El borrado de la problemática de la inmigración
Uno de los efectos fundamentales del omnipresente discurso de
la crisis, centrado en el “paro”, el “déficit público” y los “mercados
financieros”, es invisibilizar otras problemáticas no menos acuciantes, entre
las que cuenta la cuestión migratoria. No se trata sólo de un “olvido” sintomático
del cada vez más relevante problema del racismo y la xenofobia en España[i] sino
de una «estrategia de borrado» de la problemática migratoria de la agenda
pública (tanto mediática como gubernamental). La hegemonía neoconservadora se
traduce en una gramática general de la
reticencia (más que de la simple omisión) que no excluye referencias
negativas explícitas con respecto a esta realidad drástica o la intervención
patética de algunos políticos de segunda línea exaltando las “virtudes” locales
o los “vicios” ajenos. Por lo demás, esta estrategia tampoco puede evitar la
irrupción de acontecimientos que hacen reaparecer de forma pública lo borrado,
como ocurrió recientemente con la política de exclusión de los inmigrantes
irregulares del sistema sanitario público y gratuito.
Si la estrategia hegemónica con respecto al campo de las
migraciones se mueve más sobre una política
elusiva de discurso que sobre una
política de estigmatización abierta, lo hace básicamente en función de un cálculo de
rentabilidad política. Desde una perspectiva interna, la primera opción tiene
la ventaja indiscutible de no tener que dar explicaciones sobre la verdadera
cruzada que la derecha española ha emprendido contra lo que considera un
«sobrante estructural» de seres humanos. Y, se sabe, cuanto menos hable de eso, más sencillo resultará deshacerse
de lo que “sobra”.
Claro que no puede impedir que a pesar de todo del otro lado de la membrana audiovisual haya seres
gesticulando. Seguirán moviéndose «fuera de cámara» o, con suerte, como fondo
de un «plano general» en el que los massmedia
como intérpretes administran el
derecho al discurso, denegando tendencialmente a los otros la posibilidad de
hablar (incluso si para ello representan la pantomima del «inmigrante» como
«sujeto testimonial»). Se trata de mostrar
algo para no mostrar nada; dejar que el (pequeño) otro aparezca -de forma
efímera- a partir de unos fragmentos testimoniales preseleccionados sin que
colisione con un gran Otro criminalizado y remitido a un lugar puramente
carencial.
En síntesis, el discurso hegemónico ha optado en términos estratégicos
por relegar la referencia a la vida de más de cinco millones y medio de inmigrantes
residentes en territorio español. No se trata, obviamente, de ningún azar: es
la primera fase del desentendimiento absoluto con respecto a su bienestar.
Condenados a la categoría de «ciudadanía de segunda mano» (cuando no
directamente excluidos de la ciudadanía), esos sujetos han pasado a formar
parte del ejército invisible que es objeto de políticas de descarte y reciclaje
cortoplacistas. Reducidos a «deshechos humanos»[ii] la
cuestión central en esta práctica gubernamental es su gestión en tanto residuos:
como masa marginal, sus demandas no cuentan, como tampoco cuenta el sufrimiento evitable al que son
arrojados.
No menos sintomático resulta el cambio nominal del anterior
“Ministerio de Trabajo e Inmigración” español por el actual “Ministerio de
Empleo y Competitividad”. La supresión de “inmigración” marca de por sí todo un
programa sustitutivo, acorde a los nuevos mandatos de mercado. Que el término
“inmigración” estuviera significado en su vínculo con el “trabajo” ya era
indicativo del carácter instrumental que se le asignó a estos colectivos en los
90 y la primera década del siglo XXI: tendencialmente, se trató de una política
de provisión (a través de la sectorización de flujos migratorios, de la
regularización periódica de personas en situación irregular o la administración
de contingentes de temporeros) de mano de obra barata para mercados de baja
cualificación y con un alto índice de temporalidad, destinada a sostener la
expansión económica en los países centrales. El nuevo giro convierte en
residual esta política: más que una fuerza
instrumental relativamente valorada por su aportación laboral intensiva, la
inmigración es replanteada como un lastre
que es preciso controlar, tanto para
seguir nutriendo una economía sumergida y atemperar los efectos del
envejecimiento poblacional como para contribuir a sostener las cuentas en rojo de
un estado de bienestar desde siempre trunco. El objetivo es doble: expulsar un
“excedente” de extranjeros residentes y retener, en condiciones
mayoritariamente paupérrimas, a quienes sigan “compitiendo” con salarios
bajos.
Aunque las piruetas lingüísticas de la derecha gubernamental adquieran
por momentos un cariz (tragi)cómico, la arremetida contra estos millones de
personas inmigradas implica prácticas de suma gravedad: la continuidad de las
redadas policiales, el mantenimiento de los Centros de Internamiento de
Extranjeros (CIE), la denegación de asilo a la abrumadora mayoría de
solicitantes y el abandono casi absoluto que padece la minoría que adquiere el
estatus de refugiado[iii],
la restricción creciente de permisos de trabajo y residencia por motivos
familiares o laborales, la denegación de acceso a territorio nacional a personas
extracomunitarias que no justifiquen económicamente su estancia, la supresión
de los fondos de integración, la reducción drástica de los fondos de
cooperación y co-desarrollo, la restricción en el acceso al sistema sanitario a
inmigrantes irregulares y el recorte de las partidas destinadas a ONG y
asociaciones de ayuda a inmigrantes y refugiados, entre otras[iv].
