En la actualidad, nos encontramos con la “izquierda clásica”
que defiende los “intereses de la clase obrera”, a la que todavía considera
–contra toda realidad histórica del Capital– la fuerza material que cumplirá
con la desconexión definitiva del modo de producción vigente y con la
“izquierda posmoderna”, advertida ya del “posfordismo” y de que no se dispone a
priori de ningún sujeto histórico que sea identificable y necesario sin que
medie la contingencia de la construcción política. Estas vertientes de la
izquierda, a pesar de sus notables diferencias, coinciden en un punto crucial:
en la crítica permanente a las experiencias populares latinoamericanas y las
que despuntan en Europa, por no haber sido capaces de llegar a tocar, alterar o
transformar lo “real” del capitalismo.
Por ello una y otra vez, con distintas variaciones, repiten
el mantra de que no se pudo salir del “modelo extractivista” y de la excesiva
dependencia del valor de las materias primas en el mercado mundial, de que no
se superó una lógica distributiva que sólo consiguió finalmente producir el
efecto indeseado de una nueva “clase media consumista”, etc. Estos argumentos
solo serían veraces, si se admite que el partido se juega en un terreno
distinto al que la agenda neoliberal propone, y ya sabemos que casi nunca es
así. Lo que suele ocurrir es que la experiencia popular o el intento de una
“hegemonía populista” funciona de un modo siempre frágil e inestable en los
pliegos del poder neoliberal y está expuesta a su arma más directa: la producción
de subjetividades. Esto provoca en la propia vida íntima una relación bloqueada
casi en su totalidad con todo intento de transformación, que no coincida con
una mera “gestión” y rendimiento de la relación consigo mismo y con los otros.
En este aspecto, conviene señalar también la emergencia de
una nueva “derecha progresista”, que en los últimos años ha sabido conjugar una
suerte de sincretismo entre los manuales de autoayuda, la desafección por la
política, una demagogia del amor, la felicidad y la proclamación de un mundo
sin conflictos, donde todo intento de transformación estructural es rápidamente
anatemizado como “autoritario” y “antidemocrático”. El derechista “progre”, que
habla desde una supuesta democracia, utilizándola como un valor incondicionado
y universal, absolutamente descontextualizada de las relaciones de poder del
Capital, se ha convertido en una de las figuras privilegiadas –incluso con más
posibilidades de seducción que las derechas reaccionarias– del ordenamiento
neoliberal tanto público como privado. En este sentido, conviene recordar que
la apropiación neoliberal de las distintas esferas de la realidad ya han
desestabilizado definitivamente la oposición público-privado.
Por otra parte, la izquierda, ya sea en su versión clásica o
posmoderna, no habla de cómo sería de verdad “tocar” al capitalismo, ni de
cuantas miles de vidas habría que sacrificar, ni de que modo el Capitalismo
volvería a reproducirse en la lógica de Estado propuesta. Es cierto que la
izquierda posmoderna, al estar plenamente advertida de todo esto, emplea
lógicas más esquivas con respecto al Poder, como “nomadismo”, “sustracción” o
“reinvención de lo Común”, todas posibilidades muy interesantes, pero que sólo
alcanzan su verdadera inteligibilidad si se describe como corresponde el
antagonismo, condición inherente a toda estructuración de la sociedad. También
la izquierda posmoderna debería dar cuenta de como actuaría en el caso de
afrontar los antagonismos que surgen en cualquier experiencia que sea capaz de
afectar al poder neoliberal y su apropiación de todas las esferas de la
realidad.
Por último, si estas experiencias populares están tan
sobredeterminadas por el reformismo inoperante que nunca afecta a la estructura
misma de las cosas propias de la dominación neoliberal, ¿por qué tanto empeño
en las oligarquías financieras nacionales e internacionales en pagar cualquier
precio por arruinar a esos proyectos y contratar a todo tipo de mercenarios
mediáticos para destruirlos? En la época del capitalismo, en su versión
neoliberal, las políticas transformadoras de signo popular tienen la ventaja
histórica de haber roto con el círculo del terror sacrificial propio del modo
de ser revolucionario, pero a su vez, sus transformaciones se inscriben en un
orden donde no existe una totalidad abarcable cómo estructura. Se trata sólo de
superficies de nuevas prácticas de lo común, de experiencias subjetivas de
invención de nuevos lazos sociales, de distintas formas de anudamiento entre el
Estado y los actos instituyentes surgidos de los movimientos sociales surcados
por la heterogeneidad y en donde nunca se encuentra la respuesta definitiva
sobre el verdadero alcance de la transformación.
La nueva izquierda tal vez deba encontrar en la insistencia
y en la reformulación teórica y práctica permanente su nuevo estilo de mantener
a lo político como un deseo y una apuesta y no como un Ideal que sólo sirva
para restituirle al narcisismo su estatua de bronce inerte.
* Jorge Alemán, Psicoanalista y ensayista. Consejero cultural de la
embajada argentina en España.
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