese derecho. ¿Pero alguna vez tuvieron ese “derecho a la ciudad” las clases bajas?
 
Hubo épocas en que tuvieron más derecho a la ciudad que ahora. Estamos viendo toda clase de disturbios urbanos producto de la falta de ese derecho. En Brasil la gente salió a las calles porque el dinero se estaba usando para construir estadios de fútbol y no en educación ni salud, lo que realmente necesitan. Lo mismo está ocurriendo en Turquía, son movimientos de las ciudades que expresan la rabia popular y la frustración que produce la mala calidad de vida. Y en la medida que los poderes políticos sigan sin escuchar esas demandas, seguiremos viendo más disturbios y manifestaciones. Ustedes en Chile tuvieron una buena cuota de protestas recientemente.

¿Pero cómo se puede lograr, en los hechos, una reorganización del modelo de ciudad?

 No se puede lograr sin movimientos sociales fuertes, que estén enfocados en deconstruir el mundo que los rodea y proponer una idea nueva, la construcción de un mundo sin distinciones de clase ni discriminaciones raciales. Las ciudades son construcciones humanas, tal como se propone una forma, puede proponerse otra, el problema es que hay privilegios de clase que bloquean esos esfuerzos. Es la manera en que se organiza el poder del capital, que les ha quitado a las personas su derecho a la ciudad. Pero mientras más evidente es ese fenómeno, más fuertes han sido las protestas y los disturbios, pues se torna intolerable.

 ¿Cómo entiendes hoy día la lucha de clases?

Sabemos que, globalmente, unas pocas miles de personas controlan el mundo. Individuos que están en posición de dictar pautas a los gobiernos, de poseer medios de comunicación e instituciones financieras. Eso deriva en una concentración inmensa de poder de clases. En Estados Unidos existe una especie de corrupción legal de los procesos políticos por parte del poder de grandes capitales y necesitamos lidiar con eso, luchar contra eso. Luchar contra el hecho de que no haya límites para las contribuciones a las campañas políticas, lo que permite a unos pocos individuos, simplemente por su dinero, dictar no solo políticas locales sino a nivel global. No podemos tomar cartas en asuntos como el cambio climático porque unos pocos individuos no creen en él o no les interesa, y ellos son los dueños de la toma de decisiones en el Congreso.

¿Y cómo se actualiza, desde ese análisis, el concepto de “revolución”?

Creo que sería un error entender una revolución como un proceso violento. Yo prefiero entenderlo como un proceso de transformación, basado en movimientos sociales orientados a reconfigurar la vida urbana. Ha habido movimientos con ese objetivo en el pasado. Estados Unidos vivía en los años 60 una segregación racial muy intensa y hubo un gran movimiento para contrarrestarla, la mayoría de la gente estuvo de acuerdo con que debía hacerse algo. Y aunque sigue habiendo segregación racial, creo que los grupos afectados dirían que están mejor ahora que antes. Desde esa perspectiva, lo que ocurrió fue precisamente una revolución urbana, un movimiento activo por los derechos civiles que desafió una institucionalidad que fomentaba la segregación y que consiguió la integración urbana de muchas comunidades afroamericanas, tanto en la vida social como económica.

 
¿No suele ocurrir que las propuestas alternativas de políticas urbanas parten desde escenarios demasiados utópicos y por eso no pueden competir en el debate público?

Creo que un poco de pensamiento utópico es algo positivo. Debemos poder imaginar cómo se vería un mundo mejor, desde ahí se puede participar en actividades políticas que persigan esos ideales. De otra forma, ¿qué podemos hacer? Nos sentamos y decimos que nada es posible, ante la falta de imaginación y de voluntad política. Siempre ha sido la imaginación la herramienta para moldear el mundo, para pensar nuevas arquitecturas, nuevos espacios. Un poco de pensamiento utópico dentro de esa tónica es inevitable y muy sano.

¿Cuáles son tus pensamientos utópicos?

Por ejemplo, me gustaría ver un mundo en que haya un sistema de reciclaje urbano total, de agricultura urbana, que existan suministros de alimentos al interior de las ciudades. No estoy diciendo que eso vaya a solucionar todos los problemas, pero sí iría mucho más allá de las técnicas de reciclaje orgánico. La creación de pequeños sectores de jardinería urbana serían, sin duda, altamente productivos para individuos que necesitan suministros de alimentos.

Está en boga la idea de producir cambios a escala local, ¿son suficientes, o un cambio real solo se puede lograr cambiando la estructura total?