Aunque deberíamos cuidarnos de homogeneizar en el análisis a
los «sujetos migrantes», es claro que el incremento migratorio a los países
centrales en las últimas dos décadas –interrumpido en la actualidad por flujos
migratorios en sentido contrario- ha estado ligado a los procesos de
globalización capitalista y a la correlativa intensificación de transferencia
de recursos y trabajadores de las periferias a las metrópolis en una fase expansiva.
Si bien las políticas migratorias afectan de forma diferencial a distintos
segmentos de población inmigrada, eso no debería ocultar que la homogeneización
de estos colectivos es, ante todo, una consecuencia de las políticas públicas desplegadas.
Para circunscribirme al caso español: desde la década de los 90, el
confinamiento sectorial de la amplia mayoría de inmigrantes a puestos de
trabajo precarizados y en posición subordinada es claro: tres de cada cuatro
inmigrantes fueron empleados en sectores de baja cualificación y la tendencia
no se ha revertido en lo más mínimo[v].
Ahora bien, si esto es así, ¿por qué esos sujetos migrantes apenas tienen visibilidad colectiva en sus
posicionamientos ante estas políticas claramente discriminatorias? Que las
autoridades hegemónicas apuesten al borrado de esta problemática es previsible.
Menos previsible resulta que apenas dispongamos de discursos críticos
elaborados por miembros de las propias
comunidades migrantes que hayan alcanzado cierta notoriedad pública. ¿Cómo explicar este “silencio” en el espacio
público por parte de los damnificados[vi]?
El silencio de los condenados
Hace más de dos décadas (su primera versión es de 1985), con
motivo de la inmolación de una mujer india, Gayatri Spivak se preguntaba de un
modo aparentemente incomprensible: «¿Puede hablar el subalterno?»[vii].
La respuesta en ese contexto era negativa. Con ello, estaba cuestionando el silenciamiento
al que muchos seres humanos son confinados por parte de la “narrativa
histórica capitalista”, negándole cualquier «estatus dialógico» a la posición
del subalterno[viii]. Dicho de otro modo:
como el caso de Gregor Samsa en La metamorfosis de F. Kafka, ellos hablan pero nadie los escucha. Eso lleva a la siguiente pregunta: si nadie los escucha, ¿en qué sentido
podría decirse que hablan? ¿Y quién
es ese nadie que se niega a escuchar?
Participar en cierto
«orden de discurso» -en términos de Foucault[ix]-
supone mucho más que una simple disposición subjetiva a tomar la palabra.
Entre otras cosas, porque sin una autorización institucional y sin un
emplazamiento de poder, ningún sujeto puede
hablar por más que quiera. Podría incluso gritar que sería desoído: hablar
una lengua declarada “incomprensible”, “inculta”, “fuera de lugar”. Un «acto de
habla» sustraído de un «dispositivo de enunciación» -y por tanto de unas
estructuras institucionales de poder- carece de fuerza performativa: no
constituye un auténtico acto.
Resulta banal sostener que, a pesar de todo, Spivak habla como mujer académica india. El argumento es inaceptable
en tanto su misma pertenencia académica ya la sustrae de la condición de
«subalterna» que se le atribuye. Dejemos de lado, entonces, la crítica
facilista que sostiene que posturas como las de Spivak se auto-refutan
pragmáticamente, esto es, se niegan por su propia existencia, por el hecho de
poder ser formuladas a pesar de todo.
Del hecho de que hablemos
–en el sentido trivial del término- en nuestro mundo cotidiano no se infiere
que estemos institucionalmente autorizados
a hacerlo ni que se nos garantice una escucha atenta (y no digamos ya una
respuesta política, intelectual e institucional satisfactoria). Tal vez
deberíamos insistir en que, a pesar de estos obstáculos nada irreales, nuestra
tenacidad no desiste. Uno mismo como sujeto
migrante puede intentarlo. Sin embargo, ¿cómo evitar la trampa del
voluntarismo? Y ¿en qué sentido resulta válido representarse como subalterno?
Que la abrumadora mayoría de sujetos migrantes encarnan esa condición
subalterna en el contexto del capitalismo globalizado no necesita demasiada
argumentación; sí lo requiere, en cambio, la inscripción de uno mismo en esa condición. Otra vez,
nos topamos con esa punzante afirmación de una imposibilidad que amenaza
con convertirse en un argumento circular: lo
subalterno no puede hablar; si hablo no soy subalterno.
Para evitar este círculo lógicamente viciado, Spivak delimita
el sentido de esta categoría. Ser inmigrante
no es condición suficiente ni necesaria para subsumir a un individuo en
dicha categoría (la cual remite, ante todo, a la realidad de diferentes grupos
oprimidos, en los que clase, etnia y género se articulan
de modo específico en el proceso de subordinación social). El desplazamiento de
elites intelectuales y profesionales
que se mueven en un régimen de privilegios jurídicos, administrativos,
académicos, simbólicos y económicos, es un proceso regular entre periferias y
países centralizados. Sería erróneo, sin embargo, confundir esas minorías
autorizadas con una mayoría silenciosa de la población migrante que
se mueve en la frontera difusa de la fragilidad relativa y absoluta[x].
¿Qué hay entonces de la crítica radical al colonialismo y al
etnocentrismo, propiciada por narrativas poscoloniales, a menudo elaboradas por
intelectuales que sufrieron en cierta medida los efectos de las políticas
metropolitanas? Habría que señalar que estos críticos no pueden considerarse de
forma válida como subalternos:
autores como Said, Amin o Spivak forman parte de esos intelectuales de la diáspora que han logrado cierta resonancia
pública precisamente en la medida en que han logrado desplazarse de esa
posición. Como «autores» consagrados en sus respectivos campos de intervención
teórica (sea la crítica literaria, la teoría política, el feminismo o el
deconstructivismo) constituyen ejemplos de un «exilio» que lejos de enmudecer a
quien lo vive, ha sido más bien la condición para el ejercicio de su crítica.
