viernes, 26 de abril de 2013

La ley de la discriminación: migración y mercados de trabajo en España

F
Fotografía de Juan Rulfo

Una breve contextualización

Referirse a la relación entre inmigración y mercados laborales en España exige al menos la referencia a cinco puntos específicos, en el contexto global de un proceso de reestructuración sistémica del capitalismo. Ante todo, i) la persistencia de una política de asilo restrictiva, ii) la consolidación de una política migratoria regresiva que ha dado un giro significativo a partir de 2008 y que el recambio de gobierno no ha hecho más que acentuar; iii) el cambio de ciclo migratorio a partir de 2012; iv) la extensión relativa de prácticas y discursos racistas y xenófobos en Europa y v) la pérdida de prioridad pública de la inmigración en general, en función de una agenda pública centrada de forma excluyente en el discurso tecnocrático de la superación de la crisis. De forma sumaria, ampliemos estos puntos.

i)        En primer término, hay que referirse a una política de asilo restrictiva (1), tanto a nivel europeo como a nivel nacional. Según los últimos datos disponibles recopilados por CEAR, en España se presentaron sólo 3395 solicitudes, de las cuales se denegaron 2410, lo que significa que algo más del 70% de solicitantes de asilo o protección internacional en España quedaron en situación irregular, en consonancia al elevado porcentaje de solicitudes denegadas por el conjunto de la UE27, que asciende al 75% (2). En términos más amplios, el 90% de los refugiados son acogidos por los llamados “países en vías de desarrollo”, lo que no hace más que reafirmar la transferencia política de responsabilidad de los países más ricos hacia los más pobres. El informe “La situación de los refugiados en España” (3) es contundente: “El bajo índice de solicitudes en España se debe en buena parte a las enormes dificultades existentes para acceder al procedimiento de protección internacional en los CIE, puestos fronterizos y costas. Tanto en los CIE como en los aeropuertos se han detectado múltiples irregularidades que tienen que ver, esencialmente, con el derecho a una asistencia jurídica especializada. Además, la ausencia de un procedimiento de identificación de personas que puedan requerir determinada protección (menores de edad, víctimas de trata, solicitantes de protección internacional, etc.) hace que muchas de ellas no accedan al procedimiento de protección internacional” (pág. 180).

ii)      En segundo término, hay que referirse a la política migratoria española que de forma inequívoca endurece las exigencias y requisitos para residir y trabajar en territorio nacional. Esta política, aunque suele definirse como una “política de fronteras cerradas”, se caracteriza más bien por la segmentación que establece al interior de la población inmigrante, es decir, por la construcción jerárquica que establece entre diferentes categorías socio-económicas dentro de estos colectivos. Por un lado, se favorece la movilidad geográfica de inmigrantes con tarjeta azul (ejecutivos, universitarios, profesionales con alta cualificación) y, de manera más reciente, a un tipo de inmigrante de una franja de ingresos elevada (como es el caso de los compradores de viviendas de más de 160.000 €, que adquieren permiso de residencia y trabajo de manera automática), sumándose a los históricos privilegios de inversores y empresarios que, en muchísimos casos, gozan de exenciones fiscales de excepción para instalarse en el país. Por otro lado, se trata de vedar el paso a flujos migratorios que son juzgados por los estados europeos como “indeseables” -especialmente, procedentes de África y Medio Oriente- caracterizados de forma genérica por sus carencias económicas y cualificaciones más reducidas. En síntesis, la actual política migratoria se caracteriza por una fuerte selectividad de inmigrantes según su pertenencia de clase (o, si se prefiere, según su poder adquisitivo), instaurando un patrón selectivo que plantea una relación de apertura ante elites profesionales y económicas en simultáneo a la restricción de flujos migrantes de trabajadores manuales y personas en situación precaria. La supresión de fondos de integración, la reducción drástica del presupuesto para políticas de co-desarrollo y cooperación, la desfinanciación de partidas destinadas a asociaciones y ONG que trabajan con estos colectivos, el refuerzo de una política de control migratorio que incluye la militarización contra la inmigración irregular en África, la política persistente de redadas policiales y expulsiones, el mantenimiento de los CIE, la exclusión de los inmigrantes en situación irregular del sistema sanitario gratuito, etc., forman parte del arsenal de políticas que dificultan una inclusión igualitaria de estos colectivos, creando nuevas «ciudadanías periféricas» dentro de los llamados países centrales y la criminalización de personas en situación irregular. El objetivo de conjunto es claro: forzar el retorno de un “excedente” de extranjeros residentes y retener a quienes sigan “compitiendo” con salarios bajos, puedan atemperar la caída del consumo y sigan aportando, mediante contribuciones fiscales directas e indirectas, recursos económicos al estado español. 