Creo que los cambios políticos deben operar en una variedad de escalas, no se puede lograr cambios solamente desde lo local. A los geógrafos nos gusta ocupar el concepto del “salto de escalas” de los procesos políticos, lo que significa que debes moverte desde una visión local a una metropolitana, desde una visión metropolitana a una nacional y solo cuando un proceso político ocurre simultáneamente en distintas escalas, podemos esperar que las cosas cambien. Es un principio muy importante, porque mucha gente de izquierda está pensando que los cambios locales son lo único que importa.

¿Qué te parecen las “aldeas ecológicas” que intentan autogestionar modelos de convivencia donde no rijan las reglas del capitalismo?

Se están haciendo muchos experimentos de ese tipo, creo que todos son positivos y deberían probarse. La autogestión es aquí un principio fundamental, porque hay aspectos colectivos en la toma de decisiones que pueden permitirle a una población coexistir en un ambiente decente. Pero volvemos al punto: ¿cómo haces el salto de escala? Hay comunidades capaces de reproducirse fuera de la dinámica del capitalismo, pero cómo llevas eso a una escala en que, por ejemplo, toda una ciudad o país pueda hacer lo mismo.


¿Crees que a la sociedad le falta imaginación?

Ha habido períodos históricos en que la imaginación floreció enormemente, pero creo que no estamos en una de esas épocas. Más bien tengo la sensación de que la gente no quiere pensar en cosas distintas pues consideran muy improbable que ocurran. No creen en su capacidad de crear un futuro distinto, por eso en este momento no existe una imagen de cómo se debiese ver una sociedad buena y por lo tanto tampoco se ven soluciones reales para problemas como la segregación.

Tú dices que ese cambio necesita movimientos sociales fuertes. ¿Qué debiesen pedir hoy esos movimientos?

Eso lo tiene que decidir la gente. Ni en sueños trataría de dictarle a los movimientos sociales qué es lo que debiesen intentar conseguir. Pero no creo que se trate de “pedir” nada, sino de perseguir aquello que les corresponde por derecho.

Y al revés, ¿qué puede hacer el poder político, el Estado, para atender esa demanda y contrarrestar la dinámica del mercado?

Primero tendría que ocurrir una redistribución del poder político, económico y cultural, teniendo como base la idea de igualdad. La evidencia en nuestros tiempos es que los gobiernos dominados por los intereses de las clases capitalistas reaccionan sin compasión y, a menudo, recurren a la fuerza y la militarización, en lugar de tratar de ayudar a satisfacer las necesidades de la gente. Por eso que creo que los movimientos sociales tienen que, en algún momento, hacer incursiones en el control del aparato estatal.


*Presentación el 8/11 en Escuela de Derecho de la Universidad de Valparaíso /
Extraída de aquí.

lunes, 11 de julio de 2016

«La construcción de las noticias en torno a personas migrantes, desplazadas y refugiadas»


La centralidad de los medios de comunicación en las sociedades del presente es manifiesta. En particular, los discursos informativos modelizan a nivel simbólico las realidades a las que refieren mediante ciertos reenvíos semánticos. Contrariamente a la representación común de la práctica periodística como simple reflejo especular –más o menos “distorsionado”- de una realidad predeterminada (lo que suele llamarse de forma ingenua «objetividad»), el trabajo periodístico es, ante todo, una actividad interpretativa que se apoya en informaciones que de forma regular no está en condiciones de contrastar de forma directa. Abogar por una reflexión crítica sobre los resultados de estas prácticas permite interrogar la calidad informativa de cierta producción periodística; en particular, de algunos medios de prensa nacionales. Antes que un simple llamado a la responsabilidad ético-profesional, es esa reflexión crítica lo que permite promover prácticas acordes a valores y derechos democráticos que, como servicio público, es legítimo reclamar a dichos medios, comenzando por el derecho a una información veraz y plural, contrastada con diversas fuentes informativas.

En ese contexto, mi propósito no es dar cuenta de la «realidad» de las migraciones y los desplazamientos forzados en España, sino reconstruir de forma exploratoria, no sistemática, el modo en que los discursos informativos dominantes significan dicha realidad efectiva, reafirmando un imaginario europeo en torno a los “otros” que incurre de forma regular en imágenes estereotipadas que dificultan la percepción de esos otros como semejantes. Para avanzar en dicha reconstrucción, es plausible partir de la siguiente hipótesis crítica: las construcciones mediáticas dominantes significan los fenómenos migratorios y de desplazamiento forzado como una realidad homogénea, simple y unidimensional, desconociendo diferencias fundamentales no sólo entre personas refugiadas, solicitantes de asilo y migrantes sino también entre sujetos migrantes distintos. Semejante indistinción no sólo dificulta el conocimiento de las realidades específicas que marcan estos procesos, sino que obstruye intervenciones diferenciales que permitan gestionar sus problemáticas concretas.  