En este punto, habría que matizar lo dicho por el mismo Said[xi]:
“La cultura occidental moderna es en gran medida obra de exiliados, emigrados,
refugiados”. Sí, en tanto cierta
producción cultural presupone un distanciamiento crítico con respecto a lo
hegemónico. Puede incluso que el campo artístico constituya un refugio de
excepción para ese “obrar” subterráneo que transforma los límites en escritura (pictórica, lingüística, audiovisual,
musical…).
Sin embargo, ¿cómo desconocer la dificultad estructural de
esos “exiliados, emigrados y refugiados” para acceder a específicos
dispositivos de enunciación, esto es, para ser habilitados como sujetos
comunicacionales en determinados órdenes del discurso? Lo dicho, pues, no
invalida el núcleo más perturbador de la tesis de Spivak: la condición de enunciación del sujeto, en las condiciones del
presente, es su desplazamiento de la subalternidad; hablar sobre lo subalterno
ya supone una cierta distancia con respecto a esa condición.
La conciencia de esa distancia social debería ser suficiente
para eludir la típica tentación mesiánica a la que es tan proclive una cierta
izquierda autoritaria. Auto-posicionarse como portavoz privilegiado de los “sin
voz” no hace más que persistir en el malentendido, en un doble sentido: 1)
porque reafirma el etnocentrismo del
enunciador –que se arroga para sí el monopolio de una política de
representación de los “silenciados”, a menudo reducidos a sujetos alienados y
pasivos- y 2) porque convalida como agente
sustitutivo la exclusión de los subalternos de los órdenes del discurso
establecidos, esto es, porque apuntala un régimen hegemónico que se basa en las
asimetrías de poder entre los diferentes sujetos sociales (en este caso, según
su procedencia).
En vez de atribuirnos algún privilegio epistémico y político
con respecto a estos grupos, sería mejor que nuestras luchas se centraran en la
subversión del campo social, marcado por múltiples desigualdades sociales y
comunicacionales. Erosionar las condiciones histórico-sociales de producción
del silenciamiento de los subalternos no
pasa por asumir un paternalismo benevolente de “dar voz a los que no tienen voz” o un populismo
inverso que atribuye a los grupos subordinados el monopolio del habla legítima,
sino por el reconocimiento de nuestro descentramiento
radical o, para decirlo de otra manera, por la crítica de una política
de autoridad institucionalizada que impide que determinados sujetos
participen, en igualdad de condiciones, en la producción discursiva mediante la
cual una formación social se interpreta y se transforma a sí misma. Nuestras
perspectivas no constituyen más que fragmentos
(por definición, precarios e incompletos) de un discurso que adquiere validez
en tanto es confrontado de forma crítica con otros discursos sociales. Ocultar
esta condición fragmentaria no cambia las cosas. Nos movemos en ese doble
riesgo: auto-posicionarnos como únicos sujetos del discurso o terminar
adjudicando al otro (más o menos acallado) el privilegio del discurso legítimo,
único portavoz de la palabra verdadera. Sin embargo, de las premisas anteriores
no se deriva necesariamente ninguna de estas dos posiciones, sino la condición descentrada de toda posición de enunciación.
Persistiríamos en el malentendido si interpretáramos esta
crítica a la autoridad como una mera inversión
de las jerarquías. Nuestra apuesta es la de una subversión radical de lo que regula en el presente el derecho a
hablar. Si nuestro tiempo es también el tiempo de la migración y el asilo –en
el que millones de vidas arrasadas son forzadas a desplazarse por razones
políticas y económicas-, centrarse en esa problemática es una prioridad
política: no sólo porque cuestiona un régimen de verdad colonial que excluye
institucionalmente a esos seres humanos de cualquier interlocución autorizada,
sino también porque a través de esa crítica de la exclusión reivindica una
universalidad que no sea meramente proyectada.
Formulemos de nuevo la cuestión. Incluso si admitiéramos la regularidad de la excepción, ¿quiénes
hablan los discursos de la
subalternidad? Para responder a esta pregunta, podríamos extrapolar lo que Said
plantea con respecto al sujeto colonizado (que en principio y de forma
tendencial permite incluir al sujeto migrante) como «interlocutor». Said
distingue entre dos significados discrepantes de éste[xii]:
el primero está delimitado por el colonizador, que fija las categorías en las
que el colonizado podría intentar “dialogar”. No es extraño que, ante esa
posibilidad, el intelectual nativo se niegue a hablar y asuma el antagonismo
como único punto posible de contacto con la potencia colonial. El otro
significado procede de un entorno menos inmediatamente político.
En este contexto el interlocutor es
alguien que quizá ha sido encontrado clamando en el umbral, allá donde desde
fuera de un campo o disciplina ha producido una perturbación tan indecorosa
como para que se le permita entrar, una vez comprobado en el control de entrada
que no lleva armas ni piedras, para seguir hablando. El resultado domesticado
recuerda a una serie de correlatos teóricos de moda, como por ejemplo el
dialogismo y la heteroglosia de Bajtin[xiii].
