Puede que nuestro objetivo no sea
otro que “(…) hacer aparecer en la práctica una línea divisoria entre los que
quieren más de lo que existe y los que ya no quieren más” (1). Ese “más” es de
otra especie; es un suplemento que, cualitativamente, exige una sociedad que no
se resigne a los escombros.
Hay que decidir entonces en esa
línea divisoria: a cada instante, tenemos que optar entre asaltar el orden del
mundo o defenderlo. Quien declara no optar ya ha optado por su defensa: toma
partido por los que, en las condiciones del presente, gozan los privilegios de
su existencia.
El antagonismo no es electivo. La
escalada que vivimos es de tal magnitud que nadie puede sustraerse a sus
efectos. En una situación histórica semejante, lanzarse hacia aquello que
parece inatacable es una apuesta de vida. Que las posibilidades de cambio
social no estén aseguradas no nos exime de movernos hacia un horizonte que
exige “más” no sólo de los otros, sino
también de nosotros mismos.
El riesgo de quedar atrapado es
irreductible: “Es sabido que esta sociedad firma una especie de paz con sus
enemigos más declarados cuando les ofrece un sitio en su espectáculo” (2). La
catástrofe diaria del capitalismo nos desafía a no retroceder ante ese riesgo.
Nunca murieron tantos seres humanos como en la actualidad, a pesar de que las
condiciones técnicas para evitarlo sean inéditas. La masacre pasa desapercibida
sólo a quien cierra los ojos. No hay que buscar demasiado para encontrar
cadáveres detrás de las grandes fortunas.
Se puede mirar hacia otra parte.
Hacer del goce una justificación para el autismo o convertir la resignación y
el conformismo en religión oficial.
Declarar los sueños en bancarrota, en nombre de un realismo que alza
como infranqueables los límites del mundo actual. Reírse de los utopistas
–denunciarlos por totalitarios, burócratas de lo imposible. Sospechar incluso
cualquier proyecto que no se contente con lo menos, esto es, ingeniería social local, política reformista,
sacrificio graduado.
Como saben los situacionistas, no
se trata de plantear fórmulas revolucionarias generales. El lenguaje
formulaico, al uso, es parte del espectáculo de nuestros amos. Señuelos para
los desprevenidos. La práctica del cambio se gesta en una pluralidad de agentes
sociales, sin centro unitario. Lo que desafía lo espectacular no es un nuevo
guionado, sino la ruptura activa de la lógica de los papeles: la práctica de lo
imprevisible.
Eso no niega la necesidad de una
articulación política de nuestra voluntad, a través de un proyecto
emancipatorio que no significa nada distinto a una anticipación abierta de la
instancia decisiva de la
praxis. O , si se prefiere, el borrador colectivo para no
claudicar ante lo inaceptable.
Incluso si el fuego nos devora,
¿qué otra salida podríamos imaginar que no sea dar vueltas en la noche? Cuando
a plena luz del día el horror no espanta, la oscuridad puede ser una forma de
guarecerse para luchar. No hay reposo ni reconciliación. Si llaman “inmadurez”
a la negativa a dejar de cuestionar lo heredado, nuestra decisión más razonable
es aceptar la condena y resistirnos a la normalidad de lo siniestro.
No vamos a negar que nuestra
incompetencia para respetar el buen
sentido es máxima. Demasiados sujetos competentes sostienen la actual
estructura del mundo. ¿Estamos por ello desmantelados, girando sin saber ya qué
hacer? Nada de eso: el incendio de lo visto podría ser una buena respuesta. La
invención de otra cotidianeidad, el itinerario abierto de una «política
nocturna» que se abre paso hacia lo excluido.
La osadía política consiste ante
todo en mantener abierta la pregunta por el deseo colectivo mientras nos
desplazamos. Ante la obscenidad cínica convertida en moneda de cambio, la
réplica es la insolencia kínica: el sabotaje a una economía del cálculo, el
desafío a la racionalidad del dominio que exhibe con buenos modales su potencia
homicida.
Contra el pensamiento inocuo
–volver a pensar. Querer más es una
declaración de guerra a la idiotez convertida en norma moral. Es comprensible
que alguien pregunte: ¿no somos ya irrevocablemente imbéciles? Puesto que no
estamos fuera de nada, la pregunta se hace tanto más irrenunciable. Incluso si
no pudiéramos escapar de esta imbecilidad del todo, el deseo de una salida
sería tanto más imprescindible.
Tampoco cabe esperar nada fuera. Crear grietas es nuestro
camino político. Cercados por una membrana cada vez más asfixiante, horadar su
superficie es cuestión de vida, de otra vida (y no de sólo de mera
supervivencia). El encierro no previene de nada sino que aísla de la alteridad.
Tampoco vendrá nadie. Los
desposeídos no verán restituida la justicia en una experiencia mesiánica. El
fin del mundo se aplaza a cambio de continuas catástrofes. La promesa sólo nace
de estos escombros. Es la que alzan los albañiles de lo imaginario. No hay
desencanto: contra el discurso de la seducción, tampoco tenemos que aceptar la
futilidad del mundo. Si morar es parte de la trampa, nosotros nos lanzamos al exilio.
Horadamos el baldío en el que se amontonan los desechos.
En una época en la que el cinismo
es hegemónico, la insolencia es una actitud infrecuente: cuestionar la
autoridad y las jerarquías, al fin y al cabo, exige una osadía intelectual y
ética más bien atípica, incluso en una multitud de intelectuales y académicos
reducidos a expertos del orden y a una infinidad de artistas convertidos en
coleccionistas de minucias. En efecto, “(…) la insolencia es esa libertad que
podemos expresar cuando nos liberamos de los vínculos que nos atan, una
trascendencia que sólo se puede vivir durante un cierto tiempo, el que necesita
lo real para atraparnos” (3).
No bastará, desde luego, con ser
insolentes. Cuestionar lo que hay de místico en la autoridad y de criminal en
lo institucional es asumir un compromiso que exige un trastocamiento de lo real
antes de que lo real (la prepotencia de los poderosos) nos atrape. Sospechar lo
que hoy se inviste de un aura respetable forma parte de una insólita práctica
de libertad. Llegados a este punto, ¿hay algo más insolente hoy día que una
demanda de justicia que no se contente con obtener un sitio en el espectáculo?
Arturo Borra
(1) Debord,
Guy (2000): In girum imus nocte et
consumimur igni, Anagrama, Barcelona, p. 48.
(2)
Debord,
Guy, op.cit., p. 53.
(3) Meyer,
Michel (1996): La insolencia, Ariel,
Barcelona, p. 134.
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