Las expectativas de una creciente
articulación de las resistencias populares, tras la explosión participativa en
2011 ligada al movimiento 15-M, parecen frustradas. A pesar de las numerosas manifestaciones
colectivas (en defensa de la sanidad o la educación públicas, las pensiones o
el derecho a la interrupción del embarazo y, en general, la defensa de
determinadas conquistas históricas), no hay demasiados indicios que nos
permitan prever una confluencia de “mareas” (verdes, blancas, violetas u
otras).
La desarticulación entre estas
protestas sigue siendo una evidencia abrumadora. El trabajo a nivel barrial y
vecinal del despotenciado movimiento 15-M, aunque valioso, tampoco debería
exagerarse: contribuye a construir una cultura cotidiana diferente y, sin
embargo, al menos en el corto plazo, no parece que vaya a desembocar en una reconfiguración
política radical que pueda actualizar el fantasma de una revuelta (policial y
jurídicamente conjurada) ni, mucho menos, de un proceso de transformación
social radical.
Dicho de forma sintética: a pesar
de una escalada neoconservadora sin precedentes en España, impulsada por un
aparato gubernamental corrupto y desacreditado, el grado de coordinación de las
clases populares y medias en sus acciones de protesta es bajo y son,
predominantemente, de carácter defensivo. Atenazadas por una política de amedrentamiento,
dichas clases son tratadas como enfermos terminales a los que sólo resta
aplicarles una terapia de electroshock para garantizar que no seguirán
moviéndose después de muertos.
La estrategia del miedo (1), sin
embargo, apuntalada por un proceso de criminalización de la disidencia, no es
suficiente para explicar esta situación de fragmentación sectorial. La perplejidad
y la resignación, pero más centralmente, la falta de un proyecto
contrahegemónico, han conformado un blindaje sólido contra la posibilidad de lo
(que hoy anuncian como) imposible.
Contra todos los pronósticos, la
estafa del “rescate bancario”, el creciente endeudamiento público (200.000
millones de euros solamente en 2012), el saqueo de las prestaciones públicas,
la consolidación de una estructura tributaria regresiva, los recortes de los
servicios públicos, el desangre de los desahucios o los escándalos de
corrupción estructural de los partidos de gobierno, por mencionar sólo algunas
cuestiones, no han supuesto una radicalización de los conflictos sociales. Las
manifestaciones se repiten como un coro de fondo: discontinuo, disfórico,
improvisado, más o menos previsible. A pesar de las 36232 manifestaciones que
se produjeron en los primeros diez meses de 2012 en España (2), que duplican
las de 2011, las políticas que las motivaron no han cambiado en lo más mínimo.
La multiplicación de protestas públicas sectoriales se asemejan a una
solución de desesperación: moverse sin saber dónde. No extrañan los reproches a
esta hiperactividad que no oculta su falta de auto-reflexividad: los manotazos
de ahogado nunca salvaron al ahogado. Dicho de otro modo: las catarsis
colectivas no garantizan en lo más mínimo el cumplimiento de sus
reivindicaciones.
Un repaso somero y esquemático puede
ayudarnos a clarificar la
cuestión. En el terreno de la educación pública las réplicas
por parte de las comunidades afectadas son en “efecto diferido”: se despliegan
a otra velocidad que la política oficial. Ni siquiera los movimientos
estudiantiles han conseguido movilizarse de forma permanente, siendo como son
uno de los colectivos más perjudicados tanto por el nuevo sistema de becas y
tasas educativas como por un modelo de enseñanza impuesto parcialmente a nivel
europeo y otro tanto por una política educativa retrógrada, fuera de toda
consulta democrática. Las mareas docentes que se producen en algunos
territorios revelan por su parte la inacción en otros territorios y, en
conjunto, muestran la carencia de un plan de luchas, más o menos organizado y
compartido. Y si esto vale para los profesores del ciclo primario y secundario,
ni siquiera puede sostenerse con respecto al profesorado universitario, sumido
en un letargo del que no parece despertarse.
Los sindicatos mayoritarios -amordazados
por lo que el estado les adeuda y acorralados por una paulatina deslegitimación
de la que son co-responsables- brillan por su ausencia. Ni siquiera han asomado
la cabeza en los últimos meses, cuando se avecinan nuevas privatizaciones y un
auténtico saqueo a las pensiones. No lo han hecho antes ni lo harán ahora.
Demasiados comprometidos con el actual sistema de subvenciones estatales, su
credibilidad ha quedado dinamitada, especialmente de cara a aquellos
movimientos sociales y sindicales que han rechazado por espurias las
negociaciones tripartitas con el gobierno nacional y la CEOE, representantes de
los intereses económicos más concentrados.
