-I-
Para situar dicho hito histórico es relevante recordar que el
gobierno de Bush, en ese contexto, estaba impulsando el proyecto de un escudo
antimisilístico de escala planetaria, bajo el paradigma de un ataque convencional
de gran escala, heredado de la guerra fría. En pleno impulso, sin embargo, miembros
de Al Qaeda realizaron una operación sin precedentes en la historia de las
guerras no-convencionales, sin recurso a tecnología militar alguna. Más de una
vez se ha dicho que este grupo terrorista no sólo estaba derribando unas torres
emblemáticas del capitalismo financiero, sino también el paradigma de seguridad
dominante en el aparato militar de EEUU. Sólo entonces podría resultar
verosímil la vulnerabilidad de la CIA al momento de impedir un atentado de esa
magnitud.
La disponibilidad de información privilegiada por parte de
algunos agentes financieros y de información de inteligencia por parte de
algunas autoridades estadounidenses no parece incompatible con la afirmación
precedente, a condición de que la categoría de «paradigma» sea fuertemente
matizada. Si por un lado esa información de un posible atentado en territorio
estadounidense no pudo ser asimilada por un aparato de inteligencia dominado
por una lógica de la guerra abierta, imposibilitado de responder de forma
anticipada y eficaz a una alerta grave e inminente, por otro, no puede
afirmarse con validez que esa matriz fuera compartida por toda la “comunidad” implicada.
De hecho, ya existían importantes antecedentes de ataques similares en décadas
previas, aunque de menor escala, y resulta inverosímil suponer que dichos
peligros no pudieran ser procesados de otra forma por al menos una parte de la
inteligencia militar. En este sentido,
es seguro que la idea de un ataque terrorista que usara tecnología no-militar ya
estaba presente en algunas elites políticas, económicas y militares locales
que, sin embargo, encontraron en el 11-S la oportunidad para institucionalizar
un nuevo paradigma securitario.
El segundo matiz al respecto es que dicho paradigma no
supuso en absoluto la exclusión de la guerra convencional, sino que más bien la
extendió como supuesta forma de prevención de posibles ataques y como medio
privilegiado para el desarrollo de una política energética de largo plazo (sin
el menor reparo en cuanto al expolio de recursos ajenos). Una década después resulta
claro que tras el atentado EEUU emprendió varias guerras en un nuevo giro de su
política exterior (rehabilitando la teoría de las guerras preventivas y
haciendo estallar por el aire cualquier mínimo orden jurídico internacional).
Retroactivamente: el golpe a las torres permitió crear las condiciones
sociales favorables para nuevas intervenciones bélicas de EEUU, especialmente
en Afganistán e Irak. El 11-S constituye un hito histórico que posibilitó el
relanzamiento de una política belicista y la reactivación del complejo
industrial-militar estadounidense, principal beneficiario de la gigantesca
transferencia de recursos públicos que supusieron (y suponen) dichas guerras. Aunque
mucho se ha discutido sobre el balance negativo que tal política implicó para las
arcas públicas, en cambio no caben dudas razonables con respecto a su funcionalidad
para los intereses de dicho complejo. En este sentido, el 11-S constituyó un
acontecimiento que favoreció la producción de nuevas guerras, la expansión de la
no menos millonaria industria de la seguridad (alimentada con el pánico
permanente ante posibles ataques terroristas) y la radicalización de grupos
yihadistas que significaron la “guerra santa” (esto es, su propia acción
terrorista) como una forma de replicar al terrorismo padecido diariamente,
incluyendo las ejecuciones extrajudiciales y la violación de derechos humanos
básicos.
-II-
No es que el capitalismo no cargara con innumerables muertos
–con sus muertos, pese a ponerlos como los otros muertos, los que
todavía-no-se-han-incorporado-al-sistema, los que no forman parte de la
contabilidad de la “comunidad propia”. A pesar de la terrible evidencia del crimen
perpetrado como un ritual cotidiano sin relieve, lo que sacudió al mundo fue la
muerte de millares de ciudadanos estadounidenses, ante el gesto incrédulo de un
aparato que en su megalomanía probablemente estaba dificultado para prevenir una
contraofensiva de semejante magnitud. Pero quizás ni siquiera sea ajustado
atenerse a los muertos. En última instancia, la conmoción del mundo fue ante la
vulnerabilidad radical del Estado más poderoso del mundo, caracterizado por su
impunidad para cometer crímenes de lesa humanidad. El estupor parece menos
relacionado a unos cientos de asesinados más que se suman al festín de muertos
–más o menos efímeros e insignificantes- que ante unas escenas semejantes a una
ficción apocalíptica.