Pero este interlocutor no es más que una “creación de
laboratorio” (sic) despojado de la urgencia vital y de la conflictividad en el
que esa urgencia se inscribe. En ambos casos, nuestro interlocutor colonizado
no logra interactuar en un vínculo comunicativo simétrico: o bien el colonizado
(subalterno) se niega a hablar o bien es “domesticado” en el mismo acto de
habla y entonces no logra establecer una ruptura con respecto al orden colonial[xiv].
Si bien el interlocutor colonizado podría
hablar, las condiciones para hacerlo son inaceptables. Por otra vía, tenemos no un sujeto sin voz, a quien habría que
dársela desde una exterioridad privilegiada -en términos de conciencia,
compromiso o actividad-, sino un sujeto desautorizado en términos
institucionales. En cualquiera de las variantes, el argumento no presupone un
sujeto puramente reproductivo y pasivo, sino un agente subalternizado que,
no obstante, despliega, a menudo de modo más o menos inconsciente, estrategias
de confrontación y resistencia.
Interculturalidad,
diferencia y comunicación
Si en el contexto del capitalismo globalizado se plantea tendencialmente un lazo entre
subalternidad y migración, entonces, la referencia a la «interculturalidad»
puede ser una buena estrategia para reconstruir los vínculos comunicacionales
con esos otros que son más bien llamados
a callar. La «interculturalidad», como forma
específica de una política de igualdad más amplia, permite cuestionar los
actuales privilegios de los que goza el sujeto hegemónico (encarnado en el
prototipo del varón adulto, cristiano, blanco, burgués, europeo y heterosexual)[xv].
Sin embargo, apenas podríamos avanzar en dicha dirección si
asociamos este proyecto intercultural a la mera «yuxtaposición» de valores,
significaciones y prácticas diferentes, relativas a las comunidades implicadas.
Lo que está en juego, por el contrario, es la «articulación» de un horizonte de sentido en común,
que no se confunde con ningún proceso de simple homogeneización, uniformización
identitaria o formación de «consensos racionales» últimos y universales[xvi].
Más que la confluencia espontánea de perspectivas diversas, la condición de
dicha articulación es la producción de prácticas comunicacionales simétricas,
esto es, la inclusión igualitaria de los
otros como participantes tanto en las instituciones públicas -estatales o societales[xvii]-
como privadas.
Apenas hace falta decir que nada semejante ocurre en las
condiciones del presente[xviii].
En un nivel concreto, conviene detenerse en algunas prácticas sociales que se presentan
como interculturales. El ejemplo del campo educativo español es ilustrativo. Por
un lado, es innegable que en la última década se han desplegado algunas propuestas
relacionadas a una «pedagogía de la interculturalidad»; por otro lado, sin
embargo, esas propuestas han sido puestas en marcha sin contar (o sólo contando
de modo marginal) con esos otros implicados. El sujeto de la enunciación, por
así decirlo, se ha limitado a construir al otro como objeto pedagógico, sin dar
lugar a su participación tanto en la elaboración como gestión de esos proyectos
educativos. Preguntar si el discurso pedagógico sobre la interculturalidad no
termina institucionalizándose como objeto teórico prestigioso entre profesores
y académicos progresistas que no muestran la más mínima disposición a poner en
cuestión sus privilegios es una tentación casi ineludible. Mientras crean
materias, seminarios, postgrados y cátedras sobre diversidad e
interculturalidad, los otros brillan por
su ausencia como sujetos del discurso.
Las ironías al respecto podrían proliferar, pero sería erróneo apresurarse a
rechazar esta pedagogía por sus déficits en
la práctica. Lo que más bien cabría preguntarse es acerca de los escollos
institucionales que taponan la posibilidad de una pedagogía desde lo intercultural. En otras
palabras, a esa pedagogía hay que pedirle que se deje leer, en primera instancia, desde sus mismos principios de
lectura. No hay que ser excesivamente perspicaz para percibir el auténtico
hiato entre esos principios de lectura y las prácticas pedagógicas actuales: en
materia de apertura educativa está todo
por hacer. Solamente por insistir en la estructura del profesorado: en las
instituciones educativas españolas, ¿qué presencia tienen maestros y profesores
inmigrantes y refugiados? ¿Qué recuperación institucional se hace de sus experiencias
pedagógicas que podrían aportar a la producción de una sociedad intercultural?
Algo similar podría decirse en torno al campo de la
«mediación intercultural»: ¿quiénes son los sujetos mediadores en los proyectos
municipales y asociativos implementados en territorio español en la última
década? Aunque podrían citarse algunas excepciones, cabe preguntarse si las
propias agencias públicas de mediación resisten los más elementales exámenes de
consistencia: la configuración de servicios, ¿contempla la inclusión de
miembros de diferentes culturas como responsables
técnicos y políticos de los
procesos de mediación? ¿Encarnan esas agencias los valores y principios que
alientan en la resolución de conflictos entre sujetos culturalmente diversos? También
en este caso nos hallamos presumiblemente ante una práctica profesional que no
ha logrado erosionar la clausura institucional en la que se mueve.
Los déficits en este
sentido son notables. La opacidad informativa, pero más gravemente la falta de informaciones
oficiales sistemáticas, no ayuda a ahondar en un diagnóstico crítico. Como
hipótesis de trabajo, podríamos sostener que la exclusión institucional de
migrantes y refugiados se extiende y acentúa en otras instituciones públicas,
por no mencionar la discriminación neta que se produce en el ámbito privado.
Para dimensionar la magnitud de esta problemática habría que preguntar sobre
las políticas y acciones que se están implementando a nivel público para garantizar
la inclusión institucional de estos sujetos a través de procesos abiertos de acceso.
