“El trabajo del pensamiento no es el de denunciar el
mal que habitaría secretamente en todo lo que existe sino el de presentir el
peligro que amenaza en todo lo que es habitual, y el de volver problemático
todo lo que es sólido”.
M.
Foucault
“El cínico es el que hace las paces con el mal del mundo”.
I. Singer
Los argumentos económicos que
articula el discurso neoconservador son fácilmente identificables: entre otros,
la necesidad de flexibilización de los mercados de trabajo a efectos de
garantizar la competitividad empresarial, la importancia de reducir el déficits
público en vistas a la sostenibilidad del estado, la prioridad de la iniciativa
privada por razones de eficiencia y eficacia, el rescate del sistema financiero
para garantizar la expansión del crédito a las empresas y por añadidura a las
familias, la necesidad de establecer un control máximo sobre la política
monetaria que evite cualquier escalada inflacionaria, la desgravación fiscal y
mejora de las condiciones a las rentas de capital que incentiven las
inversiones y eviten su deslocalización, las reformas laborales para mejorar la
productividad y la restricción de sus áreas de intervención a los “servicios
básicos” para no interferir en la dinámica de los mercados (aunque la categoría
de “servicio básico” sea significativamente inestable, a excepción de la
universal reivindicación del ejército y la policía como funciones estatales
indelegables). En pocas palabras: la necesidad de “desregular” los mercados en
tiempos de prosperidad y de “rescatarlos” con recursos públicos en tiempos de
crisis. La fórmula subyacente es simple: garantizar
la rentabilidad privada más allá de las fluctuaciones económicas, siendo el
estado quien asume las pérdidas del gran capital financiero y empresarial.
A nivel político, la retórica
neoconservadora se liga a la defensa de un cierto modelo de estado como garante
de la economía de mercado y del mantenimiento del orden público. La remisión de
la democracia a un mero procedimiento ligado al sistema parlamentario (marcado
por la alternancia en el gobierno de los partidos de masas y por el control de
las minorías parlamentarias) es complementado con la exigencia universal de respetar
las reglas de juego establecidas (o, lo que viene a ser lo mismo, la «seguridad
jurídica», especialmente de cara a “inversores”). A esta caracterización
sumaria cabría añadirle otros «argumentos de necesidad» invocados por el
neoconservadurismo (como sustento ideológico de las mal llamadas «democracias
liberales»): necesidad de regular los flujos migratorios según las demandas de
los mercados de trabajo y bajo la supervisión policial y militar (de modo de filtrar
la inmigración irregular y garantizar la “integración” pensada en términos de
asimilación a “normas” y “costumbres” nacionales), necesidad de limitar el derecho
de asilo y de racionalizar la cooperación humanitaria, necesidad de homogeneización
educativa orientada al desarrollo de la empleabilidad o de cualificaciones
profesionales en mercados laborales comunes, reivindicación de una política
cultural tradicionalista (ligada a la promoción de fiestas y eventos locales que
protejan la “identidad nacional”, al desarrollo de políticas de preservación
del patrimonio histórico-cultural, al control de las industrias culturales públicas
y la interrupción de cualquier forma de mecenazgo artístico) y despliegue de
una política securitaria internacional como mecanismo de protección ante la
globalización del terrorismo y de las mafias así como la defensa de alianzas
bélicas ante presuntos “enemigos de la libertad” y de los “derechos humanos”. La
enumeración podría ser más exhaustiva e incluir variantes más elaboradas de
este discurso que, aunque se base en el neoliberalismo, transgrede de forma
manifiesta el credo de la “autorregulación del mercado”.
En conjunto, estos argumentos de
necesidad niegan la “libertad” que este discurso proclama como valor supremo. La paradoja del neoconservadurismo es que en
nombre de la libertad termina negándola bajo la retórica de la necesidad. La amenaza
del caos es usada sistemáticamente para legitimar lo que es considerado un imperativo de acción. Lo
fundamental, en este contexto, es que esa formación discursiva no se propone
tanto articular una justificación teórica consistente como elaborar una práctica
política presentada como ineludible. La defensa coral del sentido común y el
llamado a la responsabilidad constituyen variantes de un enunciado fundamental:
las alternativas políticas y económicas, en rigor, además de ser contrarias
al “interés general” y en última instancia producto de posiciones “radicales”,
no pueden más que conducir al “desorden” o a la “anarquía”. En suma, la
glorificación de lo presente se transforma en rechazo de otras alternativas. En
el límite, para este discurso no hay alternativa alguna a la opción política
presente. No es de extrañar que muchos grupos sientan ante esta presunta
“fatalidad” un profundo desencanto, lo que no hace sino constatar que la
política de la resignación tiene consecuencias materiales.