Dicho de otro modo: lo conmocionante ni siquiera estuvo
ligado a la muerte (mediáticamente retaceada) de millares de personas anónimas
(en su mayoría, personal de limpieza y mantenimiento de procedencia latina),
sino a la vulneración como tal. El protagonismo absoluto del 11-S fue de las
torres gemelas como núcleo emblemático de un poder impotente. La
espectacularidad de su derribo y lo que dicho derribo representó en el
imaginario colectivo explican, en cierta medida, la cobertura mediática
desproporcionada del 11-S. La repetición de esas imágenes del derrumbe
atestigua la dificultad para elaborar esta otra igualación traumática de los
estados-nación como entidades esencialmente vulnerables.
Apenas hace falta recordar la cobertura efímera y marginal de
acontecimientos no menos graves en la década de los 90. Por mencionar tres en
los que estuvo implicado EEUU directamente o por omisión: la masacre de Ruanda (más
de 800.000 asesinados en menos de dos meses, de la cual estaba alertado el
presidente de entonces, Bill Clinton); la masacre de 300.000 iraquíes civiles
en la primera guerra de Irak a principios de la década o los “daños colaterales”
que las fuerzas de la OTAN perpetraron en la ex Yugoslavia.
Para retrotraernos más. Las intrusiones de EEUU en América
Latina (apoyando de manera activa, a través del “Proyecto Cóndor”, las
dictaduras de Chile, Argentina, Brasil y Uruguay, así como la financiación de
grupos paramilitares en Nicaragua, Panamá, Cuba, Honduras, San Salvador,
Paraguay, o Colombia, entre otros), el apoyo a estados dictatoriales africanos
y de medio oriente (Egipto, Libia, Arabia Saudita o Irak por poner algunos
ejemplos), el financiamiento y provisión estratégico-militar de enemigos
declarados de la URSS (como fue el caso, en la década de los 80, de los
talibanes en Afganistán o de los paramilitares nicaragüenses una década antes),
forman parte del historial omitido no sólo a nivel oficial sino también en el
plano de las grandes agencias internacionales de comunicación. Dentro del orden
informativo internacional, el 11-S no fue remitido –ni es remitido en la
actualidad- al intervencionismo belicista de la política exterior
estadounidense, sino exclusivamente a un acto terrorista producido por fanáticos
del “fundamentalismo islámico”. La trivialidad de esta explicación, aunque
superficialmente válida, borra precisamente aquella estructura sociopolítica
que sostiene el fundamentalismo y crea las condiciones propicias para este tipo
de actos.
Por lo demás, aunque el saldo en vidas humanas de esa
política belicista es notablemente superior a la masacre producida el 11-S, este
acontecimiento marca en otro sentido una ruptura, no tanto en cuanto a la
condición de las víctimas, sino fundamentalmente en cuanto a la conciencia
colectiva de una impotencia fundamental en lo atinente a la propia seguridad.
No se trata, en este sentido, más que de la inversión del unilateralismo, leído
en clave hegemónica como “barbarie” contra la “civilización occidental” (interpretación
que, sin modificaciones, se sigue usando para legitimar toda barbarie
occidental y para insistir en el “choque de civilizaciones”).
En última instancia, no se trata de una cuestión de cifras. Ni
siquiera de una venganza injustificable pero motivada por las atrocidades
mundiales perpetradas por la primera potencia mundial a lo largo del siglo XX. Como
contrapartida, interpretar la réplica de EEUU con las claves del westerns (en el
que el sujeto épico lucha contra los villanos en una voluntad de justicia manchada
de sangre) es seguir entrampados en la lectura binaria que sirvió de fundamento
discursivo para relanzar una política militarista. Bajo pretexto de combatir el
terrorismo (paraestatal), la máquina de guerra estadounidense no dudó en
insistir con su política terrorista. Dicho de otra manera: al estado del terror
provocado por un grupo paraestatal le ha sobrevenido una forma de terrorismo de
estado que no ha dudado en restituir, de forma paraestatal, la tortura, la
vigilancia permanente, el secuestro, el asesinato selectivo y las matanzas a
civiles.