La reflexión sobre el modo en que los medios significan estos términos, en contextos discursivos específicos, permite identificar dos variantes predominantes: 1) la que significa estos fenómenos como una “amenaza” para Europa, no sólo en un plano laboral sino también en el plano de las identidades y de la seguridad, y 2) la que los asocia a “situaciones de extrema vulnerabilidad”, especialmente con respecto a aquellos colectivos que categoriza como “sin papeles”, “desplazados” o “refugiados” –a menudo confundidos entre sí-. En lo subsiguiente, me referiré a la primera variante como «discurso de la hostilidad» y a la segunda variante como «discurso de la caridad» (1).
Siguiendo esta hipótesis, ambos discursos constituyen variantes de un mismo patrón hegemónico, no obstante los énfasis contrarios que sugieren: mientras que en el primer caso la asimetría incita a un rechazo hacia los colectivos en cuestión, en el segundo caso alienta cierta indulgencia hacia ellos. No obstante, «hostilidad» y «caridad» son posiciones que fijan a los otros en una relación esencialmente asimétrica. La desigualdad persiste como punto en común incuestionable. Se trata, así, de una oposición que comparte un mismo presupuesto: el Otro está en una posición de inferioridad insalvable con respecto al propio grupo. Aunque es previsible que en sus versiones más polarizadas estas variantes discursivas se excluyan mutuamente, de forma regular aparecen como momentos internos de un mismo discurso informativo: un sujeto puede ser representado como “ilegal” a la vez que como “víctima”.  
Para ilustrar lo dicho es pertinente utilizar algunos ejemplos recientes de los dos periódicos de mayor tirada en España, en particular, “El País” y “El Mundo”. Si bien no se trata de un estudio exhaustivo y constituye una primera aproximación a la problemática (prescindiendo incluso de elementos paratextuales, cotextuales y contextuales que sería preciso incluir en un análisis sistemático), permite reconocer algunas tendencias significativas que pueden corroborarse de forma retrospectiva.

Arturo Borra

Para seguir leyendo, pulsa aquí.

viernes, 1 de julio de 2016

“La energía intempestiva de lo poético”, una entrevista a Antonio Méndez Rubio de Arturo Borra




La prolífica trayectoria tanto teórica como poética de Antonio Méndez Rubio eclosiona esta vez en un nuevo libro de ensayos, Abierto por obras. Ensayos sobre poética y crisis (Libros de la resistencia, Madrid, 2016), en el que reaparecen de forma articulada problemáticas sobre las que el autor viene reflexionando de manera incisiva desde hace un par de décadas. Si en La desaparición del exterior: Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad (Eclipsados, Zaragoza, 2012) y FBI (fascismo de baja intensidad) -editado por La Vorágine, Santander, 2015- se anuda una crítica al fascismo actual y en La destrucción de la forma y  otros escritos sobre poesía (Biblioteca nueva, Madrid, 2008) reaparece su interés por una reflexión metapoética de carácter crítico, en esta ocasión Méndez Rubio incide en su entrecruzamiento teórico, religando «política» y «cultura» a partir de algunos debates tan relevantes como incómodos. Porque lo que está en juego no es sólo un modo de escritura –ni mucho menos una simple estilística- sino ante todo nuestras formas de vida, en su imbricación con un entorno cultural y social cada vez más asfixiante. Incidir ahí, en un saber del que nada queremos saber, se constituye en una apuesta intelectual y política imprescindible en una época que de forma abrumadora ha convertido la crítica en anatema. En esta oportunidad, dialogamos con el autor sobre algunos de estos cruces.

1.       Abierto por obras vuelve a poner sobre la mesa la relación entre poética y crisis, incluyendo la crisis del arte en el contexto de ese Gran Interior del Capital que se manifiesta como fascismo de baja intensidad. En particular, una de tus insistencias críticas está centrada en la indagación en un cierto expresivismo poético dominante, al cual contrapones la posibilidad de una “comunicación silenciosa” e incluso, recurriendo a Benjamin, la necesidad de un “poema destructivo”. ¿Podrías ahondar en la relación entre ese neofascismo y esta compulsión expresiva tan acentuada en nuestra época?