Por lo demás, aunque esos
argumentos tengan cierta eficacia en las políticas de gobierno
dominantes, bajo la forma de programas concretos, a menudo entran en colisión
con la propia práctica de gestión, en la que se adoptan decisiones que nada
tienen que ver con la “austeridad” o incluso el “interés económico”. Por poner algunos
contraejemplos: la negativa a reducir el gasto político, la amnistía fiscal a
los grandes capitales, la transferencia de recursos públicos a la banca, la
subvención a instituciones como la iglesia católica o la monarquía y la
política fiscal regresiva no tienen ningún vínculo estable con esos argumentos.
Más bien, ponen de manifiesto un pragmatismo ideológico en la que todo vale para salvar al capital concentrado
o a sectores institucionales esclerotizados.
Dicho de forma más específica: saben perfectamente que el deterioro de
las condiciones laborales no implica creación de empleo, que reducir el
déficits fiscal en tiempos de contracción económica agrava la situación de
exclusión social y contrae más el consumo, que la iniciativa privada en ciertos
ámbitos no sólo no es más efectivo sino que puede convertirse en un auténtico
desastre (como ocurre con la sanidad, los recursos estratégicos, las pensiones
o la educación), que salvar a la banca no conduce a un aumento crediticio, que
una política monetaria rígida es un obstáculo para reestructurar los tipos de
cambio, que un sistema tributario más progresivo -complementario a la supresión
de paraísos fiscales y a la aplicación de una tasa a las transacciones
financieras- permitiría gestionar con más recursos la crisis sin arremeter
contra los damnificados, que la productividad no depende de la precariedad
laboral sino de condiciones satisfactorias de trabajo, que las regulaciones
estatales sobre la economía son imprescindibles en múltiples planos o que los
“servicios básicos” como la policía o las fuerzas armadas son aparatos
represivos que podrían reducirse notablemente de cambiar las condiciones
sociales mayoritarias. Saben perfectamente lo que hacen –y por eso lo hacen.
Desde luego, si bien “argumentos
de necesidad” de esa clase son manifiestamente falsos, seguirán siendo
repetidos por el discurso hegemónico como una verdad de perogrullo, dogmas que
no sería dado siquiera interrogar. Llegados a este punto, es claro que la
función retórica de este argumentario es la legitimación ideológica de
decisiones contingentes tomadas desde centros de poder sustraídos a cualquier control
público. Saben de sobra del daño que están produciendo; sencillamente no les
importa y ni siquiera contamos con medios de control democráticos para limitar
estas decisiones basadas en cálculos de rentabilidad privada y no en criterios
explícitos de bien público. Por centrarnos -a modo de ejemplo- en algunas
instituciones supranacionales: ¿quién controla a organismos como la OMC, el BM,
la OMS, el FMI, la CE, el BCE, entre otros? ¿Qué representan estas siglas sino
la opacidad absoluta? ¿Qué sanciones están estipuladas ante los gravísimos
“errores” de previsión de estas entidades y las pésimas recetas que han
prescrito para gestionar la presente situación u otras similares en el pasado?
¿Quién supervisa, y bajo qué criterios, el
vínculo de la troika con los lobbies que
marcan su agenda de reformas socialmente regresivas? Dicho de otro modo: ¿quién
controla a estos mandatarios del gran capital?
El discurso neoconservador, pues,
forma parte de la retórica cínica que esgrimen los ideólogos del orden instituido.
Que encontremos expertos dispuestos a elaborar esa ideología de forma teórica
habla, en todo caso, de una lucrativa alianza entre elites políticas y especialistas
del ajuste, agentes financieros y académicos enriquecidos, pero no informa
sobre las inconsistencias y perjuicios prácticos de ese argumentario (1), como
el crecimiento de la pobreza, la destrucción de empleo, las restricciones
impuestas en el acceso al sistema de prestaciones sociales públicas, el
sobreendeudamiento de la población, el encarecimiento de bienes primarios o la
pérdida de vivienda, por no ahondar en otros efectos menos visibles pero no
menos devastadores como el éxodo juvenil, el suicidio o el aumento de distintas
formas de violencia social.
El neoconservadurismo como
cinismo, sin embargo, no se deja invertir: el cinismo contemporáneo –que apenas
mantiene un remoto parecido de familia con el discurso filosófico griego
homónimo- hunde sus raíces en la modernidad económica, en particular, en la
disociación ética entre saber y poder. Comprender sus modalidades es condición
para radicalizar una crítica al presente. Es de suponer que la eficacia simbólica
de esa crítica se haga visible no sólo en la pérdida progresiva de legitimidad
de la ideología neoconservadora sino también de una constelación cultural mucho
más vasta, que sustenta la realidad histórica del capitalismo. Puede que
entonces, aunque no logremos evitar que los grupos dominantes hagan las paces con el mal del mundo, al
menos nosotros no las hagamos con ellos.
Arturo Borra
(1) Aunque las críticas a este discurso no han
cesado de multiplicarse, una refutación especialmente demoledora a la
“racionalidad del capitalismo” ha sido desarrollada por Cornelius Castoriadis,
en Figuras de lo pensable. Las
encrucijadas del laberinto IV, trad. FCE,
2002, México, pp. 65-92.
No hay comentarios:
Publicar un comentario