-III-
En este punto, importa interrogarse por las condiciones que
han conducido al 11-S. Una primera hipótesis que cabe formular es que el
terrorismo (paraestatal) constituye una específica forma de «retorno de lo
reprimido» en su versión más destructiva: las fuerzas que el Imperio repudió regresan
bajo síntomas suicidas. Apoyada teóricamente en el psicoanálisis (o una
variante freudo-marxista del mismo), podría sostenerse que la represión produce
una compulsión repetitiva. Los traumas no elaborados retornarían, en la historia
colectiva, a través de múltiples manifestaciones destructivas. Aún a riesgo de
hacer un uso sui generis de esta categoría freudiana -nada original si nos
remontamos a La dialéctica del Iluminismo de Adorno y Horkheimer-, podríamos
sostener que los hijos saqueados del capitalismo y, en particular, las víctimas
de los señores de la guerra han irrumpido en el núcleo del sistema. A su favor
puede invocarse, en lo que atañe al estado estadounidense, la extorsión
sistemática a economías subdesarrolladas, la permanente agresión a pueblos
enteros, el sabotaje activo a iniciativas políticas diferentes, la ocupación
militar de territorios en varios continentes, la explotación de otros países en
una economía mundial del saqueo, la ingerencia autoritaria en países
subordinados y el entrenamiento técnico en la muerte ajena. En esas condiciones,
no resulta especialmente sorprendente que determinados sujetos se sientan
llamados a ser portavoces de lo reprimido.
Aunque la “represión psíquica” no es equiparable a la “represión
militar”, hasta donde sé, ello no impide trazar algunas equivalencias: en ambos
casos lo perturbador es suprimido violentamente de la superficie de la
conciencia o de lo público, persistiendo la invisibilización del objeto
reprimido que se resiste a la pura reificación. Hace falta insistir en que,
aunque EEUU se empecine en invisibilizar los efectos de sus políticas militares
a través del marketing político y estrategias de imagen basadas en el principio
de un estado humanitario y democratizante, no puede impedir que el objeto se
rebele de esa posición repudiada. Que persiga convertir en imperceptible (para
sus comunidades nacionales) la penuria de millones de seres humanos no quita
que esos millones, pese a todo, sigan ahí, dispuestos a hacerse visibles
incluso bajo formas funestas.
Podría señalarse que esta lectura, aunque interesante, en
algunos puntos es insostenible: no todo “sujeto reprimido” elabora su drama
apelando al terrorismo y en todo caso, hay formas de terrorismo (estatal) que
no se nutren en absoluto de un daño previo sino lisa y llanamente de la
avaricia y la ambición desmedidas de diferentes elites de clase. Si el
terrorismo estatal está indudablemente soldado al capitalismo, pensar que el
terrorismo paraestatal constituye una respuesta (tan furiosa como previsible) provocada
por los hijos desheredados del capitalismo no suele ser el caso. Por el
contrario, el terrorismo, para ser operativo, requiere de un aparato
estratégico-militar oneroso, habitualmente dirigido por líderes que apenas
mantienen una relación directa con las clases más desfavorecidas y que, en
cambio, sostienen el rentable negocio de la guerra y forman parte de las clases
propietarias que lucran con la
muerte. Sus líderes son cualquier cosa menos víctimas del capitalismo.
Aun así, ¿cómo podrían reproducirse estas máquinas bélicas
dirigidas por los señores de la guerra, participen o no en las estructuras del
estado, sin ese trasfondo de cientos de miles de víctimas? Desde esta
perspectiva, la respuesta es relativamente clara: sin el repudio activo y la violencia
abierta hacia unas poblaciones concretas, en clara desventaja a todos los
niveles con respecto a las fuerzas militares imperiales, no habría posibilidad
de liderazgo alguno de esos señores de la guerra ni mucho menos sería posible el
reclutamiento de “mártires”. En otras palabras, sin la intervención de las
máquinas de guerra estatales y paraestatales, promovidas por el complejo
industrial-militar trasnacional, no habría posibilidad alguna de que los discursos
fundamentalistas pudieran calar en sujetos –habitualmente, identificados con
las víctimas- dispuestos a inmolarse.
Dicho lo cual, podemos reformular lo dicho: asumiendo que la
articulación de una fuerza operativa implica la intervención estratégica de
unos agentes que distan de ser identificables con las clases oprimidas, lo que
esta hipótesis afirma, en cambio, es que el terrorismo paraestatal es una
específica forma de encarnación de lo reprimido, que retorna como violencia
extrema (incluso contra sí mismo, bajo el modo de la inmolación). No habría
posibilidad de líderes de este tipo sin ese retorno de lo reprimido, esto es,
sin la reaparición de fuerzas que pretendían ser suprimidas o aniquiladas. No
se trata de ninguna metáfora: el asesinato ilegal de Bin Laden en manos de
comandos especiales del ejército estadounidense, aunque confuso en su
ocurrencia, es inequívoco en cuanto a este deseo aniquilador.