iii)    También tenemos que referirnos al cambio de ciclo migratorio en España: en 2012, según el INE, se estima que 927.890 personas abandonaron el país, de las cuales 117.523 eran españolas y 810.367 extranjeras. En total, el saldo entre número de inmigrantes y emigrantes es negativo: 137.628 personas menos. Así, de ser predominantemente un país receptor de inmigrantes, España se ha convertido en un país productor de emigrantes. Este saldo negativo –que seguirá incrementándose en los próximos años- equivale a una fuga de trabajadores cualificados (ingenieros, investigadores, profesionales de la sanidad, técnicos con formación superior, jóvenes licenciados, etc.) que, probablemente, retrasará más cualquier reactivación económica, como no sea mediante la importación sustitutiva de mano de obra profesionalizada o la repetición de un modelo productivo que ha mostrado de sobra sus límites. La contradicción es clara: por un lado se expulsa indirectamente a muchos jóvenes españoles con educación superior (públicamente financiada) en situación de desempleo y, por otro, se priva al sistema económico de una de las franjas de la población activa que España más necesita para diversificar los mercados de trabajo y propiciar un cambio de modelo productivo. Si se tiene en cuenta el decrecimiento poblacional y el aumento relativo de la población pasiva, es previsible que esta ola de emigración también producirá efectos negativos en el sistema de la seguridad social (por no mencionar las consecuencias sociales y psíquicas de esta diáspora).

iv)    Asimismo, las prácticas discriminatorias por cuestiones de nacionalidad o raza también se han incrementado en los últimos años tanto en España como en el resto de países europeos, creando nuevas barreras culturales de ingreso a los mercados laborales y al desarrollo de una sociedad igualitaria. La xenofobia y el racismo, como operadores selectivos, aparecen como refugio no sólo de grupos de ultraderecha, sino también de una parte creciente de la población, expuesta a situaciones de exclusión social y a la caída de su calidad de vida. Ello crea las condiciones ideológicas propicias para que los discursos xenófobos y racistas tengan mayor calado (y la prueba más rotunda de este crecimiento es la consolidación electoral de una derecha que ha hecho de la restricción de la inmigración una de sus banderas). Desde luego, la visión instrumentalista y economicista de la inmigración tiene como contracara un discurso que plantea a este colectivo como “sobrante” o “amenaza laboral”. El tópico que restringe el alcance del racismo y la xenofobia a la ultraderecha es una mera coartada intelectual que mantiene a distancia la verdadera magnitud de estos problemas, tanto a nivel social como institucional: omite la discriminación racial y por origen en los mercados de trabajo. No es un asunto menor que no exista ninguna publicación de datos estadísticos oficiales relativos a denuncias y procesos penales de delitos racistas en territorio español (4). La extensión del racismo y la xenofobia exige un debate público pendiente, que constituye una deuda estructural de cualquier sociedad mínimamente democrática. Nada señala que esta ofensiva racista y xenófoba (incluyendo la islamofobia, la gitanofobia y el antisemitismo) que recorre Europa vaya a detenerse en los próximos años, como no sea con un giro de las políticas públicas comunes.

v)      Al panorama anterior hay que sumar la omnipresencia del discurso tecnocrático de la crisis que oculta problemas no menos graves, como ocurre con el de la inmigración. El «borrado» de la problemática migratoria en los discursos oficiales forma parte del desentendimiento con respecto a su bienestar. Al respecto, en los últimos cinco años puede reconocerse un giro: si desde los 90 la “inmigración” estuvo ligada a “mercados de trabajo” (asociada a una política de provisión de mano de obra barata para mercados subcualificados), el nuevo giro convierte en residual esta política: más que una fuerza instrumental relativamente valorada por su aportación laboral intensiva, en la actualidad la inmigración tiende a ser valorada especialmente por su aportación de capital o su aportación fiscal, lo que reconfigura radicalmente el mapa migratorio.

 
Mercado laboral formal: confinamiento sectorial, desigualdad y tasa de paro

Referirnos a la segmentación operada por la política migratoria no niega el efecto de homogeneización que por casi dos décadas esa misma política produjo entre trabajadores inmigrados. Para circunscribirme al caso español: desde la década de los 90, el «confinamiento sectorial» de la mayoría de inmigrantes a puestos de trabajo precarizados, en posición subordinada y en sectores económicos de baja cualificación, resulta inequívoco: 8 de cada 10 inmigrantes sigue trabajando en hostelería, industria, comercio minorista, servicio a personas, agricultura y pesca y construcción.

