El futuro de la izquierda no es
más difícil de predecir que cualquier otro acontecimiento social. La mejor
manera de abordarlo es haciendo lo que llamo sociología de las emergencias.
Consiste en prestar especial atención a algunas señales del presente para ver
en ellas tendencias, embriones de lo que puede ser decisivo en el futuro. En
este texto, doy especial atención a un hecho que, por inusual, puede señalar
algo nuevo e importante. Me refiero a los pactos entre diferentes partidos de
izquierda.
Los pactos
La familia de las izquierdas no
tiene una fuerte tradición de pactos. Algunas ramas de esta familia tienen
incluso más tradición pactos con la derecha que con otras ramas de la familia.
Diríase que las divergencias internas en la familia de las izquierdas son parte
de su código genético, tan constantes como han sido a lo largo de los últimos
doscientos años. Por razones obvias, las divergencias han sido más amplias o
notorias en democracia. La polarización llega a veces al punto de que una rama
de la familia ni siquiera reconoce que la otra pertenece a la misma familia.
Por el contrario, en períodos de dictadura los entendimientos han sido
frecuentes, aunque terminen una vez acabado el período dictatorial.
A la luz de esta historia, merece
una reflexión el hecho de que en los últimos tiempos estamos asistiendo a un
movimiento pactista entre diferentes ramas de las izquierdas en países
democráticos. El sur de Europa es un buen ejemplo: la unidad en torno a Syriza
en Grecia a pesar de todas las vicisitudes y dificultades; el gobierno dirigido
por el Partido Socialista en Portugal con el apoyo del Partido Comunista y del
Bloco de Esquerda a raíz de las elecciones del 4 de octubre de 2015; algunos
gobiernos autonómicos en España, salidos de las elecciones regionales de 2015
y, en el momento en que escribo, la discusión sobre la posibilidad de un pacto
a escala nacional entre el PSOE, Podemos y otros partidos de izquierda como
resultado de las elecciones generales de diciembre. Hay indicios de que en
otros lugares de Europa y en América Latina pueden surgir en un futuro próximo
pactos similares. Se imponen dos cuestiones. ¿Por qué este impulso pactista en
democracia? ¿Cuál es su sostenibilidad?
La primera pregunta tiene una
respuesta plausible. En el caso del sur de Europa, la agresividad de la derecha
(tanto de la nacional como de la que viste la piel de las “instituciones
europeas”) en el poder en los últimos cinco años ha sido tan devastadora para
los derechos de ciudadanía y para la credibilidad del régimen democrático que
las fuerzas de izquierda comienzan a estar convencidas de que las nuevas
dictaduras del siglo XXI surgirán en forma de democracias de bajísima
intensidad. Serán dictaduras presentadas como dictablandas o democraduras, como
la gobernabilidad posible ante la inminencia del supuesto caos en los tiempos
difíciles que vivimos, como el resultado técnico de los imperativos del mercado
y de la crisis que lo explica todo sin necesidad de ser explicada. El pacto
resulta de una lectura política de que lo que está en juego es la supervivencia
de una democracia digna de ese nombre y de que las divergencias sobre lo que
esto significa ahora tienen menos urgencia que salvar lo que la derecha todavía
no ha logrado destruir.
La segunda pregunta es más difícil de
responder. Como decía Spinoza, las personas (y también las sociedades, diría
yo) se rigen por dos emociones fundamentales: el miedo y la esperanza.
El equilibrio entre ambas es
complejo pero sin una de ellas no sobreviviríamos. El miedo domina cuando las
expectativas de futuro son negativas (“esto es malo pero el futuro podría ser
aún peor”); por su parte, la esperanza domina cuando las expectativas futuras
son positivas o cuando, por lo menos, el inconformismo con la supuesta
fatalidad de las expectativas negativas es ampliamente compartido. Treinta años
después del asalto global a los derechos de los trabajadores; de la promoción
de la desigualdad social y del egoísmo como máximas virtudes sociales; del saqueo
sin precedentes de los recursos naturales, de la expulsión de poblaciones
enteras de sus territorios y de la destrucción ambiental que esto significa; de
fomentar la guerra y el terrorismo para crear Estados fallidos y tornar las
sociedades indefensas ante la expoliación; de la imposición más o menos
negociada de tratados de libre comercio totalmente controlados por los
intereses de empresas multinacionales; de la total supremacía del capital
financiero sobre el capital productivo y sobre la vida de las personas y las
comunidades; después de todo esto, combinado con la defensa hipócrita de la
democracia liberal, es plausible concluir que el neoliberalismo es una inmensa
máquina de producción de expectativas negativas para que las clases populares
no sepan las verdaderas razones de su sufrimiento, se conformen con lo poco que
aún tienen y estén paralizadas por el miedo a perderlo.