La respuesta es por demás de desalentadora, empezando por los impedimentos legales
(aunque no sólo ni principalmente)[xix] que
se erigen como diques de contención (de
los otros). También podríamos invocar mecanismos de discriminación institucionalizada
bajo la forma de leyes de acceso restrictivas, trato desigual, trabas
burocráticas y una persistente resistencia cultural al interior de dichas
instituciones.
Lo decisivo es que combatir estas prácticas discriminatorias
sin transformar la misma institucionalidad
resulta imposible. Los discursos sobre
la interculturalidad, en ese sentido, suelen quedar en prácticas
bienintencionadas de reconocimiento
abstracto de las diferencias culturales o, a lo sumo, en una gestión intercultural
de conflictos entre particulares. Y, en efecto, seguirán siéndolo mientras no
impliquen una política que impida que las diferencias culturales sean
institucionalizadas como desigualdad efectiva, incluyendo las asimetrías
socioeconómicas e institucionales[xx].
¿Cómo podría defenderse un proyecto igualitario de ciudadanía sin tener en
cuenta como agentes a esa pluralidad
de sujetos culturales que, en un momento y espacio determinado, coexisten en
una sociedad? Y puesto que esa pluralidad puede dar lugar a antagonismos
sociales, ¿podría sostenerse esa exigencia sin la creación de espacios de
comunicación y decisión que hagan posible su articulación, esto es, la
producción de «puntos nodales» entre dichas diferencias? La transformación de lo multicultural en intercultural, a partir de un
trabajo de negociación simbólica entre posiciones diferenciales (virtualmente en
conflicto), es incongruente si no da lugar a una política efectiva de igualdad
en la toma de decisiones.
En
la experiencia de la interculturalidad se juega la ruptura con una versión
amable del viejo racismo que sin rechazar al diferente sigue considerándolo
como absolutamente otro. Por el
contrario, tomando el concepto de «cultura» como proceso social constitutivo[xxi], la cuestión de
la interculturalidad se focaliza en la institución de otra sociedad[xxii]. Y si bien los
críticos del multiculturalismo a menudo tienden a confundir multiculturalidad
con la experiencia de la interculturalidad[xxiii],
su distinción conceptual es nítida: la mera coexistencia
más o menos segregada de las culturas no se confunde con la apertura crítica ante el otro, esto es, con
una forma de afrontar la alteridad desde un horizonte dialógico, plural y reflexivo.
Mientras el multiculturalismo –tan propenso al discurso políticamente correcto
de la tolerancia[xxiv]- desconoce las jerarquías institucionalizadas entre las
culturas, una política interculturalista debería promover la construcción de condiciones igualitarias en una sociedad
culturalmente plural.
La interculturalidad como proyecto político
Aunque a menudo se invoca la actual “crisis” sistémica para
postergar de forma indefinida estas demandas de inclusión, lo cierto es que esta
«clausura institucional» le precede y ni siquiera es exclusiva a España: está
ligada, más bien, a sociedades con una “presión migratoria” baja. Lo que
resulta alarmante es que dos décadas
después de sucesivas olas migratorias de gran magnitud no sólo no se hayan
producido cambios favorables al respecto en España sino que, además, hayamos
ingresado en un período más regresivo aún. Para volver al planteamiento de Spivak:
la imposibilidad de hablar del (inmigrante)
subalterno no tiene ninguna relación necesaria con la presente situación de
crisis. La clausura institucional con respecto a este tipo de sujetos es una
regulación implícita de larga duración y responde más a factores jurídicos,
políticos y culturales que a una presunta restricción económica. Está ligada,
ante todo, al etnocentrismo y al blindaje que las autoridades coloniales efectúan
para preservar un régimen de privilegios. Desconocer la relación entre dicho
blindaje y la historia de los estados nacionales sería una ingenuidad. Aunque
podríamos intentar concebir un “estado plurinacional” o incluso “posnacional”
que de lugar a otros vínculos, en España la política de estado es, por el contrario,
reforzar la membrana institucional, judicial y policial que separa el interior
del exterior.
Apenas hace falta insistir en que la postergación indefinida
de este proyecto de interculturalidad equivale a aplazar la sociedad inclusiva
y plural que, en términos retóricos, se ha convertido en una coartada común. El
carácter demagógico de esa coartada se hace evidente en la persistencia de
estructuras institucionales autocráticas. Puesto que la reestructuración sistémica en curso está
incidiendo en una intensificación de actitudes y prácticas xenófobas y racistas[xxv] (por no hablar de una
arremetida clasista más vasta), resulta claro que la exclusión institucional de
estos sujetos afectados no sólo no revierte esas actitudes y prácticas sino que
además las consolida, en este caso, reproduciendo un cierto paternalismo
etnocéntrico que supuestamente elige lo mejor para el otro pero sin contar en
absoluto con él.
Por
mucho que se insista en los «estereotipos» y «prejuicios» en la literatura
especializada bienpensante, lo fundamental son las trabas interpuestas a
los sujetos inmigrados en el acceso a instancias públicas de participación,
comunicación y decisión. Está todavía por investigar de forma sistemática qué
lugares institucionales (incluyendo medios de comunicación, partidos políticos,
sindicatos, empresas, ONG y asociaciones, instituciones educativas, etc.- se
les reserva a estos sujetos “subalternos”. Para formular el problema de otro
modo: ¿qué valor tiene la interculturalidad en el proyecto europeo hegemónico?,
¿qué relevancia se le otorga en la gestión pública y privada de las
instituciones culturales, económicas y políticas? Y ¿qué espacios de
comunicación y decisión se están abriendo a esta ciudadanía plural que no se
contenta con ser objeto de políticas culturales “bien intencionadas”?