De forma complementaria a este confinamiento, la «tasa de desempleo» de inmigrantes extracomunitarios supera en más del 12% la tasa de paro de trabajadores nacionales y comunitarios, situándose a la fecha en poco menos del 38% (5). La creciente marginación de estos colectivos está vinculada no sólo a las dificultades para acceder a los mercados laborales locales sino también al tipo de empleo y a las condiciones de contratación a los que accede. La categoría de “trabajador pobre” es una realidad cada vez más visible (que incluye desde luego tanto a personas inmigrantes como nacionales).

Como consecuencia de esta «crisis del trabajo», dentro de los colectivos de inmigrantes se está produciendo un doble fenómeno: retorno a los países de procedencia en algunos casos (especialmente, procedentes de América Latina) y la pérdida de los permisos de trabajo y residencia de miles de personas inmigradas, que necesitan trabajar al menos 6 meses por año para poder renovar su documentación. La imposibilidad de cumplir con este requisito supone el tránsito hacia una situación irregular, así como la exclusión del sistema sanitario gratuito, el deterioro de sus condiciones materiales de vida y la dificultad para asumir sus deudas hipotecarias o de otro tipo. De hecho, ya en 2011, según Eurostat, el 18% de los nativos estaba expuesto a la pobreza, mientras que esa cifra alcanzaba entonces al 32% de los inmigrantes.

Tras un análisis sistemático de las condiciones laborales de los inmigrantes extracomunitarios que acceden a un empleo y su comparación cualitativa con los puestos laborales reservados a españoles y comunitarios los resultados no dejan lugar a duda: tanto en términos salariales como en acceso a puestos jerárquicos dentro de empresas y otras organizaciones (incluyendo la administración pública), la desigualdad es notoria y relevante. En esta dimensión, no sólo cuenta la tasa de parados desigual, sino también la calidad desigual de los empleos a los que acceden respectivamente inmigrantes y locales. La referencia a una «inclusión subordinada» dentro de los mercados de trabajo resulta fundamental: no importa sólo la obtención de un empleo, sino la calidad del mismo. Basándonos en el informe “Inmigración y mercado de trabajo 2011”, a la par que la tasa de temporalidad de los inmigrantes disminuye a medida que la estancia es más duradera, se mantienen las diferencias salariales entre españoles y extranjeros (5). El salario medio anual de la población extranjera se sitúa en una franja entre el 51% y el 61% del correspondiente a la población española, dependiendo de la fuente estadística utilizada (6). Las causas de estas diferencias son diversas: variables laborales (tipo de contrato, tipo de jornada, el puesto de trabajo que se ocupa o la actividad productiva de la empresa en que se trabaja); variables sociodemográficas (sexo o lugar de nacimiento) y, según menciona el informe citado, la “discriminación” (p. 157). En última instancia, las tendencias de la participación de la inmigración en el mercado de trabajo español se mantienen, en particular, la «segregación ocupacional» y la «especialización por género». El informe es contundente: “La participación laboral de los extranjeros nacidos fuera de España sufre de sesgos terciarios y sesgos femeninos, concentraciones en puestos de trabajo de baja cualificación y mayor especialización en ramas y categorías laborales concretas” (p.158). En menor medida, esta situación es similar en el caso del colectivo de la población ocupada española nacida fuera de España.

Aunque a menudo suelen plantearse las desigualdades laborales como diferencias en las cualificaciones profesionales, un análisis comparativo de cualificación desmonta esta falacia. Según los datos publicados por Eurostat en 2011, si la sobrecualificación profesional en España alcanza al 31% de los trabajadores, el fenómeno de la sobrecualificación se acentúa entre los colectivos inmigrantes, con una tasa que alcanza el 58%. La amplia mayoría de la población inmigrante tiene una ocupación no cualificada por debajo de su nivel formativo, sumado a las dificultades en la homologación de sus títulos, obstaculizando una inserción laboral mínimamente satisfactoria y una cierta movilidad laboral ascendente.

Cualquier explicación meritocrática, al respecto, se derrumba: no existe correlacíón entre cualificación, puesto de trabajo y remuneración. La discriminación laboral por razones de origen o etnia, en suma, se hace manifiesta de diversas formas: bajo la forma de segregación ocupacional, desigualdad salarial, tasa de paro más elevada, temporalidad superior y asimetría en las oportunidades laborales. 