El movimiento pactista al
interior de las izquierdas es producto de un tiempo, el nuestro, de predominio
absoluto del miedo sobre la esperanza. ¿Significará esto que los gobiernos
salidos de los pactos serán víctimas de su éxito? El éxito de los gobiernos
pactados por las izquierdas se traducirá en la atenuación del miedo y en la
devolución de alguna esperanza a las clases populares, al mostrar, mediante una
gestión de gobierno pragmática e inteligente, que el derecho a tener derechos
es una conquista civilizatoria irreversible. ¿Será que, cuando brille
nuevamente la esperanza, las divergencias volverán a la superficie y los pactos
serán echados a la basura? Si ello ocurriese, sería fatal para las clases
populares, que rápidamente regresarían al silenciado desaliento ante un
fatalismo cruel, tan violento para las grandes mayorías cuanto benévolo para
las pequeñísimas minorías. Pero también sería fatal para las izquierdas en su
conjunto, pues quedaría demostrado durante algunas décadas que las izquierdas
son buenas para corregir el pasado, pero no para construir el futuro. Para que
tal cosa no suceda, deben ser llevadas a cabo dos tipos de medidas durante la
vigencia de los pactos. Dos medidas que no se imponen por la urgencia del
gobierno corriente y que, por eso, tienen que resultar de una voluntad política
bien determinada. Llamo a estas dos medidas Constitución y hegemonía.
Constitución y hegemonía
La Constitución es el conjunto de
reformas constitucionales o infraconstitucionales que reestructuran el sistema
político y las instituciones con el fin de prepararlas para posibles embates
con la dictablanda y el proyecto de democracia de bajísima intensidad que esta
conlleva. Dependiendo de los países, las reformas serán diferentes, como
diferentes serán los mecanismos utilizados. Si en algunos casos es posible
reformar la Constitución con base en los Parlamentos, en otros será necesario
convocar Asambleas Constituyentes originarias, dado que los Parlamentos serían
el mayor obstáculo para cualquier reforma constitucional.
También puede suceder que, en un
determinado contexto, la “reforma” más importante sea la defensa activa de la Constitución
existente mediante una renovada pedagogía constitucional en todas las áreas de
gobierno. Pero habrá algo común a todas las reformas: volver el sistema
electoral más representativo y más transparente; fortalecer la democracia
representativa con la democracia participativa. Los teóricos liberales más
influyentes de la democracia representativa han reconocido (y recomendado) la
coexistencia ambigua entre dos ideas (contradictorias) que aseguran la
estabilidad democrática: por un lado, la creencia de los ciudadanos en su
capacidad y competencia para intervenir y participar activamente en la
política; por otro, un ejercicio pasivo de esa competencia y de esa capacidad
mediante la confianza en las élites gobernantes. En los últimos tiempos, y como
lo demuestran las protestas que han sacudido muchos países desde 2011, la
confianza en las élites ha venido deteriorándose sin que, sin embargo, el
sistema político (por su diseño o por su práctica) permita a los ciudadanos
recuperar su capacidad y competencia para intervenir activamente en la vida
política. Sistemas electorales asimétricos, partidocracia, corrupción, crisis
financieras manipuladas –he aquí algunas de las razones de la doble crisis de
representación (“no nos representan”) y de participación (“no vale la pena
votar, todos son iguales y ninguno cumple lo que promete”). Las reformas
constitucionales obedecerán a un doble objetivo: hacer la democracia
representativa más representativa; complementar la democracia representativa
con la democracia participativa. Estas reformas darán como resultado que la
formación de la agenda política y el control del desempeño de las políticas
públicas dejarán de ser un monopolio de los partidos y pasarán a ser
compartidas por los partidos y ciudadanos independientes organizados
democráticamente para este propósito.