Podríamos también invertir el enunciado: los líderes del
terrorismo paraestatal son producto de las grandes potencias estatales del
capitalismo. Entre política exterior occidental y política del terror de Medio
Oriente hay una relación directa indisimulable. Cabría preguntarse si,
finalmente, el terrorismo no constituye una creación occidental en la que sus
creadores, como en Frankenstein de Mary Shelley, pierden el control de lo
creado, desatando una fuerza que vuelve, como un boomerang, sobre ellos.
En este sentido, el terrorismo en su versión paraestatal
–como es el caso del terrorismo islamista-, es la apropiación perversa y
fundamentalista de ciertas reivindicaciones de los desheredados por parte de
los señores de la guerra, financiados y comandados por un bloque histórico
compuesto por los estados aliados del norte. Por su parte, el terrorismo estatal,
aunque mantiene la máscara mesiánica, se comporta de forma completamente
cínica: no hace más que dar rienda suelta a sus intereses corporativos, aun si
para ello necesita invocar “valores civilizatorios” que, de forma etnocéntrica,
se autoatribuye.
Retomemos, entonces, el argumento central. Si hay goce (un
goce inconfesable casi siempre, ligado a la fascinación de la destrucción
fantástica del poderío) [1], tal goce está posibilitado por una represión
previa de lo que puede haber de igual con respecto al otro. Puesto que considero
que soy absolutamente distinto a mi antagonista, puedo destruirlo sin
conmiseraciones. Lo que retorna, entonces, no es simplemente un sujeto excluido
o marginado, fabricado por la propia potencia [2], sino un sujeto abyecto que
adquiere resonancia mundial por mostrar simultáneamente una igualdad negativa
(“todos somos vulnerables”) y volver a conjurarla (“pero daremos primero el
golpe”). La igualdad repudiada es la condición necesaria que permite esta
escena mortífera.
El goce proviene de una certeza que se revela, finalmente,
como falsa: es el amo quien teme ahora (ese temor fue reconocible en las
semanas de preparación militar que precedieron la invasión de Afganistán y
reapareció en los meses posteriores a la supuesta victoria en Irak). Pero tal
temor es efímero. El temor a la muerte pertenece a los que van al frente, los
que arriesgan su vida. Tanto los señores del capital como los señores de la
guerra mantienen a distancia ese temor, poniendo en juego la vida de los otros.
Sólo hay guerra entre amos, pero a través
de esclavos. Si hay algún miedo posible de su parte es el que proviene del
escenario de la derrota, porque amenaza con destruir la propia potencia como amo,
en este caso, una teocracia suicida o un régimen expansionista. La
desesperación de millones y el fundamentalismo mesiánico (que es teopolítico de
ambos lados, o en otros términos, que es una forma de teocracia que mata a sus
hijos) enlazados a un antagonismo radical, pueden cristalizar en un
acontecimiento como el 11-S.
El retorno de lo reprimido –la igualdad repudiada- muestra
aquí sus facetas más horrorosas: el síntoma suicida, bajo la forma de comando
dispuesto a inmolarse y, lo que es peor, bajo la producción de una nueva masacre.
Es corto de miras señalar que una vez les vuelve la pena de muerte a la que este
estado imperial condena a muchos países y a cientos de miles de sus ciudadanos
de segunda mano. Porque –hace falta insistir- los que murieron son parte del ejército
de desheredados. Puede que alguien disfrute que el 11-S haya ocurrido en uno de
los países en los que el sueño de omnipotencia tiene más asidero real. La
derrota, sin embargo, sigue estando del mismo lado: en las clases subalternas.
Para el imaginario suprematista lo que escandaliza no son
los muertos, sino la vulneración sufrida por una potencia como EEUU; una
vulneración que es simbólica y material aunque no se hayan empleado más que
armas blancas. Que el 11-S haya dado lugar a una nueva fase de intervención
imperial no niega la herida infligida a ese imaginario suprematista. Lo
reprimido en el capitalismo es la justicia económica y social, el hambre que
asedia a dos tercios de la humanidad, la paz repudiada en nombre de intereses corporativos
que requieren desarrollar la industria de la guerra -justificada moralmente por
el imperio por presuntas causas humanitarias- para ampliar su rentabilidad.