¿Qué cabe decir sobre la participación por parte de diversos inmigrantes en la economía sumergida, esto es, trabajadores privados de derecho? Según la estimación de carácter extraoficial del Ministerio de Economía y Hacienda ya en 2011 se calculaba que la economía sumergida en España representaba el 23% del PIB, mientras que en 2012 representó el 22, 5% del PIB, esto es, 212.125 millones que, entre otras cosas, no tributan ni aportan a la seguridad social. Aunque reflexionar sobre la economía sumergida exige un estudio pormenorizado que no puedo emprender en este contexto, señalemos que el empleo irregular implica más de 4.000.000 de personas, de las cuales al menos medio millón son extranjeras. Trabajar en la economía sumergida no sólo supone incumplir las normas laborales vigentes e incurrir en fraude, sino que expone a una manifiesta vulneración de los derechos de los trabajadores. Todo ello debería ser suficiente no sólo para incrementar de forma notable las inspecciones de trabajo y crear más controles a un sistema desenfrenado de lucro, sino para propiciar un giro radical en las políticas migratorias tanto en España como en el resto de Europa. Aunque es improbable que ocurra algo similar en los próximos años, debería ser una de las exigencias fundamentales de un horizonte político de izquierdas.

A modo de conclusión

Lo anterior permite sostener que el cambio de las condiciones económicas a partir de 2008 en España, si bien afecta de forma general a las clases trabajadoras, ha golpeado con particular rigor a inmigrantes extracomunitarios, de forma similar a otros colectivos especialmente vulnerables. Si bien el deterioro de los mercados de trabajo no afecta solamente a estos colectivos, dicho deterioro se hace peculiarmente visible en la población inmigrante, siendo los menos afectados aquellos que disponen de una mayor cualificación.

Hay buenas razones para suponer que las prácticas discriminatorias son sistemáticas y sistémicas, aunque ningún indicador aislado permita sostenerlo de forma inequívoca. Sin embargo, la convergencia de múltiples indicadores en un mismo sentido permite interpretar algunas realidades como manifiestamente discriminatorias: la tasa de desempleo, la tasa de temporalidad, las desigualdades salariales, la movilidad laboral, etc., señalan un trato desfavorable hacia los inmigrantes extracomunitarios que obstruye seriamente cualquier proyecto de integración. Por recuperar lo dicho en el Informe “Inmigración y Mercado de Trabajo 2011” (pág. 160): “Apenas existen estudios que hayan determinado con rigor la discriminación que sufren los trabajadores extranjeros en el mercado laboral, pero hay indicios claros de que tal discriminación existe. Por el momento, la discriminación no ha merecido una atención especial en el proceso de inserción laboral de la población inmigrada, porque la simple legalización de tal inserción ha sido prioritaria. Ahora, sin embargo, combatir la discriminación es ya asunto inaplazable y ello demanda, en primer lugar, cierto aprendizaje para detectarla y calibrarla. La lucha contra la discriminación requiere una vigilancia específica que comienza por el acceso al trabajo, asegurando que se cumple el principio de igualdad de oportunidades y sigue con las condiciones laborales y los procesos de promoción interna en las empresas. La discriminación en algunos casos puede ser burda, pero en otros es muy sutil, y es por ello por lo que no puede ser detectada ni corregida sin mecanismos específicos establecidos a tal efecto”.

Sería apresurado suponer que la discriminación opera de forma indiscriminada. Aunque apenas hay estudios sobre esta materia, hay indicios suficientes para mostrar que tal discriminación laboral (abierta y encubierta, social e institucional) está extendida, no sólo en cuanto a la falta de igualdad de oportunidades, sino también en las condiciones laborales establecidas y los procesos de promoción interna en las empresas.

Desde luego, que esta discriminación sistémica ni siquiera esté reconocida como tal no hace sino agravar el problema. Queda todavía por saber si en la próxima década Europa afrontará esta fractura en términos de derechos económicos y sociales o si se conformará con disimularla bajo una altisonante retórica de la igualdad.

Arturo Borra 
 
 
(1)     Para una reconstrucción más amplia de la situación de refugiados y desplazados en el mundo, remito a “Más allá de un proyecto de bienestar cercado: refugiados y desplazados en el mundo”, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=131170.

(2)     Dichos datos pueden consultarse en el resumen estadístico de CEAR,  http://www.cear.es/files/up2012/asilo%20en%20cifras%202011vr%20web.pdf.