En
síntesis, antes que el mero exotismo del multiculturalismo o la
diversidad de las culturas, lo que cabe propiciar –siguiendo a Bhabha- es la
construcción de un «Tercer Espacio», como posición de enunciación que permita
articular nuevas diferencias culturales: “(...) es el “inter” (el borde
cortante de la traducción y negociación, el espacio inter-medio [in-between]
el que lleva la carga del sentido de la cultura”[xxvi].
En tanto problemática política,
el planteamiento de la «interculturalidad» como práctica traduce exigencias de democratización insatisfechas.
La
complejidad de las soluciones es indisimulable, pero eso no es pretexto para dejar
de pensar caminos que nos lleven más allá del actual mapa de desigualdad y de
aquellas posiciones ideológicas que la legitiman, comenzando por un laxo relativismo
cultural que legitima de forma irrestricta las diferencias culturales o de
tolerancia multiculturalista que coexiste con ciertas diferencias segregadas sin
proponerse la construcción de espacios comunes, abiertos y dialógicos. Ante
esta realidad, el énfasis no reside en la coexistencia,
en relaciones de mutua indiferencia o de jerarquía en la vida pública, sino
en los lazos convivenciales y comunitarios o, si se prefiere, en la producción
de un vínculo comunicacional igualitario entre
culturas, que nos permita universalizar una «ética de la solidaridad»[xxvii].
¿Hablar?
¿Para quién?
En estas condiciones, suponiendo que pudiéramos hablar, ¿a
quién hacerlo? Es improbable que dichas demandas -formulables quizás en
los márgenes de la legitimidad académica e institucional- fueran a ser
consideradas por las autoridades (europeas) actuales (a menos que civilizadamente dejemos las piedras). Es claro, entonces, que no hablamos primordialmente para ellos. Tal vez aquellos mismos que
quisiéramos que nos escuchen (partiendo de esa constelación de identidades
subalternas) no tengan la menor intención de hacerlo. Pero no necesitamos concluir
que hablamos para nadie. Eso sería
condenar nuestros discursos a la impotencia. Más bien hablamos para los que agencian o podrían agenciar ahí, de forma crítica, en esa comunidad
de luchas y demandas de justicia, en ese reconocimiento de los otros como
constitutivos de nuestra identidad.
Si es cierto que hablar en el espacio público ya supone un
desplazamiento de esa condición subalterna, la oportunidad de hacerlo debería
ya interpelarnos para responder ante quienes no pueden hacerlo. Puesto que el
acceso al discurso presupone una posición de poder, hablar siempre ya es tomar partido. En consecuencia, somos
responsables de esa toma de partido cada vez. Si no desistimos de hablar, pese
a todo, es porque asumimos la responsabilidad de participar en la producción de
una política crítica del discurso. Un horizonte de izquierda que no cuestione
las asimetrías comunicacionales de la actual formación social sería
inconsecuente. Tomar parte por los “sin parte”, como diría Rancière, implica
plantear como exigencia pública su
derecho a hablar. Hablamos para intentar habilitar a otros. Y si, como
hemos afirmado, no hablamos en nombre del
subalterno, entonces, nuestra tarea política más apremiante es la crítica radical
a un régimen restrictivo que distribuye de forma desigual los poderes del
discurso público y, mediante esa crítica, dar parte a los que no la tienen.
Lo dicho nos coloca en una posición incómoda. Hablar es ante
todo un acto de responsabilidad política ante el otro. Tal vez la principal justificación
retroactiva de ese acto sea la voluntad de reconstruir una igualdad negada,
haciendo visibles los obstáculos socio-institucionales presentes al momento de
producir una interlocución deseable. Del hecho de que el subalterno no pueda hablar (públicamente)
en las actuales condiciones no se infiere que no quiera y no pueda hacerlo
en otros contextos[xxviii].
Por lo demás, si dichas autoridades coloniales se tomaran el
trabajo de escucharnos alguna vez lo harán como resultante de unas luchas
colectivas en los que los sin parte han tomado parte. Para atenernos a nuestra
reflexión: también los sujetos inmigrantes y refugiados deberían tomar parte en
la escena (pública) del discurso. La “cuestión europea” pasa, cada vez más, por
el desafío de producir entrecruzamientos simétricos con lo extra-europeo. Conocemos
las alternativas históricas habituales: seguir reivindicando un suprematismo
ciego, construir “reservas” para los otros (centros de internamiento de
extranjeros, campos de refugiados, entidades de caridad, etc.) o conformarse
con una Europa fosilizada. La producción represiva de los otros como amenaza
cultural y económica, efectuada en la práctica (restringirle el paso,
policializar su tránsito, taponar su estancia, confinarlo en una economía
subcualificada, vedarle el acceso igualitario a las instituciones, erigir
obstáculos jurídico-profesionales, dificultar su participación como
interlocutores válidos) lo único que puede generar es una salida fascista
a los antagonismos sociales. Como he argumentado, propiciar instancias simétricas de comunicación no equivale
a suprimir dichos antagonismos sino a darles un cauce emancipatorio.