Que la rentabilidad esté basada en la industrialización de
la muerte no parece perturbar en lo más mínimo una economía del genocidio. La
muerte del Otro forma parte estructural del capitalismo fundamentalista. La
muerte en la propia comunidad es efecto indeseado del rechazo producido por una
política imperial que no escatima medios: racismo, clasismo, xenofobia, nacionalismo…
En esta espiral, EEUU actuó acorde a su guión preestablecido: localizar un
enemigo con premura, para no seguir repitiendo la insoportable imagen de su
condición inerme.
La imagen de la vulnerabilidad concreta, de la destrucción
fantástica de Nueva York y sus habitantes, es insoportable y fascinante: así lo
corroboró la política de información dominante en los medios masivos de
comunicación. El protagonismo absoluto no lo tuvo, en este sentido, el conjunto
de asesinados, sino el derrumbe de las dos torres magníficas. Una vez más, lo
omitido es el cuerpo (sufriente, agonizante). El dolor incontable, que nada
tiene de sensacionalista, es lo que quedó borrado, a fuerza de control
informativo. En vez de mostrar el horror, los medios masivos optaron por un pacto
de silencio, en nombre de la seguridad nacional. Las preguntas que inicialmente
se formularon -averiguar qué sucedió con los aviones caza detrás del silenciado
quinto avión, qué ocurrió con las denuncias de desaparecidos, con las
conexiones locales, con los miles de musulmanes que habitan USA, con el presunto
avión estrellado contra el Pentágono, con las operaciones bursátiles previas al
atentado, etc.- quedó lisa y llanamente en el olvido.
Sin un enemigo reconocible, identificable, una vulneración semejante
hubiese dado rienda suelta al pánico. La respuesta de EEUU no fue otra que la de
construir enemigos por etapas: Afganistán, Irak… y las aventuras bélicas se
repiten ahora en Libia. Es probable que, de no haber mediado las dificultades
conocidas sobre el terreno, dicho aventurerismo se hubiera propagado con más velocidad
por otras regiones ricas en recursos energéticos y aptas para la ampliación de
mercados, el asentamiento de nuevas bases militares y el desarrollo de negocios
ligados a la reconstrucción y explotación de recursos energéticos escasos. La
plaga de la sospecha todavía se extiende sobre Medio Oriente y, como una peste
endémica, puede incluso extenderse hacia África o el lejano Oriente. Nada
indica que EEUU vaya a alterar su política de guerra y su arrogancia de dueño
del mundo.
Las colisiones de varios aviones contra los emblemas del
capitalismo han recordado imágenes propias de la ciencia ficción. El poder de
la ficción, ya no cinematográfica o literaria, puede seguir caminos tortuosos.
Las ficciones han montado una realidad del horror. Porque la planificación
racional de la muerte tiene su marco siempre en ficciones ominosas, ligadas al
mesianismo, a los sueños del amo que todo lo controla, como si el núcleo mismo
del control no fuese el descontrol de los propios medios que se despliegan para
controlar (la CIA, el FBI, el capital financiero, las industrias militares).
Al borde del abismo, en la continuidad de una guerra interminable,
vivimos en un régimen de control reconstituido a partir del 11-S. Ese régimen preanuncia
nuevas masacres, contadas en miles o millones. La historia bélica de EEUU en el
siglo XXI se escribirá con la justificación del 11-S.
Arturo Borra
[1] En un polémico artículo, dice Baudrillard: “Que algún
día soñamos con ese acontecimiento, que cada uno sin excepción lo ha soñado,
porque nadie puede no soñar con la destrucción de un poder que ha alcanzado tal
grado de hegemonía, resulta inaceptable para la conciencia moral de Occidente.
Pero es un hecho, y un hecho a la medida justa de la patética violencia de los
discursos que quieren borrarlo” (Baudrillard, Jean, "El espíritu del terrorismo",
Fractal n° 24, enero-marzo, 2002, año 6, volumen VII, pp. 53-70).
[2] En el mismo texto, Baudrillard es rotundo: “Es el sistema
mismo el que ha creado las condiciones objetivas para esa represalia brutal. Al
guardarse todas las cartas en la mano, obliga al Otro a cambiar las reglas del
juego. Y las nuevas reglas son despiadadas, porque la apuesta es despiadada. A
un sistema cuyo exceso de poder plantea un desafío irremediable, los
terroristas responden por medio de un acto definitorio, sin posibilidad de
intercambio alguno. El terrorismo es el acto que restituye una singularidad
irreductible en el seno de un sistema de intercambio generalizado” (op. cit.).
Enhorabuena por el artículo.
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