(3)     Puede accederse al informe completo en http://www.cear.es/files/up2012/Informe%202012.pdf.

(4)     Basándonos en informes de la Red Europea de Información sobre Racismo y Xenofobia (RAXEN), en España, cada día al menos 10 personas sufren una agresión física o verbal por motivos de raza, etnia o nacionalidad, además de más de 80 personas asesinadas desde 1992, víctimas de delitos de odio. El “Informe Racismo 2010” de la DGII, desde una perspectiva conceptual más amplia, muestra que una parte significativa de la población española, superior al 60 %, no sólo no muestra una actitud de apertura hacia la inmigración sino que, en medidas variables, considera que la desigualdad entre nacionales y foráneos es legítima. Para información relativa al campo laboral, remito al Informe de “Inmigración y mercados de trabajo 2011”, http://extranjeros.empleo.gob.es/es/ObservatorioPermanenteInmigracion/Publicaciones/archivos/OPI_28_Inmigracion_y_Mercado_de_trabajo-Informe2011.pdf

(5)     Me remito a los últimos datos de la EPA: http://www.ine.es/daco/daco42/daco4211/epa0211.pdf

(6)     Estas diferencias han sido puestas de manifiesto con datos de la Estadística del mercado de trabajo y pensiones y de la EAES (Encuesta Anual de Estructura Salarial). La primera fuente la sitúa en 9.950 euros a favor de los españoles en  2010 y la segunda estima la ganancia salarial media de los españoles en 23.019 euros frente a una ganancia de 14.058 euros en el caso de los latinoamericanos y de 14.690 en el de asiáticos y africanos en 2009.

miércoles, 17 de abril de 2013

La edad del cinismo (I): el neoconservadurismo como retórica de la necesidad


 
 
“El trabajo del pensamiento no es el de denunciar el mal que habitaría secretamente en todo lo que existe sino el de presentir el peligro que amenaza en todo lo que es habitual, y el de volver problemático todo lo que es sólido”.
                                                                                                                                                                                M. Foucault

 
“El cínico es el que hace las paces con el mal del mundo”.
                                                                                                                                                                                     I. Singer
 
Los argumentos económicos que articula el discurso neoconservador son fácilmente identificables: entre otros, la necesidad de flexibilización de los mercados de trabajo a efectos de garantizar la competitividad empresarial, la importancia de reducir el déficits público en vistas a la sostenibilidad del estado, la prioridad de la iniciativa privada por razones de eficiencia y eficacia, el rescate del sistema financiero para garantizar la expansión del crédito a las empresas y por añadidura a las familias, la necesidad de establecer un control máximo sobre la política monetaria que evite cualquier escalada inflacionaria, la desgravación fiscal y mejora de las condiciones a las rentas de capital que incentiven las inversiones y eviten su deslocalización, las reformas laborales para mejorar la productividad y la restricción de sus áreas de intervención a los “servicios básicos” para no interferir en la dinámica de los mercados (aunque la categoría de “servicio básico” sea significativamente inestable, a excepción de la universal reivindicación del ejército y la policía como funciones estatales indelegables). En pocas palabras: la necesidad de “desregular” los mercados en tiempos de prosperidad y de “rescatarlos” con recursos públicos en tiempos de crisis. La fórmula subyacente es simple: garantizar la rentabilidad privada más allá de las fluctuaciones económicas, siendo el estado quien asume las pérdidas del gran capital financiero y empresarial.

A nivel político, la retórica neoconservadora se liga a la defensa de un cierto modelo de estado como garante de la economía de mercado y del mantenimiento del orden público. La remisión de la democracia a un mero procedimiento ligado al sistema parlamentario (marcado por la alternancia en el gobierno de los partidos de masas y por el control de las minorías parlamentarias) es complementado con la exigencia universal de respetar las reglas de juego establecidas (o, lo que viene a ser lo mismo, la «seguridad jurídica», especialmente de cara a “inversores”). A esta caracterización sumaria cabría añadirle otros «argumentos de necesidad» invocados por el neoconservadurismo (como sustento ideológico de las mal llamadas «democracias liberales»): necesidad de regular los flujos migratorios según las demandas de los mercados de trabajo y bajo la supervisión policial y militar (de modo de filtrar la inmigración irregular y garantizar la “integración” pensada en términos de asimilación a “normas” y “costumbres” nacionales), necesidad de limitar el derecho de asilo y de racionalizar la cooperación humanitaria, necesidad de homogeneización educativa orientada al desarrollo de la empleabilidad o de cualificaciones profesionales en mercados laborales comunes, reivindicación de una política cultural tradicionalista (ligada a la promoción de fiestas y eventos locales que protejan la “identidad nacional”, al desarrollo de políticas de preservación del patrimonio histórico-cultural, al control de las industrias culturales públicas y la interrupción de cualquier forma de mecenazgo artístico) y despliegue de una política securitaria internacional como mecanismo de protección ante la globalización del terrorismo y de las mafias así como la defensa de alianzas bélicas ante presuntos “enemigos de la libertad” y de los “derechos humanos”. La enumeración podría ser más exhaustiva e incluir variantes más elaboradas de este discurso que, aunque se base en el neoliberalismo, transgrede de forma manifiesta el credo de la “autorregulación del mercado”.
 