Si la
problemática de la subalternidad no se resuelve de forma exclusiva con una
política de la interculturalidad, lo inverso también podría valer: sin esta inclusión
intercultural no haríamos más que arrojar al basural de la historia a los otros
como subalternos. Una política democrática radical dista, por tanto, de una
actitud de mera “tolerancia”. Al menos desde los griegos sabemos que no hay
democracia si la ciudadanía no ejerce
libremente el derecho a hablar en el
espacio público. El “ágora” como instancia deliberativa en la «institución
explícita de la sociedad»[xxix],
sin embargo, no tendría ningún sentido si los actos de habla fueran
puestos a distancia de las diversas instancias de poder que producen formas
específicas de sociedad. Por eso tampoco podemos conformarnos con una
concepción restrictiva de “ciudadanía” circunscripta al sujeto hegemónico.
Tenemos razones para suponer que en el estado de excepción en
que vivimos el Otro no sólo no cuenta sino
que, como un espectro, sólo aparece para producir un pánico incontable. Detrás de esa política del miedo, sin embargo,
lo que peligra más que nunca es un proyecto de autonomía individual y colectiva
que por siglos dio sentido a nuestras luchas intelectuales y políticas. En
última instancia, el fascismo que proclama el definitivo adiós a la inmigración es el mismo que clausura ese proyecto de autolegislación vital que se nutre de
los intercambios simbólicos con los demás. Puesto que somos en esos otros, su
repudio es también nuestra condena. Eso abre las puertas para que en nombre de
la “lógica del mal menor” ocurra lo peor: presentar al otro como un peligro que
hay que controlar y confinar, cuando no extirpar por todas las vías posibles. En
su unilateralismo beligerante, el efecto más notable es el repudio de lo que
hay de alteridad en la subalternidad.
En esas condiciones, nuestra tarea (interminable) no puede ser otra que luchar,
con los medios legítimos que nos damos, contra esos discursos del poder que quieren
tapar, en un sentido nada metafórico, nuestras bocas. .
Arturo Borra
Texto publicado en Revista de Estudios Culturales "Ecléctica", Nº 3, Abril de 2013
[i] BORRA, Arturo: “Operación «borrado»: ¿quién da cuenta
del racismo y la xenofobia en España?” en Periódico Rebelión, 29/7/2011, versión electrónica: http://rebelion.org/noticia.php?id=133119.
[ii] La expresión es de BAUMAN, Zygmunt: Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus
parias, trad. Pablo Hermida Lazcano, Paidós, Barcelona, 2005.
[iii] Esta denegación masiva de solicitudes no es novedosa.
He procurado analizar la situación de los refugiados en BORRA, Arturo: “Más
allá de un proyecto de bienestar cercado: refugiados y desplazados en el mundo”
en Periódico Rebelión, 26/6/2011,
versión electrónica: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=131170.
[iv] Teniendo en cuenta que la tasa de desempleo de
extranjeros extracomunitarios supera en más del 12% la tasa de paro de
trabajadores nacionales y comunitarios, aproximándose actualmente a la
escalofriante barrera del 40%, es sencillo advertir la creciente marginación de
estos colectivos no sólo en los mercados laborales locales sino en el acceso a
estándares de vida mínimamente satisfactorios (como ocurre, de manera
diferencial, con otros sujetos colectivos [BORRA, Arturo: “La discriminación en
el mercado laboral español. Crisis capitalista y dualización social”, en
Periódico Rebelión, 14/8/2011,
versión electrónica: http://rebelion.org/noticia.php?id=133998]).
Las consecuencias de esta marginación son parcialmente previsibles: retorno a
los países de procedencia en algunos casos, pero también aumento de la pobreza
extrema y problemas psicosociales que se derivan de estas nuevas
condiciones.
[v]
Remito, para profundizar en esta cuestión, al informe de PAJARES, Miguel: Inmigración
y mercado de trabajo. Informe 2010, del Observatorio Permanente de la Inmigración,
2010, en versión electrónica: http://extranjeros.empleo.gob.es/es/ObservatorioPermanenteInmigracion/Publicaciones/archivos/Inmigracion__Mercado_de_Trabajo_OPI25.pdf
[vi]
Si bien en España existen algunas publicaciones periódicas de colectivos
inmigrantes específicos, suelen tener como destinatarios principales a miembros
de la misma comunidad de pertenencia, lo que explica su alcance minoritario y
su falta de notoriedad a nivel colectivo. Por lo demás, las condiciones
precarias de producción de estas revistas o boletines informativos
–dependientes de forma exclusiva de los reclamos publicitarios- conducen a un
tipo de producto comunicacional marcado por la discontinuidad de sus
apariciones y excluido de los estándares de calidad atribuidos a la considerada
“prensa seria”, lo que no hace sino reforzar su carácter públicamente marginal.
[vii] SPIVAK, Gayatri Chakravorty: “¿Puede hablar el subalterno?”
en Revista Colombiana de Antropología, Vol. 30, Enero-diciembre 2003. En otras
traducciones, el articulo “el” se feminiza («¿Puede hablar la subalterna?») o
se hace general («¿Puede hablar lo subalterno?»).
[viii]
GIRALDO, Santiago: “Nota introductoria”, en
Revista Colombiana de Antropología, Vol. 30, Enero-diciembre 2003, p. 297.
[ix] FOUCAULT, Michel: El discurso del
poder. Folios, Buenos Aires, 1989.
[x] BORRA, Arturo: “Más allá
del problema del paro: capitalismo y marginación sistémica”, en Periódico Rebelión, 24/3/2012, versión
electrónica: http://rebelion.org/noticia.php?id=146838.
[xi] SAID, Edward: Reflexiones sobre el exilio, trad.
Ricardo García, Debates, Barcelona, 2005, p. 179.
[xii] SAID, E.: op.cit., p. 274.