El segundo conjunto de reformas
es lo que llamo hegemonía. La hegemonía es el conjunto de ideas sobre la
sociedad e interpretaciones del mundo y de la vida que, por ser altamente
compartidas, incluso por los grupos sociales perjudicados por ellas, permiten
que las élites políticas, al apelar a tales ideas e interpretaciones, gobiernen
más por consenso que por coerción, aun cuando gobiernan en contra de los
intereses objetivos de grupos sociales mayoritarios. La idea de que los pobres
son pobres por su propia culpa es hegemónica cuando es defendida no sólo por
los ricos, sino también por los pobres y las clases populares en general. En
este caso son, por ejemplo, menores los costes políticos de las medidas para
eliminar o restringir drásticamente la renta social de inserción. La lucha por
la hegemonía de las ideas de sociedad que sostienen el pacto entre las
izquierdas es fundamental para la supervivencia y consistencia de ese pacto.
Esta lucha tiene lugar en la educación formal y en la promoción de la educación
popular, en los medios de comunicación, en el apoyo a los medios alternativos,
en la investigación científica, en la transformación curricular de las
universidades, en las redes sociales, en la actividad cultural, en las
organizaciones y movimientos sociales, en la opinión pública y en la opinión
publicada. A través de ella, se construyen nuevos sentidos y criterios de
evaluación de la vida social y de la acción política (la inmoralidad del privilegio,
de la concentración de la riqueza y de la discriminación racial y sexual; la
promoción de la solidaridad, de los bienes comunes y de la diversidad cultural,
social y económica; la defensa de la soberanía y de la coherencia de las
alianzas políticas; la protección de la naturaleza) que hacen más difícil la
contrarreforma de las ramas reaccionarias de la derecha, las primeras en
irrumpir en un momento de fragilidad del pacto. Para esta lucha tenga éxito es
necesario impulsar políticas que, a simple vista, son menos urgentes y
compensadoras. Si esto no ocurre, la esperanza no sobrevivirá al miedo.
Aprendizajes globales
Si algo se puede afirmar con
alguna certeza acerca de las dificultades que están pasando las fuerzas
progresistas en América Latina, es que tales dificultades se asientan en el
hecho de que sus gobiernos no enfrentaron ni la cuestión de la Constitución ni
la de la hegemonía. En el caso de Brasil, este hecho es particularmente
dramático. Y explica en parte que los enormes avances sociales de los gobiernos
de la época Lula sean ahora tan fácilmente reducidos a meros expedientes
populistas y oportunistas, incluso por parte de sus beneficiarios. Explica
también que los muchos errores cometidos (para comenzar, el haber desistido de
la reforma política y de la regulación de los medios de comunicación, y algunos
errores dejan heridas abiertas en grupos sociales importantes, tan diversos
como los campesinos sin tierra ni reforma agraria, los jóvenes negros víctimas
del racismo, los pueblos indígenas ilegalmente expulsados de sus territorios
ancestrales, pueblos indígenas y quilombolas con reservas homologadas pero
engavetadas, militarización de las periferias de las grandes ciudades,
poblaciones rurales envenenadas por agrotóxicos, etcétera), no sean considerados
como errores, sino que sean omitidos y hasta convertidos en virtudes políticas
o, al menos, sean aceptados como consecuencias inevitables de un Gobierno
realista y desarrollista.
Las tareas incumplidas de la
Constitución y de la hegemonía explican también que la condena de la tentación
capitalista por parte de los gobiernos de izquierda se centre en la corrupción
y, por tanto, en la inmoralidad y en la ilegalidad del capitalismo, y no en la
injusticia sistemática de un sistema de dominación que se puede realizar en
perfecto cumplimiento de la legalidad y la moralidad capitalistas.
El análisis de las consecuencias
de no haber resuelto las cuestiones de la Constitución y de la hegemonía es
relevante para prever y prevenir lo que puede pasar en las próximas décadas, no
solo en América Latina, sino también en Europa y otras regiones del mundo.
Entre las izquierdas latinoamericanas y las de Europa del sur ha habido en los
últimos veinte años importantes canales de comunicación, que están todavía por
analizarse en todas sus dimensiones. Desde el inicio del presupuesto
participativo en Porto Alegre (1989), varias organizaciones de izquierda en
Europa, Canadá e India (de las que tengo conocimiento) comenzaron a prestar
mucha atención a las innovaciones políticas que emergían en el campo de las
izquierdas en varios países de América Latina.