En conjunto, estos argumentos de necesidad niegan la “libertad” que este discurso proclama como valor supremo. La paradoja del neoconservadurismo es que en nombre de la libertad termina negándola bajo la retórica de la necesidad. La amenaza del caos es usada sistemáticamente para legitimar lo que es considerado un imperativo de acción. Lo fundamental, en este contexto, es que esa formación discursiva no se propone tanto articular una justificación teórica consistente como elaborar una práctica política presentada como ineludible. La defensa coral del sentido común y el llamado a la responsabilidad constituyen variantes de un enunciado fundamental: las alternativas políticas y económicas, en rigor, además de ser contrarias al “interés general” y en última instancia producto de posiciones “radicales”, no pueden más que conducir al “desorden” o a la “anarquía”. En suma, la glorificación de lo presente se transforma en rechazo de otras alternativas. En el límite, para este discurso no hay alternativa alguna a la opción política presente. No es de extrañar que muchos grupos sientan ante esta presunta “fatalidad” un profundo desencanto, lo que no hace sino constatar que la política de la resignación tiene consecuencias materiales.  

Por lo demás, aunque esos argumentos tengan cierta eficacia en las políticas de gobierno dominantes, bajo la forma de programas concretos, a menudo entran en colisión con la propia práctica de gestión, en la que se adoptan decisiones que nada tienen que ver con la “austeridad” o incluso el “interés económico”. Por poner algunos contraejemplos: la negativa a reducir el gasto político, la amnistía fiscal a los grandes capitales, la transferencia de recursos públicos a la banca, la subvención a instituciones como la iglesia católica o la monarquía y la política fiscal regresiva no tienen ningún vínculo estable con esos argumentos. Más bien, ponen de manifiesto un pragmatismo ideológico en la que todo vale para salvar al capital concentrado o a sectores institucionales esclerotizados.

Dicho de forma más específica: saben perfectamente que el deterioro de las condiciones laborales no implica creación de empleo, que reducir el déficits fiscal en tiempos de contracción económica agrava la situación de exclusión social y contrae más el consumo, que la iniciativa privada en ciertos ámbitos no sólo no es más efectivo sino que puede convertirse en un auténtico desastre (como ocurre con la sanidad, los recursos estratégicos, las pensiones o la educación), que salvar a la banca no conduce a un aumento crediticio, que una política monetaria rígida es un obstáculo para reestructurar los tipos de cambio, que un sistema tributario más progresivo -complementario a la supresión de paraísos fiscales y a la aplicación de una tasa a las transacciones financieras- permitiría gestionar con más recursos la crisis sin arremeter contra los damnificados, que la productividad no depende de la precariedad laboral sino de condiciones satisfactorias de trabajo, que las regulaciones estatales sobre la economía son imprescindibles en múltiples planos o que los “servicios básicos” como la policía o las fuerzas armadas son aparatos represivos que podrían reducirse notablemente de cambiar las condiciones sociales mayoritarias. Saben perfectamente lo que hacen –y por eso lo hacen.

Desde luego, si bien “argumentos de necesidad” de esa clase son manifiestamente falsos, seguirán siendo repetidos por el discurso hegemónico como una verdad de perogrullo, dogmas que no sería dado siquiera interrogar. Llegados a este punto, es claro que la función retórica de este argumentario es la legitimación ideológica de decisiones contingentes tomadas desde centros de poder sustraídos a cualquier control público. Saben de sobra del daño que están produciendo; sencillamente no les importa y ni siquiera contamos con medios de control democráticos para limitar estas decisiones basadas en cálculos de rentabilidad privada y no en criterios explícitos de bien público. Por centrarnos -a modo de ejemplo- en algunas instituciones supranacionales: ¿quién controla a organismos como la OMC, el BM, la OMS, el FMI, la CE, el BCE, entre otros? ¿Qué representan estas siglas sino la opacidad absoluta? ¿Qué sanciones están estipuladas ante los gravísimos “errores” de previsión de estas entidades y las pésimas recetas que han prescrito para gestionar la presente situación u otras similares en el pasado? ¿Quién supervisa, y bajo qué  criterios, el vínculo de la troika con los lobbies que marcan su agenda de reformas socialmente regresivas? Dicho de otro modo: ¿quién controla a estos mandatarios del gran capital?