Por su parte, es innegable que el
activismo de la PAH ha evitado un número importante de desahucios, aunque su
victoria sigue siendo pírrica mientras no logre la sanción de una nueva ley
hipotecaria que contemple, de mínimo, la dación en pago. La mayoría automática
de las iniciativas legislativas del PP como partido de gobierno bloquea esa
posibilidad y las esperanzas cifradas a nivel europeo siguen siendo inciertas. Entretanto,
el problema de la vivienda no hace sino aumentar, produciendo estragos en los
afectados, incluyendo la expansión de los “sin techo”.
La “suerte” de la sanidad en vías
de privatización sigue abierta precisamente por la combatividad del personal
sanitario, especialmente en la comunidad de Madrid, que ha complementado la
movilización con la interposición de sucesivos recursos judiciales. Es esa
pulseada a muerte en varios frentes lo que está ralentizando el proceso
privatizador. También jubilados y pensionistas como los afectados por las
preferentes reclaman un lugar dentro del mapa de las protestas sociales. Sus
logros están vinculados tanto a sus manifestaciones periódicas como a los
fallos judiciales en los que incidieron favorablemente.
La enumeración de protestas
locales puede extenderse de un modo casi exasperante: farmacias que cierran sus
puertas por impagos por parte de los gobiernos autonómicos, familias con
personas dependientes que han dejado de percibir la prestación correspondiente,
plataformas para el cierre de los CIE, marchas contra las redadas policiales
racistas, etc.
El malestar social es nítido. Las
escenas que producen esos estados de ánimo colectivos son diversas, incluyendo el
aumento de suicidios, de la violencia familiar y de género o las
drogodependencias. Los “brotes verdes” que oficialmente proclaman son,
simultáneamente, tierra seca para millones de familias sumidas en una
desesperada falta de horizonte. El autismo autoritario y cínico del gobierno
nacional y autonómico no juega a los dados: hace tiempo ha asumido que la
contrapartida de su apuesta política era el azar de las protestas reducidas a
una liturgia. Y, lo saben perfectamente, a menos que aparezca algo disruptivo
-heterogéneo con respecto a lo que viene dándose en las protestas actuales-
seguirán haciendo lo que ya han decidido hacer: reconfigurar de forma radical
la sociedad española, a pesar de las resistencias que indudablemente suscita.
Por su parte, los discursos
dominantes que circulan en los massmedia han
tomado partido representando las movilizaciones populares como un ritual trivial,
más o menos inocuo, parte de la “normalidad democrática”. Aunque no siempre
tengan como objetivo desalentar la protesta, su construcción discursiva como escena cotidiana rutinizada y rutinaria, tiende
a desactivar su carácter político: en
vez de leerse como síntoma de una deslegitimación gubernamental, en tiempo
récord, estas prácticas son planteadas como parte del orden establecido.
La conclusión provisoria que cabe
apuntar es que en esta repetición de
protestas sectoriales algo está fracasando de manera estrepitosa. Las
políticas neoconservadoras que están arrasando la vida de millones de
ciudadanos siguen su curso indiferente. La escalada contra los derechos
sociales, económicos, culturales y políticos obtenidos en las últimas décadas no
está siendo revertida en absoluto. La fragmentación social persiste y la calle –por
no decir la “plaza”- no está provocando los cambios que se suponía iba a
precipitar. El mismo sentido de las protestas públicas está en discusión y no
faltan voces discordantes que advierten sobre una cierta naturalización de esas
manifestaciones como parte de la vida cotidiana, reduciendo la lucha política a
una escena más dentro del espectáculo global en el que sobrevivimos. Por su
parte, el discurso oficial ni por asomo se plantea que esas demandas populares
deben ser atendidas y gestionadas de forma democrática.
Llegados a este punto, la
pregunta insiste: ¿qué eficacia política están teniendo las protestas sociales,
una vez que reconocemos simultáneamente su necesidad y su insuficiencia? Si, a
pesar de las numerosas movilizaciones de los últimos años, las políticas
gubernamentales no han hecho más que agravar las desigualdades y la
transferencia de recursos públicos a las élites financieras, ¿hasta qué punto
no precisamos, desde un horizonte político antagónico, construir estrategias de
lucha que rebasen el momento predominantemente defensivo al que parecen
confinadas las protestas actuales? Y, lo que es más decisivo aun: ¿en qué
medida podemos imaginar un giro político a partir de la articulación de diferentes
sujetos en torno a otro proyecto de sociedad? ¿Cuáles son los límites de las
clases populares y medias ante el desastre que se precipita sobre sus narices? Para
decirlo de una forma más concisa: ¿hasta cuándo soportaremos este ultraje sistémico
y sistemático sin convertir la indignación en una rebelión continua en
diferentes dimensiones de nuestras vidas?
(1)
He analizado este proceso en “La criminalización de la
protesta social. La escalada autoritaria en España”, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=144938.
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