En tiempos de crisis, y éstos son cíclicos y cada vez más corrosivos en la época capitalista, al poder le interesa especialmente que la sociedad tenga un espacio de proyección expresiva, siempre y cuando esa expresión consista en un “sacar fuera” la (o)presión subjetiva sin que eso cuestione necesariamente el orden social establecido. Una vez la presión, como si dijéramos, “sale al exterior” entonces ese exterior se recarga justamente de la presión que volverá a oprimir y a hacer inviable una vivencia respirable del mundo. Se formaría así una especie de círculo vicioso, arrollador, invisible por su propia inminencia y su propia inercia generalizada. Es la compulsión hacia la expresión individual lo que de hecho bloquea la constitución de individuos abiertos a su vinculación con la alteridad, a su encuentro con los demás más allá de un simpático pantallizado por las nuevas tecnologías en red. La terapia de autoayuda, sin ir más lejos, se implanta como una forma efectiva de poder normalizador. El aislamiento por su parte, como pre-condición de todo totalitarismo, se acrecienta en la medida en que el espacio del Otro (quizá inconscientemente) se asocia con un polo de recepción, como una especie de depósito donde acumular las irradiaciones espejeantes del propio Yo. Seguramente en algo así pensaba W. Benjamin al subrayar cómo el fascismo, en la crisis histórica en torno a 1930, favorecía la expresividad de las masas: la masa es entonces no un lugar de reunión de (inter)subjetividades sino más bien una densidad acrítica, heteronómica, donde se supone que los individuos proyectan o expresan su propia subjetividad. Sin embargo, en realidad, son las condiciones de la experiencia de masa las que precisamente bloquean de entrada que la subjetividad se realice como tal, es decir, como una instancia dialógica, interactiva y autocrítica. Como también decía Benjamin, la condición destructiva ha de entenderse ahí no como un mero amontonar escombros sino como un hacer escombros de manera que pueda imaginarse un camino a través de ellos. En otras palabras, quizá una sociedad nueva, un mundo de futuro, más justo y libre, solamente pueda aproximarse sobre los escombros de lo que somos y de lo que creemos que hemos de ser. Es como si hubiera que atravesar un trayecto de vacío, de desierto o silencio, en el sentido esbozado por R. Vaneigem cuando habla de una “comunicación silenciosa”: un espacio intersticial, un entre que se active a modo de interferencia en el circuito redundante de la realidad dominante. Ahí es donde puede intervenir de manera fértil (o estar entrando ya por momentos) la energía intempestiva de lo poético, tomado en un sentido amplio y radical como parte y motor de un vivir que no se confunda con sobrevivir.

 

2.       En Abierto por obras parecen confluir al menos dos problematizaciones que venías trabajando desde hace tiempo de forma relativamente independiente. Me refiero a la reapertura que planteas de la relación entre «poiesis» (como modo de hacer) y «aísthesis» (como modo de ser). ¿Cómo se conjugan estos términos en una dimensión vital y qué implicaciones políticas tiene esta reformulación?

En realidad se trata de una discusión con algunos argumentos de J. Rancière, quien finalmente termina por subordinar el primero al segundo, o sea, por supeditar una praxis de lo imprevisible, de lo inesperado, a una concepción ontológica de la experiencia estética como ámbito de reconocimiento colectivo. En el arte contemporáneo, y más aún a consecuencia de las recientes catástrofes humanitarias de todo tipo, se aprecia con frecuencia una pauta reactiva, como si la conversión en arte (visual, lírico, musical…) del malestar común fuera ya por sí misma una forma de resistencia ante ese malestar. Puede que se trate, en el fondo, de un problema en la propia concepción moderna de lo estético como dimensión sublimadora de lo real. Esto se observa muy claramente, por ejemplo, en cómo se siguen reproduciendo registros ya institucionalizados como literarios dentro de la poesía contemporánea. De este modo, la dimensión política de lo poético o lo artístico se identifica casi siempre con los contenidos, o con cierta puesta en escena o situación performativa, sin que haya un avance paralelo en la comprensión de cómo las formas y códigos lingüísticos juegan aquí un papel crucial. El cineasta, fotógrafo y poeta iraní Abbas Kiarostami puede estar apuntando en este sentido cuando escribe: “Era un poeta / político / o bien un poeta / politizado: / su poesía cubierta de política / y su política / vacía de poesía”. A mi entender, lo que se plantea aquí es una concepción de lo político como pauta de orden, como a priori al que debe someterse lo poético. Como consecuencia, la política se sobrepone o impone al texto o lenguaje y asfixia su reto de innovación y respiración, de espaciamiento y apertura. La crítica, al depender de ciertas premisas no cuestionadas (como la presencia de cierta temática o tonalidad supuestamente “sociales”, como si otras no lo fueran…), aleja la posibilidad de ser autocrítica, y la labor poética reduce su potencia (de-re-)constuctiva: se colapsa a sí misma debido a su propio afán por ser reconocida o aplaudida inmediatamente como “política”, cuando en realidad, siguiendo con el poema de Kiarostami, se trataría más bien de una “politización” sobrevenida, de una coraza defensiva y antipolítica en última instancia. No creo en el poema que busca adeptos que se identifican con un determinado mensaje, sino que necesita que se participe en un intensidad inter-rogante. En una entrevista el propio Kiarostami declaraba una vez su desafío constante de intentar hacer una película “que no diga nada”, y creo que ese vaciamiento del mensaje no es un simple nihilismo sino más bien una necesidad de hacer sitio para que el otro respire, para que entre a participar en la construcción de un sentido siempre inseguro, siempre precario, y siempre compartido.