El discurso neoconservador, pues, forma parte de la retórica cínica que esgrimen los ideólogos del orden instituido. Que encontremos expertos dispuestos a elaborar esa ideología de forma teórica habla, en todo caso, de una lucrativa alianza entre elites políticas y especialistas del ajuste, agentes financieros y académicos enriquecidos, pero no informa sobre las inconsistencias y perjuicios prácticos de ese argumentario (1), como el crecimiento de la pobreza, la destrucción de empleo, las restricciones impuestas en el acceso al sistema de prestaciones sociales públicas, el sobreendeudamiento de la población, el encarecimiento de bienes primarios o la pérdida de vivienda, por no ahondar en otros efectos menos visibles pero no menos devastadores como el éxodo juvenil, el suicidio o el aumento de distintas formas de violencia social.

El neoconservadurismo como cinismo, sin embargo, no se deja invertir: el cinismo contemporáneo –que apenas mantiene un remoto parecido de familia con el discurso filosófico griego homónimo- hunde sus raíces en la modernidad económica, en particular, en la disociación ética entre saber y poder. Comprender sus modalidades es condición para radicalizar una crítica al presente. Es de suponer que la eficacia simbólica de esa crítica se haga visible no sólo en la pérdida progresiva de legitimidad de la ideología neoconservadora sino también de una constelación cultural mucho más vasta, que sustenta la realidad histórica del capitalismo. Puede que entonces, aunque no logremos evitar que los grupos dominantes hagan las paces con el mal del mundo, al menos nosotros no las hagamos con ellos.

Arturo Borra
 

 (1) Aunque las críticas a este discurso no han cesado de multiplicarse, una refutación especialmente demoledora a la “racionalidad del capitalismo” ha sido desarrollada por Cornelius Castoriadis, en Figuras de lo pensable. Las encrucijadas del laberinto IV, trad. FCE, 2002, México, pp. 65-92.

 

martes, 2 de abril de 2013

Notas sobre la insolencia: una réplica al cinismo







Puede que nuestro objetivo no sea otro que “(…) hacer aparecer en la práctica una línea divisoria entre los que quieren más de lo que existe y los que ya no quieren más” (1). Ese “más” es de otra especie; es un suplemento que, cualitativamente, exige una sociedad que no se resigne a los escombros.

Hay que decidir entonces en esa línea divisoria: a cada instante, tenemos que optar entre asaltar el orden del mundo o defenderlo. Quien declara no optar ya ha optado por su defensa: toma partido por los que, en las condiciones del presente, gozan los privilegios de su existencia.

El antagonismo no es electivo. La escalada que vivimos es de tal magnitud que nadie puede sustraerse a sus efectos. En una situación histórica semejante, lanzarse hacia aquello que parece inatacable es una apuesta de vida. Que las posibilidades de cambio social no estén aseguradas no nos exime de movernos hacia un horizonte que exige “más”  no sólo de los otros, sino también de nosotros mismos.

El riesgo de quedar atrapado es irreductible: “Es sabido que esta sociedad firma una especie de paz con sus enemigos más declarados cuando les ofrece un sitio en su espectáculo” (2). La catástrofe diaria del capitalismo nos desafía a no retroceder ante ese riesgo.

Nunca murieron tantos seres humanos como en la actualidad, a pesar de que las condiciones técnicas para evitarlo sean inéditas. La masacre pasa desapercibida sólo a quien cierra los ojos. No hay que buscar demasiado para encontrar cadáveres detrás de las grandes fortunas.

Se puede mirar hacia otra parte. Hacer del goce una justificación para el autismo o convertir la resignación y el conformismo en religión oficial.  Declarar los sueños en bancarrota, en nombre de un realismo que alza como infranqueables los límites del mundo actual. Reírse de los utopistas –denunciarlos por totalitarios, burócratas de lo imposible. Sospechar incluso cualquier proyecto que no se contente con lo menos, esto es, ingeniería social local, política reformista, sacrificio graduado. 