A partir del final de la década
de 1990, con la intensificación de las luchas sociales, el ascenso al poder de
gobiernos progresistas y las luchas por Asambleas Constituyentes, sobre todo en
Ecuador y Bolivia, quedó claro que una profunda renovación de la izquierda, de
la cual había mucho que aprender, estaba en curso. Los trazos principales de
esa renovación fueron los siguientes: la democracia participativa articulada
con la democracia representativa, una articulación de la cual ambas salían
fortalecidas; el intenso protagonismo de movimientos sociales, de lo que el
Foro Social Mundial de 2001 fue una muestra elocuente; una nueva relación entre
partidos políticos y movimientos sociales; la sobresaliente entrada en la vida
política de grupos sociales hasta entonces considerados residuales, como los
campesinos sin tierra, pueblos indígenas y pueblos afrodescendientes; la
celebración de la diversidad cultural, el reconocimiento del carácter
plurinacional de los países y el propósito de enfrentar las insidiosas herencias
coloniales siempre presentes. Este elenco es suficiente para evidenciar cuánto
las dos luchas a las que me he estado refiriendo (la Constitución y la
hegemonía) estuvieron presentes en este vasto movimiento que parecía refundar
para siempre el pensamiento y la práctica de izquierda, no solo en América
Latina, sino en todo el mundo.
La crisis financiera y política,
sobre todo a partir de 2011, y el movimiento de los indignados, fueron los
detonantes de nuevas emergencias políticas de izquierda en el sur de Europa, en
las que estuvieron muy presentes las lecciones de América Latina, en especial
la nueva relación partido-movimiento, la nueva articulación entre democracia
representativa y democracia participativa, la reforma constitucional y, en el caso
de España, las cuestiones de la plurinacionalidad. El partido español Podemos
representa mejor que cualquier otro estos aprendizajes, incluso cuando sus
dirigentes fueron desde el principio conscientes de las diferencias
sustanciales entre los contextos político y geopolítico europeo y
latinoamericano.
La forma en que tales aprendizajes se irán a
plasmar en el nuevo ciclo político que está emergiendo en Europa del sur es,
por ahora, una incógnita. Pero desde ya es posible especular lo siguiente: si
es verdad que las izquierdas europeas aprendieron con las muchas innovaciones
de las izquierdas latinoamericanas, no es menos cierto (y trágico) que éstas se
“olvidaron” de sus propias innovaciones y que, de una u otra forma, cayeron en
las trampas de la vieja política, donde las fuerzas de derecha fácilmente
muestran su superioridad dada la larga experiencia histórica acumulada.
Si las líneas de comunicación se
mantienen hoy, y siempre salvaguardando la diferencia de contextos, quizá sea
tiempo de que las izquierdas latinoamericanas aprendan también con las
innovaciones que están emergiendo entre las izquierdas del sur de Europa. Entre
ellas destaco las siguientes: mantener viva la democracia participativa dentro
de los propios partidos de izquierda, como condición previa a su adopción en el
sistema político nacional en articulación con la democracia representativa;
pactos entre fuerzas de izquierda (no necesariamente solo entre partidos) y
nunca con fuerzas de derecha; pactos pragmáticos no clientelistas (no se
discuten personas o cargos, sino políticas públicas y medidas de Gobierno), ni
de rendición (articulando líneas rojas que no pueden ser cruzadas con la noción
de prioridades o, como se decía antes, distinguiendo las luchas primarias de
las secundarias); insistencia en la reforma constitucional para blindar los
derechos sociales y tornar el sistema político más transparente, más próximo y
más dependiente de las decisiones ciudadanas, sin tener que esperar elecciones
periódicas (refuerzo del referendo); y, en el caso español, tratar
democráticamente la cuestión de la plurinacionalidad.
La máquina fatal del
neoliberalismo continúa produciendo miedo a gran escala y, siempre que falta
materia prima, trunca la esperanza que puede encontrar en los rincones más recónditos
de la vida política y social de las clases populares, la tritura, la procesa y
la transforma en miedo. Las izquierdas son la arena que puede atajar ese
aparatoso engranaje a fin de abrir las brechas por donde la sociología de las
emergencias hará su trabajo de formular y amplificar las tendencias, los
“todavía no”, que apuntan a un futuro digno para las grandes mayorías. Por eso
es necesario que las izquierdas sepan tener miedo sin tener miedo del miedo.
Sepan sustraer semillas de esperanza a la trituradora neoliberal y plantarlas
en terrenos fértiles donde cada vez más ciudadanos sientan que pueden vivir
bien, protegidos, tanto del infierno del caos inminente, como del paraíso de
las sirenas del consumo obsesivo. Para que esto ocurra, la condición mínima es
que las izquierdas permanezcan firmes en las dos luchas fundamentales: la
Constitución y la hegemonía.
Traducción de Antoni Aguiló y
José Luis Exeni Rodríguez
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