 

3.       Uno de los debates sobre el que vuelves es con respecto a las poéticas realistas (especialmente su defensa dogmática de una función referencial de la poesía) y su rechazo hacia las vanguardias. ¿Tiene alguna pertinencia todavía pensar esa «referencia» dentro de una poética no realista? Dicho de otro modo: ¿es pensable un cierto sentido de lo referencial fuera del «paradigma de la imitación»?

Mi impresión es que la propensión a un lenguaje realista o referencial, más que una opción táctica entre otras, se ha convertido en casi una manía, en un dogma. Hay un ensayo histórico de A. Artaud titulado Heliogábalo (O el anarquista coronado) (datado en un año tan específicamente cruzado con el apogeo fascista como fue 1934) donde implícitamente la poética de lo político (y lo político de la poética) se inscribe en una defensa desnuda, inquietante, de lo que llama Artaud el “gasto inútil” y la “mente en blanco”. Es decir, tal como entiendo al menos este punto, que debería haber en la función poética (como explicaba en su momento R. Jakobson sobre las funciones del lenguaje) un excedente no instrumental, no transitivo, una gratuidad que es la única garantía de que el efecto del poema no será doctrinario ni autoritario. En este sentido, a menudo se topa uno con proclamas libertarias codificadas por pautas autoritarias, superyoicas, cuando no incluso neofascistas. No voy a ser ahora yo quien reivindique una especie de nueva doctrina anti-realista o no-referencial. Ningún lenguaje puede dejar absolutamente de ser referencial, pero puede que tampoco pueda ser absolutamente realista o denotativo, y menos en poesía, donde los significantes se buscan unos a otros en un régimen incesante de deseo, de juego, y no solamente de producción de significados (por muy saludables que esos significados sean para la vida en común). No es tanto una significación (redundante como mecanismo de atribución de verdad) como una significancia (incontrolable como recurso resistente a cualquier normalidad), que está en el placer libertario del cancionero, de la lírica popular, de las tonadas infantiles, del adivinancero… y por supuesto también en gran parte de las vanguardias. Es razonable que esa manera de activar sentido y de destruir (como diría Benjamin) todo Significado sea tomada como una táctica anárquica o ácrata (sin arjé), y también lo es que pueda producir a veces un cierto resplandor nocturno, de oscuridad. A esto es a lo que se suele llamar “hermetismo” o “solipsismo”, pero nos cegamos hablando así a intuir cómo lo que se llama (despectivamente) “oscuro” o  “hermético” es un trayecto de comprensión límite, de cuestionamiento de hecho de ciertos límites de la comprensión, y por eso se da ahí un poner-en-común “cerrado, pero abierto”, como decía un poema de C. Simón (poema que está sintomáticamente dentro de una serie titulada “Exteriores”, a su vez incluida en un poemario que se delata desde su mismo título: Extravío (1991)). Lo poético, en fin, tiene la capacidad de activar una extranjería, una alteración o estallido del sentido que sea multimodal, fractal, y que contribuya así a volver sensible la necesidad de una vivencia nueva, como diría Durruti, de “llevar un mundo nuevo en nuestros corazones”. No hablo de un mero relativismo o pluralismo, sino de una apertura hemorrágica, necesariamente extraterritorial, sin cuyo riesgo no hay avance ni en lo poético ni en lo político. No hay poética ni hay política que no sea una herida que no se cierra nunca.

