Al gobierno español no le bastaron
las medidas jurídicas y policiales que ya a principios de 2012 barajaba para contener
la movilización popular que, previsiblemente, sus políticas de ajuste perpetuo vienen
generando desde entonces. Todo indica que en los próximos años no habrá cambio
de dirección: la oligarquía gobernante continuará con sus prácticas de saqueo
privado y estrangulamiento público, apadrinando el enriquecimiento ilícito de
las clases dominantes y el empobrecimiento generalizado de las clases
subalternas. En ese contexto, no es difícil anticipar que el arco de la
conflictividad social se tensará más todavía. De ahí el nuevo movimiento anticipado del gobierno,
preocupado por regular los movimientos sociales contestatarios y ocupado en el oneroso
trabajo de destrucción de los restos del estado de bienestar, la
reestructuración oligopólica del mercado capitalista y la restauración de una
cultura tradicionalista y jerárquica.
La escalada autoritaria que se
sucede desde hace varios años reafirma que la política represiva es la
contraparte necesaria del neoconservadurismo. La inminente aprobación de la
nueva “Ley de Seguridad Ciudadana”, en este sentido, debe interpretarse como un
capítulo más de esa política. El planteamiento de ese proyecto de ley es claro:
proscribir aquellos instrumentos de lucha popular que, virtualmente, se
muestran más eficaces. Realizar convocatorias por medios digitales, participar en
escarches, insultar a la policía, manifestarse frente a instituciones del
estado o filmar las actuaciones policiales, entre otros actos, podrían ser
considerados faltas graves o muy graves penalizadas con multas siderales. A
partir de ese momento, la discrecionalidad de los poderes estatales quedará reasegurada
por ley: una suerte de mordaza ciudadana que amplía la impunidad policial,
blinda a las autoridades políticas ante las protestas, abre la puerta a la
generalización de detenciones arbitrarias y a las identificaciones masivas y,
en definitiva, penaliza a aquellos que manifiestan su disconformidad con
respecto a las políticas oficiales.
No se trata de ninguna
exageración. La gravedad institucional de esta iniciativa legislativa está
fuera de duda. Y -lo que no es menos grave- es de temer que los posibles
conatos de protesta ciudadana no sean suficientes para detener la deriva antidemocrática
que implica. El respaldo inconmovible de una parte del electorado que permitió a
la derecha neoconservadora el acceso al gobierno constituye un contrapeso
retórico frente a los movimientos disidentes, sumidos en una fragmentación
alarmante que es preciso revertir. La política de la fuerza se ampara en la
tautología de invocar la fuerza (electoral) para hacer política (reaccionaria).
Da lugar a la institucionalización del «estado policial» (instaurando la excepcionalidad como norma de
actuación). Con ello, cortocircuita el discurso dominante que presupone la condición democrática de nuestras
sociedades. Ante semejante regresión histórica, los llamados a la conciliación
son tan vacíos como indeseables.
Si la derecha mediática presenta
esta iniciativa legal como una suma de rectificaciones y actualizaciones de una
regulación “deficitaria” del derecho de manifestación (que favorecería el
“vandalismo” o el “incivismo”), es tarea de la izquierda mostrar cómo detrás de
esta intervención lo que se pone en jaque es la libertad de organizar y
participar en acciones de protesta sin convertirse en objeto de una vigilancia
permanente y un castigo siempre latente, sustraídos ellos mismos de cualquier control
público.
Lejos de tratarse de una “sana
tarea de administración de los límites” para garantizar la “normalidad
democrática”, esta nueva regulación autoriza el uso discrecional de las fuerzas
policiales y la limitación autoritaria del derecho de reunión y manifestación. No
sólo cabe sospechar esa presunta “normalidad”, demasiado próxima a la
regularidad del abuso. Lo relevante en ese contexto es la representación de la
protesta como una “amenaza a la paz social”. El correlato de esa representación
es concebir el «orden público» como un cementerio en el que no hay posibilidad
de discrepancia. Construir esa discrepancia como “atentado” es la violencia
misma de un sistema político que rebasa las fronteras nacionales: sanciona la
censura ideológica como procedimiento de una (pseudo)democracia tutelada por
los poderes económico-financieros trasnacionales más concentrados.