Como saben los situacionistas, no se trata de plantear fórmulas revolucionarias generales. El lenguaje formulaico, al uso, es parte del espectáculo de nuestros amos. Señuelos para los desprevenidos. La práctica del cambio se gesta en una pluralidad de agentes sociales, sin centro unitario. Lo que desafía lo espectacular no es un nuevo guionado, sino la ruptura activa de la lógica de los papeles: la práctica de lo imprevisible.
Eso no niega la necesidad de una articulación política de nuestra voluntad, a través de un proyecto emancipatorio que no significa nada distinto a una anticipación abierta de la instancia decisiva de la praxis. O, si se prefiere, el borrador colectivo para no claudicar ante lo inaceptable.

Incluso si el fuego nos devora, ¿qué otra salida podríamos imaginar que no sea dar vueltas en la noche? Cuando a plena luz del día el horror no espanta, la oscuridad puede ser una forma de guarecerse para luchar. No hay reposo ni reconciliación. Si llaman “inmadurez” a la negativa a dejar de cuestionar lo heredado, nuestra decisión más razonable es aceptar la condena y resistirnos a la normalidad de lo siniestro.

No vamos a negar que nuestra incompetencia para respetar el buen sentido es máxima. Demasiados sujetos competentes sostienen la actual estructura del mundo. ¿Estamos por ello desmantelados, girando sin saber ya qué hacer? Nada de eso: el incendio de lo visto podría ser una buena respuesta. La invención de otra cotidianeidad, el itinerario abierto de una «política nocturna» que se abre paso hacia lo excluido.

La osadía política consiste ante todo en mantener abierta la pregunta por el deseo colectivo mientras nos desplazamos. Ante la obscenidad cínica convertida en moneda de cambio, la réplica es la insolencia kínica: el sabotaje a una economía del cálculo, el desafío a la racionalidad del dominio que exhibe con buenos modales su potencia homicida.

Contra el pensamiento inocuo –volver a pensar. Querer más es una declaración de guerra a la idiotez convertida en norma moral. Es comprensible que alguien pregunte: ¿no somos ya irrevocablemente imbéciles? Puesto que no estamos fuera de nada, la pregunta se hace tanto más irrenunciable. Incluso si no pudiéramos escapar de esta imbecilidad del todo, el deseo de una salida sería tanto más imprescindible.

Tampoco cabe esperar nada fuera. Crear grietas es nuestro camino político. Cercados por una membrana cada vez más asfixiante, horadar su superficie es cuestión de vida, de otra vida (y no de sólo de mera supervivencia). El encierro no previene de nada sino que aísla de la alteridad.

Tampoco vendrá nadie. Los desposeídos no verán restituida la justicia en una experiencia mesiánica. El fin del mundo se aplaza a cambio de continuas catástrofes. La promesa sólo nace de estos escombros. Es la que alzan los albañiles de lo imaginario. No hay desencanto: contra el discurso de la seducción, tampoco tenemos que aceptar la futilidad del mundo. Si morar es parte de la trampa, nosotros nos lanzamos al exilio. Horadamos el baldío en el que se amontonan los desechos.

En una época en la que el cinismo es hegemónico, la insolencia es una actitud infrecuente: cuestionar la autoridad y las jerarquías, al fin y al cabo, exige una osadía intelectual y ética más bien atípica, incluso en una multitud de intelectuales y académicos reducidos a expertos del orden y a una infinidad de artistas convertidos en coleccionistas de minucias. En efecto, “(…) la insolencia es esa libertad que podemos expresar cuando nos liberamos de los vínculos que nos atan, una trascendencia que sólo se puede vivir durante un cierto tiempo, el que necesita lo real para atraparnos” (3).   

No bastará, desde luego, con ser insolentes. Cuestionar lo que hay de místico en la autoridad y de criminal en lo institucional es asumir un compromiso que exige un trastocamiento de lo real antes de que lo real (la prepotencia de los poderosos) nos atrape. Sospechar lo que hoy se inviste de un aura respetable forma parte de una insólita práctica de libertad. Llegados a este punto, ¿hay algo más insolente hoy día que una demanda de justicia que no se contente con obtener un sitio en el espectáculo?
 

Arturo Borra



(1)   Debord, Guy (2000): In girum imus nocte et consumimur igni, Anagrama, Barcelona, p. 48.
(2)   Debord, Guy, op.cit., p. 53.
(3)   Meyer, Michel (1996): La insolencia, Ariel, Barcelona, p. 134.