[xiii] SAID, E.: op.cit. p. 275.
[xiv]
La reducción de la dialogía y la
heteroglosia a “modas teóricas” al uso, por lo demás, carece de base. Si Said
cuestiona el “resultado domesticado” de esa interlocución es porque presupone que podría haber un “resultado”
diferente y deseable, producto de un intercambio dialógico y heteroglósico.
[xv] De modo complementario: una política de la
interculturalidad no permite resolver desigualdades que no están dadas por la
procedencia etnocultural sino por otras dimensiones identitarias (p.e. nuestra condición
de clase o género). Asimismo, implica el riesgo de incluir a otros sujetos culturales que, sin
embargo, ocupan posiciones sociales dominantes, reproduciendo otras desigualdades concretas mediante
una estratagema culturalista. El
énfasis unilateral en esta política, por tanto, conduce a la perpetuación de
otras asimetrías de poder (como ocurre en ciertas ocasiones con algunas versiones
del feminismo).
[xvi] Para profundizar en la noción de «articulación» remito
a LACLAU, Ernesto y MOUFFE, Chantal: Hegemonía y estrategia socialista, Fondo
de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004.
[xvii]
Tomo la distinción entre lo “público-estatal” y
lo “público-societal” de CASTORIADIS, Cornelius: “La democracia como
procedimiento y como régimen”, en Revista Iniciativa
Socialista, Nº 38, Febrero de 1996, versión electrónica en http://www.inisoc.org/Castor.htm.
[xviii]
Una política inclusiva semejante excluye el mito de una sociedad reconciliada. La lucha
política por la igualdad tiene acérrimos antagonistas.
[xix] Invocar lo excepcional (como ocurre con los
profesionales extranjeros de la salud en la sanidad española) para desmentir
esta participación marginal y subalternizada de las comunidades migradas
y refugiadas en el campo institucional es una falacia. En líneas generales,
basándonos en datos oficiales aportados por el INEM, poco menos del 80% de
estas comunidades está afectada por un régimen general de trabajo marcado por
la precariedad, la alta temporalidad, remuneraciones comparativamente
inferiores, cargas horarias mayores y acceso a puestos de baja jerarquía
(creándose un plus de explotación a
la que ya se produce en el actual mercado con respecto a trabajadores locales).
[xx] Algunas de estas reflexiones han sido elaboradas
por GARCÍA CANCLINI, Néstor: Diferentes, desiguales y desconectados.
Mapas de la interculturalidad, Gedisa, Madrid, 2008.
[xxii]
Como ha señalado de forma atinada José Luis García (“Interculturalidad” en
VVAA: Diccionario de relaciones
interculturales. Diversidad y Globalización, Complutense, Madrid. 2007, p. 207): “Los problemas de la interculturalidad, lejos de
concretarse en la coexistencia entre sujetos con diferentes mentalidades,
habilidades y prácticas, en los problemas interactivos de comunicación o en la
educación para magnificar los valores de todas las culturas, se plasman en las
consecuencias sociales de los mecanismos existentes en los Estados nacionales
para acoger, reconocer, dar derechos y exigir deberes de ciudadanía a los
individuos que conviven en su territorio, sin que la naturaleza del origen les
discrimine en la vida social”.
[xxiii]
Así por ejemplo Grüner, tras una crítica -a mi
entender válida- al multiculturalismo, termina repitiendo esta confusión:
“(...) la celebración del «multiculturalismo» demasiado a menudo cae, en el
mejor de los casos, en la trampa de lo que podríamos llamar el «fetichismo de
la diversidad abstracta», que pasa por alto muy concretas (y actuales)
relaciones de poder y violencia «intercultural», en las que la «diferencia» o
la «hibridez» es la coartada perfecta de la más brutal desigualdad y
dominación” (GRÜNER, Eduardo: El fin de las pequeñas historias, Paidós,
Buenos Aires, 2002, p. 22).
[xxiv]
La crítica radical a la noción de «tolerancia»
multiculturalista como credo liberal/demócrata ha sido efectuada de forma
mordaz por Zîzêk (ZÎZÊK, Slavoj: En
defensa de la intolerancia, trad. J. Eraso Ceballos y A. Antón Fernández,
Sequitur, Madrid, 2009, p. 56): “(…) el multiculturalismo es una forma
inconfesada, invertida, auto-referencial de racismo, un «racismo que mantiene
las distancias»: «respeta» la identidad del Otro, lo concibe como una comunidad
«auténtica» y cerrada en sí misma respecto de la cuál él, el multiculturalista,
mantiene una distancia asentada sobre el privilegio de su posición universal”.
[xxv]
Al respecto, tanto el “Informe Raxen” (de Movimiento contra la Intolerancia),
el informe “El racismo en el estado español” (de SOS Racismo), y el “Informe de
Derechos Humanos” (de Amnistía Internacional) constituyen materiales
imprescindibles para disponer de una aproximación diagnóstica sobre racismo y
xenofobia en España.
[xxvi] BAHBHA, Hommi: El
lugar de la cultura. Manantial, Buenos Aires, 2002, p. 59.
[xxvii]
Para este enfoque, remito a
EAGLETON, Terry: Los extranjeros. Por una
ética de la solidaridad, Paidós,
Madrid, 2010.
[xxviii]
Aunque no puedo detenerme sobre esta cuestión, es claro que en este camino la educación como formación del sujeto tiene una función política decisiva.
[xxix]
Castoriadis,
Cornelius: Los dominios del hombre: la encrucijada del
laberinto, Gedisa, Barcelona, 1988.
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