Por eso sería un error, desde
este ángulo, leer la política de criminalización en clave exclusivamente local.
Más bien, constituye una respuesta glocal
a una previsión técnica de los expertos del ajuste: es seguro que ciertos
grupos no se limitarán a consentir sin más la nueva contracción de
oportunidades sociales que afecta al capitalismo en su fase actual. La
intensificación de la represión, por tanto, no es en absoluto un fenómeno territorialmente
circunscripto. Los proyectos de control -dignos de ciencia ficción- no cesan de
multiplicarse, incluyendo desde luego el espionaje masivo, la persecución de
activistas o el asedio a los que conciben el periodismo como una actividad
informativa esencialmente crítica con respecto a los poderes establecidos. Ante
la mirada incrédula de quienes reducen estas prácticas para-legales a
cuestiones de seguridad, la globalización del estado policial es cada vez más
real. Augura una nueva era de control: una suerte de ciudad gótica que, para prevenirse de la “turba revolucionaria”, es
gobernada por mafias organizadas que han instalado el crimen y la corrupción
como parte normal de su funcionamiento.
En suma, el endurecimiento de las
leyes jurídicas en España es síntoma de una transformación política mucho más
vasta. La restricción globalizada de las libertades ciudadanas, sea bajo el
pretexto de la lucha contra el Terror o de la defensa del Orden, continúa su
curso totalitario. El umbral que estamos atravesando no parece uno más entre
tantos. La pesadilla de una sociedad administrada -proyectada en una pantalla
de plasma en la que hablan personajes inapelables-, tanto más consistencia
adquiere cuanto más teme el espectro de una revuelta. En particular, esa
pesadilla se hace más vívida cuando lo fáctico se convierte en ley. Armar la
fuerza de derecho es la estrategia al uso. Doble constatación: el abuso de
autoridad como práctica normalizada y la conversión del abuso en norma
legalmente sancionada.
Esgrimiendo amenazas venideras,
el capitalismo no cesa de expandir el campo de lo siniestro, incluyendo el
abandono del que son víctimas millones de seres humanos. Es cierto que no basta
la imposición del miedo a los cuerpos o la penalización de las conciencias
disidentes para desmontar resistencias sociales más o menos estructuradas. Pero
la ofensiva ideológica es nítida. Por otra parte, no cabe subestimar el poder
de las clases dominantes para producir adhesiones colectivas, bajo la expansión
de una cultura masiva que a la vez que pone el éxito económico en la cúspide,
naturaliza la exclusión como parte del juego. La “democracia” reducida a un
procedimiento de alternancia entre oligarquías parlamentarias convierte la
participación en delito. Aunque entre ese sistema formal de representación y el
totalitarismo pueden plantearse algunas diferencias relevantes, las fronteras
entre uno y otro se hacen cada vez más confusas. Es claro que el objetivo de
esas oligarquías no es salvaguardar la convivencia humana, sino restablecer el
mandato de la obediencia: la no aceptación de la desigualdad normativizada se construye como
reprobable. Y si las falsas promesas de la pertenencia auguran la posibilidad
(siempre postergada) de participar en los restos de un festín obsceno, la
maldición de la exclusión social también compromete, de antemano, una
impugnación jurídico-policial. Por definición, los restos del sistema son
sospechosos y objeto permanente de penalización: culpables metafísicos de su “fracaso”
existencial.