 

4.       En otro pasaje, señalas que quienes se autodefinen en el lugar de la “poesía de la conciencia crítica” a menudo caen en el punto ciego de no dar paso a una crítica de la conciencia, relegando aquellas dimensiones que conectan a nuestra corporalidad (e incluso a nuestro sensorium) y desconfiando de un lenguaje no referencial, tenido como “sospechoso de traición a la Causa”. Llegados a este punto, ¿podrías explicar por qué otra poesía crítica necesita desplazarse de la hegemonía de la intención a la necesidad de atención? ¿No supone también esa “atención” un cierto privilegio de la conciencia? ¿En qué medida toda “intencionalidad” conlleva la opresión del Autor?

Mi impresión es que la obsesión con la intención (del autor hacia sí mismo) implica una tendencia (no automática ni absoluta, pero sí lógica) a desatender las implicaciones del artefacto poético como praxis, como modo de hacer. Como decía A. Gramsci sobre la filosofía de la praxis, ésta es siempre polémica y autocrítica, y da la sensación de que buena parte de los autores actuales, incluso de perfil crítico (digamos de perfil bienintencionado), encuentran en el predominio de las intenciones un medio de resistencia a su propia fragilidad. La apelación a la “toma de conciencia” no siempre, de acuerdo, pero muchas veces esconde una huida de la intemperie que supone asumir que vivimos “agujereados por el vacío de una brecha” (J. Alemán, Soledad: común), y que es justo desde esa brecha desde donde echamos al otro en falta, una falta siempre ahí, siempre más brecha aún. Lo común se instaura así más como un lugar ideal de yuxtaposición de individualidades (autosuficientes en su propia convicción de que están siendo puestas en común) y no como un intersticio para el encuentro y la comunicación no de lo que ya tenemos o sabemos sino de lo que nos falta. Desde luego, a nivel de mercado y de “cantidad de lectores” esto no le funciona mal a las propuestas más conformistas… Con frecuencia se acusa de evasivas o abstractas a las poéticas extraviadas, marcadas por su falta de clausura, cuando puede que sea igual o más evasivo o abstracto recurrir a la intención consciente del autor para delimitar el sentido de la obra en la práctica. Ya en el existencialismo de Sartre se puede encontrar esta manera de justificar el “compromiso”, que parece todavía seguir usándose como coartada para mantener paradójicamente la crítica poética fuera de toda amenaza de crisis. La coraza defensiva contra la crisis, como ocurre cuando por la calle bajamos la vista ante la pobreza insoportable de quien se nos acerca con la mano tendida, se puede volver así una máquina de guerra contra la disponibilidad radical que de hecho la crítica busca alcanzar. ¿Y cómo desplazarnos de esta posición de violencia, de angustia, si no es aprendiendo como sea a sostener también nuestras manos tendidas?

 

5.       Para terminar, y puesto que siempre ya hay “cristales ciegos” en toda posición, cabe preguntar aún, incluso si la pregunta ya tiene algo de incontestable: ¿qué presupuestos comparten estas posiciones en disputa? Por contra, ¿qué omiten en sus diferencias, cual es el “tercero excluido” de esta disputa que se parece bastante a una polémica?

Toda polémica, incluso etimológicamente, implica una lucha, una tensión irresuelta. Puede que necesitemos asumir de una vez que esa condición en lucha, en conflicto, nos constituye en todos los resortes de nuestra subjetividad y nuestra socialidad. No hay salida de ahí, pero ésa es la suerte. El imaginario de masas resulta igual de grato a ciertos neofascismos de Nueva Derecha como a cierta Izquierda tradicionalista aún vigente (y resucitada en tiempos de crisis económica y sociopolítica). El imaginario de masa sigue presente, difuminado, en la nueva hegemonía de (lo que llamaría E. Canetti) “las masas en fuga”, esto es, la gente imaginándose a sí misma fuera-de-la-masa mientras nos hacemos un selfie que confirma hasta qué punto necesitamos ser reconocidos lo más masivamente que sea posible. Por supuesto, esta creencia ciega, neurótica, se ha infiltrado en la práctica poética, aquí y allá, y solamente acompañar la práctica creativa con la reflexión crítica, en una vivencia de/a la intemperie del mundo, parece que nos podría ayudar a hacer más real la utopía de un mundo más vivible, más mundo de hecho que el infierno al que ahora llamamos mundo por decir algo.
 
 
fotografía de Antonio Méndez Rubio