Es en ese campo en el que se hace
inteligible el proyecto neoconservador hegemónico. Lejos de agotarse en la
disputa por el sentido de lo público o el reparto de la riqueza, ese proyecto
apuesta a consagrar con fuerza de ley la cadena jerárquica de autoridad. De ahí
la transformación cultural profunda que implica, en particular, el abandono del
ideal mismo de la «sociedad» como
«comunidad de semejantes» y de los valores y prácticas que lo sostienen. La
restauración de las jerarquías y la proliferación de desigualdades son
planteadas no ya como déficits a corregir, sino como normas que suplementan
aquel ideal malogrado en diversas experiencias históricas. Lo que antaño se
juzgaba como injusticia es formulado desde esta perspectiva como parte
inevitable de la competencia ilimitada en que quieren convertir la existencia. La
concentración de poder económico, en vez de ser condenada como un desequilibrio
a corregir mediante la intervención estatal, es legitimada como parte del juego
de la “libre iniciativa privada”. La impunidad de los poderosos no es sino la
consagración de este enlace espurio entre riqueza y legitimidad: la burguesía
es declarada a priori inocente;
puesto que es exitosa no puede ser culpable. La falacia se institucionaliza
como sistema judicial radicalmente clasista: los damnificados son inculpados
por los delitos que otros cometieron. No les basta borrar las huellas del
crimen perpetrado; también se proponen invertirlo, imputando a las víctimas y
desplegando un aparato de control que incumple las normas jurídicas que aplica
a los otros.
La movilización total del bloque hegemónico significa, ante todo, una
declaración de guerra a las clases populares y medias, aunque esa guerra no
suponga de forma invariante la eliminación directa del otro. Habitualmente,
alcanza con derrotarlo en una dimensión moral e intelectual: que acepte lo
existente como el mejor de los mundos posibles o, al menos, que se resigne ante
su supuesta inevitabilidad. Sorprenderse del impudor cínico de sus portavoces
es vano. Seguirán dando por sentado, a pesar de la evidente contradicción de
los términos, que la “naturaleza” de la sociedad es la desigualdad. Dentro
de esta lógica, lo que no se acepta voluntariamente ha de ser aceptado de
manera forzosa mediante la coacción policial y judicial.
La democracia devaluada se hace
manifiesta como inversión suprema: la violencia es proclamada como derecho.
Invocando la razón de estado (cada vez más, la razón de mercado) la
irracionalidad de la injusticia no hace sino expandirse. Seguirán
experimentando con los límites de la “sociedad” convertida en laboratorio: no
es dado conocer su grado de resistencia hasta que no se pone a prueba su
“umbral de tolerancia”. Dicho en otros términos: hasta que no se indaga en su
capacidad para soportar lo insoportable. Claro que en esa “sociedad” no se
distribuyen de forma aleatoria las carencias y privilegios: la economía
política del sacrificio, a la vez que amplía de forma permanente el círculo de
seres humanos potencialmente sacrificables, exime a sus principales mentores.
A nivel nacional, las condiciones
en que se despliegan las actuales luchas distan de ser favorables, en tanto las
asimetrías de poder no cesan de agravarse. Que el gobierno logre amordazar a
aquellos grupos políticamente más activos no es una fatalidad, sino producto (relativamente
incierto) de una pugna. La situación de partida es inequívoca: el partido
gobernante cuenta no sólo con el apoyo de un sistema judicial dominado por una
mayoría conservadora o una fuerza policial obediente sino también con el
respaldo de las oligarquías económico-financieras, el beneplácito de la troika
europea y la connivencia vergonzante de una parte nada menor de la ciudadanía.
Seguir denunciando la
criminalización de la protesta social no alcanza si no es complementada con fuertes
réplicas colectivas, desplegadas de forma simultánea en diversos frentes, desde
la interposición de recursos jurídicos hasta la participación crítica en los
medios masivos de comunicación, sin olvidar instrumentos como la movilización
social permanente, la generalización de la desobediencia civil, las huelgas
generales o las huelgas de consumo, entre otros. Aunque las resistencias
locales a ofensivas globales resulten insuficientes, constituyen un momento
insoslayable.
El objetivo de domesticar la protesta social sólo puede
ser revertido mediante la articulación de diferentes luchas sociales. Que algo
similar pudiera producirse no depende de la espontaneidad de los movimientos
sino de la construcción de un proyecto colectivo de otro signo político. Que semejante
proyecto se insinúe en el horizonte actual dista de ser algo evidente: forma
parte de nuestras irresoluciones más apremiantes.
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